El sol despuntaba los altos de los árboles con sus ocres vivos. Había también azules y verdes, veteados de color naranja, o completamente rojos. Pantchiko se teñía de aquel color desvaído y muerto, sentado en el banco de maderas pintadas que los guardias sacan a las noches de verano, cuando los cielos son brasas con ramos de estrellas. Las manos de Pantchiko eran más extrañas que nunca, arcillas astilladas, o fangos que se les queda en los fondos a las cubas.
Pantchiko miraba a los guardias como a seres de otra tierra. Rafael les daba tabaco a los hombres, pero ellos no querían aceptar.
—Muchas gracias, señor guardia.
El viejo Oyarbide, todavía borracho, con los labios azules, empapados, tenía los ojos verdinosos, algo hostiles.
—Yo quiero saber qué me piden.
El picaporte de hierro era un culebrón enroscado como en los mazapanes. Rafael cerraba la petaca de cuero negro. Se la echó al bolsón con dos pliegues y dos botones, uno en cada pliegue.
—Yo cumplo lo que tengo que cumplir y basta.
La mujer del difunto Iñaki salía hasta la solanilla del cuartel donde habían dejado el tílburi y el caballo. Le cogía las crines y el belfo, lo acariciaba. El caballo comprendía. Las crines se removían sensuales, desmelenadas, como los cabellos de una mujer. El cabello se hacía hermoso. Tenía en los atalajes tachones dorados y los dibujos que hacían los tachones, un corazón, una rosa, las dos grandes letras cruzadas de las orejeras. Esas letras mayúsculas las escriben los niños en las escuelas.
—Tengo que repartir la leche. Mi negocio me pide puntualidad.
El guardia Rafael se encogía de hombros. Chupó el papel de fumar y le dio un giro al cigarro.
—Yo no sé nada. Le digo lo mismo que a estos señores. El servicio es el servicio.
—La leche se pierde de un día a otro.
—Haga quesos.
El caballo relinchaba. Al hacerlo movía las crines y las arrastraba.
—Yo tengo que irme.
—Que no se va, señora, hasta que se lo manden.
El carrito era verde, y el toldo también. La mujer llevaba botas de agua y un gran echarpe negro que le cogía los pechos desinflados y vacíos. Merino llegó con dos hombres que no miraban a ninguna parte. Al hablar, tampoco. Ellos saludaron en su lengua.
—Egun on.
El más viejo traía un paraguas con empuñadura de asta, y la cabecita tallada de un perro mastín; el otro sobre los hombros una anguarina de hule con caperuza.
Merino se dirigió a Rafael.
—Son para la colección. Dile al cabo que si quiere alguna otra prenda como éstas ahora mismo la traigo. —El cabo está en la ducha. Es mucho trote para un hombre. Y el agua, lo dicen los libros, relaja. En seguida apareció el cabo sin cubrir, peinado y lavado, con olor a jaboncillo y a colonia de botellón. Tenía pocas palabras.
—Rafael, que vayan pasando. Esto lo despachamos en un voleo.
El primero fue Pantchiko. No era la primera vez en sentarse en aquella silla de fondo de rejilla y poner las manos sobre los huesos de las piernas. No sería tampoco la última. Un día preguntó por el significado de aquellos dibujos de colores detrás del cristal. El cabo dijo:
—Es un procedimiento para cazar ratones.
Pantchiko sabía que era un mapa que no había visto en ninguna otra parte. Ni el cuadro hecho a plumilla, sin cristal, clavado con cinco chinchetas: «Reinando Doña Isabel se organizó la Guardia Civil en el año de 1844». En la parte superior del cuadro había un medallón con un rostro prolijo, bigotudo y una leyenda: «Excmo Señor Duque de Ahumada». Le seguía otro medallón y su pie: «Excmo Señor Teniente General Don Fernando Ynfante y Chávez». Y otro: «Excmo Señor…», etc, etc. Abajo en el fondo del cuadro un viejo tambor, dos fusiles de chispa, el cornetín, los correajes, una bandera plegada.
Pantchiko decía:
—No he pegado ojo en toda la noche, señor cabo. Las noches de domingo la gente hace extraordinario. Y yo no tengo más remedio.
Pantchiko no recordaba nada.
—Que no, señor cabo, que no. Los hombres vienen a mi casa y piden vino. Yo se lo doy, ellos me pagan, y pare usted de contar. No me vienen a decir sus cosas.
El cabo insistía:
—Usted oye hablar. Ayer mismo Oyarbide echó sus versos y el mozo de Isasondo le siguió. Oyarbide sabe tirarlas y ayer lo hizo. Tú le oíste. Les pagaste el gasto.
—Cierto. Pero yo le aseguro que esto es cosa de todos los días.
—Algo más.
—Que no, señor cabo. Yo sé como sabe usted, cuando ha pasado la cosa, no antes. Sé cuánto se paga por un hombre, y cuánto por el alijo en su destino. Usted también lo sabe. Más no me pregunte, señor cabo, que no lo sé.
En el gran cuadro clavado con cinco chinchetas, el viejo tambor tenía cordones con borlas. Las guerras de antes se hacían con tambor y cornetín. Eran otra cosa.
—Los portugueses están aquí. En algún sitio, pero aquí. Lo sabemos.
Alrededor del cuadro la mancha de cal se identificaba con los bordes del papel y las cabezas de las chinchetas. Los dos fusiles en equis tenían cargada la bayoneta.
—Si supiese se lo diría. Cuando he sabido se lo he dicho. Y sin pedir nada.
Entró Rafael y Pantchiko se restregaba los ojos. El cabo vio el rostro violáceo del guardia y dio un salto para levantarse de la silla.
—¿Pasa algo?
—Están ahí.
El cabo seguía con el papel de barba entre los dedos. Las puntas de los dedos perfilaban los pliegues por donde había de cortarse.
—¿Qué dices?
—Los caballos. Están ahí mismo por el camino de Zabaldika.
El cabo dejó el papel de barba. Había comprendido.
—Esto ya pasa de la raya. Me están hinchando los…
—Van más de cincuenta, mírelos. Yo les dispararía desde aquí. Es una burla.
Efectivamente la recua caminaba lenta y sosegada entre el polvo que su caminar producía. No era una sola mancha rojiza, eran muchas manchas como abalorios o espejuelos.
—¿Y ahora, señor cabo?
—Esperar; yo conozco a estos hombres. Juraría saber quién los ha mandado.
No los conocía. Le había dicho el cabo saliente dónde estaban los puentes y los atajos, las luces, las horas, y las casas. También los nombres y apellidos. Pero el cabo no los conocía.
Salió a la puerta. En el vano tenía el perfil a contraluz. Los colores del amanecer eran más limpios, como aguas teñidas.
—Que pase otro; el viejo.
Oyarbide no decía nada. Absorto miraba la fusilería en el armero. Se removía en la silla con fondo de anea. Los gitanos echaban el fondo por una asadura, por un medio litro de vino, o simplemente por nada, por verle sonreír al cabo y hacerle prometer que nunca jamás les cortaría el pelo con las tijeras del escritorio.
El viejo Oyarbide decía que no con la cabeza.
—Son cuatro hombres así, de mal aspecto. Yo no diría que se parecen a los mendigos porque no lo son, aunque tienen su aire. Llevan barba de cuatro días por lo menos, porque hace exactamente cuatro que salieron de Pamplona. Están hechos un asco.
El viejo decía que no, no, y no. Movía la cabeza de derecha a izquierda y parecía la pesa de un reloj de pared, de los que hay en las sacristías de las iglesias antiguas. No, no, y no.
***
Hombres como ésos había visto muchos. Las memorias se le poblaban de sombras harapientas, de niños que lloraban de hambre y había que taparles la boca con un pañuelo o darles unas pastillas y dejarlos dormidos. Los niños parecían muertos en las manos de sus madres y al dejarlos en el suelo, las mujeres lloraban desoladas y tristes. Decían simplemente:
—Le hemos metido dos vasos de coñac. Se nos acabaron las pastillas. Al principio comenzó a vomitar y hubo que darle otro vaso.
El viejo había visto a las mujeres vestidas de monja, a los frailes que no eran frailes, a los viajantes de comercio que vendían betún y polvos para hacer lejía. Llevaban grandes bigotes que a distancia se sabía que eran falsos.
—Yo realmente no vendo nada. Solamente quiero saber por dónde se va a Francia. Aquí están los dineros. El que los quiera que los coja. Tengo las manos limpias, no es por la jodida política por lo que quiero irme de esta tierra. O sí lo es, pero lo digo con la cabeza bien alta.
Terribles sombras bajo los candiles y los mecheros, en aquellas habitaciones que no cabían ya más hombres tristes, ni más mujeres despeinadas, ni más niños con hambre. Se daban las instrucciones antes de salir. Las mujeres hacían la señal de la cruz veinte veces, en la boca, en los ojos, en la frente. Sacaban las medallas y los escapularios, las colgaban a los cuellos de los hombres. Los hombres se las quitaban y las devolvían a las mujeres. También había hombres que se las dejaban poner. No eran muchos. Y sólo se las dejaban poner. No las querían:
—Voy bien como voy. Guardo mal recuerdo de los curas.
Lo peor eran los viejos y los niños. Los viejos se ataban las cuerdas a la cintura y se dejaban arrastrar en la noche. Los niños, no; había que llevarlos al hombro, metidos en sacos, y cerrarles la boca cuando pedían imposibles:
—Yo quiero agua.
En aquellas habitaciones llenas de humo y de voces desesperadas, los hombres tenían miedo. El viejo les había visto temblar y preguntar mil veces lo mismo.
—¿Usted cree que llegaremos a Francia?
Al viejo no le gustaban aquellas cosas. Antes no se veían. También es cierto que antes no había estas guerras que echan de sus casas a los hombres. Pero no le gustaban.
—¿Estamos ya cerca de Francia?
Francia, país mítico, tierra en que ellos creían, llena de misterios, y de atracción. Francia, país legendario, oscuro, incomprendido, deseado mil veces, mil veces frustrado, patria de fugitivos y exiliados; país lejano, borroso, como un largo e inesperado sueño.
El viejo Oyarbide tenía pocas palabras. Invariablemente decía:
—Sí.
A los hombres la palabra les sabía a poco. Venían de las tierras en que hablar es un placer. No podían comprender al viejo. Les desesperaba aquel sí rotundo y seco, como un escopetazo. El viejo no sabía engañar. Sin embargo los hombres querían más palabras. El viejo no las decía. Era cierto que llegarían. Y efectivamente, llegaban.
—¿No nos dejarán en el camino?
—No.
Los hombres aquellos no comprendían que con tan pocas palabras se llegase a Francia. La cosa es que llegaban.
El viejo Oyarbide miraba a la fusilería del armero. Decía que no con la cabeza. El cabo escrutaba en los ojos azules del viejo. Tenían hierbecillas y ramitas de plantas acuáticas, tierra cuarteada, con iluminaciones.
—Yo sé que su casa es oficina de información. Usted sabe. Yo sé que sí.
—En el granero me han puesto una cama de hierro, con ser yo el amo de la casa y de las tierras y también de los bueyes. Les dejé todo con notario. Me hicieron firmar los papeles. Al otro día me dijeron dónde tenía que dormir. Yo sabía que me lo harían y así ha sido. Es cierto que oigo entrar y salir las gentes y también veo las luces de los candiles porque los dejan colgados de los ganchos que hay en el granero donde yo tengo mi cama. Dicen que me han subido arriba porque me gusta el vino, y el vino traiciona. Pero eso no es verdad, yo no dije nunca nada aunque he visto muchas cosas. Me subieron a los graneros porque les da asco verme tan cerca con los pellejos de la cara y estas manos que son ya las manos de un muerto. Les doy asco, señor cabo. Por eso me tienen en los graneros. Oigo sí, las voces, y cuando entran los hombres, también cuando salen, pero nada más. A días me cierran con llave.
El viejo Oyarbide todavía estaba borracho.
El cabo dijo:
—Le abriré atestado. Usted sabe y no quiere decir.
El viejo se encogió de hombros. Miraba con indiferencia a los fusiles. Estaba todavía borracho. Algo vería en los fusiles.
Rafael volvió a entrar.
—Señor cabo, están otra vez ahí.
El cabo se mordía las uñas. Daba golpes sobre la mesa, con la mano cerrada.
—Déjalos; tú déjalos.
Bajaba la niebla por las laderas del monte. Era una nube blanca, algodonosa. La recua entraba en la nube y desaparecía. Detrás quedaba el polvo dorado, casi rojo.
—Rafael, antes de que se ponga el sol estarán en mis manos esos hombres. Déjalos. Esto es un juego, yo lo sé.
La mujer del difunto Inasio prendía los alfileres al echarpe. Grandes alfileres de cabeza negra, como los ojos de los cuervos o de las sabandijas. La mujer explicaba las cosas con mucho sosiego:
—El primer día de la guerra cogí a los cinco hijos que he sacado de mi cuerpo y les dije: «O tú coges ahora mismo el fusil, o no eres mi hijo». Tuve suerte porque sólo me trajeron uno muerto a casa. Ya tenía gusanos en la tripa. Vino en un cajón precintado, como traen las merluzas. Lo bajaron del camión y parece que lo veo ahora. El cajón con muchos clavos y letras pintadas. Lo desclavaron delante de mis ojos. Me dijeron que era mi hijo porque habían escrito su nombre en chapa de hojalata…
El cabo se impacientaba. Su impaciencia estaba en los dedos que cogían los papeles y los dejaban en el mismo sitio, estúpidamente.
—Yo solamente quiero saber dónde están los portugueses.
—Todo llegará. Quiero decirle lo que he sufrido en esta vida. En el frente estaba también mi hombre y los cinco hijos hechos de mi mismo cuerpo. Me daban unas pesetas de subsidio, cierto, pero qué eran para mi sufrir. Todos los días viendo venir el camión que traía los muertos de estos pueblos. Al fin se acabó la guerra y volvieron. Habían visto tierras y gentes. Uno a uno se volvieron a marchar. No habían muerto pero la guerra me los quitó del todo. Bebían el vino como condenados. Y también, aprendieron a blasfemar.
El cabo sacó parsimoniosamente la bolsita del tabaco. Descorrió las cerraduras con un dedo.
—Señora, dice usted que tiene prisa…
—La tengo, pero me ha de oír. Usted es muy joven para haber estado en la guerra. Un niño todavía. Hay muchos modos de ganarse la vida. Usted la gana escribiendo sus papeles. Yo, con el carrito y el caballo desde que murió el pobre Inasio. Si mis hijos estuviesen aquí, harían lo mismo que hacen los demás. Estuvieron en Teruel y en lo del Ebro, y ahora pregunto: «¿Usted tendría agallas para abrirles expediente?». Estuvieron en la guerra.
—Las tendría.
—Yo le diré que no es malo pasarse a Francia. La tierra es de todos. Un hijo me trajeron en el camión y al destapar el cajón dijeron que era él. Si me hubieran traído los cinco y el hombre, pensaría igual, cabo, igual. Yo los mandé al frente por otras cosas, nunca para que no se pueda vivir de lo que siempre hemos vivido.
—Señora, yo tengo que encontrar a los portugueses y los encontraré.
—Hemos visto muchas cosas. De la parte de Bilbao nos trajeron a casa a la familia aquella porque había que pasarla. Les dije que no estaba bien eso. Por algo se pasarían. Luego supe que era cosa de la política. Siempre lo mismo. Un hombre con lentes, una mujer muy gemidora, cinco niños como mis cinco hijos cuando tenían sus años. El sargento aquel supo que estaban en mi casa y mi hombre los llevó a la borda y los enterró bajo el heno. Le oí decir: «Esto lo manda Cristo, yo no. Esta gente es perseguida, pues hay que sacarlos». Mi hombre había estado en la guerra y sabía. Yo no.
El cabo tenía la boca abierta con los hilos del humo pegados a los labios.
—Pero yo…
La mujer cortó.
—Déjeme terminar. Me cuesta hablar, pero cuando me pongo quiero que no me paren. Estuvieron en la borda seis días y seis noches. Yo les llevaba qué comer metido en una bolsa de papel de las que dan con el azúcar. Me dijeron que eran herejes y comunistas. Un día les oí rezar. El hombre que tenía las manos muy blancas llevaba el rosario. Los niños y la madre le seguían. Mi hombre estaba en lo cierto: la política es cosa distinta de los sentimientos. Aquel hombre nos escribe desde entonces en llegando la Navidad. Está allá en Bélgica. Yo creo que aquélla fue la única cosa buena que hice en toda mi vida. Le dije a mi hombre: «Pásalos como si pasases a mis hijos, que son tuyos». Al fin y al cabo eran hombres. Qué importa a mí ni a nadie lo que tengan dentro de la cabeza. Con su pan se lo coman.
El cabo cogió la pluma estilográfica. La pluma tenía «gavilanes de isocron, duros como el diamante y suaves como la mano de una mujer». El papel lo decía. La clavó en el cuadernillo.
—Señora, no me gustan las historias. Usted va y viene todos los días con el carrito y yo sé, también está escrito, que conoce cosas de los portugueses. Por eso la hemos traído. Usted es un nudo de esta cuerda con un cabo en Portugal y otro en Francia o en el puerto de Hamburgo. Hay días que siento tentación de desarmarle el carro y dejarla desnuda, créame, por muchos hijos que haya tenido usted en la guerra.
Volvió Rafael.
—Señor cabo, están otra vez ahí.
El cabo había olvidado.
—¿El qué?
—Los caballos.
—La madre que los parió.
Se dirigía a la mujer.
—Váyase señora, por favor. Estoy ya nervioso.
La mujer cerró la puerta. Saludó a los dos hombres que había en el porche del cuartel.
—Agur jaunak. Bihar arte (Adios, señores. Hasta mañana).
El cabo llamó a los guardias a mesa redonda. Rafael, Ambrosio, Anastasio y Domingo estaban sentados alrededor. Miraban la mano del cabo recorrer el papel de barba escrito y dibujado, con las notas escritas a tinta azul. «Irubide-borda: Lugar adecuado para ocultarse. No es la primera vez», «Camino de Zabaldika: sitio obligado de paso», «Iruretagoyena: hay una cerca y un edificio en ruinas». El cabo decía:
—Les he llamado para acabar en unas horas con esta vergüenza. En nuestras propias narices se han metido. Vamos a ver, mucha atención. Mi plan es el siguiente…
El reloj de la sala de armas tiene las manecillas con dibujos y volutas, y florituras sobre el esmalte de la esfera. La mano del cabo sobre el croquis señalaba los itinerarios. Los puntos cardinales. N.S.E. y O. escritos con letras nerviosas en los cuatro lados de la cuartilla.
—Desde la borda de Ituren hasta el regato de Zabaldika, se desplegarán a diez pasos de distancia Rafael y Anastasio. Desde la regata hasta las primeras estribaciones de la montaña, Domingo y Ambrosio. Conmigo vendrá Martínez. Y Emeterio se queda de cuartel. Batiremos el terreno hasta el pueblo. Punto de encuentro, la bifurcación de las dos carreteras. Hora, las nueve de la mañana. Vamos a sincronizar los relojes. ¿Ya está? Atención, yo aconsejo que se camine despacio por dos motivos: primero para conseguir un mayor éxito en el trabajo; segundo para no extraviarse. El tiempo es precioso y no hay que tirarlo. Nadie hable, y si oye hablar, que escuche. A las diez en punto en el cobertizo de Merkatondoa. A dar cuenta y recibir órdenes. De hoy no tiene que pasar. Caerán, vaya que si caerán.
Mano de estratega. Recorría caminos imaginarios sobre el mapa del Servicio Geográfico y Catastral. Cabalgaba la fantasía sobre las curvas goniométricas, descendían los ojos a lo que podían ser vaguadas o barrancos y que en el plano sólo era un punteado que no decía nada.
—Aquí hay una casa. Este puntito más señalado, como la cagada de una mosca; podría ser que se hallasen escondidos allí. Está muy cerca de la frontera, bueno, lo que se dice cerca, unos seis o siete kilómetros, más o menos. Sí, seis milímetros en el plano y un poco más.
El lápiz temblaba entre los dedos huesosos. Recorría el mapa.
—Aquí, desde este ribazo…
El cabo los veía levantarse uno a uno. Primero Rafael, luego Ambrosio, después…
—Rafael, diles a esos hombres del porche que se vayan. No quiero verlos más por aquí. Y hale, a ver si llegamos a tiempo a la fiesta de los caballos. Detrás de los caballos, yo lo huelo, están los portugueses.
El cabo pareció estremecerse. Algo profundo dentro, un miedo, una angustia, un sentimiento terrible. Quizá dudaba por primera vez.
No le parecía absurdo que a su padre le hubieran disparado por la espalda cuando leía el periódico debajo de los árboles. Ni las palabras de la madre, indefensa, como ausente, siempre en aquella cama de altos hierros con flores de metal dorado.
—Hijo mío, yo le vi morir. Era algo igual que tú. Los mismos ojos. Y, cosa curiosa, detrás del cuello tenía un granito rojo. Le mataron por la espalda. Aquella tarde…
La madre estaba siempre en la cama. Sacaba las manos con los lacitos del camisón de un color aguanoso, porque lo habían lavado ya cien veces y cien planchado. Le dijo:
—No quiero que seas guardia. A ti también te matarán.
La tarde aquella era como las otras tardes. Con rojos y azules en la lejanía. El guardia leía el periódico en el banco del cuartel. Huelgas, atentados, ajetreo de la política. Le llamaron de lejos, y apenas tuvo tiempo de doblar el periódico y quitarse las gafas. No tuvo tiempo porque no se lo dieron. En las fachadas de las casas, cientos de cristales de los miradores donde había jaulas con pájaros, tiestos y rostros pálidos de mujeres que parecían muertas o disecadas, inexistentes. Y un sol otoñal repetido en cada cristal como una guinda escarchada. El guardia oyó las voces que le llamaban:
—Eh, señor guardia.
Los tres hombres llevaban fusiles y uno apuntaba hacia el cuartel. El carro parado en medio de la calle les protegía. Sólo fue un instante.
—Compañero guardia, esto se acabó. Los ocho guardias de este cuartel han muerto ya. Lloraban de miedo, y nunca lo hubiéramos creído. No somos nadie a la hora de morir.
El padre había desabrochado el corchete y quiso sacar la pistola. No le dieron tiempo los hombres del fusil. Los veía detrás de las ruedas del carro. La pistola estaba empotrada en el cuero y le costaba salir. Antes de que la mano la agarrase se oyeron los tres disparos. Casi a un mismo tiempo. Fue todo muy rápido. No le dejaron quitarse las gafas y poner el periódico sobre el banco. El entierro fue solemne y el coronel pronunció un discurso con aquel luctuoso motivo.
***
El cabo se abrochaba los botones de la guerrera. Tenía prisa por cerrar la botonadura. Se echó el correaje sobre los hombros y estiró los brazos. El correaje se ajustaba lentamente a su cuerpo. Dio un grito:
—Listos. Cada mochuelo a su olivo.
Los guardias fueron saliendo uno a uno. En silencio.