El caminero se bebió tres vasos seguidos. No era por nada, pero sin tres vasos en el cuerpo se sentía muy triste, como si no existiese la vida. Y la vida era para el caminero eso: tres vasos de vino. Uno, el cuerpo lo agradecía, eran unas caricias entrañables y dulces por allí dentro por donde el cuerpo no tiene fin. Dos vasos eran como nubes viajeras por arriba y por abajo, arrastradas por la sangre. Tres; a la tercera va la vencida. El caminero arrojaba la boina al aire, cogía a Maruja de la mano y la sacaba hasta el centro de la cocina.
—Nada, que tú y yo nos echamos un baile de aquí te espero. Para eso es domingo. Y a mí se me ponen los pelos de punta pensar que estamos metidos aquí, como los muertos en la sepultura.
La mujer del caminero decía:
—Sinvergüenza, también es domingo para ir a misa y te la has jugado.
—Que venga el cura al cuartel.
Anastasio observaba incómodo. El caminero bebía otro vaso de vino; el cuarto.
—Hale Maruja, mira qué cara te pone el viejo. Ese pompis bien movido. Como hacen las artistas de cabaret. Luego bailamos el charlestón y el tango acrobático. No es por nada, pero a bailar pocos me han ganado.
Maruja sabía que Anastasio era celoso.
—¿Me dejas?
Anastasio solamente la miraba.
—No me pongas esa cara, cielito. Si no me dejas, nada, aquí no ha pasado nada. ¿Sí, o no? Como Cristo nos enseña.
Anastasio iba por el quinto vaso y dio la autorización.
—Nos van a decir que estamos locos.
—Si no hacemos algo nos volveremos. Esto no es para cualquiera.
El caminero llenaba otra vez el vaso. Terciaba.
—De alguna manera hay que pasar el domingo. No hay para elegir como en Barcelona.
Comenzó a marcar los pasos a son seco. Maruja seguía.
—Uno adelante, dos atrás, uno al lado… Si te sabe mal lo dejo, Anastasio. Mira que yo no he dicho nada.
El caminero le pinchaba.
—Hale Anastasio, entra tú también, sólo hay un domingo a la semana, y una vida para cada hombre.
—Este trabajo…
Entonces llegó Rafael. El caminero abrió la tranca claveteada y la puerta se llenó de ruidos.
—Se os saluda.
—Igual.
Anastasio ya estaba de pie.
—¿Novedad?
—Sí.
Maruja cambió de color. Completamente lívida y desojada.
—¿Otra vez hay que salir? A la mierda.
Rafael tenía pocas palabras.
—Sí.
Maruja se mordía los puños con desesperación.
—O te vas de aquí, Anastasio, o me divorcio. Pide la baja del Cuerpo, porque yo me divorcio. La segunda noche que me dejas sola. No hay corazón en esta tierra.
Anastasio se cubría la cabeza con el tricornio.
—Es el servicio. De servir nadie escapa.