Usubelz tenía los ojos grandísimos, como llenos de agua. Eran extraños y dulces.
—No he dormido ni poco ni mucho en toda la noche, María Joshepa; en toda la noche.
María Joshepa dejó el paraguas en el empedrado de cantos negros y blancos. A María Joshepa le gustaba oír a los paragüeros en la solana de la casa, debajo de los árboles, mientras remendaban las telas de seda y estañaban los varillajes. Decían cosas de otras tierras, historias viejas, de tiempos ya idos, y sus manos tenían roñas y las uñas larguísimas. Venían de tarde en tarde. Los paragüeros tenían los rostros negros y huraños, grandes bigotes, y ojos azules. Hablaban vascuence.
Entró sin llamar en la niebla sombría de la cocina. Tampoco tenía cumplidos. «Ésta es vuestra casa, la de todos los que trabajan conmigo». Y Usubelz estaba en el mismo sitio de siempre, con la máquina de hacer cigarros.
—Desde que el sol quería salir el hombre está en su sitio.
Usubelz la miró. Era domingo y traía la saya morada, el pañuelo de terciopelo, y los dos echarpes de telas drapeadas que María Joshepa trajo del tiempo de servir. Le dieron una cortina vieja y apolillada; la cortina no se acababa nunca. Un echarpe, un justillo, unos pantalones para los hijos que iban naciendo. No se acababa.
—Bien. Joshe Andrés trabaja bien.
—Los guardias han salido dos veces del cuartel. Joshe Andrés ha dicho: «Di esto, han salido dos veces», y yo lo digo. El cabo y Nastasio a primera hora. Toda la noche se vieron luces en el cuartel. Era como los camposantos.
Usubelz y su perfil se movían lentamente en la cocina. Sacó una botella de vidrio negro con forma de ánfora que tenía el rótulo escrito a mano.
—María Joshepa, no se pueden decir las cosas bien con el gusano dentro. Vamos a matarlo. La noticia lo vale.
La mujer era un largo hábito recosido y rígido con ruidos de papel de plata. Daba un paso y todas aquellas ropas parecían romperse por las infinitas arrugas. Y el color morado era rojo o lo mismo que el vino o la sangre, o luego era amarillo con la luz de los leños en la chimenea, o era absolutamente negro, porque aquella tela tenía todos los colores dentro.
La mujer se quejaba.
—Yo tengo muchos gusanos.
—Los gusanos no quieren maderas viejas.
—Sí las quieren, yo sé que sí.
Usubelz descorchaba la botella sin mirarla siquiera. Luego el líquido rosado, como tinta, como pus, se derramaba por la mesa. María Joshepa acariciaba el vidrio del vaso, le clavaba las uñas y el vidrio era duro, opaco.
—Yo, también les he visto salir. Rafael y Ambrosio se pusieron las botas que llevan para los caballos. Dieron la vuelta al cuartel y entraron en la regata. Mucho tiempo los vi todavía, hasta Zabalbide que se fueron del todo.
Usubelz bebió su segundo vaso.
—Bien, muy bien. ¿Otro vaso, María Joshepa?
—Tengo que ir a misa. No veré a los santos. Y falta me hace. San Juan Xart no quiere que beba.
—¿Te lo ha dicho?
—Me lo ha dicho. La abuela dice que en los infiernos está Pedro Botero y hay una sala llena de murciélagos y ratones para los borrachos. Echaron una pareja y se pusieron a criar hasta que se acabe el mundo. Yo no quiero ir allí.
—No irás. Usubelz lo puede todo. Yo te sacaré.
Luego dio la orden tajante. La daba con pocas palabras.
—Joshe Andrés, quieto en su sitio. La abuela a la cama, ya no tiene bien la cabeza.
María Joshepa explicaba.
—El cabo sabe que tenemos el catalejo. Ha preguntado por él.
—No es suyo. Joshe Andrés lo trajo de la guerra pero el cabo dice que las cosas que se trajeron de la guerra eran siempre robadas. El catalejo no es suyo. Quién va a buscar ahora su dueño.
El catalejo con forros de cuero negro, y los dos soldados prusianos, uno a caballo, el otro a pie, dibujados en el cuerpo, el caballo ensillado, los bigotes del soldado, la bayoneta. Nada más venir del frente, Joshe Andrés dijo:
—No nos dejan hablar vascuence en el batallón. Mira lo que traigo, te gustará.
María Joshepa vio el cuartel pequeñito y detallado en el cristal y dio un grito:
—¡Ay, ama, si está el guardia en cueros!
Joshe Andrés, después de la guerra, le cogió cariño al catalejo. Y hacía las cosas mejor.
—Ha venido el teniente en el coche de línea. Es un niño.
O decía:
—Los guardias juegan a las cartas.
El teniente, los guardias jugando a las cartas, cabían en el cristal de aumento. El cuartel dentro del cristal era una burbuja. La burbuja estaba quieta, dentro del círculo.
Luego María Joshepa llegaba hasta la casa. «Shanti Ulzurrun, Ultramarinos», y decía las mismas cosas, pero a tiempo.
—El cabo está de viaje. Llevaba maletas.
Usubelz buscaba en los cajones del armario sin ninguna prisa, sacaba las telas perfumadas que compraban las mujeres, los pañuelos con las esquinas bordadas para las novias, los percales con olor a tabaco traído en cajetillas y guardadas en aquel fondo almizclado de los cajones. Las manos tentaban la botella con su vidrio húmedo. Siempre era lo mismo:
—Un copetín, María Joshepa. Yo tengo aquí un coñac legítimo para los amigos. Me gusta pagar los favores.
María Joshepa tenía sus miedos.
—El cabo sabe que tenemos el catalejo. Si el cabo se lo lleva, la abuela se nos muere al otro día. Es horrible bajar a los muertos por esos caminos. Lo hicimos pocas veces, pero es horrible.
***
Horrible. Había que uncir los bueyes al carro y echar el ataúd encima. Los parientes sujetaban las ruedas hundidas en la tierra, y tiraban de las cuerdas que ataron a la rabera, y los bueyes tenían humedades en los lomos del color del cuero viejo. Horrible morirse allí arriba para los que tenían que amortajar vestidos de fraile o de monja, como si fuesen a representar algo en el teatro. Llamaban al carpintero y había que bajar el ataúd hasta la carretera muy cerca de donde estaba el cuartel y el guardia tieso en su garita, que saludaba a lo militar cuando pasaban al muerto.
Sólo que un día no era muerto lo que iba dentro. No lo era. Llegó a la casa el hombre y dijo en vascuence, aunque venía de Francia.
—Están los alemanes ahí con sus perros que lo huelen todo. Inútil echarse colonia a las ropas, inútil el ajo y la cebolla, los perros lo huelen todo y distinguen los olores.
Joshe Andrés bebía lentamente. Le miraba. Dejaba hablar al hombre.
—Los alemanes dicen que hay gentes que no tienen que existir porque tienen los ojos de otro color. Otra sangre. Nuestro Señor Jesucristo…
Joshe Andrés dejó el vaso sobre la tabla con rayas y números donde se escribían a lápiz las cuentas de la cosecha. «Seis almudes de alubias. Cinco robos de maíz». También constaba la fecha que se herraban los bueyes y cuando se trajo un corambre de vino, cuando se cobraron los robles vendidos a las ebanisterías de Lesaka.
—¿Cuánto dan por eso?
—Es un judío de los que mataron a nuestro señor Jesucristo. Pero es un buen hombre.
—Los judíos matan a Nuestro Señor todos los años por Viernes Santo. ¿Ya podré yo, en conciencia…?
—De eso hace muchísimos años. María Santísima…
—Los alemanes tienen perros dices…
—Los tienen y buscan a los hombres como a las perdices. A los hombres que no tienen los ojos azules.
Joshe Andrés no entendía. Se había sentado en el escaño. Le daba vueltas al vaso en sus manos.
—¿Cuánto dan por eso?
—Por los judíos pagan bien.
—¿Pero cuánto?
—Cinco billetes de los verdes.
Tardó en contestar. Lo hubiera hecho rápidamente. Se le vio dudar y coger el vaso cinco veces de la mesa, dejarlo otras tantas. Al fin su voz se bifurcaba en dos hilos, como dos eran sus palabras.
—Trato hecho.
Entonces vino el carpintero y tomó las medidas de aquel hombre con su metro plegable. El hombre estaba echado en la cama de los altos hierros donde dormía la abuela. Tenía los ojos muy negros y las manos casi trasparentes. No decía nada. Quieto y misterioso. Los ojos, abiertos, observaban. El carpintero con su cinta métrica tomaba las medidas y hacía apuntes en un papel arrancado a la libreta. Luego se quitó las gafas. Y dijo:
—De ésta, a la cárcel.
Lo decía muchas veces. A la hora llegó el carro y los bueyes oscuros, como el chocolate, crujientes y doloridos, cabeceando. Traían el ataúd claveteado y la corona de flores mustias. El hombre entró en el ataúd por su propio pie y la abuela comenzó a llorar.
—Esto no está bien, se le tienta a Dios nuestro Señor.
La abuela veía cómo el carpintero se sacaba los clavos de la boca y juntaba las tablas.
—Dios es infinito.
El carpintero clavó los flecos. La abuela decía:
—Esta vida es una posada. Estamos en la tierra de paso y el viaje es corto.
Nadie le hacía caso. Todos oyeron la voz acolchada del hombre, dentro de la caja, y los golpes de los puños sobre las tablas.
—Quiere salir.
—No es agradable meterse ahí, y oír los martillazos.
Nadie le hizo caso al hombre, y el carpintero daba los martillazos con rabia. Decía cosas en aquel lenguaje misterioso y mágico.
—Ongi, ongi, ongi.
Cuando pasó el carro con el ataúd por delante del cuartel, el guardia también saludó a lo militar. El tricornio le brillaba como una calavera negra, pintada. Meses después al guardia le vieron dar dos patadas en el suelo cuando se le dijo lo que iba dentro del ataúd.
—Un judío. Y pasó por delante de mis narices. Un judío. Esto no lo olvidaré nunca, mientras viva.
La abuela algún día preguntaba:
—¿Y aquel hombre, llegó vivo a su destino?
Nadie sabía. Joshe Andrés se encogía de hombros.
—A mí me dieron cinco billetes de los verdes por pasarlo hasta el puente, y lo pasé.
***
Por eso a María Joshepa le daba miedo morirse, por el infierno, por los murciélagos, por las cuestas que hay hasta el caserío; por las brujas, y las lluvias que caen sobre el ataúd y lo pudren, lo desclavan, y entran las comadrejas dentro y sorben los líquidos que llevan los intestinos, y la sangre. El cabo aquel de los bigotes también le había dicho:
—Todos los muertos que bajen de allí pasarán por la aduana.
Detendrían el carro y los bueyes; abrirían la caja de todos los muertos que llevase el carro. Era inútil decirle a María Joshepa que no, que los guardias no harían eso. Completamente inútil.
—Si se muere la abuela llamaremos al cabo para que la vea antes. Si el cabo nos quita los catalejos, la abuela se morirá.
—Yo le compraré otros.
María Joshepa cogió el paraguas. Se despedía con las manos.
—Luego, al salir de la misa, cogeré lo que llevo todos los domingos para la semana. Y además una botella de coñac de marca, un botellón de colonia y veinte alfileres imperdibles para las sayas de la abuela.
Usubelz estaba de pie.
—Dile a Joshe Andrés que Usubelz saluda. Y que las botellas de coñac y la caja de puros van de mi parte. Sólo le pido una cosa, una, que no deje los catalejos, así se muera.