Do Pereiro oyó el ruido. Eran caballos. Lo más difícil era saber cuánto tiempo había transcurrido exactamente desde que volvió la cabeza y vio todavía la casa con el balcón descuajado donde los tres hombres permanecían expectantes, las manos colgadas sobre las caderas.
Carvalho le había dicho:
—Si no te sientes con fuerzas, no vayas.
Dejó de verlos inmediatamente. Sus voces estremecidas, igual que zumbidos de insectos, tejidos en el atardecer. Después se había borrado el tiempo totalmente de su memoria. Habían ocurrido otras cosas que no eran del todo precisas y exactas, no tenían localización en el tiempo ni en el espacio. Era hace años, o ahora. O no era nunca. Las linternas bajaban desde arriba, y las piedras, súbitamente se veían iluminadas. Cogían formas fantásticas y extrañas, delirantes: manos o pies, o lisiaduras y deformaciones como las llagas de los mendigos en las puertas de las iglesias. Los mendigos aquellos estaban en las escaleras de la catedral. En cada escalón había un mendigo lleno de moscas y de podre. Todos juntos y a la vez daban gritos cortados, exultantes, como los de los pájaros nocturnos. Extendían las manos pero era lo mismo. Algo se celebraba allí. Algún rey o marqués había muerto. Alguna princesa de las que traen las revistas, un duque tísico, un conde enamorado, alguien que ellos no sabían ciertamente quién era. Los mendigos sin embargo, a pesar de no saber por qué estaban allí, extendían las manos. Y Do Pereiro también. Sentado en la última escalera vio pasar al señor lánguido de trajes antiguos, que ya no se usaban, los espejuelos, las manos de hueso, el bastón con empuñadura de plata, las sombras azules de sus ojos. Pasó la dama de largas y enlutadas vestiduras, el escote, los colores extravagantes de las mejillas, polvos de arroz, maquillajes untuosos y pálidos. Las muchachitas en flor, los niños repipis, los viejos elegantes. Subían por el centro de las escaleras ceremoniosos, llenos de reverencias y de salutaciones. Los mendigos gruñían igual que cerdos o animales salvajes. La corte de mendigos era el adorno exquisito de aquellas gentes para las bodas del duque tísico, o la muerte del rey enfermizo y loco. Los mendigos extendían las manos pero era lo mismo. Permanecían así extendidas, exhaustas, colgadas en el aire. Nadie los miraba.
Do Pereiro oyó voces. Los mendigos no estaban ya. Ni los duques tampoco. Ni las muchachitas en flor con sus pechos mórbidos y sus manos blanquísimas y hermosas. Do Pereiro les escuchaba.
—El arte de navegar a vela sólo lo poseen unos pocos y, éstos, son los privilegiados. Hay que nacer.
—Me gusta más el motor fuera borda.
—Es más apasionante.
—Y más snob.
—Ahora que la vela también se las trae.
—La náutica es un privilegio de muy pocos.
—Nuestro desde luego que no.
No sabía dónde ni cuándo había oído aquello. Ni si lo estaba oyendo. Sólo voces, nada más, porque los mendigos ya no estaban, ni los hombres aquellos de rostros mustios y desusados, las bocamangas almidonadas, con sus orugas muertas del color del oro. Había quien llevaba también zarcillos, cabecitas de monstruos, y pájaros estilizados totalmente de plata o de oro. Las voces seguían. Estaban realmente allí.
—Los pobres no tienen solución.
—¿Y para qué quieren tenerla? ¿Qué tienen que defender?
—Su derecho a comer.
—Eso es una cosa de tipo individual. Por eso no se unen nunca. Al hombre se le inutiliza cuando se le llena el estómago. El hambre ata mientras se siente.
—Por eso los pobres están siempre desunidos. Y los ricos no.
—Los pobres no van a ninguna parte.
—A ninguna.
Do Pereiro se levantó. Oía las voces, y basta. Lo demás era incomprensible, la tierra donde tenía las manos, las manos mismas llenas de hormigas negras con la cabeza roja y unas patas larguísimas. Las hormigas hacían acrobacias en los dedos.
Se levantó, pero apenas podía moverse. Dijo:
—No iré. Les diré que no quiero ir. Ni un paso más. Carvalho tiene los papeles, pues que vaya Carvalho. Yo tengo sueño, mucho sueño.
Giraba loco alrededor del árbol y siempre estaba en el mismo sitio. Fue entonces cuando vio a los caballos atados por sus colas de dos en dos, rojos y negros, otra vez rojos. Caminaban despacio porque los caballos parecían cansados. También los hombres que iban detrás lo parecían. Los caballos no cesaban nunca de pasar. Atados a nadie sabía dónde, el bosque no los dejaba caminar de aquella manera tan extraña. Los caballos hacían un ruido golpeante y sordo, los cascos sin herrar. La tierra, los cielos, y también las lejanías se poblaban de aquel ruido estremecedor, delirante.
—Uno, dos, tres,… veinte…
Do Pereiro perdía la cuenta. Los hombre seguían el mismo camino que los caballos. Iban silenciosos, con las alforjas al hombro, los pellejos de vino, las cantimploras. Largos hombres ensartados en la luz, escuetos y esbozados, sombras o siluetas, lo mismo daba. Los hombres desaparecieron cuando desapareció el último caballo. Terminó de contar.
—Cuarenta y dos.
Abrió más los ojos, se tocó las manos. Aquello había sido un sueño alucinante.
Joshe Andrés oyó el tambor. No lo oía desde los días de la guerra. El tambor o los tambores y el cabo de cornetas, y los giros que hacían las manos. Las bocamangas de cueros rojos, deslucidos, con entorchados, cordones sin color, cadenillas doradas de viejos eslabones. El cabo de cornetas se dejó las patillas de boca de hacha. Parecía un legionario. En sus bigotes amarillos se metía el humo cuando fumaba.
Joshe Andrés escupió sobre los ladrillos del balcón.
—Esto se pone a punto.
Atrapó los anteojos de la mesilla de noche. Los dos focos cogían la tierra y se la traían cerca, diminuta, detallada.
—Son caballos.
El tambor y las cornetas pertenecían al recuerdo. Sin embargo el tambor aquel sostenía un solo obsesionante. Marcaba su ritmo. Los pasos de un baile extraído de los barrios negros de Nueva Orleans. Tan, tan, tan, tan, tara-tan-tan, tara-tan-tara-tan. No era lo terrible oír aquel solitario ritmo repetido cien veces en el hueco profundo de las montañas. Lo terrible era que no se acababa nunca. Parecía eterno. El compás aquel se metía por las entrañas, rebotaba en la sangre. Tan, tan, paf, paf, ta-ra-tan-tan-tan-tan. Paf, paf, paf. Los caballos pasaban uno a uno por la brecha que tenía el bosque, lo mismo que en una pantalla cinematográfica. Detrás venían los hombres. Joshe Andrés explicaba:
—Mira María Joshepa, va Zósimo delante.
Dentro de los cristales, efectivamente, iba Zósimo. Los vio desaparecer del todo. El último caballo era rojo y se ocultó la grupa en la nube flotante que envolvía la gigantesca giba del monte.
Abajo estaba el cuartelillo y los guardias que en ese mismo momento salían por el gran portón de piedras de cantería. Rafael se ajustaba las hebillas del correaje.
—María Joshepa, ya han caído. Esto va muy bien. Usubelz ve muy lejos. Ongi, ongi.
En los balcones de la casa estaban los portugueses. Carvalho abría los ojos muy grandes. Se llevaba las manos a los ojos. No tenían telarañas. Entre las sombras de la tierra estaban los caballos. Él los veía. Rojos y negros, con su brillo opaco. Por entre los árboles, enhebrados, cruzaban uno a uno, como una aguja enorme. Podían contarse. El viejo gritaba:
—Hace ya casi un día que Do Pereiro salió. Y no ha vuelto. Nos han echado el guante, Carvalho. Nos lo han echado.
Juscelino no tenía voz. También miraba a lo lejos. Algo veía estremecedor y terrible: los caballos.
—No acaban nunca de pasar.
El viejo terminaba su voz. Era estridente, oxidada, como los goznes de las puertas.
—Nunca.
El tambor aquel se oía profundo, impresionante, y la tierra entera era el parche. Un oboe, un solo ritmo como el que tocan los negros, el saxofón, la trompa, las maracas, y las contorsiones de los negros cuando les hacen sonar. El tambor obsesionante. Dos notas, tres notas espaciadas y lentas, cada vez más espaciadas, de distinta intensidad. Tres notas exactamente iguales y un ritmo.
—Ya han terminado de pasar.
El viejo sin embargo escuchaba. El redoble venía de alguna parte, de muy lejos, de lo profundo y misterioso de la conciencia. El corazón era un puño cerrado. Golpe a golpe le batía los huesos y la sangre, los pulsos estremecidos. Aquel día era lo mismo. No podía escuchar los gritos y las voces que le perseguían calle abajo.
Únicamente los pasos en la calle, largos y lejanos. La calle estaba llena de pasos. Los daban unas botas forradas, con grandes tachuelas, un bastón que daba golpes en las puertas, herméticamente cerradas. La voz entrecortada ordenaba:
—Alto, alto, alto. Salga inmediatamente.
Escuchaba su propia voz cuando decía a alguien, una mujer, un viejo, no sabía precisamente a quién, sus cosas explicadas:
—Yo trabajaba en la Babcock Wilcox. Era un tipo repugnante y asqueroso aquel Martínez, medio capataz, medio listero, medio chivato y chulo sin gracia. Tenía la misma cama para dormir que cualquiera de nosotros, y sin embargo renegaba de su padre y de su madre que se morían en un asilo. Escupía por entre los dientes al hablar.
La mujer tenía muchos anillos en los dedos, y pulseras alrededor del brazo. Cuando movía las manos o los brazos arrastraba mil ruidos diferentes, imprecisos, de herrajes, de charnelas, de llaveros, que le llenaban el cuerpo de miedos. La mujer había encendido el cigarro y entonces le vio el rostro deformado en el resplandor. Los ojos grandes, con su cerco morado.
—No vendrán a esta casa. Sigue.
No había luz y de todo el cuerpo aquel le venía un desagradable olor. Era imposible saber qué producía el olor. Si las manos blandas y redondas, el cabello peinado en dos bandas o sencillamente los anillos y pulseras alrededor del brazo, oxidados y puercos.
—La taberna era el sitio de Martínez. A la mujer y a los hijos los veía cuando volvía borracho los sábados por la noche a su casa de Luchana. Vivía cerca de los astilleros del Cadagua y por debajo pasaba el tren muchas veces por la noche.
La mujer le preguntaba:
—¿Por qué sacaste la navaja? Los cortes no tienen ojos.
—Todas las tardes me buscaba. Eran tan sólo para decirme: «Amigo portugués, te han cagado. Tienes cara de vomitado, portugués». Todas las tardes lo mismo. Todas. Y yo no podía soportarlo. Esta tarde se acabó. Está bien muerto y ahora quiero lavarme las manos.
Habían pasado horas quizá antes de que la mujer encendiera la luz. Se habían ido los pasos, paf, paf, paf, y las voces: «Tienen que estar aquí…», «Imposible de haber escapado…». La mujer estaba como dentro de una vitrina de sombras y de luces oscilantes. Las luces le caían por los ojos absurdos en el ancho rostro con brillos y reflejos. Las ropas era lo mismo. Desteñidas y sucias, sin dibujos ya porque los habían perdido las telas.
—Yo también he nacido en Portugal.
—Por eso he venido.
Sencillamente llevaba un camisón con sus lazos en las muñecas, el ceñidor desflecado, los botones enormes.
—Es triste salir de Portugal, yo lo sé.
La mujer tenía el cuerpo frío y al viejo le daba miedo tocarlo. Entonces la mujer supo que realmente era viejo y tenía las manos también frías, sin entusiasmo.
—Estás bien aquí, yo te lo digo.
Con la luz del día cada cosa vino a su sitio. Al viejo se le dieron instrucciones: barrería la casa, la ventilación de las habitaciones, hacer las camas de las otras mujeres, limpiar los espejos ciegos de los armarios de luna, donde las mujeres tenían los sostenes remendados, las combinaciones con grandes manchas, los zapatos de puntera. Y luego venían ellos, los viciosos y tullidos, los que no tenían dinero y se limitaban a mirar a las mujeres, muertos de miedo. Era un teniente de infantería, chusquero del año mil novecientos, silencioso y apolillado. No sabía dónde poner las manos secas, como reliquias de santo. Ni sus ojos miraban a ninguna parte. Parecía decir:
—Pude haber sido general. No me han degradado, no. Pero lo poco que hice lo gané a pulso, señor. A pulso y con estas manos. Con estas mismas manos. Soy teniente de la escala administrativa por mis propios méritos.
El viajante de comercio traía sus maletones de cuero donde los hoteleros pegaban con engrudo los tejuelos de colores. Venían con prisa:
—Mis negocios son de pisarle los talones al tiempo. El reloj es el único señor a quien yo sirvo. Cuento las horas y los minutos. Y si no fuera por lo que yo me sé, ni pisaría esta casa.
A días se encontraba en la puerta con el teniente de infantería; se saludaban ceremoniosamente, como viejos amigos. En realidad lo eran. Luego venían un empleado de banca con su paso medido, la huella del manguito, profunda arruga en la tela de la bocamanga, y los ojos tristes. Las manos cargadas de un extraño peso. Venían humildes y vencidos, fracasados.
El viejo los veía. Venían todas las tardes y a las mismas horas. Decían:
—Es un vicio venir aquí. Estoy en cualquier sitio con los amigos en el café, en mis asuntos, y la campanilla me avisa. «Son ya las cinco y media», hale, hale. Yo no quiero venir, no quiero, pero me levanto y vengo. Es un vicio.
Todos allí reunidos con su soledad cargada de amargura. Las manos vacías no esperaban nada. Nadie esperaba nada en aquella casa. Absolutamente nada. Anita la andorrana decía:
—Con el capitalito que vaya amasando montaré un negocio de contrabando allá en mi tierra.
Mentira. El teniente de infantería con su paga de retirado tendría una vejez tranquila. Mentira. La Petri era más soñadora:
—Me casaré. Alguien me querrá. Unos años más y mi dinero en la hucha traerá los hombres como moscas. Porque a ciertos años los hombres se van detrás del dinero. Los dineros son muy lamineros.
Mentira. El viajante de comercio no se hacía ilusiones:
—Mi destino sé que es amargo y procuro engañar al que se me pone a tiro. Me veo viejo y hay que guardar los cuartos robados. Sí, he dicho robados y no me equivoco, robados. Ésa es la palabra exacta. No como otros dicen réditos, frutos del capital, riesgos, etc. No; a cada cosa su nombre.
La portuguesa se había portado bien con él. Debajo de las escaleras le hizo un aposento. Se portó bien a pesar de haber averiguado aquella noche que ya no era un muchacho y que tenía fríos en el cuerpo y en las manos. Cuando llegó la policía dando portazos, con sus porras contundentes y flexibles, al viejo le volvían los miedos, y los pasos galopantes en la noche, las mismas voces siempre.
—¿Qué hay aquí?
La portuguesa respondía:
—El carbón. Si quieren pueden abrir.
No la abrían. El viejo les oía marchar golpeando con sus porras todas las puertas que se abrían. Dentro estaban las mujeres llenas de sueño, y los hombres que no querían mirar, y se tapaban el rostro con las manos. Los pasos por la casa, y los golpes que daban en las puertas.
***
Los caballos estarían ya lejos. El tambor también. Pero aún se oía. Los caballos eran una pesadilla obsesionante. Pasaban y pasaban y no terminaban nunca de pasar. El golpeteo de los cascos se hacía eterno, y el tambor cada vez más lejano e inquietante. También vieron a los guardias que caminaban cansados mucho después de haber pasado el último caballo.
Joshe Andrés enfocó los anteojos. Le gustaba darle a las ruedecitas, al chismecito dorado. Entonces se quedaban los árboles limpios y las lejanías con su raya precisa, el dentado de los montes, la nube quieta en lo más azul de los cielos.
—María Joshepa, van diez caballos menos. Los llevo contados dos veces y faltan diez.
Puso la mano sobre la balaustrada. Era un general en campaña. El polaco de las «Internacionales» llevaba las correas sobre los hombros. Joshe Andrés, también. El polaco iba vestido de un modo estrafalario. Era un ser remoto, inolvidable. Echado de espaldas, como si esperase caer algo de los cielos, una estrella, un pájaro, quién sabe. No se le habían cerrado los ojos antes de morir, y miraba hacia arriba con insistencia, siempre hacia arriba. El polaco agarraba con sus dedos secos los anteojos. No quería cederlos a nadie. Alguien dijo: «Saca el machete y córtale esa garra». Joshe Andrés creía en los muertos y no lo hizo.
En los cristales del aumento estaban las grupas húmedas, sudorosas. También los tricornios charolados, las manos de los guardias sobre los fusiles, las culatas jabonadas.
—Éste es el día más feliz de mi vida desde que volví de la guerra.
María Joshepa cosía con la aguja salmera los cueros del yugo. Ya cosidos, los trenzaba.
—El día más feliz de mi vida, María. El más feliz.
María Joshepa dejó el yugo sobre las grandes tablas negras del suelo. No decía nada.
—Los guardias han caído, María Joshepa. Los veo subir detrás de los caballos. Pero no los alcanzarán nunca. Han caído, vaya que sí.
Cuando volvieron a salir de la nube, Joshe Andrés contó otra vez los caballos. Dejó los anteojos sobre la mesilla de noche y sonrió.
Do Pereiro estaba completamente seguro. Miraba y miraba sin comprender. Y sin embargo sabía que eran los mismos caballos, aunque aparecían por otro sitio. Los hombres llevaban las mismas boinas negrísimas, los paraguas atados con cuerdas a la espalda, los zacutos, y los bastones. También era el mismo tambor, el mismo repique y los pájaros solitarios que salían del ancho verde del bosque, alborotados y locos. Los pájaros tampoco podían soportar aquel ritmo oscuro, precipitado y obsesionante. Ni él tampoco. Aquello era peor que el ruido que hacía el perro sobre las tarimas de la casa. El perro traía la cabeza colgada del collar. Al menos lo parecía. La agarraba con los dientes y la cabeza traía los ojos abiertos, inmensos, desconsolados. Era una mirada difícil la del tío Matías. No la tenía así antes de morir, cuando decía: «Yo no quiero que entre ningún cura en esta casa. No lo quiero. Es mi voluntad». Traía las orejas rojas, cubiertas de tierra. Ocho días antes al tío Matías, hermano de la madre, lo llevaron a enterrar en un ataúd negro, con dos cerrajas y un gozne de hierro plateado. El perro rompió los goznes y las dos cerrajas, y se trajo la cabeza a casa. Nadie se atrevía a quitársela. Nadie. Era coger al tío Matías, mutilado, con los ojos desorbitados, inmensos y rotos. El perro golpeaba la cabeza sobre las tarimas, lleno de desesperación y de furia. Los golpes hacían un ruido profundo, atroz.
Los hombres llevaban también dos perros grandes y hermosos, con los collares puados. Saltaban alrededor de los viejos caballos.
El tío Matías era viudo y herraba los caballos y los bueyes. Hacía también los clavos y las herraduras. Con el tiempo el tío Matías se volvió loco y quería casarse con todas las mujeres que pasaban por su herrería. Pero eso no era posible, y él no lo sabía. No era posible. Por eso estaba loco.
Definitivamente se fueron los perros y los guardias.
La última vez que Joshe Andrés enfocó los catalejos, únicamente pasaron cinco caballos.
—Hoy es el día más feliz de mi vida. El más feliz.
Usubelz hacía el balance del día. En su reloj de bolsillo eran tan sólo las diez de la mañana. El reloj tenía cantoneras de plata, con dibujos de paciente platero. Trajo el quinqué de petróleo. Lo encendió. La llama azul, triste mariposa, apenas se veía en el resplandor ciego del sol que estaba dentro de la cocina. Bajó a la bodega abovedada en los cimientos de la casa. Volvió con la botella mojada de humedades. Lentamente escribía en sus libros.
«Cuarenta y cinco caballos comprados en las cuadras del Ejército en San Sebastián. Fueron pagados a peso. Los caballos son viejos». Descorchó la botella de vino oloroso «palo cortado», con un color de ámbar, casi opaco.
—Esto hay que celebrarlo. Los cuarenta y cinco caballos han sido recuperados. Los encontraron en el mismo sitio que los habían dejado. Zósimo es un hombre que llegará lejos. Sabe dónde tiene su mano derecha.
Los hombres permanecían en la sombra de los rincones. Escuchaban.
—Éste es un día grande.
No se recuperaron todos los caballos. Los guardias vieron al animal atado al árbol. Se había roto la mano. Era muy extraño. El caballo llevaba en el corvejón un singular vendaje hebillado. Tenía las crines muy largas, y los ojos inmensamente dulces. El guardia le miró.
—Este caballo es de carrera. Está educado para el picadero. Mírale. Es un caballo señorito.
—Está flaco. ¿Lo llevamos al cuartel?