De madrugada

Zósimo oyó a los guardias. Sabía que eran los guardias por el idioma que hablaban. Y por lo que decían.

—Yo les dejaría pasar. Son unos desgraciados como nosotros.

—Somos unos desgraciados, puntualiza.

—También es verdad. Los hombres somos poco más o menos. Lo que nos hace malos es la organización.

—Rafael, déjame de filosofías.

Eran los guardias.

También venían hombres y mujeres que deseaban verle y oírle y tocarle con las manos para cerciorarse.

***

Los hombres y las mujeres recibían las instrucciones siempre en silencio, obedientes, desconocedores de todo, la geografía, el lenguaje, los puentes y los caminos. Dentro de la noche como en un largo y penoso sueño. Zósimo les hablaba lentamente.

—Ni una palabra. Sólo caminar detrás. Y a callar se ha dicho.

Caminar en silencio cogidos de la mano o de una cuerda como la que hay en las playas para los niños. Tantear con los pies el suelo desconocido que no se dejaba pisar. Era la noche misma la que ellos pisaban, y donde se hundían los pies, como en un resbaladizo fango. Y aquellas mujeres suplicantes que casi lloraban:

—Déjenos hacer nuestras necesidades, señor.

Ser tratado así, señor, por tan poca cosa. Zósimo no quería saber por qué ellos querían pasar. Eran gentes que sufrían, gentes con sus razones y su miedo, con su sueño dentro, como lo tienen los otros hombres. Buscaban el camino que lleva a Francia. Las mujeres lloraban.

—Déjenos, señor. Cuatro días sin hacerlo son muchos días.

Zósimo tiraba de la cuerda, y ellos se dejaban llevar. Cuando llegaron al puente las tres mujeres se desataron. Zósimo dijo:

—Ahora pueden, pero que sea pronto.

Las tres sombras negras en el pretil, estarcidas, completamente siluetadas y rotas. Con el día Zósimo volvió al puente. Había un pañuelo de seda con grandes pájaros y ramas de un árbol extraño, deshojado, donde estaban los pájaros y salpicaduras de excremento humano. Zósimo lo dobló con las puntas de los dedos sin mirarlo. Dijo:

—La mujer que hizo esto con el pañuelo era una dama. Las mujeres de esta tierra hubieran usado la mano o una piedra. No cabe duda que era una dama.

Zósimo, desde entonces, guardaba el pañuelo que usaron aquellas mujeres, con los pájaros, los ramajes, en un estuche de terciopelos desvaídos que le compró a un trapero. Algún día su mujer lo llevaría a misa mayor.

***

El guardiacivil estaba lejos. La voz se volvía. Avanzaba. La voz era larga como un hilo. El hilo cosía la noche.

—Me da no sé qué cuando la gente sufre. Siempre es por algo. Me digo si yo tengo alguna culpa. Son cosas que uno tiene.

La otra voz era más concisa y apretada.

—Rafael, eres un cursi. Yo tengo sueño, ¿por qué no echamos una cabezadita?

—La echamos.

Zósimo se deslizó por el barranco. Calculó: «Están ahí, a cien metros, y no se irán. Sé que no se irán». Tanteó en el suelo. Exactamente en la piedra plana colocó el farol. Lo encendió. El resplandor era azul y tenía la forma de un alfiletero. Los alfileres no se veían. Eran puntitos más brillantes en el corazón.

Entonces los guardias vieron la luz oscilante y pálida sobre la piedra. Rafael decía:

—Tener dignidad cuesta muchos disgustos y muchos dineros. Por eso los pobres no la tienen, no pueden tenerla. Los ricos es otra cosa.

—Eso es un farol.

—Lo es.

Zósimo se alejó. Calculaba: «Los guardias vendrán y yo he de verlos. Tendré tiempo de ir hasta la casa». Los guardias sin embargo no venían. Veían el farol observadores y atentos. Esperaban.

—Están aquí y nos ven. Yo te juro, Ambrosio, que nos ven.

—Lo han hecho otras veces. Tú quieto, ésta no les vale. Déjalos.

Zósimo escuchaba las voces lejanas, cada vez más perdidas.

Do Pereiro también veía la luz. Exacta, minuciosa, a cien metros, a doscientos, ovillada en el farol. Le atraía vertiginosamente. La luz que tienen los candiles en las noches de invierno. Do Pereiro los veía. Las noches de muchos años, muchísimos, cuando las cosas eran distintas, y Portugal también.

***

Los candiles vagaban solitarios por la casa. La casa tenía un ruido gigantesco en sus entrañas. Las tarimas, las balaustradas de madera y las mismas puertas gemidoras cuando él pasaba. Gemían todas las noches y a la misma hora cuando se corrían los cerrojos, y las llaves en sus cerraduras. La mujer siempre estaba detrás, en la sombra, y los candiles colgados de sus manos. Los cogía de las escarpias, los dejaba otra vez colgados en las alcayatas, en los ganchos que tenían las paredes para colgar los cueros de los atalajes, las rejas del arado, los zurrones polvorientos. Do Pereiro tenía miedo. No era segura aquella mano que corría el cerrojo o daba vueltas a la llave. Mano fiel, exhausta, que todas las noches se le moría en su pecho. Siempre estaba fría, mano de difunta, mano esculpida, entre las sombras pegadas a los candiles. Aquella mujer y aquel medallón con su marco donde estaban retratados el día que se casaron. Él, vestido de guardia de fronteira, los bigotes lacios, el casacón con plieguecillos y frunces, de gran gala, las manos finas, como bordadas. Los dos rostros no parecían reales mirando a la cámara fotográfica, sino espectros. Completamente descoloridos el tiempo les había dado un aspecto de polvo o de ceniza.

—Si no quitas este retrato yo no vengo más.

La mujer se dejaba morir lenta, extasiada.

—No me digas ahora esas cosas. El pobrecito…

—Este retrato huele a muerto.

El hombre estaba en el hospital militar y se consumía con lentitud, día a día, como los cirios en las iglesias pobres, en los conventos con olor a ratones.

—Dicen que quieren traérmelo a morir a casa, pero yo no le dejaré entrar.

Los candiles estaban colgados de los clavos. Uno en cada pared. A la mujer le gustaba verlos en los vidrios de los floreros, pequeñitos, palpitantes, y las sombras que criaban todo alrededor de los clavos y las paredes como latidos intensos. Cada noche los candiles estaban en sitios distintos. Las sombras y la habitación no eran las mismas. Cuando ella decía aquellas cosas: «No le meterán aquí en esta cama, yo no les dejaré», y daba sus horribles gritos, Do Pereiro creía tener en sus brazos el cuerpo desmadejado del hombre que se moría en un hospital.

Por eso Do Pereiro cogió miedo a los candiles colgados de los techos, a las cerraduras con sus ruidos siniestros, y a la lividez de aquella fotografía donde los corazones luminosos de los candiles se marchitaban muy despacio.

***

Do Pereiro, por eso, miraba y miraba al farol. Tenía miedo. Lo vio sobre una gran piedra o promontorio, y todo alrededor se había llenado de gusanos y telarañas. El farol permanecía intacto y solitario como un ojo muy triste. El ojo se ensanchaba, se reducía. O se lo parecía. La luz fue un encuentro inesperado. «Es el cristal de una casa». Después vio la ramificaciones de la lamparilla, como si el viento la desvedijase, y cada vedija era un tejido sobre la piedra. El gusanito aquel los tejía y destejía, siempre en el mismo sitio.

***

Zósimo se sacudió el sudor del rostro con la mano. El sudor se desprendía igual que una tela viscosa y sucia. Oía hablar a los guardias.

—Sube hasta la borda, Rafael. Yo doy vueltas por aquí. Nos están vigilando.

Zósimo se deslizó por el barranco que tenía el césped segado. Suavidades de terciopelo, de ratas erizadas, o de divanes desvaídos. Se dejaba caer. Al llegar al fondo del barranco tomó el sendero. En la tierra había cruzada una rama de roble. Zósimo sintió algo terrible que le desgarraba por dentro. Cogió la rama pero no se atrevió a arrojarla. Escuchaba las voces lejanas y tristes, dichas de aquella manera atroz, Atzean… an… (Atrás). Se prolongaban las sílabas hasta el infinito y volvían. Atzeaaa… an… Volvían los miedos, las horas y las esquilas en los montes, las voces de los hombres, estranguladas y quietas. Hemen direla!, (¡Que están aquí!). Zer bada erresturik!, (¡Que hay huellas!). Las lluvias caían lentas sobre los árboles, y ellos permanecían paralizados, profundos y misteriosos. Escuchaban el estallido de las voces, «Los guardias andan por ahí». Los mismos guardias que arrojaban piedras a los barrancos y sondeaban la oscuridad. Las piedras les golpeaban en las botas, producían el ruido apetecido. Los guardias silenciosos escuchaban.

—No hay nadie, Ambrosio, no hay nadie. Deja ya de tirar piedras.

Las voces estaban cerca, pero ellos sabían que se decían muchos metros más allá. La voz chocaba en el monte, volvía, estaba allí, no terminándose nunca, tejida, prieta, siempre allí, cada vez más débil, mucho más muerta, hasta perderse del todo.

Zósimo respiraba el atosigante olor de la tierra. La borda estaba cerca. Cogió la rama. Su significado era el mismo de las voces.

«Cuidado, mucho cuidado. Imposible pasar». Laister, Laister. Hemen direla. «Están ahí mismo los guardias». Dejó el ramaje cruzado en el sendero, tal y como lo había encontrado. El aviso no era para él solo, era para todos los que como él andaban aquella noche por el monte.