Do Pereiro se detuvo. Levantó la cabeza a los cielos y parecía olfatear.
—Lo primero que un hombre perdido tiene que hacer es probar a orientarse.
Miró al cielo. No le decía nada la extensa mancha sin bordes, donde la uniformidad del color le hacía imposible conocer hacia dónde salía el sol o por dónde se ponía. Era un resplandor pálido agrietado en los ramajes. Los árboles se habían estampado en la placa metálica del cielo. Alzó las manos. Había que orientarse. Lo aprendió en la escuela.
***
El maestro desde el pupitre echaba su discurso todos los días.
—Al frente, por donde sale el sol, el Este. El sol es un animal gigante, pasa la noche fuera de casa, buscándose el pan. A la espalda, el Oeste, por allí se escapa cuando tiene sueño. Luego a la derecha, está la tierra donde los hombres viven una vida distinta de la nuestra. No es Portugal, su vida cambia como de la noche al día. Allá están los inventos, las fábricas, Brasil de los sueños. La gente vive como vive, y come caliente todos los días del año. El Norte, su nombre lo dice, es donde queremos ir todos. La brújula se orienta hacia él, y los hombres también. En el Norte está Francia, Inglaterra, Alemania, Cataluña y las Vascongadas. Abajo está el Sur, y nosotros en él, y los que no tienen fortuna, ni modo de hacerla, los maestros de escuela que no pueden alimentar a sus hijos porque les dan sueldos de hambre, y sufren humillación y desprecio. Todos los que no hemos podido ser nada en esta vida, con hambres y sed de justicia, de pan bien repartido, de manteles limpios, y un vaso de vino bien bebido. Por eso es muy importante, hijos míos, orientarse como Dios manda. Un portugués emigra siempre que puede, y vosotros haréis lo mismo.
El maestro de pie en el pupitre, con el rostro patético, azulado, como si los rostros de los fracasados, de los muertos de hambre, tuviesen ese color de cadáver o próximo a serlo. Les daba consejos útiles.
—Objetos que un hombre debe llevar siempre encima, a saber: una navaja para partir el pan, o defenderse y limpiar las uñas; una cuerda para atar un saco, los zapatos rotos y los bolsillos sin fondo. También puede servirle para colgarse de un árbol cuando todo lo tenga ya perdido.
El maestro —hombre frustrado, las manos de campesino, los ojos sumisos— veía las vidas que sus manos hacían. Sabía lo que aquellas vidas iban a dar, sus caminos, sus destinos. A cada niño podía pronosticarle su futuro. No necesitaba requerir a la saludadora ni al adivino. Los destinos de cada niño estaban escritos en el gran fichero universal de todos los destinos que tienen los hombres: «Tú llevarás el mismo camino que el padre que te hizo. Morirás en la cárcel». «Tú serás carabinero. Yo te lo digo». El maestro conocía bien a los niños.
Se llenaba de lágrimas los ojos cuando les decía:
—Todo esto que aprendéis es muy posible que no os sirva para nada. Enseño gramática, geografía, historia universal, ¿y para qué? A vosotros lo que os debieran enseñar es a manejar una herramienta, y deciros dónde está la tierra para trabajarla. Que se os pague el trabajo para haceros la vida. Lo demás, músicas celestiales. Digo yo, ¿para qué sirve la aritmética pongo por caso? Ahí tenéis a Mustafá. Su aritmética son los dedos de la mano. Y Mustafá es el hombre más importante del pueblo.
Do Pereiro siempre tuvo aquel sueño metido entre hueso y hueso. Una tienda como la de Mustafá, un local con su ventanita enverjada, el escaparate de cristal trasparente y las mil cosas allí expuestas. Mustafá era el hombre más importante de la localidad. Su tienda apestaba a los olores mezclados, jabón y bacalao, azúcar y canela, aguas de colonia y aromáticas plantas medicinales. Era un olor desagradable y penetrante. Mustafá, fuera de la tienda, en la mesa de la taberna, en la misa del domingo, llevaba aquel olor empapado en sus ropas, y hasta las manos y los ojos lo despedían.
—Soy Mustafá, y me río de todos.
Porque todos venían con la libreta y apuntaba la anotación del día. «Unas botas de cuero con sus hebillas de hierro», «Un cinturón de eslabones», «Una caña de pescar». Todo lo apuntaba con su letra minuciosa, llena de tachaduras y de manchas de aceite de soja. Los números no se conocían, y las letras tampoco. Era suficiente para que todos le debiesen algo y le quedaran eternamente agradecidos.
Do Pereiro volvería alguna vez al pueblo aquel y abriría una tienda. También se casaría. María de Sosa le había de ver y rabiaría. Su comercio tendría caja registradora, abalorios para las sayas de las mujeres, plomos para los volantes, peinetas y pelucas, cintas de seda, sostenes, puntillas, entredoses de seda para los muslos blancos de las novias. Hermoso sueño. Abría el cajón. Sacaba el billete de mil escudos, de diez mil escudos, cien mil, algo más, quién sabe. Los billetes pasaban por las manos, sedosos y limpios, completamente nuevos. Lo mismo que Mustafá cuando decía:
—Los he traído ahora mismo del banco. Bueno, de ese garito que dicen es un banco. Lo lleva el hijo del médico. Estudios ya tiene, pero no sabe ganarse la vida de otro modo. El dinero es algo sagrado que no debiera estar en las manos de cualquier mal estudiante.
La tienda tendría tres escaleras; tres tenía la tienda de Mustafá. Y en uno de los peldaños se sentaría él. La pipa encendida, la boca siempre llena de humo. Dejaría salir el humo en hilillos, por entre la canilla de la pipa. Lo mismo que Mustafá. Cerraría el ojo izquierdo porque también Mustafá lo hacía. En la puerta pondría una cortina de canutos pintados, con el grabado de un búfalo en la pradera americana. Y las letras grandes pintadas alrededor del búfalo. «Comercio al por mayor y menor. Lencería fina. Objetos de escritorio, etcétera». Y el nombre en el tarjetón: «Do Pereiro», el principal propietario de la localidad.
***
El resplandor que hasta ahora vagaba indeciso y no se determinaba su color, se convirtió en un lago completamente azul con riberas movedizas, perfiladas o errantes, según los vientos. El cielo se había desgajado de la masa del bosque y tomaba forma. Dentro del círculo, el humo inmóvil de algún fuego, ramificado en el extremo como un pliegue del mismo cielo. Do Pereiro se estremeció. Tenía miedo de admitir que aquello era precisamente humo.
—Estoy cerca de donde hay hombres. El humo lo dice.
El humo le atraía vertiginosamente. No podía impedir caminar hacia él, y sin embargo sentía miedo. Sin quererlo hojeaba el libro de su vida, y en cada página un episodio, un escalofrío, una tristeza, largas horas solitarias que le volvían de golpe. El humo se había situado a su mano derecha y para llegar a él debía desandar el camino, cruzar un riachuelo con juncos y chopos, con hierbas larguísimas que no eran verdes.
—Cuando llegue me entregaré. Yo soy un portugués. Aquí estoy. No quiero ir a Francia. Los otros están en la casa. Vayan y los sacan de allí. Tampoco Juscelino y el viejo quieren ir a Francia.
No existía el tiempo. O el tiempo era la cadena que unía los recuerdos, o éstos se superponían sin orden cronológico, entrecruzados y dispersos. Luis Carvalho fumaba su puro, aspiraba ansiosamente el humo. Volvía a salir por los agujeros de la nariz en un chorro nervioso y rectilíneo. El viejo estaba allí también. No sabía cuándo ni dónde. El viejo completamente desnudo y las ropas vueltas del revés, donde el viejo buscaba pacientemente los piojos. Los cogía, los guardaba algún tiempo entre los dedos, los miraba golosamente antes de dejarlos sobre la piedra. Los piojos tenían muchas patas, y apenas se movían. Del mismo color que la piedra, era difícil encontrarlos. El viejo estaba completamente desnudo y horrible; sus carnes sucias, el ombligo negro, pegado al pellejo, como una piedrecita. El viejo decía:
—Carvalho nos echará a perder. Yo os lo digo.
Los piojos se arracimaban en el hoyuelo que tenía la piedra. Apenas se movían.
También estaba el rostro blanquísimo de María de Sosa. La veía quieta, como en un gran cuadro vivo, sus ojos dulces, la boca extraña y roja, y las manos tan hermosas, tan suaves, como el nácar de los estuches. Do Pereiro siguió viendo rostros conocidos, botas de montar, espuelas y tirillas que sujetaban las espuelas de un color maravilloso. Eran los guardias espectrales y errantes de siempre. Los guardias también llevaban un caballo viejo. No les seguía. El caballo se hundía en la niebla que parecía salir de la tierra. Realmente todo era espectral y misterioso. Hasta que oyó el relincho larguísimo y gemidor. A Do Pereiro le vino el sueño. Era siempre lo mismo. Inalterable y cruel.
***
Había dibujado la cabeza en la pantalla de la luz. Esbelto animal rojo. Las crines peinadas de seda sobre el cuello encorvado, los cascos brillantes, lavados todas las mañanas. Hacía corvetas y caracoles rizados en el aire.
—No importa que los peones pierdan una hora, o que ellos no se laven, allá ellos. Pero el caballo tiene que ser lavado y peinado todos los días como si fuese una dama. En realidad lo es. Yo lo quiero.
Los peones manchados de tierra, los mendigos lloriqueantes y rezadores, los gitanos con sus tijeras y los sacos, los zurrones nauseabundos, las barbas sin color, cubiertos de roña y de sarna, llegaban a la casa marquesal. Extendían las manos y siempre pedían algo. Todos los hombres juntos en la puerta valían menos que el animal. El caballo, noble ser, inteligente y agradecido. Los hombres no lo eran para el marqués. Decía:
—Los hombres no saben perdonar, el caballo sí. Los hombres guardaban la semilla podrida de la humillación y del hambre; simiente desesperada del resentimiento, germina y cría monstruos, hijos deformes y lisiados, contrahechos. Los hombres que sentían envidias del caballo siempre envuelto en bragueros y sobrepelos de terciopelo con las cenefas bordadas en oro y la corona del marqués encima de las dos letras hermanadas.
—Para mí y mis hijos quiero yo lo que gasta ese caballo.
No sabían perdonar. Tampoco olvidaban. El marqués, con el pantalón ajustado de brillante pana, los seguía y, el chaleco rojo con botonadura de plata, les ordenaba:
—Quiero los cascos enjabonados. Y que las herraduras brillen.
A los dos lados de la calle los hombres y las mujeres, y también los niños que llevaban las mujeres en sus brazos, guardaban silencio y le veían pasar. «Él lo quiere y así lo tiene dispuesto. No hay sitio en esta tierra para el que no lo hace». Alzaban la cabeza y no para mirarle, veían el caballo a la misma hora de siempre. A esa hora tenían que estar en la calle y verle pasar, en silencio. La silla de cuero, las bolsas debajo de los faldones, los estribos de metal niquelado, la cincha, cicatriz más roja que el vientre, las cuerdas gordas de las venas, palpitantes, ensombrecidas. Los ojos buscaban al jinete para odiarle. Primero veían los pies alargados hacia arriba, las botas charoladas dentro del estribo. Aparecían las polainas de cuero negro, las hebillas fulgurantes, de plata vieja, y a la terminación el reborde del leguis y la figura garbosa del marqués. El chaleco rojo, los botones sin brillo. Sobre la grupa, las manos; en las manos el capricho de la sortija. El marqués regresaba de la dehesa por el camino de todos los días. Los viejos se descubrían las cabezas rapadas con el cabello lacio, despeinado.
—Es el amo, y hay que besar donde él pisa.
Pero aquel día el caballo se detuvo. No debiera haberlo hecho donde lo hizo. La encina le daba la sombra y en ella se refugió. Olía el agua en la tierra sembrada de trigo. El caballo relinchó. El hombre Domiciano Do Pereiro, años y años allí: «Desde mi nacimiento estoy donde estoy y pertenezco al marqués. No sé si soy su hijo, tampoco me importa saberlo. Tengo mi libertad para quejarme. Pero yo renuncio a esa libertad. No me sirve para nada. Yo renuncio». Do Pereiro caminaba con los pies dentro del agua. Se quitó la gorra. El jinete le observaba.
—Hola viejito, tienes cara de pocos amigos.
El viejo sabía su oficio. Oír, ver y callar.
—¿La parienta te ha dicho que no? Hay que hacer algún sacrificio por la salvación del alma.
El viejo sabía que toda la tierra pertenecía al jinete, y lo que la tierra tenía. Los hombres que la pisaban, las liebres y las plantas de orégano para hacer té medicinal. También lo eran los tribunales de justicia, y los abogados, los procuradores, los alguaciles y los recaudadores de contribuciones. Su mano escribió las cartas que recomendaban a los jueces nombrados según ordena la ley vigente. Los notarios antes de firmar el inventario de los protocolos y ver la notaría, le visitaban. Por eso el viejo escuchaba en silencio.
—Pareces estúpido, viejito. ¿Qué puedes hacer tú con esa criaturita delicada? Yo te dije que no te debías casar con una mujer tan joven. No le das lo que pide. Llámame y te daré lecciones. Completamente gratis, viejito, yo no cobro por los favores que hago.
El destino ya marcado y la voluntad sometida desde el día que le escribieron con su nombre y apellidos en el registro de la parroquia y en el del juzgado. Aún quizá antes, cuando fue engendrado, y sus pulmones comenzaron a respirar, resignada la madre, resignados los demás. Debía someterse y callar. El día de las elecciones libres recibía el papel impreso y la recomendación: «Hay que votar a Manoel Reboiro», le daban un kilo de pan y dos litros de vino. Luego votaba.
—No mires así, viejito. Tú tienes que decirme algo, dímelo, pero no te quiero ver esos ojos negros; no me gustan.
Tenía que decirle muchas cosas: «Yo le mataré a usted, le mataré algún día. Y será contra mi voluntad. Estas manos no podrán contenerse. Yo le mataré». Sin embargo callaba.
—No me mires con esos ojos.
El marqués se acercó. El viejo vio el sombrero con las alas de fieltro caídas sobre los ojos. Se diría que los ojos estaban pegados al fieltro.
—Soy el amo.
Sintió el fustazo y la cabeza se irguió. El marqués rodeado de luz, como los santos antiguos, nimbados y puros. Vio la chaqueta de pana ceñida al cuerpo, las polainas, los estribos, el caballo, piedra preciosa, brillando. En la mano, la fusta de cuero viejo.
—Díme que me odias, viejo. Dilas, repite. Di que tienes derechos y que ya no es como antes que todo está cambiando a pasos de gigante. Anda, dímelo, dímelo. Quiero ver cómo se subleva un siervo, oír esas palabras rebeldes; he leído muchos libros y me gustaría saber si dicen la verdad.
El viejo todavía callaba. Pero un hervor de sangre caliente le subía con lentitud, sin detenerse, progresivo, amenazador. Las venas se hinchaban en los brazos, y convertían la carne blanca en una masa azulada. Vio el campo, el cielo absorto, de un azul extraño, casi negro. El sol se había detenido, clavado en la masa oscura y muerta. El marqués se alejaba sumergido en un halo de polvo.
—Señor marqués, señor marqués.
El jinete se había echado el sombrero a la espalda, y así pudo verle el rostro de camafeo iluminado por una luz roja. La piel oscura, el barboquejo le partía la barba en dos, el cuello almidonado relucía su argolla de plata.
—Señor marqués, quiero hablarle.
El caballo clavó sus manos en la tierra. Levantaba al aire su cuello rojo. Detrás de él, la mancha plana del campo parecía moverse. La tierra hacía de fondo, y allí se estampaban los cascos brillantes, las crines mecidas por un viento silencioso, los estribos penduleaban. Se sostenía el jinete únicamente con la tenaza de las piernas. El marqués no hizo mención de desmontar; le esperaba en su trono de luz, las manos enguantadas sobre la cruz de la silla, y al lanzar la mirada sobre el viejo, no le vio. Algo vertiginoso lo hubo de impedir. Algo que no supo qué era. No supo si le engañaban los sentidos o le cegaba el sol los ojos. Fue una piedra o el filo del azadón. Lentamente, o de súbito se borraron las cosas que tenía delante, el agua florecida y mohosa, las piernas del viejo dentro, la gorra, los arbustos a lo lejos. Se le cayó sin fuerza la cabeza sobre el cuello del caballo. Los brazos le abrazaron. Buscaban las crines, y las manos se convirtieron inmediatamente en garfios o garras. Las manos no encontraron las crines. Resbalaban por el cuello, nerviosas caricias. Era inútil. La tierra giraba a su alrededor. Se colocaba inexplicablemente a la altura de la cabeza, y al fin la tierra estaba donde antes se situaba el cielo. No vio más. Sus amigos, el juez de paz, el secretario del juzgado, el notario, le hallaron aplastado sobre la mancha negra, pegajosa, de su propia sangre.
El juez dijo:
—¿Estás vivo o muerto? ¿Quién te ha matado?
El marqués no dijo nada. La vara del juez dejó de tocar las manos del marqués.
—Cualquiera pudo haber sido. No se le quería. Únicamente el caballo podría decirnos ahora mismo su nombre.
En la espalda tenía metido el cuchillo. Se veía la empuñadura con sus cuatro remaches de color amarillo. Todo era un sueño profundo y remoto.
***
Todo estaba lejos, muy lejos, nadie sabía dónde. El relincho del caballo se había perdido. Do Pereiro se sentía sosegado, respiraba, no se le iban del todo aquellos rostros que parecían acompañarle cada vez con más insistencia, tercos, allí mismo, a diez metros de donde él estaba, a veinte metros, rostros huraños y atroces que él conocía. El enterrador decía:
—Yo tengo una calavera para beber vino en ella. Soy cristiano y me gusta pensar en la muerte a todas las horas del día. Principalmente cuando bebo vino. Se me sube pronto a la cabeza y quiero evitarlo.
Examinaba cuidadosamente las calaveras antes de arrojarlas a la fosa común. Les tentaba las encías, y si había dientes de oro sacaba los alicates y los arrancaba. Llevaba siempre una bolsa con muchos dientes y remaches que luego vendía en las platerías de la ciudad. El enterrador cobraba por hacer favores. Las gentes venían a decirle:
—A mí que me entierren con la cabeza hacia abajo. No quiero ver a los que me traigan flores. Yo no quiero a nadie.
Do Pereiro se restregó los ojos. Los abrió y efectivamente comprobó que no había muerto todavía. No. Los pasos, o lo que fuere, se acercaban lentamente, paf, paf, paf, cabalgando en una infinita marcha hacia la muerte. Eran pasos o golpes de agua expulsados por una bomba sobre la tierra. O era una noria chirriante, con el asno ciego, dando vueltas, giro implacable alrededor de la guía. Realmente no estaba seguro de nada. Absolutamente de nada. Los relinchos no se oían.