En el cuartel entraba el sol por las ventanas y los balcones despintados. La fachada con zócalo de piedras oscuras y amarillentas, de lluvias, de años y de soles ya viejos. Ambrosio le tenía cariño a aquel edificio roído, de colores oscuros, como tienen las conchas de los escarabajos y las mariquitas, rojos y azules.
Saludó dando taconazos. Ambrosio dejó la lata sobre la mesa. Le habían cortado la hojalata a cuchillo o navaja y las melladuras parecían los dientes de una sierra. El cabo examinaba el rótulo: «Sardinhas».
«Los portugueses hablan como nosotros. Es igual que el gallego. Pero cuando hablan no hay un tío que les entienda. Dicen que la sardina portuguesa es buena, yo no lo creo».
Rafael sacó su trofeo de dentro del carterón de cuero.
—Es un mendrugo de pan. A esto no le clava el diente ni Dios.
—El pan duro se moja y se le puede comer.
El cabo cogía el mendrugo, lo miraba.
—Ya podemos escribir. Lo malo de estas cosas es el escribir, pero no hay más remedio.
Volvía a mirar el mendrugo, objeto de su observación.
—Tiene mohos y olor a vinagre.
Lentamente Rafael se quedaba escueto y limpio de artificios. El correaje colgado de los ganchos de hierro, el fusil en el armero, y el tricornio con sus hules cosidos a grandes puntadas, en la percha.
—No andarán lejos. Ésta es la muestra.
El cabo olía la lata de sardinas.
—Vendrán al cuartel igual que corderos. Nos dirán que no quieren ir a Francia ni a ninguna parte. Hamburgo está muy lejos y les han engañado. Ya lo creo que vendrán. El hambre me los traerá. No es preciso dar un paso.
Ambrosio tenía la cara redonda y como extasiada. Así pintaban al sol en los retablos.
El cabo, siempre de pie, dejó la lata y el mendrugo definitivamente sobre la mesa.
—Tenemos una pista. La cosa no va mal. Esos hombres están por aquí.
—En la casa de Irubide, no. Hemos mirado como Dios manda.
El cabo se movía.
—Ya vendrán, quietos, sí que vendrán. Los tenemos sitiados. Y hoy es domingo, así que fiesta, lo mando yo. El domingo, ¡qué coño!, es para descansar. Lo dice el padre Astete.