A la caída del sol

Le vio a Zósimo en el umbral rodeado de luz. No se le veía el rostro, ni aun las manos. Tan sólo el perfil recortado y preciso, como esas fotografías de las revistas ilustradas; las siluetas y la luz todo alrededor.

—No sabe nadie. La gente quiere saber quién los ha traído aquí. Preguntan, pero no saben.

—Eso es lo que yo me digo. Es una trampa, Zósimo. Una trampa que me han echado. Yo veo la mano enemiga pero no le veo la cara. Si la viese podría defenderme.

—Ya se sabrá. Todo se sabe más pronto o más tarde.

—Esta noche, Zósimo, lo vas a averiguar.

Usubelz permanecía inalterable. Seguía.

—Esta misma noche subes a la casa y los sacas de allí. Tráelos para preguntarles. Luego los vuelves a donde quieras.

—¿Para qué traerlos?

—Estoy seguro que los guardias saben que están allí. Si yo sé quién los trajo, se lo diré a los guardias. Es una lección que tienes que aprender si algún día tú sigues mi negocio.

Zósimo bebió sorbo a sorbo el vaso de aguardiente. Cada sorbo le daba un color más vivo a su rostro.