Martín estaba de pie en la sacristía. Olor a ratón y a plantas marchitas, a libros viejos, desempolvados en un solo segundo y vueltos a dejar de donde se había cogido. Les volvía a caer polvo durante muchos años, quizá generaciones enteras de seminaristas que no habían nacido aún, curas de sotanas raídas que ya no creían en los hombres ni en las cosas. Martín, erguido, inverosímil, testificando, hacía sus exculpaciones:
—Yo vi la luz en el camino y era lo mismo que un candil de aceite pero no era un candil, sino un farol de carburo de luz vivísima. El farol estaba sobre la piedra. No había nadie allí. Sólo el farol y la luz cada vez más pequeña. Venían los pájaros engañados y se posaban en la piedra. Les he visto otras noches a los guardias ir hasta el farol y coger los pájaros con la mano, meterlos en las cartucheras donde los guardias llevan los libros y los papeles con las notas apuntadas. Hoy los pájaros también venían al farol y los mariposones de la noche, las polillas y los mosquitos. Los guardias, no. Sin embargo yo sabía que estaban allí. A dos pasos del farol, a cinco todo lo más. Les oía decir: «Déjalos, ellos vendrán. Y los cogeremos». Los guardias estaban echados o de pie, la noche los cubría, y los vientos venían de lejos como si fuesen gritos o gemidos. O lo eran porque no podía saberse qué era aquello, ni tan siquiera si lo producía un hombre o un perro salvaje de los que dejaron los alemanes. Ya no hay lobos en esta tierra, pero sí perros salvajes, con los ojos como las brasas, que alumbran los caminos por la noche y ven la tierra igual que los gatos. Los portugueses no eran porque cuando llegué a la casa estaba la noche en silencio y ellos dormían. Se habían metido dentro de la hierba, ocultos, igual que ratas o conejos en sus madrigueras. Los oía respirar. La sombra en la pared avanzaba. Corría despacio, muy despacio, y no hacía absolutamente ningún ruido. El hombre aquel, pues era un hombre, creía estar solo y encendió la linterna. Yo le vi las manos. Eran las de Zósimo. Tiene los dedos largos, con un anillo de piedras que le dio un judío también cuando los alemanes. Tiempos aquellos los que trajeron los alemanes. No volverán nunca más. También fueron buenos nada más terminar la guerra de España, todas las noches había trabajo y bien pagado. Nos decían cosas que parecían imposible: «Por este hombre cinco mil pesetas puesto en Francia». Los soldados estaban en los caminos, y sabían cuándo llegaba a casa un hombre o una mujer, o hasta siete hombre como tuvimos un día. Aquella tarde uno solo valía diez mil pesetas. Diez mil, Don Macario, diez mil he dicho, como entonces valía casi el ajuar de una novia rica y la dote incluida. El hombre aquel era cojo y no podía valerse. Los soldados nos vigilaban. Le dijimos al viejo: «Imposible darle un burro, señor, le verían en seguida. Imposible tampoco llevarle con nosotros, no nos seguiría». Le vestimos de mendigo. No tenía las manos de trabajar, eran blancas y suaves, y se las untamos con grasas y tierra, pero era inútil, las manos no estaban trabajadas. Lo trajeron de Madrid en un taxi. El hombre no sabía mentir ni engañar a nadie y temblaba como los niños. «Usted baje a la carretera y si los soldados le preguntan tiene que contestar: Voy pidiendo limosna y haré la noche en la chabola junto al puente». Los soldados le echaron el alto y el viejo comenzó a llorar. Era profesor de algo y no sabía mentir. Lo trajeron desde Madrid en un taxi, Don Macario. Nosotros lo vimos todo desde el monte. Los soldados estaban orgullosos de haberle cogido y se pasaron dos semanas diciendo que habían cogido a un profesor de no sé qué, y era socialista. El hombre era importante, sí señor, porque luego nos preguntaban: «¿Qué pasó aquella tarde?» No podíamos decir otra cosa: «Se lo llevaron los soldados de patrulla». «¿Y dónde fue a parar?» Nosotros no lo sabíamos. El hombre era lisiado y le dimos instrucciones, le traicionó la educación. No estaba hecho para mentir. Zósimo entonces era un muchacho. Cuando los alemanes llegaron hasta Hendaya, Zósimo pasaba judíos. Un viejo que hablaba galimatías le dio la sortija. La llevó a un platero de San Sebastián. El platero le dijo que tenía un valor en su dedo y si lo fuese a vender le darían por él sus dineros. Había para comprar un carro con sus dos bueyes añales y aún le quedaría un buen pasar dos o tres años más. No se impaciente Don Macario, que si no traje a los portugueses no fue por no quererlo. La linterna dio su luz y las manos de Zósimo estaban en la ventana tocando las piedras. Algo buscaban las manos de Zósimo que yo no sé. Estoy seguro de que algo buscaban. Era lo mismo que cuando la vieja me dijo que tenía algo en el rincón con sólo mirarme a los ojos. Las manos se le iban tocando los huesos que tenemos en la cabeza. Los contaba: uno, dos, y así hasta treinta y tantos o cuarenta que dicen que tenemos. Y cada hueso tenía su nombre. Total para decirme que llevaba dos o tres piedras en el riñón y había que rezar dos credos con los ojos cerrados y dos credos sin respirar. La vieja no quería decir mi mal porque yo era el sacristán y usted le había dicho que si no pagaba todos los días una misa, se iría al Gobernador de Pamplona y le denunciaría. Ya hay curas que con un chismecito que parece un péndulo del reloj de la sacristía hacen lo mismo que la vieja. Ya los llamó el obispo de Pamplona, pero es lo mismo, porque ahora es el ama la que cura con ese péndulo y pasa la factura y apunta en los libros lo que se recoge por limosnas a los señorones que vienen con sus coches grandísimos desde Bilbao. No se ponga usted así, Don Macario, y déjeme hablar, yo sé lo que digo y por qué lo digo. La vieja, un día, dijo que los portugueses no tienen alma y no se explicaba cómo usted les ayudaba. La vieja decía que tampoco la tienen los negros o los gitanos, ni los estañadores, ni los paragüeros, ni los que piden limosna por las casas y llevan sus sacos cargados de mazorcas de maíz, tocinos rancios y botellas de aceite. Tampoco la tienen los que no se quitan las barbas por desidia, ni los grandes pecadores que no se arrepienten porque esto es signo de que llevan el demonio dentro y no lo echan ni hay manera. Los portugueses, dice la vieja, no tienen alma, y sin embargo usted les ayuda. La vieja dice que lo hacen ustedes por dinero y nada más que por dinero. Yo le digo que no, pero ella erre que erre que sí, que no es más que por dinero, porque ustedes los curas son unos mirados. Eso del alma y del purgatorio y de los infiernos es para que las gentes les den los dineros. Yo no digo si es cierto o no lo que dice la vieja, Don Macario, pero yo lo creo. Ya sé lo que me han enseñado en los años de convento. El padre superior que era de Cegama me pidió casi de rodillas que yo me quedase para cuidar la huerta y hacer las camas de los padres. Yo creo en la vieja porque me quitó las piedras del riñón y no quiso cobrarme las medicinas y los ungüentos. Por eso, nada más, Don Macario, me vinieron los miedos y yo dije que no era cosa de ponerme a mal con la vieja y con Usubelz, ni tampoco con Zósimo, que al fin y al cabo son mucho más que yo y conocen el negocio de la frontera desde siempre, y no como usted de cuatro días, desde que vienen portugueses por aquí. No me diga nada Don Macario. Yo me estoy confesando con usted, y le digo las cosas tal y como son.
Don Macario, ni viejo ni joven, imperturbable, no decía nada y daba suspiros muy largos. Como los sábados por la tarde cuando volvía del Bidasoa con la caña de pescar, la dejaba en su sitio y entraba pausado y ceremonioso en el confesionario: Ego te absolvo…
Do Pereiro se vio sorprendido por las sombras flotantes en la vaguedad de la mañana. Apenas si era barro que moldeaba un árbol o simplemente fango viscoso del color del yeso. El punteado del cielo, al mirarlo tanto, tenía una superficie ya uniforme.
Cuando volvió a desovillarse el madejón de la niebla caído en la vertiente aquella del monte —las otras estaban limpias, minuciosas—, apareció la superficie totalmente plana de la pared. Revoques de cal enjalbegados a brocha gorda cuando llegaba el verano y la cal al secarse daba reverberos rabiosos, como faros vistos desde muchos kilómetros, inmóviles. Un balcón y la balaustrada donde Joshe Andrés ponía las manos y miraba a lo lejos con los catalejos colgados del cuello como el polaco de las Brigadas Internacionales. El polaco murió boca arriba y no se dejaba quitar aquello que tanto debía querer y que Joshe Andrés había deseado desde toda su vida. Un tejaroz de anchas tablas negras, florecidas de humedades y cardenillos y musgos que no eran amarillos ni verdes, sino muy negros y oscuros.
Lo único vivo de la casa eran los ladridos desesperados de los perros encadenados a las argollas, cuando arrancaban la tierra con las pezuñas y mordían los eslabones brillantes, plateados. En las dos filas de sus dientes se enredaba la cuerda de la saliva.
La mujer, María Joshepa, dio un grito explosivo.
—Txakurra kanpora! (¡fuera, perro!)
Joshe Andrés todavía estaba borracho. Pantchiko le dio una vaso de anís a las cinco de la madrugada y otro a las cinco y media. Luego subió a tentón por los caminos que van al caserío. Allá en lo alto los balcones de madera y los tejados rojos con los surcos iguales y las luces encendidas en las cinco ventanas que tiene la casa, porque la abuela tiene miedo a las brujas y a las ánimas del purgatorio. Los lunes por la mañana el caserío estaba más lejos que nunca. Tardaba horas en llegar. Sin embargo llegaba y el hacerlo significaba un triunfo que Joshe Andrés celebraba con la botella sacada de la alacena, casi a tentón, y la acariciaba con una incansable caricia. Lentamente el líquido bajaba hasta los fondos. Luego gritaba:
—¿Cómo va eso? ¿Aún en la casa?
Contestaba la abuela desde la cama, muerta de miedo. Todavía no habían llegado las luces del día a los espejos y sí las de la noche: candiles de aceite, capuchinas como ánforas, mecheros inverosímiles. El sol despuntaba por su sitio de siempre, junto a los arbolitos, o dentro de ellos, según la estación y la fecha. Entonces la abuela perdía sus miedos y apagaba los candiles y los mecheros. Mientras tanto entre aquellas luces siniestras, bailoteantes, la abuela veía la danza espeluznante de las brujas.
—Esta casa tiene los demonios. Los trae el vino.
María Joshepa se hallaba todavía vestida sobre el escaño de roble viejo, con paneles y dibujos contorneados en las patas y los pasamanos. Estirada y como muerta. Los lunes también le costaba levantarse de allí donde le dejaba el vino. Al irse Joshe Andrés oyó pasar las trancas de la puerta y los cerrojos corredizos que tienen las ventanas y las maderas. Hacen ruidos como las ratas por los inviernos. Cuando vienen las nieves las ratas salen y marcan sus patitas como los pájaros y se comen los granos, las longanizas colgadas de sus cuerdas, y las gallinas cluecas. Sacó las dos botellas de donde estaban guardadas entre sostenes y enaguas que se deshacían con sólo tocarlas como las alas de las mariposas. En aquel escondrijo era imposible encontrarlas. Ni la abuela ni el muchacho que había sentado plaza y venía a casa de sábado a lunes, podían dar con ellas. Nada más llegar, el muchacho chupaba el gollete como la ubre de la vaca cuando era niño. Así se había criado levantisco y salvaje en los silencios del monte, que eran ecos profundos, sonoridades inmensas de los ríos, de hojarascas pisadas a kilómetros de distancia y repetidas allí en los muros de la casa.
—Venga, venga, yo no he pegado ojo y estoy tan fresco.
María Joshepa recobraba los movimientos por partes, porque parcialmente se movía, siempre estirada y cadavérica. Primero las manos y los pies, luego las telas plegadas de colores azules y morados de las faldas y la toca que cubría totalmente la cabeza. Lo último que despertaba eran los ojos estragados y estúpidos.
Luego vinieron los caballos y Joshe Andrés los vio y contó con los dedos de su mano y la mano de María Joshepa. Hizo falta la mano de la abuela, y como todavía pasaban más caballos llamaron al hijo que estaba en filas. Vino ya vestido de soldado con los emblemas de infantería, la guerrera llena de arrugas como si en ella se hubiera escrito algo. Puso las manos sobre la mesa. Era estúpido aquello. Completamente estúpido. Vaya contabilidad. «Lo mejor —decía el hijo soldado— es echar cosas a un montón, granos de maíz o cucharas y tenedores de los que hay en la alacena. Luego contaríamos». Pero el padre todavía estaba borracho y lo estaría durante todo el lunes hasta que llegase su noche y se quedara profundamente dormido veinticuatro horas seguidas. Mientras tanto sería la abuela o la misma María Joshepa quien iba a sentarse en el balcón de maderas aqueradas, entre las mazorcas y las hierbas medicinales. Así haría dos cosas: una ahuyentar las picazas y los pájaros comedores de grano; otra vigilar los caminos con los anteojos. La abuela sólo hacía una, mirar y mirar los cristales aquellos que hacía las cosas más grandes y aumentadas, sacar caramelos de entre los pliegues recosidos de sus sayas que traía el nieto los sábados por la tarde desde el cuartel de Loyola de San Sebastián. El nieto tenía una muchacha querenciosa y fiel que fregaba los cristales de una confitería en la calle de Garibay y se las daba completamente gratis a cambio de sus caricias.
Cuando la abuela dejaba los anteojos los cogía María Joshepa y los enfocaba hacia los cielos. María Joshepa —ella lo afirmaba— contaba los granitos de plata que eran las estrellas y le salía mal la cuenta porque tenía entre sus piernas, totalmente oculta bajo las sayas, la botella de anís, tan grata y querida.
A pesar de estar todavía borracho Joshe Andrés y sin dormir lo suficiente María Joshepa, vieron pasar los caballos y los guardias y los perros siempre detrás, entre los caballos y los guardias, husmeadores de algo, incoloros de cien procedencias y razas diferentes. Era escalofriante aquel entrar y salir en la nube que se había pegado al monte, y volver a salir, y volver a entrar por sitios distintos. Los guardias siempre detrás, a la misma distancia que los separaba y que no se acortaba nunca, ni se acortarían. Y él diciendo: «Éste es el día más feliz de mi vida. El más feliz. Han caído». No se encontrarían nunca.
No se había vestido del todo el hijo que había firmado compromiso en el Ejército por dos años. Entonces vino aquel hombre exasperante y sucio de largas barbas como las llevan los peregrinos o los mendigos llorosos o los que buscan trabajo o han estado en la cárcel. Traen unos ojos muy amargos, indefinidos, que no pueden mirarse, dan repugnancia y miedo.
María Joshepa preguntó:
—¿Quién es usted?
El hombre no la comprendía. Debía ser así, y por entre las barbas salía la boca roja, entreabierta, los dientes completamente negros y perfilados.
—¿Está memo el hombre? Si quiere limosna le saco borona y un vaso de leche ahora ordeñada. Si no lo es diga lo que quiere. Yo le escucho.
Como lo decía en su lengua, Do Pereiro únicamente hacía reír, incomprensible, estúpido. Y mirar solamente a la mujer, mirar y mirar estupefacto. El rostro de María Joshepa, estampa con dos colores tan sólo, el rojo en los labios y el violáceo desparramado por toda la piel, como ungüento o tintura.
—No entiendo, buen hombre.
Rostro de cera vieja, de los cabos de los hachones de difuntos que son morados o azules y también verdes. Hay que tirarlos, pero en las cererías los compran a peso. Los hachones viejos se sustituyen por otros y de tanto traer y llevar cera para los muertos a las mujeres se les queda en las manos y en el rostro.
Do Pereiro dijo:
—Francia.
Palabra mágica. Francia a lo ancho de la imaginación y el deseo, los sueños que se tienen a los quince años, mujeres desnudas de los calendarios, de las revistas ilustradas, de las fotos en blanco y negro. Los tejados, las escaleras con barandales de hierro oxidado, los aleros de hojalatas polvorientas, las persianas y las fachadas ocres y azules de ese Monmartre que repitió cientos de veces Utrillo y que es igual, exactamente igual en la realidad.
María Joshepa desapareció un segundo y volvió con el mismo color violáceo y triste, los ojos muy pequeños, como licuados, gotas de agua depositadas allí por un raro capricho.
—Francia no.
La mano indicaba algo. Y la mano, como el rostro, estaban desconectados del cuerpo, articuladas únicamente a la sombra. Trazó un círculo interrumpido, del todo incompleto, y la otra mano apareció, se juntó con la que estaba suspendida para, entre las dos, completar un dibujo imaginario.
—¿Francia? Lejos…
Las dos manos corrieron los cerrojos y se oyó un ruido de tripas y de aires expulsados de súbito, violentamente.
—Pasa, gizona.
En la cocina Joshe Andrés imperturbable, igual que dormido o muerto, o simplemente aletargado en un sopor del que le era imposible salir. Las manos sobre la mesa estaban clavadas, incompletas, porque le faltaban dos dedos. «Fue en la guerra. Una bala perforadora». Levantó el rostro.
—Eh chico. En casa de Usubelz sabrán qué pulga le ha picado a este bicho. Vete y díle que habla galimatías. Él sabrá si es portugués o alemán. De la Francia ya sé que no.
Do Pereiro tenía delante los ojos azulosos, casi sórdidos, y le hacían un estudio completo. Las arrugas del rostro hilaban un tejido prolijo, y el tejido se cerraba alrededor de la boca.
—Todos quieren ir a Francia. Bah. En Francia, nada.
La mesa de maderas veteadas como la misma tierra tiene hilos de azules arcillas, hilos rojos o negros con su dibujo exacto, cada veta el suyo. A días nadie sabía qué hacer; no había vino en los garrafones, y la última gota de las botellas había sido vertida a los vasos llenos de moscas y de huellas digitales, de cercos. Era ya inútil que la abuela, o María Joshepa y el hijo militar buscasen una botella con algún licor. Entonces, Joshe Andrés y el hijo clavaban el cuchillo o la navaja sobre las tablas de la mesa; le sacaban corazones y soles con cinco o seis rayos torcidos, como ganchos, y los nombres y las fechas. «Año de 1927», «3 de marzo de 1939», con significados que se olvidaban pronto. Aquel día alguien había muerto, alguien nació y se le echaron las bendiciones a la madre, o era un año a recordar por sus lluvias, por sus nieves, o porque guardaron en los establos nueve hombres que iban a pasar a Francia.
Do Pereiro decía algo.
—Busco a un hombre llamado Perkain.
El muchacho vestido de soldado, con prisa recitó las palabras mal aprendidas de memoria. Se comía las palabras porque tenía prisa.
—Usubelz dice que no. La guardia civil anda desde anoche por los campos.
Do Pereiro estaba de pie todavía, detrás de la llama roja de la chimenea, como detrás de un vidrio defectuoso que lo alargaba y encogía y le daba otras formas que no tenía.
—Es un hombre que nos lleva a Francia.
Joshe Andrés, en el rostro un gesto ambiguo, desvaído y lejano, expresaba nada, pasividad o abandono, absolutamente nada. Al levantarse, Do Pereiro le vio entero en aquel espejo con telarañas y sombras donde se reflejaba o era la vitrina en que el hombre estaba cerrado, con los cristales de humo, informes y dudosos. La cosa es que Joshe Andrés iba hacia él, iba muy lento, lentísimo, paso a paso, salido del espejo con telarañas, salido de la vitrina donde hasta entonces estuvo hermético y cerrado, completamente en silencio.
—Yo con esto no contaba, María Joshepa.
Rafael traía el caballo de la brida. El caballo le seguía oscilante y tembloroso, como los caballos pintados de los tiovivos, siempre el mismo ritmo en la cabeza, arriba y abajo, abajo y arriba, penduleante, sincronizado y automático. Le seguía obediente y resignado.
—A la orden cabo. Lo hemos encontrado y tiene la mano con esguince. Será de ellos.
—Si yo les cojo les meto el cargador por la tripa. Como hay Dios, Rafael. Esto no se le hace a un hombre.
Al cabo le brillaban los botones de metal dorado, las letras cruzadas, G.C. (Guardia Civil), habían perdido color. En el porche aún estaban los humos de las fogatas que encendían los mendigos, los caminantes de paso, los viajeros sin documentación que perdieron el camino, los tratantes, los muleros con sus carteras hinchadas de billetes falsos y en la faltriquera la pistola. Paja quemada, papeles sucios a medio quemar, trapos con sangre y sin sangre, las paredes que tenían huellas de orines y excrementos secos. Piedras corroídas, huesos superpuestos sin raíces entre hueso y hueso, sin huellas en las manos que los pusieron cuando todavía estaban húmedos. El cabo daba órdenes como él sabía darlas, con su voz enmohecida y vieja.
—Eh Rafael, tú que eres el más educado, y lo digo sin cachondeo, llega hasta la tienda de Usubelz y cumple un servicio. Él tiene la clave de todo esto. Hay que descifrarla. Misión a cumplir: interpretar los gestos de su cara, bien sencillo. Escuchar y anotar en la memoria lo escuchado. Tú tienes memoria y eres largo. Pasos, ruidos, voces y palabras, todo es útil. Al saco con ello. Atención, mucha atención. Cualquier detalle tiene interés si se sabe aprovechar. No aceptes el vino. Te preguntarán, tú quieto. Y ojo con el vino, mucho ojo.
El cabo consultó el reloj que mentía siempre y había que llevarlo al oído antes de darle cuerda. En el esmalte los números negros eran como las antenas de un insecto.
En el extremo interminable de los montes se oía monótona y triste una esquila. O una campana solitaria en una torre negra o amarilla, que no se veía de ningún modo.
—Esto ¿qué es?
—Tocan a muerto.
Venía el cuerpo fabuloso de la niebla con sus vagas y huidizas formas, búfalos, trasgos, deletéreas oscuridades, hasta el mismo porche, y se iba otra vez. Las cuentas gordas de la campana se perdían en la niebla.
—Es un mensaje. Lo están escuchando en alguna parte. La clave sólo la tienen ellos, y cada día es distinta.
El tañido no tenía ritmo, o si lo tenía era una improvisación de jazz de un negro llamado Duke Ellington. Cuatro notas, cinco, enloquecidas, vibrantes, repetidas hasta el delirio. Una, dos, silencio, una, silencio.
—Emeterio y Domingo, quietos aquí. Esperad la orden que yo daré. Alto a todo el mundo, y si se tercia, disparos al aire. Evitar los líos es mi consigna. Éstos tienen agarraderas y por menos de un pelo nos quedamos en la calle. Los guardias somos las víctimas de las cosas mal hechas. Y hay muchas.
El cabo dio un grito gutural, un ridículo gorgorito.
—Vamos a taparle la boca a esa campana.
Los guardias se pusieron en camino, depositarios de la ley y los reglamentos forrados con papel de periódico. Usados sin prisa, las manos pasan las hojas, páginas con acotaciones de su puño y letra: «En caso de urgencia, una llamada telefónica a la comandancia». O simplemente: «La disciplina, la virtud más excelsa». El barboquejo dividía en dos partes desiguales la barba cana.
—La mañana está de perros. Hay que registrar casa por casa, hasta que demos con ellos. Esto va a ser sonado. Si cojo a uno, uno tan solo, lo llevo a Pamplona yo mismo. No espero la orden, ni dejo que nadie lo custodie. Yo mismo lo llevaré. Que no digan que soy un bruto, cuando a un hombre le pisan en el callo hace lo mismo que todos. Exactamente lo mismo. Y a nosotros nos han pisado el callo, con esos caballos.
Usubelz observaba las heces en los fondos del vaso.
—No comprendo esto. No lo comprendo. Yo querría saber quién ha traído a estos hombres aquí, y cuándo los van a sacar. Porque alguno los ha traído. Es la primera vez que me desafían en mi propia tierra. ¿Quién? Algún día lo sabremos.
Algún día: sus negocios, las cuentas de los libros secretos de la memoria y del recuerdo. No sufrían examen de inspectores con los dedos manchados de tinta, hambrientos de mil hambres, sobornados. «El tanto por ciento por cada acta levantada y las dietas, ése es el precio que ellos me pagan por delatarles». Usubelz, impenetrable, sabía que tenía que dar más y especulaba con hechos sin asentar en ningún libro. «Éste es un negocio que se aprende, no se hereda. No tiene números, no hay contabilidad, ni tampoco se necesita. Y si la hay, uno la fía a la memoria, el mejor de los archivos. Que vengan ellos a fisgonear en los libros. Que vengan. Mi negocio no da para minutas de notario, ni honorarios de abogados picapleitos. Tampoco puedo sobornar a escribientes mal pagados. Que les pague el Gobierno como se merecen». Usubelz se replegaba en la sombra. Las manos y las piernas, las distintas partes del cuerpo se reducían a manchas uniformes, desleídas.
El muchacho vestido de soldado, cazadores de montaña, tres cuartos, botas embetunadas, los emblemas en las solapas. Se quitaba las legañas con los dedos.
—Le he visto con estos ojos. Es un hombre alto, de crecidas barbas y un mirar de no fiarse. Tiene miedo o sueño. Está sentado en la mesa. No dice nada. Sólo mira a los techos, a mi padre y otra vez a los techos, mirar y mirar, eso hace, mirarlo todo. Algo dice pero no le entendemos. Tengo que volver al cuartel, hoy es lunes. El padre dijo que viniese a decirle, y he venido.
—Sólo siento que soy ya viejo.
***
Usubelz había perdido su majeza. Perdió los años sin quererlo, y con los años se le fueron los hombres aquellos que se preciaban de ser sus amigos. Eran duques y marqueses que en esos tiempos era mucho ser y mucho brillo. Los duques o los barones, los condes, eran ministros o directores generales, o quietos en casa más que si lo fuesen. Usubelz no sabía sus títulos ni sus cargos en los Ministerios de Gracia y Justicia, de Fomento o de Bellas Artes. Hombres con bigotitos negros y engomados venían a buscarle desde sus magníficos palacios de Madrid. Salían de sus covachas para estrecharle las manos sudadas, con callosidades; y siempre, sin decirlo, le pedían algo: un caballito del color de la canela, un frasco de perfume que en ninguna tienda de la Corte había, un reloj, una antigüedad. Por eso mismo que venían hasta su casa, y sabiendo que era un duque o un marqués, o un director general de algo, hacía gala de lo que ningún otro contrabandista se atrevía a hacer.
—Yo paso al año más de doscientos caballos bretones y cien o ciento cincuenta de carreras, pura sangre. Nadie me pide un papel. Los tengo en las cuadras el tiempo que quiero y nadie me pide nada. Vienen los señorones que hacen las leyes contra el contrabando y se los llevan. A veces no pagan, yo se los regalo.
Movía su vara de avellano con empuñadura de cueros negros, repujados, y la hacía girar por los aires. A la blusa le salían bolsones. Con la vara los deshacía. Era un gesto chulesco y fanfarrón.
—Yo tengo quien me proteja.
El duque o el marqués, que entonces era decir algo, elegían los caballos para Su Majestad el Rey. Vestidos con pecherín de almidón, pajarita, y el fulgor de las manos de blanquísimos marfiles como los alfileteros de las princesas, o de los rubios arcángeles que hay en las catedrales suntuosas del Renacimiento. Usubelz les agradecía que hubieran llegado en su coche de caballos con las damas enlutadas de un color profundo y misterioso. Era un honor tenerlos a su mesa y oír a las mujeres con su dengue.
—Pintoresco; muy pintoresco.
Por eso Usubelz explicaba:
—Cuando yo regalo cinco caballitos de pura sangre, pago mis impuestos. Los duques lo saben. Yo no regalo, yo pago. Y ellos aceptan. No media palabra, pero es un trato.
Con los años habían muerto aquellos hombres, o se los había tragado el maquinismo y las fábricas de algo, las oficinas de Importación y Exportación. Ya no había carreras de caballos o si las había ellos no eran propietarios de nada sino de polvo y cuadros de pintores de antiguas famas que vendían en las subastas o eran pignorados en los Montes de Piedad y no se recuperaban jamás. Usubelz había cambiado con el signo de la época y ya no pasaba caballitos de Francia, o puntillas y rodamientos a bolas, que era más prosaico y vulgar, menos poético, pero igualmente productivo, que es lo importante.
***
Usubelz mostraba la placa cerrada del rostro, los golpes de martillo que le habían forjado, la hendidura donde debían estar los ojos, cubierta de sombra, y en la raya roja de la boca un viso violáceo.
—Da miedo mirarle a ese hombre. Es por las barbas.
Usubelz no se movía, provisionalmente apoyado en la mesa cuya provisionalidad persistía haciéndose duradera, casi eterna.
—Cuando padre le dio el vaso de vino, el hombre comenzó a reír. Estaba tonto. Olió el vino, y sospechaba algo, lo volvió a oler pero podía más aquel olor que lo que él sospechaba porque lo bebió de un trago. El padre lo llenó otra vez. Al segundo vaso, sus ojos cambiaron. Eran otros, ya no daban tanto miedo. Miraban a los techos y al padre, pero con otra cosa, más confiados, de mejor mirar. Comenzó a hablar, pero nadie sabe qué dice. Pregunta por el camino de Francia, parece.
—Francia, país feliz, sin revoluciones ni pistoleros. Todos quieren ir a Francia, y yo no me lo explico. Aquí, se vive bien cuando se quiere trabajar, y a nadie le falta su puchero. Todos se quieren ir. Y si se van todos nos quedamos en cuadro. Pero en Francia también pasan cosas. Y odian a los españoles y a los portugueses y a los italianos. Eso lo sé yo.
Encendió el cigarro. Todavía con el fósforo en las manos, arrancaba de súbito la dureza abrupta del rostro. Le suavizaban las costras rojas, escamas de pez muerto; la nariz cicatrizada.
—Hoy no daré órdenes. Lo he pensado mejor. Dejaré que las cosas salgan como tienen que salir. No voy a luchar contra el destino. Le presentaré cara como nunca lo hice: quieto y esperando. Bonito juego. Las cosas ya están dispuestas. Es un juego lleno de enigmas y de peligros, yo lo sé.
El muchacho vestido de soldado preguntó por preguntar:
—¿Qué le digo al padre?
—Lo que has visto y oído.
La mano oprimió por un solo segundo, por dos, quizá por más tiempo, el gollete de la botella. La mano se adhería al vidrio, como un dibujo en relieve del mismo. No se despegaba. Parecía completamente imposible. Mano y botella caminaban de vaso en vaso hasta llenarlos. Alguien sacudió su voz, como se sacude una desgarrada seda.
—La guardia civil.
Usubelz no modificó la posición inalterable de la mano. La botella escurría sus gotas por el vientre, y llegaban hasta las tablas de roble con sus grandes clavos, sus grietas de sombra.
—Que entren. Son amigos.
El ratón de los pensamientos merodeador de las oscuridades de la memoria, danzante y saltarín, pinturero, estrangulado, otra vez saltarín: «Hay cuatro hombres en la borda de Irubide». El ratoncillo daba saltitos y él lo tenía dentro del ponche, el ratón de hociquillo húmedo, ojos como los niños de los gitanos, y bigotes que no daban miedo. «La guardia civil tiene el rostro frío, pero a mí no me asustan». Ras-ras-ras, los dientecillos roían el papel con letra impresa, los tocinos rancios, la cera de las velitas que la señora Marta colocaba en el altar de Santa Mónica, madre de nuestro padre San Agustín: «Y los cuatro hombres están sobre el heno seco, no son hombres ya, mueven las manos y los pies lentamente, pero sin fuerza, no son hombres. Sin esfuerzo podría enterrárseles, se dejarían meter en el ataúd, aun sabiendo que se les va a enterrar. Un niño lo haría con sus manos». Ya no era un solo ratoncillo gris o blanco si los había. Había muchos ratones allí reunidos en el mismo agujero y asomaban los hociquillos húmedos con sus gotitas de luz. «Veinticinco caballos bretones pasamos aquella noche. Llovía como nunca jamás he visto llover sobre mi cuerpo. Pasaron los veinticinco caballos delante del cuartel y los guardias sin oír. Estaban jugando a las cartas porque era el santo del cabo y nosotros lo sabíamos». Ras, ras, ras, madera carcomida y vieja, polillas, gusanos, hormigas. «Son los portugueses, sí, pero yo nada tengo que ver con ellos». Los ratoncillos huyeron despavoridos, pero volvían: «Los veinticinco caballos agrupados en un bloque oscuro, más todavía que la noche. No podía distinguirse un caballo de otro caballo. No querían caminar, obstinados, sólo golpeaban el barro con los cascos, las herraduras amasaban el fango casi líquido». Los recuerdos, las malas memorias, desaparecieron. Y fue todo aquello pensado y ocurrido en una fracción de segundo, porque la mano y la botella estaban inclinadas sobre el mismo vaso, a la vez que Usubelz miraba al guardia que entraba.
Rafael traía el fusil en las manos.
—Pase Rafael. Tanto tiempo.
—El servicio lo dispone. Hoy aquí, mañana en el otro lado. Ya se sabe.
El humo deslizante y turbio ocupaba totalmente la cocina. Y el olor hasta los huesos, este tabaco es lo mejor que hoy día se fuma en Francia. Se lo digo yo.
El humo alrededor del reloj en la pared, con los números romanos, su ruido, su esmalte blanco, como los dientes de los niños, como la médula de los huesos. El calendario también con su orla de humo, los números rojos de los domingos, las cuatro fases de la luna, cuatro rostros bobalicones, feuchos, estrafalarios. Otro sorbito. La vida se va a sorbitos. Veinte, treinta, cincuenta o sesenta y cinco sorbitos. Hay quien da ochenta. Ochenta, no más. Luego la misma fosa común, la tierra de todos, el entierro de tercera, los funerales sin órgano, cruz alzada o sin ella. El mismo ritual, qué más da. El mismo tiempo, la misma tarde en el cuartelillo. Tardes aburridas y los fantasmas de la lluvia, vertiginosos, inaudibles, en los cristales de la ventana. Manos nerviosas, naipes nuevos. Otra partida, otra hora, otro día. El tiempo se coge en las manos, mariposa azul, o rosa, del color de los crepúsculos de otoño. Se le clava el alfiler, la mariposa muere, se le diseca. El tiempo, Rafael, el tricornio en la percha, el humo, ese traidor e implacable hilo que se mete entre los huesos y la sangre. Hermoso humo. Las voces también eran humo. Rafael no lo sabía.
Este ponche pega. Yo quiero saber cómo se hace.
Usubelz repetía socarrón:
—Es la mano, amigo guardia, la mano solamente.
El cabo, asomado a la puerta, vio el interior confuso y caótico de la cocina; el guardia Rafael con los ojos de sueño; Usubelz, imagen negra en su hornacina, espectral, hecho de sombra.
—Lo mismo que al guardia le digo, señor cabo, tanto tiempo. Pero ya echará un ponchecito como los hacen en Argentina. El día nos ha salido frío y esto lo calienta.
El cabo cortó por lo sano.
—Le felicito señor Shanti. Estuvo muy bien eso de los caballos, pero no del todo perfecto. Yo hubiera seguido dando vueltas al monte hasta volver locos a los guardias. Un poco más y lo hubiera conseguido.
—Los caballos tienen su guía firmada por el Señor Coronel del cuerpo de Intendencia del Ejército que es donde los compré. Zósimo les sacó a dar una vuelta, porque en los cuarteles los sacan dos veces al día a pasear. Los caballos tienen sus costumbres y en la cuadra, mucho tiempo cerrados, se ponen nerviosos. Piden campo y aire.
—Al grano. Quiero saber quién coño tiene metidos a esos desgraciados portugueses. Se les habrán secado ya las tripas de no comer.
Usubelz tenía la contestación a punto.
—Me dedico al contrabando en pequeña escala. Puntillas, hilos de cobre, medicamentos sin licencia de importación, rodamientos a bolas. No sé lo niego porque usted lo sabe. Pero no comercio con sangre humana. Hasta caballos si se precisa. En mis cuadras hay cuarenta y cinco, ya le dije, pero todos con su guía.
—Los hombres esos están aquí. Yo lo sé. El cabo sacó el reloj de bolsillo. Lo llevó a la oreja antes de darle cuerda.
—Le doy exactamente quince minutos, ni uno más ni uno menos, señor Shanti, para que diga dónde están. Al minuto dieciséis, coja sus cosas y se viene conmigo a la comandancia de Pamplona. Para el viaje este pocas alforjas, con un peine y dos pañuelos le basta.
—Yo no sé; le he dicho.
El cabo:
—Le di quince improrrogables minutos. Ahora admito el vasito de ponche. Ya no tengo más que decir. Me dará tiempo, señor Shanti. Muchas gracias.
Usubelz sintió un extraño miedo. Eran los ojos alucinantes, sin semejanzas con nada, del cabo. Hubiera dicho rápidamente: «Están en la borda de Irubide. Suba con los caballos y los coja». El cabo con el vaso en la mano —lo acariciaba, lo tentaba— de pie, siempre de pie, errante y enigmático. Cada gesto un misterio. Aquellos gestos los traía Zósimo en sus partes de guerra: «El cabo está de viaje», o «El cabo tiene calenturas. Le vi entrar al doctor con el maletín de los instrumentos y las boticas»; también, «El cabo se ha dejado decir…». La fotografía más perfecta que se hizo del cabo estaba en su memoria. Y sin embargo ahora sentía miedo.
—¿Otro vasito, señor cabo?
—¿Soborno?
—Tómelo como quiera.
No eran los mismos tiempos. El teniente y el capitán y los mismos guardias habían cambiado de rostro, ya no llevaban bigotes ni capas negras, ni los leguis acordonados, ni los trajes eran de un azul casi morado o las tintas con que escribían en sus papeles no eran las mismas. Ni venían los senadores engomados y rígidos para decirle sus caprichos: «Usubelz, un caballito rojo. Es para el infante». O también: «Usubelz, mi niña va a casarse con el agregado cultural de nuestra embajada en Etiopía. Yo quiero una yegua enana; va a cruzarla». No venían los duques que eran hermanos carnales del ministro de Bellas Artes. Ni la marquesa con sus dos hijas entre velos y puntillas, y sedas y botines blancos con interminables ojaladuras, y mitones y pieles de zorro o de nutria. Venían tan sólo para ver a los porteadores impresionantes que traían y llevaban por las noches los alijos o pasaban los caballos que ellas admiraban aturdidas, como locas.
—Este caballito parece un hombre. Tiene el mismo encanto.
Las niñas preguntaban invariablemente por los porteadores. Querían verlos. Hermosos ejemplares de raza humana. Desde San Sebastián hacían viaje con el coche de caballos para contemplarlos en silencio como se miran las reliquias, o los seres inexistentes en las ciudades, como joyas raras, o specimens de otra raza próxima a extinguirse. Eso era la raza vasca, aves de la isla de Martinica que ya, pasados unos pocos años, se vería sólo en fotografías o en los documentos del sabio Humboldt o del príncipe Bonaparte y de los estudiosos de la Universidad de Praga o de Berlín, o quizá también de Moscú. En ningún sitio más. Por esa clarividencia existente en ciertas mujeres, la marquesa y sus dos hijas venían a ver a los dos ejemplares únicos, no cruzados todavía con otros ejemplares de distinta raza. Ellas, no tenían inconveniente en dejar al cochero en el pescante horas y horas bajo la lluvia, enlutado y siniestro, bajo la capa pluvial o el chubasquero con esclavina y broche de plata. «Lo trajimos del campo y es fiel como un perro. Los hombres del campo saben servir. Están hechos para eso». Todas las tardes lo mismo. Los porteadores silenciosos y tímidos, saludables, nunca habían estado enfermos —las niñas lo sabían— ni tampoco habían hecho aún el amor, aunque eran tan altos y fuertes —las niñas lo sabían—, y por verlos tan sólo ellas venían. Raros ejemplares de una raza a punto de extinguirse. Las niñas los hubieran comprado de estar en venta y metidos en su coche de caballos y llevados a sus camitas olorosas, puestos allí para sus caprichos y elucubraciones eróticas. Los hubieran tenido allí años y años, muy guardados en las habitaciones comunicables, llenas de sedas y alfombras rojas, de visillos y cortinajes que le daban a la luz un halo y producían una atmósfera luminosa, terriblemente aniquiladora. Tiempos aquellos, qué lejos, qué hermosos, principalmente para las princesitas y las infantas, y las hijas de las marquesas que siempre tenían hechizos y enamoramientos, y para los duques…
Usubelz se hallaba dentro de un sopor.
—Me gustaría saber qué entiende usted por soborno, señor cabo. Para mí, cualquier hombre es un amigo, y a un amigo…
Usubelz ya viejo, sin sangre humedecedora de los huesos, sin edad, porque su vida era un tejido de anécdotas imaginarias y supuestamente falsas. Había estado en muchos sitios distintos a la vez, en Uruguay y en el Perú, en la guerra europea y en el paso clandestino de caballos. Lo cierto es que ya Usubelz no tenía olfato para distinguir el olor de una mujer del de un caballo, ni ojos para coger el tacto de los brillos del terciopelo o los del cuero, o la sutil delicadeza de los cielos viejos en las tardes de invierno. «Hace diez años esto no hubiera ocurrido. Yo mismo subiría hasta Irubide; los habría cogido de las manos y los pies y bajado arrastrando, a los cuatro hasta las cuadras y puesto con los caballos». Ya viejo, ya sin sangre, lo deploraba.
El cabo paladeaba lentamente.
—Está bien ese ponche. ¿Cómo lo hace? Tenemos contabilizados ocho minutos largos. Nos quedan siete, para ser más exactos seis minutos y treinta y dos, treinta… segundos.
Siete minutos, y cada minuto sesenta segundos. Cada segundo es una pulsación. El día tiene pues muchos miles de pulsaciones y el cuerpo muchos miles de segundos dentro. El cuerpo es un reloj vivo que cuenta el tiempo a velocidad incomprensible, irreal y fantástica si es que el tiempo existe; sí existe, únicamente porque la memoria nos trae y devuelve como en un naufragio las cosas que ocurrieron, y los…
—Cinco minutos señor Shanti.
Ya no sé dónde iba. Sí, que la vida es como el agua que se derrama y fluye por los ríos, y el tiempo…
—Hale, pronto señor Shanti, hay muchas cosas por hacer.
El guardia Martínez, el guardia Rafael, también se están muriendo poco a poco. De un día para otro se les ve en sus cráneos la huella de los años y el guardia Martínez tiene la cabeza igual que las momias incaicas que había en las casas ricas del Perú. Las cinco o seis casas que llevan el país. El Perú está dividido en cinco o seis partes desiguales, y éstas son de esas casas. También lo son las tumbas que buscan los huaqueros y las momias de oro y de plata que hay dentro. La momia del guardia Martínez no es de plata. Él había visto esas cosas cuando estuvo en América, allá por el año…
La voz implacable del cabo.
—Le queda un minuto.
Entonces había otro señorío. Como todavía lo hay en el Perú y en Colombia y en el Paraguay, y echándole mucho también en Chile. Los duques y marqueses allí se llaman cogotudos, y tienen los bancos y los ferrocarriles… Los duques venían a la casa y hoy ya no vienen. No hay duques. Han muerto todos tísicos o de indigestión, y no les sirve la penicilina, porque son casos desesperados o han bajado ya a la categoría extrañamente denominada de «pobres vergonzantes», y no más abajo, porque no hay otras categorías inferiores dentro de la especie del hombre.
—Medio minuto señor Shanti.
Usubelz dio un grito. Oía la voz golpeadora del cabo, fascinada, torturante. Un invisible berbiquí taladraba uno a uno los huesos de su cabeza. Dijo:
—Vaya usted, señor cabo y cójalos. No son míos, se lo digo, pero cójalos. Me han echado la trampa porque soy viejo. Y los viejos no tenemos remedio. El trampero que la puso yo sabré su nombre. Que vaya Zósimo con usted. Yo no puedo hacer más, señor cabo. He luchado con todas mis fuerzas. Pero ahora tengo mucho sueño y quiero dormir.
—Yo sé que usted no los ha traído, señor Shanti. En el correo vino el informe de la comandancia y lo dice. Pero usted sacó los caballos y nos hizo perder estúpidamente el día. Eso es innegable como la luz que nos alumbra.
Carvalho estaba de pie y apenas se sostenía. Resultaba ridículo intentar caminar porque sus pasos eran los pasos de un baile inverosímil y fantástico. La casa daba vueltas, desequilibrada totalmente. Sin embargo, Carvalho sabía que era preciso salir hasta la puerta y ver de dónde venía el ruido y las voces y si eran seres humanos o los pájaros gigantescos que horas antes habían venido. Únicamente los pájaros les miraban, quietos, espeluznantes. Esperaban algo. Verlos totalmente exhaustos, imposible de alzar una mano y quitarse de encima las garras y los picos que se echarían voraces. Estaban clavados en el saledizo del balcón. Eran tres pájaros de cuellos desplumados, de color rosa, repugnantes. En las tiendas de artículos de caza había pájaros así, del mismo color, el mismo gancho en el pico. Un vendedor de canarios de La Alfama tenía un pájaro como ése. En la pared pintada de azul de una «adega», había visto Carvalho otro pájaro igual. Después en Bilbao. La vida suya estaba poblada de pájaros como los tres o los cuatro que se habían quedado eternos allí, lo mismo que en las gárgolas y los canecillos de las iglesias, o en las empuñaduras de los bastones, en las tallas de las arcas y en las culatas de las armas de fuego.
También Juscelino dijo haber visto los pájaros en el entierro de su madre, más negros que los cipreses, más azules que el mismo azul del Tajo, mucho más terribles que las ratas y las culebras. Porque los pájaros aquellos en las tapias, no se movían, y sin embargo estaban vivos, vigilantes. Buscaban el perezoso moverse del viejo que no podía levantarse aun cuando lo intentó dos y hasta tres veces. Le era imposible y el viejo cogiendo la tierra con las manos y los pies iba hacia el campo.
Carvalho ordenaba:
—Están aquí. Hay que salir ahora mismo.
Juscelino sí, se sostenía sobre sus dos pies. Parecía no afectarle nada las voces que todavía eran distantes y lejanas, como un eco huidizo, que sólo percibía la sensibilidad irritada de Carvalho, procedente del miedo, del hambre quizá. Había perdido totalmente la medida del tiempo y del espacio. Lo extraño y desconcertante era no saber con exactitud la hora ni el día, ni tan siquiera si era de día o de noche, si aquello era un sueño o si sus manos cogían una larga rama para sostenerse y caminar. Incomprensiblemente y lejano. El sol se desmesuraba concreto, rojo, amarillo, otra vez allí entre las ramas, prisionero, decorativo, nada más que un círculo perfecto que no podía mirarse. El viejo daba gritos.
—Yo no puedo seguir. Se va la tierra.
Siempre echado sobre el suelo el viejo sin embargo avanzaba. Lentamente la casa quedaba más a la espalda, ya casi invisible, con su desolado perfil, los tejados no eran tan rojos, ni los líquenes en la fachada verdes, sino negros, igual que costras.
Carvalho gritaba:
—Hale viejo. Unos metros más y estamos seguros.
—No puedo seguir. Dejarme.
Inútil caminar o pararse, dejarse atrapar. Inútil coger esa castaña, quitarle el erizo y llevarla a la boca. Inútil completamente porque todo tiene su fin: «Es un mal trance, yo he visto morir a mucha gente en la cama. Resulta desagradable verlos morir. Agarran las sábanas con las manos y quieren destrozarlas. La tela no se resiste, la habían lavado muchas veces con lejía de cenizas. Sin embargo se agarran a las sábanas como si fuesen sogas de cáñamo y realmente tuviese algún sentido agarrase». Otro paso, otro, cinco veces arrastrándose por la tierra.
Juscelino volvió. Caminaba vacilante y extraño.
—Hale viejo, hale. Están los guardias en la casa. Hemos encontrado un sitio.
—No puedo levantarme. Se me doblan las piernas. Y además no quiero ir.
El viejo volvía a desandar la vida. La vida eran fragmentos de cosas que habían ocurrido. No tenían otro refugio que esos trozos de vida, que volvían exactos y meticulosos, y él sentía consuelo en verse en ellos.
***
Las mujeres sentadas en sillas de paja parecían imágenes dormidas. Ojos de sueño dentro del rostro, carne sin gracia, la roja pintura de los labios, sangre húmeda, las manos sobre las rodillas. Humildes manos, sobre los vestidos. Batas de seda que no les servían para enseñar las piernas, y ellas desabotonaban nada más llegar, con cualquier pretexto. «Me gusta dejarme ver. Es lo único que tengo bonito». Las piernas blancas, todas distintas, desiguales y deformes, piernas sin atractivo, sumisas, esperando. Las mujeres fumaban silenciosas, y se miraban de soslayo. Detenidas en el tiempo inmenso de la vida, las seis señoritas sin parpadeos, sin ojos, sin vida, tragando humo del tabaco. Al otro lado silenciosos los hombres. Cuando la puerta se abría todas esperaban algo: un hombre, un pedazo de noche con aire fresco, ruidos y voces. Sólo entraba el empleado de correos con sus años a cuestas, las gafas sobre la nariz, grandes aros de alambre. Y todas querían cogerle las manos manchadas de tinta, los dedos sucios, con las uñas muy negras y fétidas. Sin embargo todas querían cogerlas.
La señorita Luci escupía picadura de tabaco.
—Hale, hale, que esto se anime, esto parece el funeral del abuelo de la Merche. La Merche alteraba su rostro. Era una horrible y desconsiderada mueca.
—Esta Luci se cree tener entre las piernas lo que no tienen las demás. Ja, ja y ja. Merienda una sardina en escabeche y vino tinto de un frasco que tuvo boticas. Ahí la tienes que con la ilusión de cenar caviar con un dandy…
Anita la de Andorra tosía. Se había tragado sin querer el humo. Y también los dientes de la dentadura postiza. Se oía el choclear de aquella masa opaca. La Merche se ensañaba:
—La historia de la señorita Luci. Hija de un príncipe y una principesa. Lagarto y lagarta. En esas revistas ha salido su madre vestida de largo con muchos collares. Y mira a dónde ha venido a parar su pobrecita hija. ¿No la veis? Es distinta que nosotras. Otra cosa, qué se yo. De niña la llevaron a la inclusa, y allí la criaron con sopitas de leche. El abuelo le compró un coche de caballos. La Luci no tuvo suerte con el viejo, ni le gustaban los pasillos del palacio. Tanto ringorrango, pobrecita. ¿No os hace tilín la historia? Tiene sangre azul. Señores, sin menospreciar lo presente, a dormir con ella, es una princesa.
La Luci contemplaba al hombre que tragaba el humo y no lo devolvía como los demás. La réplica era directa.
—¿Es que sabes tú quién fue tu padre? Dilo.
Había quien daba la razón a la señorita Luci, y quien a la señorita Merche. Se delimitaban los bandos.
—Tú has abortado dos veces.
—A mucha honra, pero no llevo los hijos a la inclusa.
Aparecía en la puerta la Portuguesa. Espectro, voz derramada, solamente movimiento en los ojos, y a cada una daba su palabra exacta:
—Tú, Luci, quietecita la lengua.
Y lentamente.
—Tú, Merche, ojo con las manos.
Volvían a sentarse en las sillas de paja las seis figuras en sus ropas deslucidas, obedientes, sumisas. Sedas moradas, medias negras, zapatillas, babuchas. Las seis figuras quietas en sus sitios, como seis estatuas en sus peanas.
—¿Cuándo vais a comprender que ésta no es una casa cualquiera? Aquí hay una disciplina como en el más disciplinado de los cuarteles. No hay coronel, ni general, ni sargento de semana. Yo soy todo eso, tengo pelotas como un hombre y mando, eso es. ¿Entendido? Otro escándalo y os echaré de patitas a la calle. Vais a volver a fregar, de eso me encargo yo.
A días no servían las palabras. Entonces la mujer daba gritos histéricos, como las ratas o los mochuelos entre las brumas de la noche. Ordenaba.
—Viejo, saca la porra y arrea estopa. Voy a traspasar el negocio. No es esto para mí. No lo es.
El viejo sentía en la sangre calor, vagas oleadas de vértigo. El pulso se precipitaba, ritmo sin sosiego, corrían mil caballos por su cuerpo: el galope, las herraduras, los cascos, la violencia. Escuchaba desde el cuchitril que le habían hecho debajo de las escaleras. Deseaba hora tras hora estrujar los pechos de la señorita Luci, dulces globos deshinchados en sus manos; hundía los dedos blandamente; sentía resbalar las yemas, la rugosidad de la piel, la señorita Luci no se dejaba coger:
—Que te escupo viejo, que te escupo.
Le gustaba el forcejeo. La señorita Luci, la señorita Merche, Anita la Andorrana descolgadas en el vacío, y él mirando las piernas, del vientre azuloso. Cuerpos olorosos, a hierbabuena, a trigos verdes y flores silvestres. Le hubiera gustado tenerlos en sus brazos, cerrar los ojos y palparlo con sus manos de viejo. Imposible deseo. La vieja gritaba:
—Eh viejo, sal de ahí, para eso te pago. Saca la verga de toro.
El viejo salía dando saltos de fauno, saltos de macho cabrío antes de cubrir la hembra. La verga de toro caía vengativa sobre ellas, y el viejo contaba los golpes, uno, dos, tres. La mano del viejo no sentía fatiga. Se iban las horas sin sueño, las pesadillas que tiene la noche, el sexo, la impotencia, la esterilidad, la misma vejez. El viejo se vengaba de algo. De su carne arrugada que ya no se conmovía. El viejo tenía motivos para vengarse. Las mujeres golpeadas lo sabían.
Aquel día Carvalho le encontró sangrando de la boca. La señora Dolores, la portuguesa, no había tenido en cuenta la nacionalidad y que además tenía años en los huesos. Nunca le había pegado una mujer. Recordaba hombres y látigos y puñetazos en el rostro, recordaba cosas pero nunca la mano de una mujer. El primer golpe lo recibió sorprendido, el segundo y los que le siguieron con estupefacción.
Carvalho gritaba:
—Déjale Lola, déjale, es portugués.
Ella replicaba:
—Un cochino sí que es. Yo le di refugio y así me paga siguiendo a las chicas; me va a echar el negocio abajo.
Ya en el cuchitril echado sobre el camastro suplicaba:
—Sácame de aquí, Carvalho. Sácame. Esta mujer me ha de entregar a la policía cualquier día. Sácame, por favor.
Y Carvalho vino una tarde ya anochecido y se lo llevó.
***
Definitivamente ya no volvería Juscelino: «Mi hijo, yo te quiero como a un hijo, porque todavía eres un niño, y te vendrá el sufrir las patadas y los puños en la tripa, y las horas antes de morir, como todos nosotros, en la misma mierda. Para nosotros no hay en esta tierra nada que nos salve. Y en la otra… Estamos condenados, hijo mío. Y me das mucha lástima cuando te veo». Tampoco volvió.
Carvalho con la rama empuñada en sus manos. Y sí llegaron unas manchas verdes, de otro verde que la hierba y el bosque aun cuando se le parecían, pero no era del todo lo mismo. No lo era. Las manchas desaparecían cada vez más borrosas, muchísimo más lejanas y ya no podía distinguirlas porque era una sola y única, el mismo color igual que el de la hierba o los bosques. Algo gordo e intragable en la boca, la castaña, el dedo, algo, y la mancha que se extendía implacable, cada vez más negra, más densa, más…