Después del rosario los hombres entraban uno a uno, largos y afilados, en la taberna de Pantchiko. Pantchiko vendía telas y medallas; rosarios traídos de tierra santa; hierbas medicinales y licores con hierbas dentro de los botellones. Parecían extraños ramajes dentro de las aguas de los ríos. Los ramajes, las hierbas aquellas tenían sus verdines y sus algas del mismo color que el vidrio. Los hombres primero miraban las vitrinas donde estaban los abalorios, las medallas, las telas con visos y tornasoles, con orillos marcados, las cajitas de los botones y la lencería fina. Los cristales tenían las sombras de sus rostros allá dentro, como borrados e imprecisos, pespunteados. Luego las luces oscilaban en los visos de las telas, igual que ojos o guindas, o semillas rojas en los frascos de los licores, resbalando por las hierbas, en los vasos y las jarras de vidrio limpio. Y ellos creían volverse locos.
—Estar aquí es estar en casa.
Pantchiko vendía faroles y linternas francesas que daban señales de distintos colores; vendía relojitos miniatura que los hombres llevaban en las solapas de sus botas; vendía bastones de contera de hierro, correas para los alijos y cuerdas, misteriosas brújulas para orientarse, chismecitos para lo mismo.
Por todo ello estar sentado en las bancas empotradas con argamasa, con el vaso de vino o de patharra y la baraja sucia, era como estar en su oficio. Trabajar y verse las manos, los rostros secos, huesudos, narices como ganchos, grandes ojos, grandes orejas, grandes bocas soñadoras.
—Pantchiko, es igual que estar en nuestro trabajo.
Pantchiko sentía orgullos.
—Dicen que somos otros hombres. Y yo digo que a lo mejor sí lo somos. Es muy posible.
Los domingos por la tarde los hombres se llenaban de sombras y de humo, silenciosos y melancólicos, como en un sueño. Sacaban las cartas de los casilleros, sin dibujos, ya con mugre, olor a ungüentos y a hierbas, a manos sudadas. Sacaban las manos de debajo de la mesa y las ponían encima, como reliquias o extraños animales disecados. No hablaban. Noches inmensas, inacabables, por la frontera los habían vuelto mudos y ya no sabían hablar.
Cerdá, el barbero, trajo el maletín con la brocha y la piedra de afilar las navajas, el jaboncillo que trasminaba olor de campos y de ríos, de manos húmedas. El barbero cogía el maletín con las manos, lo acariciaba. Dentro estaban los misteriosos frascos, los sueños, las cuentas larguísimas escritas a mano en los libros de Usubelz.
Pantchiko bajó la voz. Era una cuerda rota de guitarra. Con un dedo, alguien rasgueaba.
—Esta tarde, o a lo más lo más, mañana, nos vamos a reír. Me da el olfato.
El barbero comprendió. Su respuesta fue terminante.
—Yo corro las casas por obligación. Estos ojos ven y estos oídos escuchan, pero yo no veo ni oigo nada. Saca un tazón de shalda (caldo) y un vasito de patharra (aguardiente) de los de cenefa.
—No hay ya shalda, la misa da hambre y la mayor más todavía; los kasheros dieron con ella, y no es cosa de desollar más gallinas.
En los cuatro cristales de la ventana, veteados y siniestros, estaba el dibujo de la iglesia, su torre, las grandes piedras negras, el campanario. En las piedras, la mordedura que hicieron los plomos de los años aquellos. Pantchiko lo explicaba cien veces.
—Es de cuando las guerras carlistas. El sargento llevaba mostachos. Le oyeron decir: «Si ellos no tocan las campanas, las tocaremos nosotros. Pero es mucho pedir que subamos hasta el campanario a mover los badajos. Mucho pedir después de andar los días y las noches sin pegar ojo. Hale muchachos, desde aquí llegan los fusiles». El sargento era de Hornillos en la provincia de la Rioja.
Había también dentro un viejo de color rojo como los cueros de las sillas de montar. El viejo tenía un mirar dulce y doloroso. Con el vaso en la mano comenzó a cantar:
Baserrian jaio eta
baserrian hazi,
hamar urtekin nintzan
lanean ari.
(En un caserío nací, y en un caserío crecí, diez años tenía cuando comencé a trabajar.)
Pantchiko gritó. Todos le oyeron decir:
—Si el señor Oyarbide lleva la voz cantante, yo pago el gasto.
El viejo cargaba su pipa. Lo hacía lentamente, contando los granos de la picadura.
Ardoa eraman eta
akeitaren bila
bigilatuz tzandarma
eta Guarda-zibila
(Llevando vino y en busca de café, a vigilar los gendarmes y a la guardia civil.)
Los dedos del viejo sacaban el tabaco de la bolsita, lo metían en el hornillo de la pipa. Los dedos eran lentos y agarrotados, sin ninguna prisa. El tiempo no existía. El viejo Oyarbide lo hacía todo con solemnidad y en cada movimiento palpitaba el pulso vacilante de su amo.
Entonces el muchacho que nadie le había visto entrar pero que estaba allí, junto al mostrador, bebió el vaso de un trago. Miró el reloj de pulsera; después al viejo. Lo volvió a mirar. Los hombres con sus grandes boinas relajaron el rostro. Ahora no tenían sombras, y la superficie de la cara era más lisa, una sola mancha de un mismo color. Le dijeron algo.
—Tú has de ser mejor bertsolari que Oyarbide. Cuídate. No le hagas caso. Está viejo y él lo sabe. Por eso te provoca. No le hagas caso.
Había quien oyó muchas veces al viejo y le quería ver ensimismado, absurdo, con las manos hacendosas llenando la pipa, a la vez que cantaba. Los hombres estaban a lo suyo:
—Los portugueses no tienen religión.
—Vino a su tierra la Virgen.
—Dicen. Pero lo cierto es que no van a misa.
El hombre delgado escupía a la puntera de su zapato.
—Comen ajos y cebollas untados en el pan. No saben lo que es la carne en tasajos.
—Pues el que no come carne no tiene alma.
Alguien sabía algo más.
—El cura les saca la cara.
—El cura dice que hay que llevarlos a Francia porque son gente desgraciada que no puede vivir en su tierra. Eso dicen, eso. Vienen organizados desde Portugal.
El viejo Oyarbide llenó el vaso de patharra. El vaso tenía ahora otro color, como amarillo o verde, de esos colores que tiene la tarde cuando cae el sol.
El muchacho se metió las manos en los bolsillos. Parecía contar la calderilla, pasar las monedas entre sus dedos, volverlas a pasar, aquel movimiento subterráneo de las manos se transmitía a todo el cuerpo. Le decían:
—Déjalo. Ha de callar cuando se le acabe el fuelle. Los viejos no lo tienen.
El muchacho se revolvía con las manos en los bolsillos.
—Déjale.
El mozo perdió su posición vertical. Hasta entonces observaba desde el mostrador, clavado, erecto. Ahora marcó una curva en su espalda, casi echado sobre el vaso. Comenzó a decir o cantar, que en su idioma era lo mismo.
Asuntuan laguna
nola joan da gaba?
iruditu zaiten
zure bidean traba
(Amigo de negocios, ¿cómo te ha ido la noche? Me pareció que había obstáculos en tu camino.)
El viejo comprendió. Se llevó la mano a la boca que rezumaba un vino negro y purulento. Su canción era muy triste y melancólica. El cuerpo parecía sangrar y los huesos quebrarse:
Gaztea oso harro
eta falton zaude
zure ibileraz gu
enteratuk gaude
Jendearen pasatzen
goiz eta arratsaldez
saldutzen zera aise
txanpon bien alde
(Joven, estás muy arrogante y entrometido; también nosotros estamos al tanto de tus andanzas. Pasando gentes transcurre el día y la noche. Te vendes por dos gordas.)
El duelo se había cruzado, en un silencio que no se llenaba. En aquel foso mordido por la respiración acompasada y profunda del viejo Oyarbide, los párpados se podían escuchar. El muchacho replicó:
Gizona etortzen zaigu
bai erdi negarrez
bidea erakusteko
Frantziara favorez.
Laister haien emaztik
kargaturik aurrez
pasatutzen ditugu
erdi karidadez
(Vienen los hombres y nos suplican que les guiemos hasta Francia. Detrás van las mujeres con sus hijos. Si les ayudamos es por hacerles un bien, y algo de caridad.)
Los que jugaban dejaron las cartas volvieron los rostros, y era un zócalo de medallones o de gárgolas, canecillos de una iglesia románica. Ojos brillantes, bocas rojas, boinas siempre en su sitio. El viejo tenía malicias en los ojos.
Karidadea ez da
diruaren alde
baizikan lagunzia
arraso debalde
Diruaren arrantzan
itsuturik zaude
deabruak infernuan
egin du zure galde.
(La caridad no se hace por dinero sino con desinterés total. Lo cierto es que tú andas ciego tras el dinero, y el dinero te llama desde el infierno.)
El muchacho era colorado y rotundo. Se había echado más sobre el vaso. Parecía mirarlo con veneración cuando escuchaba. Le apretaba más al replicar:
Guri dirua, zaharra
etzaigu importa
projimua nork usten du
horrela etorta.
Beti lan hortan, jauna
zintzo naiz porta
eta ez nikua Jainkuan
legiaren kontra.
(Oye viejo, no es el dinero lo que nos empuja, porque ¿quién deja desamparado al prójimo cuando se presenta como se presenta? Siempre en este trabajo he cumplido fielmente lo contratado, convencido de no quebrantar la ley de Dios.)
Los hombres se quitaban las boinas. Los rostros tersos y dibujados a plumilla en las sombras, dispersos en los cristales de las vitrinas donde estaban las telas y las cajas de los botones.
—Hala zaharra, bota bertso bat. (Hala viejo, echa otro.)
Los hombres pedían coñac y pacharán, otra vez vino, que bebían despacio, muy despacio, como lo hacen los pájaros en los charcos. La tarde de domingo se hacía larga y el vino la doraba. El viejo Oyarbide, antes de seguir, dio un larguísimo grito. Lo dan los hombres cuando bajan de los montes con sus paraguas. El domingo se llena la tierra de paraguas y de gritos y de campanas a la hora de misa.
Faborez niri utzi
zidazu pakea
bertzela deituko det
Jueza edo Alkatea.
Ostatua hontik laister
atera zaitea
bertzela izango
danentzat kaltea.
(Basta ya de discusiones y déjame por favor en paz; si no avisaré al juez o al alcalde. Sal enseguida de esta taberna, que de lo contrario para todos será malo.)
El muchacho sonrió. Su cara era ancha y redonda. Dijo:
Aitona, etzakula
gisa hortan jarri
barkatu egin behar
diogu elkarri.
Honen bertze kantata
badegu egarri
ostalerua, porron bat
ardo ekarri.
(Abuelo, no te pongas así, tan fuerte; vamos a perdonarnos los dos. Después de tanto cantar tenemos las gargantas resecas; eh tabernero, saca un porrón de vino.)
Pantchiko puso punto final a la disputa de los bertsolaris. Les cogió las manos y las estrechó. El viejo Oyarbide estaba triste. El muchacho, no.
Entonces vino Zósimo y pidió una copa de algo.
—Edozein gauza (cualquier cosa). Es para el mal gusto de boca. Los hombres cogían las cartas, las volvían a dejar sobre la tabla negra de la mesa.
—Martín los ha visto. Son cuatro y hablan su idioma.
—Jende gaixoa! (¡Pobre gente!)
—Los guardias no quieren cogerlos. ¿Se sabe quién los trajo?
—Ez da jakiña. (No se sabe)
—Lo cierto es que el cura quiere pasarlos.
—Eso es harina de otro costal.
Entre aquel humo lento y desmelenado se ataban los rostros y las manos. Eran cuerdas o hilos de seda y los hombres desaparecían borrados. La tarde se cerraba y los hombres sacaban sus relojes de bolsillo. Los miraban, los volvían a mirar, les daban cuerda y los ponían en el oído escuchando. La taberna se llenaba de ruidos que eran puntadas de una aguja que cosía algo.
Zósimo los miró antes de salir.
—Bihar irri egingo degu. Mañana, yo os lo juro. Nos vamos a reír bien. Todos atentos. Es mañana.
En la taberna de Pantchiko el viejo Oyarbide estaba ya completamente borracho.