Después de comer

Lo extraño era ver entrar al barbero en la cocina de Usubelz y saludar en vascuence. Porque el barbero era de la provincia de Valencia y se apellidaba Cerdá.

Zer berri da baztertan? (¿Qué hay de nuevo?)

El barbero iba y venía con su bicicleta «Orbea», modelo antiguo, la dejaba en la solana del caserío, llamaba a las puertas claveteadas. Hermoso oficio. Levantaba la cabeza desclavijada de los viejos, y a los niños les cortaba el pelo con raya en medio para el día de la comunión, a los novios que iban a casarse, a los muertos de súbita muerte porque no estaba bien que fuesen con barba crecida a donde irían. A los enfermos graves, por la misma razón. Lo hacía todo en silencio, sin espejos, guardadas las palabras, no dichas nunca por completo.

—Vengo a hacerle el servicio.

Usubelz le pagaba por meses. O no lo hacía nunca. El compromiso lo habían cerrado una tarde de domingo, entre vaso y vaso de aguardiente, lleno de guindas el garrafón y de hierbas aromáticas. Las guindas criaban gusanitos, o quizá las hierbas, o no eran gusanos sino mohos y cardenillos. El barbero eligió el cigarro habano. Sus manos buscaban nadie sabía el qué. Nunca había elegido entre tanto olor igual, entre tanto color oscuro y con vitolas exactamente iguales. El rostro de Usubelz era completamente rojo. El resplandor de la cerilla le ensombrecía.

—Yo sólo pido una cosa. Tú me quitas la barba los domingos después de comer.

El barbero no lo dudó:

Tratu egiña. (Trato hecho)

—No doy nunca dinero. Soy hombre de negocios. Te abro una cuenta en libros. Tú vienes y compras en mi tienda lo que quieras. No es al fiado, no. Yo te vendo y tú compras. Pero sólo juegan los números. No me gusta andar con dinero. Mancha las manos.

La cuenta nunca cuadraba. Usubelz cogía el cuchillo de cortar bacalao y la tablilla que hacían los carpinteros y le ponían unas letras mayúsculas y descomunales todo a lo largo. «Oska-2, enero, 1961». Usubelz casaba las dos tablillas y el cuchillo bacaladero hacía la muesca. El barbero se llevaba su tablilla. Usubelz guardaba la suya colgada de un clavo donde estaban las otras tablillas de sus deudores. Sin embargo la cuenta de los libros nunca cuadraba. Las dos tablillas sí, pero las cuentas no.

—Una noche llegaste borracho, ¿no recuerdas?

Cerdá no recordaba. Usubelz seguía:

—Hay un saldo a mi favor. Vamos a ver. Aquí en los libros está todo escrito, y lo que se escribe se lee. Vamos a ver… las gafas lo primero…

Chupaba sus dedos en los labios húmedos, morados. Los dedos pasaban las hojas del gran libro con las cubiertas negras. Cada hoja tenía sus letras gigantes «DEBE», «HABER».

El barbero insistía:

—No mire, déjelo. Usted lleva mejor las cosas.

—Estabas borracho aquella noche, como una cuba. Yo, si tú quieres borro de un plumazo este pequeño saldo. Sólo pido una cosa: me rasuras los domingos por la tarde y me traes las cosas y cuentos que la gente dice.

El barbero, resignado, se limitaba a decir:

Tratu egiña.

El barbero lo sabía todo. A Usubelz le gustaba oírle contar las cosas el domingo después de comer.

—Hoy le traigo una noticia bomba, señor Shanti.

El rostro de Usubelz enjabonado, lleno de sorpresas.

—El cura le quiere quitar a usté los portugueses, señor Shanti. Se los va a pasar a Francia mañana mismo, antes del amanecer.

El barbero se vengaba de algo: de los saldos escritos a mano con letra diminuta e insegura. Números que nunca podría comprender porque el barbero estaba siempre borracho. Usubelz le llenaba el vaso y le enseñaba los libros. «Que no me los enseñe, señor Shanti, yo no quiero volverme loco», «Que sí te los enseño», «Que no me los enseña, señor Shanti, porque no quiero verlos. Pago y se acabó». «Tan sólo quiero que lo sepas». El barbero le vio los ojos inmóviles, inalterables.

Cerdá ya se había marchado cuando vino Martín. Martín había estado fraile y sabía leer en latín, hacer versos y cantar los funerales de primera.

—Tengo que hacer las vísperas, señor Shanti.

Usubelz llenaba el vaso con lentitud.

—Los domingos yo los dedico a mis cuentas. Repasando sus hojas tienes una cuenta muy larga. Vete a cantar y hazlo bien. Yo no ato a nadie, pero tienes una cuenta muy larga. En mis libros está echada la firma del juez y los sellos del juzgado y se les puede llevar a cualquier parte.

Martín vio las tinajas ventrudas con su color perdido, como seres vivientes. Las sombras se deslizaban en su superficie parabólica y les daban palpitaciones.

—Los portugueses están ahí. Sé que los has visto. A mí esa gente ni me va ni me viene. Alguien los ha traído, no sé todavía quién, pero tampoco son suyos. ¿Oído?

—Oído.

—Entonces dile al cura… ¿qué tienes que decirle al cura?… anda vete, ni un minuto más aquí.