Después de vísperas

Después de vísperas Don Macario olía a cera de abeja. La sacristía con aguamanil de mármol jaspeado donde el cura se lavaba las manos, siempre sucias y desaliñadas. En aquella mesa con manchas de tinta firmaban los novios ya sin pulso, y sacudían la pluma antes de escribir lentamente, con los cinco sentidos.

Don Macario había dicho:

—Martín, tráeme a esos hombres. Quiero que duerman en mi casa esta misma noche. Los metemos en la sacristía y que vengan los guardias a cogerlos si se atreven.

El sacristán hablaba en canto gregoriano. Las modulaciones de la voz, el falsete y los quiebros, siempre iguales. El facistol y los libros abiertos con sus grandes letras magistrales que tenían vides y zarcillos, flores, figuras miniadas. Los azules de aquellas letras, los rojos, los morados que habían dejado cien flores al marchitarse entre hoja y hoja. El sacristán sabía de todo eso.

—Le diré, Don Macario. Lo que quiere usted es un imposible.

—Explícate, Martín.

—Los guardias sudan desde ayer buscando. Buscar ya buscan, pero no dan con el sitio. Le echaron la mano a Joshe Mari el de Oyarbide. Nadie sabe lo que pudieron decirle, pero el hombre está como si le hubieran cogido las brujas. No quiere ver a nadie. Lo tiene usted en el escaño mirando, mirando, siempre mirando, igual que un ensimismado, a los leños de la cocina. No dice nada. Ni escucha siquiera.

Don Macario tenía fríos en las manos.

—Todavía no es hora de heredar. Los hijos de Joshe Mari no saben esas cosas. No creo que esté memo, pero si dices… De todos modos tú me los traes, Martín. Los meteremos aquí en la sacristía con dos colchones de mi misma casa. Veremos si los guardias se los llevan de aquí.