Las once

A Carvalho le vieron venir desde lejos, y era una mancha amarillenta de donde salían los ojos, la boca y las manos.

Do Pereiro se entregaba a un trabajo estúpido. Cogía los juncos secos y los colocaba en el esqueleto del barquito. Las manos tejían la quilla huesosa cuando la luz desapareció de súbito. Carvalho estaba en la puerta, silencioso, trasijado, con sus grandes bigotes, y la sombra de los ojos.

Do Pereiro sintió alejarse la luz de sus manos. Y entre los dedos los filamentos de los juncos. El viejo, insensible, tripudo. Juscelino, se mordía las uñas. Carvalho los miró uno a uno. Les dijo:

—Estuve a cinco pasos de la guardia civil. Cinco pasos me separaban de los que nos buscan. Uno más, veinte centímetros solamente y ahora no podría deciros lo que os digo.

Do Pereiro le miró. No dijo absolutamente nada. Los demás tampoco.

Hacía tan sólo una hora que Carvalho se había marchado por el atajo. Ellos se quedaron allí ocultos en la hierba y la piel de todo su cuerpo se llenaba de picores. Oyeron al viejo que gritaba:

—La madre que me parió. Yo me voy de aquí.

Juscelino se impacientaba.

—Vámonos. Tiene razón el viejo, Do Pereiro, vámonos ahora que no está él.

Ellos querían ver a los guardias en la solana, pero los guardias no llegaban nunca. El tiempo se hacía interminable y lento. Juscelino lloraba.

—Esto no es vida.

Le oyeron repetir.

—Carvalho está loco.

El viejo también juraba. Sus gritos eran desesperados, atroces.

—Como vuelva, yo lo mato.

El viejo decía cosas incomprensibles. No acababa nunca de hablar.

—Si vienen los guardias yo les abrazaré, lo habéis de ver. En la cárcel no se pasa mal. Hay cama, una mesa y un orinal. Hay comida caliente, y patios y árboles y gente como nosotros, igual que nosotros, juegan al parchís y al billar. No tienen prisa.

Y tenía razón. La libertad, el disponer del tiempo y de los días, la honradez y las dignidades de la persona, para nada servían.

Entonces los vieron venir hacia la casa. Llevaban las cartucheras en el vientre, el fusil y la capa, el charol del tricornio. Hablaban de sus cosas. Y sus cosas las entendía cualquiera.

—Yo miro por mirar. Estoy persuadido de que nadie es tan idiota como para meterse en la boca del lobo. Ésta es nuestra madriguera, cualquiera lo sabe. Miro por mirar.

El otro guardia se encogía de hombros.

—Es cierto.

El viejo, inmediatamente, había desaparecido bajo la hierba. Rafael se detuvo para encender el cigarro.

—Sube tú, anda, y echa el vistazo de rigor.

Los pasos sonaban en la sala de arriba, donde las paredes con los nombres escritos de los fugitivos, de los que habían pasado la noche antes de llegar a Francia, los refugiados políticos, los judíos, los masones, los que no tenían los ojos azules ni el rostro teutón. Los pasos se detenían de vez en cuando. Ellos no sabían cuánto tiempo duró aquello. Mucho o poco, hasta que el guardia Ambrosio bajó las escaleras y cabeceaba bajo las telarañas; las esquivaba con las puntas del tricornio.

Luego decía:

—Nada, ya lo dije.

El guardia Rafael arrojó el cigarro casi entero.

—No me sabe bien el tabaco por la mañana. Hale, andando. El cabo dirá.

***

Do Pereiro se movió. Cerraba, sin saber por qué, los ojos y los párpados de tierra mojada, las arrugas como estrías alrededor del ojo.

Carvalho dijo:

—Caminamos hacia la frontera.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dice el corazón.

—El corazón engaña.

El viejo le miró directamente a la cara. Le brillaban los ojos.

—A mí me gustaría dormir en la cárcel de una vez.

Do Pereiro dejó el barquito.

—¿Es verdad que hemos llegado?

—Sí.

—Te oímos decir que el viernes por la noche estaríamos en una casa en ruinas, cierto, llegamos. El sábado por la mañana en Francia. Un día para dormir, y el domingo borrachera y a celebrarlo. Ha pasado el viernes, el sábado y el domingo, y en el mismo sitio. Yo quiero saber qué es lo que no marcha bien.

Carvalho estaba triste.

—No lo sé. Vi al hombre, me dio su mano, y aquellos ojos no mentían. El hombre se llamaba Perkain. Yo buscaba una tierra donde todos los hombres sean iguales, me dijeron que este país era Francia. No quería ir solo y os encontré…

El viejo cortó.

—Yo no quiero historias, no las quiero, he oído muchas en esta cochina vida. Vi muchos hombres con labia, sacamuelas en las plazas que vendían duros a peseta; estoy cansado.

Juscelino quería comprender al viejo.

—Sácanos de aquí, Carvalho. Nos volveremos locos un día más.

—Ya no hay remedio. Los guardias nos siguen.

El viejo tenía la voz triste, descuajada.

—Juscelino, hijo de mi alma, no digas esas cosas. Obedece. Carvalho sabe lo que hace. Obedece. Nosotros no sabemos nada. Él tiene buena mano y es de fiar. Nos trajo hasta aquí y no hay que quejarse. Juscelino, hijo mío.

El viejo se ponía tristísimo.

—Y mira, hijo, dónde nos ha traído, a la trampa. Porque estamos cogidos en el cepo. Huelo la muerte, soy viejo, y sé de estas cosas. De otras no entiendo, de esto sí. Es un olor como el que trae el viento bochorno, yo diría que es como el olor que dan las mujeres, al principio excita. Vamos detrás, nos tienta, buscamos el olor, y detrás está la muerte.

El viejo dejó descansar la voz. Los demás no decían nada. Luego, la misma voz desfallecida y lenta.

—Son tres días esperando dentro de la jaula. El cazador no viene, pero vendrá, yo lo sé. Yo te digo, Carvalho, no quiero comer más hierba. No soy un caballo. Huelo la muerte; está cerca. A vosotros os da miedo, bah, no es nada, un segundo, menos, mucho menos todavía, sólo dura un momento la cosa. Se piensa en las mariposas, y zas, todo ha pasado ya. Allá, en el otro lado, hay muchos como nosotros, cientos y cientos. Querían ser algo y se quedaron en nada.

Ese cazador que nos tiene en la trampa vendrá a dar una vuelta y nos ha de ver dentro. Todo ha concluido. Anda, Carvalho, dinos qué hacemos aquí. ¿No lo sabes? No hacemos nada. Ese hombre no ha venido ni ha de venir jamás.

Do Pereiro estaba resignado. Juscelino no tenía sueños. Le corrían las tripas, oscuras aguas, manantiales subterráneos. «Es de no comer; las tripas se secan». Oía el ruido monótono y triste de la respiración del viejo. Trotes de caballos cabalgando en un país remoto. Estaba seguro de escuchar los gritos de los jinetes, inarticulados, rotos. Las voces cesaban polvorientas y perdidas, volvían los estruendos de las herraduras y de las fustas que golpeaban las grupas. Los perros caminaban detrás. Una cacería. Los rostros visibles de los jinetes, como medallas o camafeos y broches de plata con efigies cinceladas que las mujeres siempre llevaban en el pecho. Rostros hermosos y brillantes que no habían sufrido hambre ni sed, ni humillaciones, ni injusticias. Rostros colgados en la memoria, cada uno en su sitio. «Don Manoel Dos Reis: terrateniente». Lo vio en su casa beber un vaso de vino. Otro vaso y otro. «Tristan Canha: comerciante en vinos olorosos. O Porto. Exportador con el número 27 365». También lo vio en su casa muchas veces, con el copetín y el vaso, y los ojos dormidos y lejanos. «Santos Ferreira…». ¿Qué era Santos Ferreira? Las tierras y los ríos que las cosían con sus hilos azules, las liebres perseguidas entre las encinas, a caballo, a pie, con los mil perros, eran de aquellos hombres silenciosos, repugnantes, que venían noche tras noche a su casa.

***

Ellos no venían por su pie. No venían. Se oía primero la voz del padre que los traía, sus pisadas, las palabras gordas, pegajosas, que siseaban como los vientos en las grietas de las puertas, en los tejados ruinosos de las casas. Los hombres llevaban corbatas y pajaritas de ojos, grandes bigotes negros, los ojos como abalorios; y los anillos que eran de oro y las piedras de colores, como cristales teñidos, que no se cansaba nunca Juscelino de mirar. Porque eran mismamente como los ojos de los pájaros, de un color que no existía. Los hombres aquellos le ponían la mano sobre el hombro y siempre decían lo mismo:

—¿Cómo se llama el niño?

Juscelino sentía dentro una mano y un puño y unas uñas que le movían todo el cuerpo por dentro.

Veía a la madre sumisa y resignada, con las planchas de hierro y la cabeza peinada, las crenchas negrísimas, los ojos también negros, y el color viejo del rostro, que era de cera o lo parecía, con sus brillos hermosos y desusados. La madre levantaba la cabeza y entonces se veía lo tristes que eran sus ojos, lo triste que era su boca, y los surcos que le quitaban hermosura, alrededor de los labios, o en los mismos ojos. Lo triste que era todo lo decía con las manos, y con el pelo cogido en la nuca por los dos lacitos de color rosa o azul. Lo triste que era llevarse pan a la boca y darlo a sus dos hijos que tenía en casa. Juscelino y Fátima la miraban todas las noches, sin preguntar nada, sin indagar, porque tampoco hacía ninguna falta. El padre tenía la voz desarticulada y rota cuando decía:

—Es mi amigo, Manoel Dos Reis, y quiero que le trates como se merece.

La mujer le miraba y el hombre estaba allí con sus manos llenas de anillos, los labios golosos, el bigote lacio. Manoel Dos Reis llevaba un chaleco con flores bordadas y el percherín de la camisa almidonado, las solapas de terciopelo como las llevaban los figurines que vienen de Francia.

La oían suspirar y decirle al hombre con voz sumisa, entrecortada:

—Es por mis hijos. Usted comprenda. Por mis hijos tan sólo hago esto.

Juscelino odiaba a los hombres que olían a hierbas perfumadas, a telas guardadas en cajones y baúles que nunca se abrían. Los odiaba desde entonces. Traían las manos y las uñas exquisitas y limpias, porque todas las mañanas se lavaban con jaboncillos de olor. Juscelino sentía el peso de las manos, el peso de las voces, como piedras, como martillos o golpes sincopados en sus hombros.

—Este niño me gusta. Es muy hermoso.

La madre por decir algo:

—Se nos cría bien.

El padre bebía el vaso de un trago. Los líquidos aquellos de colores inverosímiles le adormecían lenta y acompasadamente. Todas las noches traía botellas de formas extrañas, y rótulos con nombres que nadie sabía leer. El padre no escuchaba las palabras de aquellos hombres sentados en el sillón de mimbres, con las manos enjoyadas en los bolsillos del chaleco, las cadenillas de oro; las leontinas, los medallones, las monedas que únicamente ellos tenían. No había más propietarios que ellos de las tierras y de las fábricas, de las tiendas con escaparates de grandes vidrios azules, como peceras o vitrinas; propietarios de barcos de largas chimeneas con la bandera de Portugal pintada en lo alto. Portugal de ellos. Portugal triste y hermoso.

El padre cogía las botellas que le traían. Decía:

—A éste no le conoces. Es de Coimbra, un profesor de no sé qué. ¿De qué ha dicho, señor?

El hombre se deshacía en ceremonias.

—De arqueología.

—¿Eso qué es?

El hombre dejaba las ceremonias y explicaba:

—Nada. Absolutamente nada útil. Pero es divertido.

Todo fue bien hasta que Santos Ferreira vino a casa y le dijo a la madre que estaba enamorado de su hija Fátima. La madre cambió el color de los ojos y de las manos. Era más pálida aún que las noches bajo la linterna cuando caminaba hacia sus habitaciones seguida de aquel hombre misterioso que no tenía nombre, o que inmediatamente de decirlo, lo habían olvidado.

—Santos, yo te conozco. Antes me dejo matar que tú te acuestes con mi hija. Eso no.

Santos Ferreira también llevaba piedras azules y verdes enganchadas a la plata de los anillos; tenía su voluntad libre, nunca sometida, sus caprichos, sus deseos, y los billetes de banco como las hojas de un libro, las cuentas corrientes, su fuerza, su poder, su maravillosa confianza en la vida, su algo, su «aquí estoy yo». Dijo algo significativo:

—Me la llevaré. Ella quiere salir de aquí. Y saldrá conmigo.

La madre lloraba. Juscelino la vio quejarse.

—Es una niña.

—Tú también lo fuiste. Pero la inocencia se acaba un día para siempre.

—Yo te mataré, Santos, si algo haces con mi hija.

—Si ella lo quiere…

Allí estaba el padre, pero no escuchaba. Los ojos grandes y gordos, como salivazos, de un color de agua e inexpresivos. Miraban y miraban y era un fatigoso ejercicio mirar y mirar, y no acabarse nunca el hilo de aquella mirada.

La madre dijo:

—¿De dónde sacas a esta gente?

El padre no escuchaba. Estaba silencioso. Bebía sorbo a sorbo el líquido aquel de los reflejos verdes y azules como cristales empañados.

Efectivamente aquella noche Santos Ferreira cogió a Fátima en el coche de caballos que le trajo, y le dijo al hombre de levitón raído y manos de muerto fosilizado en el pescante que no se detuviese nunca. El hombre llevaba un levitón negro, como negra era la noche y los reflejos de las piedras. Los adoquines, los rincones, las esquinas, eran como la levita y el chisterón, las botas de charol, las manos que también tenían brillos y humedades, y largos e inmóviles reflejos que venían de nadie sabe dónde.

—Tú no te detienes en ningún sitio, Paulo, en ninguno. Esta noche es la más hermosa de toda mi vida.

Fátima tenía temblores en las manos. No sabía por qué, pero se dejaba besar del viejo Santos Ferreira. Se dejaba decir aquellas cosas que sonaban a lenguajes incomprensibles y fingidos.

—Te quiero, mi niña, te quiero, como puedo querer a mis manos o a mis pies, o a mis mismos ojos.

Cuando llegó el padre a casa preguntó por Fátima, porque algo había llegado a saber en aquella noche con barruntos y miedos, con vinos escalofriantes en la sangre. Alguien le había dicho:

—Tú ya no tienes hija. Le has buscado tú mismo quien la pierda.

—¿Cómo se llama?

—Santos Ferreira.

—Ese hombre es un estafador. Mentira que sea conde. Mentira que tenga negocios. Mentira que le quiera a mi hija.

Nada más llegar no preguntó por la hija. Quiso saber, eso sí, dónde estaba colgada la escopeta. Nadie sabía y todos la buscaron al ver al hombre nervioso, con los ojos muy tristes. Le vieron encontrarla y cogerla mojada en el desván de la casa, sostenerla con sus dos manos, como algo de un valor desconocido hasta aquel preciso momento. El padre parecía tranquilo y miraba a los gatillos, examinaba bajo la luz de la linterna los mecanismos ocultos, el cañón, la culata. Decía cosas sorprendentes del punto de mira.

—Yo con esto puedo pasar una nuez y no romperla. Puedo, porque este punto de mira es lo mejor de la escopeta.

La madre lloraba. Presentía algo. Nadie sabía el qué. Hasta que el padre metió los dos cartuchos dentro, y se oyó el clic, clic, de la escopeta al cerrarse. Dos picotazos de un pájaro siniestro. Clic, clic.

—Ya está. Tenemos todo. Los cartuchos y el gatillo a punto de disparar. Nos falta sólo una cosa…

Juscelino le vio sentarse en el sillón de mimbres, como los que había en las playas y que nadie recordaba haber traído allí. Descorchó la botella de aquel líquido y se sirvió un vaso.

—Nos falta sólo una cosa… Dónde apuntar.

La madre no podía soportar aquello. Dio un grito. Entonces el hombre alzó la escopeta y se metió la culata por debajo del sobaco.

—Ya lo tenemos. No lo sabía. Ya está. Hay que acabar con algo muy importante. Con una puta. Ahora me dice que no sabe por qué se ha ido su hija. Tampoco puede decirme quién se la ha llevado. Pues te lo voy a decir antes de que cierres los ojos por última vez. A tu hija se la ha llevado…

No terminó de hablar. Las palabras, si es que las dijo, desaparecieron entre los dos disparos o estampidos secos, acordes, casi iguales y sincronizados. La madre se echó al suelo enseguida, como acobardada; comenzó la sangre a cubrir las alfombras y los ladrillos que eran del mismo color, y hacían un solo dibujo simétrico.

Cuando enterraron a la madre vinieron los parientes y hermanos, desde lejos; traían en sus ojos y en sus bocas las ciudades y las tierras donde vivían. La hija casada con su niño tetón de ojos legañosos y turbios, el tío militar, sargento de cornetas y tambores, muy tieso, encopetado. Pero Fátima no vino. Ya no volvería nunca jamás. Aquellos seres descoloridos y estrafalarios daban lástima o miedo verlos tan juntos, dándose calor o un entusiasmo que no tenían. Miraban todos a la vez, investigadores de algo misterioso, incomprensible: al ataúd con sus forros de tela negra, los tachones de cabeza dorada que lucían en los flecos. Todos iguales, como aturdidos, extraños, no queriendo mirarse.

Aquella mañana, Juscelino decidió para siempre su vida. Y se marchó.

***

En las minas de Cangas de Onís, Juscelino conoció a Do Pereiro. Errante soñador, amaba el ocioso conversar de las tabernas, sus fabulosos calendarios, los ojos entrecomillados de los hombres cuando estaban borrachos, guardadores de secretos profundos y significados entrañables.

Do Pereiro le había dado las dos manos y dicho:

—Yo te juro, muchacho, que nunca más te abandonaré. Eres un niño todavía. Necesitas quien te lleve.

Juscelino sonrió satisfecho. Los pájaros arrancaban el polvo de la tierra con sus vuelos.

Aquello ya estaba lejos. El viejo vio al muchacho como ausente, y sentía caprichosos cariños súbitamente, como haría con un hijo lisiado o muerto de hambre. Sus palabras tenían sorna.

—Juscelino, hijo, estamos en la trampa. Esto es triste para un muchacho como tú. Nos han cazado.

Do Pereiro había terminado el barquito de juncos y lo dejó en el suelo. Faltaba la botella de champán, el armador cargado de cintas y condecoraciones, «hijo predilecto de la patria», y las primeras damas endomingadas, con sus vestiditos, sus perfumes, sus rostros pintados como cartones, y que están siempre cuando se pronuncian discursos por los personajes importantes. Era todo distinto, irreal y fantástico. Do Pereiro hubiera querido que no fuese así, porque los sueños son los sueños y llena de gusanos la sangre. «Podría ser un barco de pesca. Si fuese un barquito de verdad yo le pintaría la bandera de Portugal en la chimenea, y una franja roja en la quilla. Encima, el nombre. Le pondría, digo yo, le pondría… le pondría… ya está, “Soñador”. No es un nombre de viento como los buenos barcos, “Cierzo, o Bochorno”, pero a mí me gusta. Es como los nombres de los toros. Un barco es igual. Luego a navegar por alta mar sin tocar nunca tierra. Llegar hasta las Azores, repostar en Funchal, volver por las islas Canarias, Cabo Verde, cabo Jubi, Mogador. Haría el contrabando. Bodegas cargadas de penicilina y tabaco rubio. Llevaría alcohol y whisky a tierra de negros. No me cogerían, no; el mar es ancho y tiene caminos que no se encuentran nunca. La gente diría: “Joao Do Pereiro está bien, es rico y tiene un saco de monedas de oro. Las compró en la Bolsa de Tánger”. “Do Pereiro armador. Do Pereiro capitán de su propio barco. Do Pereiro…” ah, puerco sueño. Estúpido todo. Puerco». Dejó el barquito en el suelo, escorado. Y dijo:

—Calla viejo. Dan miedo esas cosas que dices. La muerte únicamente viene para los viejos. La sangre lleva bichitos y cada día se hace más sucia, lo tengo oído. Pero cuando la gente es joven la tiene limpia, y la sangre limpia no mata.

Carvalho, cuadrado en la puerta, respiraba la oleada de calor que inesperadamente llegaba hasta él. Su voz se vertía lentamente por la habitación.

—Tienes razón, viejo. La tienes. Algo no va bien y yo lo presiento. Hay un hombre en el cuartelillo y le están preguntando por nosotros. Lo decían los guardias. Tampoco el hombre ese que se llama Perkain viene. Tiene miedo o no existe. Pero yo le vi. Es un hombre como nosotros. Yo digo que no es hora de discutir. Hay que hacer algo.

Nadie replicó. Carvalho se echó hacia la jamba, como cansado. La luz regresaba, río fangoso y lento, hasta el centro de la habitación.

—Sería conveniente que uno de nosotros fuese hasta el pueblo a ver qué pasa. Vamos para tres días aquí metidos.

Do Pereiro gruñía:

—No seré yo.

El viejo entresacó las palabras una a una de su boca desdentada y rota.

—Tienes miedo.

Carvalho no estaba convencido de nada.

—Escucha viejo. Tú no has visto a cinco hombres detrás de una mesa. Son pálidos porque no les da el sol. Siempre metidos en sus casas conocen nuestras vidas mejor que nosotros mismos. Los jueces y magistrados, dan miedo, viejo, y tú lo sabes. Yo no quiero sentarme delante.

Juscelino dio un salto rápido.

—Iré yo.

—Tú eres un niño.

Carvalho gritaba:

—Mía es la responsabilidad. Yo os traje, yo os sacaré.

El viejo daba gruñidos soñolientos.

—Llevas el croquis, Carvalho, y no podemos perderlo. Tú te quedas aquí con nosotros, de eso me encargo yo.

Carvalho no tenía seguridad de lo que decía:

—Mañana entraremos en Francia, viejo. A tal hora, a tal minuto, mañana mismo, está escrito que Carvalho y vosotros salgan de aquí. Está escrito.

El viejo seguía con sus gruñidos.

—Eso no lo sabe nadie.

—Yo, sí.

Carvalho estaba completamente de pie, proyectado en la placa verdosa de la puerta.

—Iré yo.

Los demás no dijeron nada. Se habían resignado. Do Pereiro dio una pirueta como liberado de algo. La tierra resucitaba en él. Cogió el barquito en sus manos y lo acarició lentamente. Otra pirueta. Metido ya en la luz borrosa aún se reconocía su andar bamboleante, firme y sin gracia. Contaba los pasos sin compás. Tenía prisa por desaparecer.

Do Pereiro se quedó quieto. En lo alto, el resplandor del cielo, desvaído y muerto, como el de una ancha ría.

—Serán, digo yo, las cinco o las cinco y media de la tarde. Buena hora para caminar.