Después de comer, a los guardias se les hacía lenta y sorprendente la tarde del color de la miel en las paredes. Bebían su café y su copa y el cabo sacaba del armario cerrado con llave la caja de mataquintos.
Los repartía uno a uno. Los domingos invitaba el cabo. Los guardias cogían el purito, lo estrujaban, le pegaban el papel de fumar alrededor con sus lenguas sucias, le seccionaban el pico con el cortaplumas. La tarde era larga, muy larga, inacabable. Todo se hacía con lentitud, sin ninguna prisa. Coger el purito, dejarlo, coger la navaja, cortar el pico del puro, cerrar la navaja, escuchar los ruidos que hacía, ponerse el purito en la boca, mirarlo, cogerlo otra vez. Toda la tarde se llenaba de muchos actos repetidos, muchas cosas que eran iguales, exactamente las mismas, pero que sin embargo no lo eran.
Rafael, filosofía de hojas de calendario, de libros comprados a peso, cosas oídas a los más viejos de la localidad, a los que saben más que nosotros, a los enfermos que ven visiones.
—Es cuestión de hacerse a la idea. Esta noche iremos a echar una cana al aire. Yo elegiré una bailarina de postín. De esas que no se cansan nunca. Eso es mujer. No cansarse nunca. Iré al Palace ese, con smoking y todo eso que se ponen los señoritos que se levantan a mediodía. La noche es nuestra, y la vida también. Llevamos el gusanito metido en la sangre y nos va chupando la vida, nos la agota. Cuando estoy de servicio oigo al gusano como la carcoma en las maderas. Hale, hale, hay que vivir deprisa.
Domingo Merino, guardia primera, las manos azules, como pintadas.
—Rafael, que te vamos a echar del cuerpo si nos sales rana. Déjate de historias de ermitaños y de pocheces. Vamos a echar la partida y cuando salga en el Boletín alguna cosa mejor, se pide el traslado y arreando. Esto no es para todos los días.
Rafael cogía las cartas con sus manos sombrías, manchadas de tinta. El cabo tenía la cabeza dentro de una estela de humo. Entrecerraba los ojos y en la comisura, le humeaba la colilla chupada.
—El as, arrastro.
—Sigo con el siete.
—El caballo de oros.
El teléfono comenzó a sonar lo mismo que un despertador. Como en los sueños. El cabo dejó las cartas con desgana. También despacio cogió el auricular. Los guardias miraban las cartas colocadas en abanico. Cada dedo tenía una carta.
—Aquí, el puesto de la guardia civil de Zabaldika. Sí, el de Zabaldika, el cabo Liborio López al aparato. Soy el comandante del puesto… Señorita,… Señorita… Han cortado.
Los guardias miraban al cabo. No era de ordenanza, pero le miraban. Los guardias tenían las manos pegadas al hule.
—Los teléfonos se descacharran como quiera.
El cabo explicaba:
—Mal servicio. Las cosas del Estado. Me cortaron cuando se puso el capitán Requena, de la Comandancia de Pamplona. Justo me habían dado línea, las patosas del teléfono quitaron la clavija.
Domingo Merino, guardia primera, con su triángulo rojo en la bocamanga, como una cicatriz, o un entorchado antiguo.
—Los domingos por la tarde ponen nervioso al que trabaja. Los curas dicen que el domingo es para no dar ni golpe.
Alguien añadió:
—Las telefonistas saben que el cabo es soltero. Y se divierten.
El cabo seguía apoyado sobre la peana donde estaba el teléfono, con el auricular en la mano.
—Diga, soy el cabo López, del puesto de Zabaldika. A la orden, mi capitán. Tomaré nota, sí, sí, sí. Espere un momento.
Cierra con una mano la valva del auricular, gesticula con la otra.
—Rafael, la libreta; venga rápido.
El hilo de voz palpita lejano y es como el cua-cua de un pato salvaje.
—Sí, mi capitán, ahora mismo tomo nota. Listo. Adelante. Anoto. Los portugueses… son …cuatro, sí, entendido. Llevan ropas… descoloridas, de pana, sí, mi capitán. Anoto. Ya hemos hecho alguna averiguación sin resultado. Tenemos pistas seguras. Conforme. Sí, mi capitán.
El cabo movía la cabeza con nerviosismo. Con ella, el auricular.
—… Conforme…
Colgó. Se mordía los labios rojos y dio un golpe con sus puños cerrados sobre la gutapercha de la silla.
—Esto es lo que más me joroba: coger el correaje y ponérmelo otra vez. Rafael, vete a casa del caminero y dile a Anastasio que se deje de brisca y de mus, hay que salir antes de que caiga la noche.