Las nueve y cuarto

La mañana era triste en aquella casa que ellos no habían visto nunca. Do Pereiro y el viejo seguían echados sobre el heno seco. Le miraban con sus ojos diminutos, entrecerrados, siempre en silencio.

Carvalho se había levantado. Dijo:

—Esto es extraño. Perkain no llega. Ayer vino el hombre aquel y le seguí por el bosque. Yo digo que vino por algo.

El viejo se limitaba a mirarle. Do Pereiro no, decía cosas.

—Hay que salir de aquí y buscar los caminos. Francia está cerca, pero hay que llegar.

Carvalho sacó el papel y lo miró. Las arrugas habían borrado las rayas y los puntos con las palabras escritas. En el papel no se veía nada: una mancha de aceite y los itinerarios azules, con las tintas corridas.

—Este papel no dice nada.

—Hay que salir de aquí, Carvalho.

El viejo dejó de mirarle. Dijo:

—Y pronto. Yo me estoy poniendo nervioso. Se me mueven las tripas. Es de no comer.

Carvalho volvió a doblar el papel; lo metió en la bolsa de tela sucia, con los botones desiguales, que no casaban, donde iban las cosas de siempre: el alfiletero, la navajita y el lápiz.

—Este papel ya no nos sirve para nada.

Las órdenes concretas las daba Carvalho masticando lentamente las palabras entre los dientes.

—Vosotros os quedáis aquí. Mucho ojo, que nadie se mueva. Quiero encontraros donde os dejé.

El viejo echó las manos sobre el suelo. Relajado y espectral. No dijo nada. Carvalho sí.

—Llegado el caso hay sitio para ocultarse. Se entierra la cabeza entre la hierba y a respirar despacio. El cuerpo aguanta.

Luis Carvalho pegaba la oreja a la tierra. Escuchaba. La tierra tenía ruidos entrañables. A su espalda y lejos, muy lejos, como el recuerdo de las horas, como si hiciese años que había salido de allí, el esqueleto de la casa con su osamenta negra y roída entre los árboles. No estaba seguro de oír.

—Se vienen hacia aquí los pasos. Son dos hombres, cuatro botas con tachuelas. Las botas llevan espuelas o herraduras que repican como las campanillas.

La casa era siniestra y sombría. Y era igual que aquella otra. Lo mismo, exactamente. La otra casa que estaba en sus memorias infantiles, en sus recuerdos amargos, cuando bebía vino y se le subía la sangre a la cabeza.

Las paredes recortadas y escuetas en la luz roja del crepúsculo. Eran piedras rosadas, carne humana, anchas y desiguales. Las ventanas con persianillas verdes y dibujos hechos en la piedra, caballitos encabritados, toros salvajes, y rosas, frutas. El marqués trajo a un hombre de largas barbas, y ellos le vieron pasar las horas muertas con sus uñetas, los martillos, los cortafríos, siempre subido a los andamios. Desde aquellas ventanas la tierra era un tejido, y los hilos del sol le daban su color rojizo y dorado.

—Ellos tienen las manos blancas, de no recibir el sol. Tienen tiempo de traer artistas que hagan figuritas a las ventanas. Nosotros no tenemos tiempo de quitarnos las moscas siquiera.

Carvalho recordaba a su padre subido a la yegua que tenía el vientre picado de motas negras. Los cascos llevaban un cerco de pelo peinado.

—Está escrito, hijo. Hemos llegado tarde. Hace muchos años, de haber llegado nosotros aquí, esta tierra hubiera sido nuestra. Hoy no, es ya del marqués.

El muchacho había preguntado:

—¿Y el sol, de quién es?

El hombre se quitaba el sudor de la cara con su mano de labriego…

—No lo sé, pero si el marqués quisiera comprarlo podría. No se quedará por dinero.

Parecía que del sol nacían las hierbas de la dehesa; los solitarios encinos recortados en la luz; los corrales; las tapias donde dormían los toros; el eucaliptus en el centro de la casa grande. La casa envuelta en el crepúsculo, como una crisálida. Flotaba dentro un minuto, dos minutos, media hora. Desaparecía la veleta girando lentamente. El viento arrastraba el crepúsculo.

El padre decía:

—Es bonito caminar horas y horas sin llegar nunca al límite de la dehesa.

—¿Y eso por qué?

—Está escrito en los registros. Dicen que en el Brasil las cosas no son así, dicen, yo no lo creo. Uno puede hacerse con tierra sólo con andar a caballo hasta que el animal revienta. Lo que haya recorrido, nuestro. Yo no lo creo.

En la dehesa pastaban los toros. A la espalda el garabato del hierro y la corona marquesal. El padre, los pies en los estribos, se movía entre la lejanía con tatuaje de toros. La yegua iba y venía, al galope, al trote, al paso largo, y el hombre siempre estaba subido a la silla, con los pies en el estribo.

—Me pasaría la vida sin bajarme de aquí.

A Luis Carvalho le volvían aquellas noches penetradas de perfumes raros. Hierba seca en los graneros, las hojas de maíz del colchón, el grano tendido en los suelos, el sudor de los sobacos, los piensos aromados, el olor de la tierra, las flores y los tomillos. Los toros se acercaban al porche de la casa. Él sentía miedo; les veía mirarle con los abalorios de los ojos, extrañas ráfagas en sus miradas como los reflejos de una piedra preciosa. La voz del padre le protegía.

—Eh, Olho Velho, quieto, bonito, quieto precioso, quieto, quieto, bonito, quieto, quieto.

La voz se prolongaba en el silencio. Desaparecía totalmente. Luego había atardecido. El sol trasponía los encinos, desdorado y viejo. El padre contaba cada día una historia. Los vientos agitaban el candil colgado de la escarpia, mientras los hombres hablaban.

—La tenía en mis brazos, entregada ya, y oí un ruido. Los cinco sentidos vigilaban por mí, y el oído me salvó. Yo distingo los mugidos de los toros, y sé cuando llora Venturoso y cuando está en celo Encariñado. Eso me salvó.

Se perdía el hilo del relato. La voz crepuscular desaparecía arrastrada por el viento. Después, volvía. La casa se llenaba con el polvoriento tejido de las sombras. Oyó los quejidos de los toros. Chocaban las cornamentas. No era lucha, era juego, caricias. Los toros mansurrones se alejaban. Únicamente quedaban dos. Ya no era juego. Los toros saltaban en el mar muerto de la noche. Desaparecían brillando entre las manchas quietas de la manada. Carvalho, desde la ventana, vio el lomo ensangrentado del toro, vio a los hombres asomados al balcón y presenciar la lucha. Veían también a su padre subido al caballo con la pértiga en el brazo. Los toros huían a su paso, acobardados y en silencio. El padre tenía la voz susurrante.

—Olho Velho, bonito, bonito, toma guapo, toma, hala, hala, hola precioso, toma, toma, toma.

El toro olfateaba la seda flotante del aire. Le incitaba el olor cargado que tenía. Se revolvió con los cuernos sobre la tierra, yerra el golpe. El caballo trazó un esguince. Los encinos dibujados en el fondo azuloso que tiene la noche. La manada, lenta, goteaba sobre la tierra iluminada, un toro, dos, seis, veinte toros avanzando despacio, oleada negra que cubre la tierra esclarecida.

—Olho Velho, bonito, preciosoooooo, oooooo…

La figura del padre estaba cosida a la yegua; cayó la pértiga, el caballo relinchaba, fundidas las dos sombras en una sola. Luis Carvalho recuerda que un hombre que tenía el ojo vaciado con un parche de cuero, como los piratas, le cogió del brazo.

—Es hora de dormir.

Los otros hombres salieron al campo. Exploraban la noche con sus pértigas.

—Toro traidor, toro, eh, toro.

Descubrieron a su padre, todavía caliente, pegado a la sangre por los muchos hilos que a ésta le salían. Luego, después de todo, en el camposanto le oyó decir a la madre:

—Nos hemos quedado completamente solos. Siempre lo estuvimos.

Llegaba el olor del campo, el aroma de la tierra sembrada, las ramas podadas, el olor viejo y profundo de la lluvia que caía lentamente sobre la sepultura.

Caminó unos minutos o unas horas, y Carvalho se detuvo. No encontró a nadie. Había oído los pasos. Diría también que eran cuatro pies, cuatro botas con espuelas. Caminaban despacio.

Carvalho masticó la hierba que tenía entre los dientes. Los tratantes, los que van a la feria y compran pajaritos fritos y gorritos de papel siempre llevan una paja o un palillo de los que hay en las fondas, Carvalho, también. La hierba tenía un sabor amargo y la escupió. Se detuvo en un calvero del bosque para inspeccionar el terreno. Lentamente descubría escondrijos insospechados, arroyos, manantiales donde el rostro se reflejaba como en un espejo con el azogue sin desconchaduras, tallos y flores que jamás había visto, pájaros silenciosos, prados, caminos de un color azul, porque azul era la tierra.

—Por aquí se va a alguna parte. O a ninguna.

Los pasos venían hacia él, uno, dos, lentos y medidos. La oreja se pegó a la tierra.

—Son botas de cuero. Llevan tachuelas y herraduras en los tacones. Una está desclavada.

Con los pasos venían las voces, rotundas, claras. Alguien decía:

—¿Tú qué piensas de esto?

—¿Qué quieres que piense? No me dan vela en este entierro.

—Algo pensarás.

—Sí, realmente sí; siempre se piensa algo, para eso está la cabeza, pero bah, cualquiera sabe. Los portugueses tienen sus cosas, y nosotros las nuestras. Si te pones a pensar te vuelves loco.

—Mira, yo te digo que siempre hay algo que es más verdad. O las cosas del cabo o las mías. La razón no tiene más que un camino.

—Mira, Rafael, yo no entiendo nada de nada. Tampoco quiero entender. Pero yo me sé bien una cosa: obedecer y callar. Lo hago a cambio de algo que se llama tranquilidad.

Ambrosio sudaba; se llevó la mano a la frente.

—A mí se me da igual todo. Aspiraciones: ninguna. Que me den oportunidad de hacerme cabo segunda. Y otro puesto. Lo demás se me da lo mismo.

Rafael golpeaba con la culata del máuser la puntera de su bota.

—Esos portugueses; ¿qué mal nos han hecho a ti o a mí? Ellos son como nosotros. Tienen su destino, y nosotros el nuestro. Igual lo mismo da.

Ambrosio sacó la petaca. Se derramaban las picaduras sobre la mano, hormiguitas muertas, escarabajos que ya no tenían vida.

—A mí me pagan por encontrarlos.

—Estas gentes tienen las mismas historias que nosotros. Les comía la miseria y salieron de casa a buscarse el pan. Nosotros entramos en el Cuerpo por lo mismo, por eso del pan. Ha sido así, y pudo no serlo. Ellos, los guardias; nosotros, los perseguidos.

—Mira, mira, yo quiero vivir tranquilo con mi conciencia. La voz del deber me dice lo que me dice y yo la sigo.

Luis Carvalho vio a los dos guardiaciviles sentados a la sombra del roble. Parecían dichosos fumando. Los guardias se miraban los dedos renegridos. Rafael expulsaba el humo lentamente de la boca, redondeaba los labios en un círculo casi perfecto. Probaba a lanzar anillos al aire. Ambrosio le imitaba. No se decían nada como si se hubiera acabado las conversación para siempre. Rafael había conseguido lanzar hasta ocho cerrados anillos que desaparecían arrastrados por la brisa.

—Yo gano. Llevo ocho. Fíjate bien en mi técnica. Es la lengua la que trabaja.

—Déjame de pocheces. Esta tarde te quiero ver al mus.

Carvalho se había movido buscando las altas hierbas. Era imposible ocultarse del todo. Los guardias tenían que verle los zapatos, y el orillo del pantalón, de una pana amarilla, como de oro. «Tendré que salir y dejarme coger como un conejito. Dejarme coger». Los surquillos que tiene la pana se llenaban de hormigas. Eran rojas y negras con las antenas detectando el aire, igual que un compás. Las hormigas exploraban la pierna; el picor se hacía insoportable. Los dos guardias se habían echado boca arriba y miraban los cielos. Los cielos recamados con los dibujos de las nubes de un color azul y rosado.

Veía los muertos, sus muertos, los que llevaban su sangre y sus apellidos, los que habían tenido sus mismos ojos: «Igualito que su padre, el tío Joao el de las barbas». Los que sacaban cosas del abuelo: «Los mismos instintos, le gustan las mujeres, ya lo ves, y a su edad». Los muertos le hablaban siempre, especialmente cuando creía encontrarse más abandonado. Ellos le aconsejaban desde el lugar donde se hallaban. «Tú sigues firme en tus trece. Nosotros hemos muerto porque teníamos que morir para que los demás vivan». El tío carnal, hermano de su madre, que escribía cartas larguísimas desde el Regimiento colonial de Mozambique, le inquietaba: «Yo quise ser general, tenía aspiraciones, y, ¡qué coño!, no me considero tonto, pero me quedé en el camino porque me llevó el tifus, el piojo verde. No he muerto de bala». Carvalho era supersticioso. La muerte aparecía demasiado pronto en la vida de ellos. Diez muertos había conocido en la familia. Diez y ninguno viejo. Vivían el tiempo justo para engendrar, luego morían agostados por el hambre o el sueño. Dejaban viudas y huérfanos prisioneros del hambre, rostros silenciosos pidiendo nada, sin sonrisa.

Carvalho sentía el olor de la hierba. Era el mismo olor del camposanto la mañana del entierro. El ataúd venía a hombros de cuatro parientes. Dentro estaba su madre y las cosas que había dicho en vida. «Lo más difícil y horrible de la muerte es no poder moverse entre cuatro tablas, y oír los martillazos del carpintero cuando las clava». La madre había deseado sólo una cosa y Carvalho la cumplió. Mandó traer un botellón de agua de colonia y la derramó sobre el ataúd. «Es para que los gusanos no me muerdan hasta que esté completamente muerta».

Al volver a la casa ya habían cerrado las puertas. En la calle estaban los carritos entoldados, los burros y las mulas con sus atalajes disparatados, campanillas, borlas rojas y azules, y festones en las testeras. En todos los entierros siempre estaba el prestamista. Siempre. En la puerta apuntaba en un papel las cosas que los hombres sacaban: una mesa coja, tres sillas de rejilla, el baúl de la ropa, el armario de luna, y los cuadros de los santos tantos años colgados en las paredes. Todos los entierros terminaban igual.

—Ésta es Santa Eudosia. Éste, el corazón de Jesús. Los cuadros los compré cuando me casé.

La madre ya no decía nada. Estaba en el sitio que más miedo le dio en vida, llena del olor de la colonia, con los pañuelos de colores y una medalla de plomo colgada del alfiler imperdible. Los carritos entoldados se fueron a algún sitio. Carvalho no quiso verlos marchar. Alguien le dijo:

—Estamos completamente solos.

***

Los dos guardias se miraron. Quietos, como ausentes.

—Oye, Ambrosio, ¿a ti te gustaría vivir en Francia? Yo tengo un cuñado de mi hermana que tiene una tienda de reparaciones de no sé qué, y gana bien. En Francia el trabajo se paga. Lo que aquí, no.

—Aquí van a hundir al que dobla el espinazo.

—En este país da vergüenza trabajar. Mi padre decía que sólo lo hacen los medio tontos. Ni los tontos ni los listos pegan golpe.

Ambrosio echó dos chupadas seguidas al cigarro. Una bocanada azul se desbordó de los labios.

—¿Es verdad eso de las mujeres?

—Lo es.

—Pues yo digo que para nuestro temperamento no es. Ya sabes cómo somos los españoles en esas cosas.

—Por eso se irán los portugueses. Son como los gallegos.

—Por eso no. En Portugal no se vive bien.

Carvalho escuchaba.

La voz de los guardias se enervaba en la pausa del silencio. Rafael se había levantado y estiraba las piernas.

—Me vienen ganas de mear.

Ambrosio, de un salto, estaba ya de pie.

—Te acompaño.

Carvalho vio venir a Rafael desabrochándose la bragueta. Los dedos blancos, de oficinista, expertos en pasar pliegos de papel de barba, y pegar los timbres móviles. Dedos hechos a moverse con lentitud sobre una instancia o un sumario, cuando escribían siempre las mismas cosas: solicitudes de traslados, cursillos para cabo, derechos postergados, recursos de alzada y de súplica. Siempre cosas imposibles. Venían los guardias hacia donde él estaba echado.

Vio las botas de media caña del guardia, cerca de sus ojos, las tirillas de cuero, los ojales de las correas, la hebilla, la puntera de metal, con su brillo apagado.

Carvalho cerró los ojos y no quiso ver. Oía perfectamente el ritmo del corazón. Le desaparecían totalmente los sentidos. Dejó de existir. No subían las hormigas por la pierna, ni los mosquitos clavaban sus aguijones y se les volvía el color cargados de sangre. Sin embargo las hormigas estaban allí cosidas, en una procesión interminable y los mosquitos danzaban pesados alrededor de las picaduras. Había dejado de existir.

La voz del guardia se diluía en el silencio.

—Tenía ganas de verdad, y hasta ahora sin yo saberlo.

—Así suele ser.

Carvalho sintió sobre su cara algo líquido, como agua sucia. Le corrían los orines por los ojos, hasta la barbilla. «Me levanto y les digo que no quiero ir a Francia. Me levanto, sí, me levanto». Sentía el vaho caliente sobre el rostro. Olor a cuadra cerrada, aguas estancadas y podridas. Esperaba únicamente la mano que le agarrase las solapas de la chaqueta y le sacara fuera. Oía la voz o el grito del guardia. «Aquí está el pájaro». Pero la voz tardaba en llegar, se prolongaba el miedo.

Las botas habían girado bruscamente y ya sólo se veían los talones desgastados, la culera del pantalón con los pespuntes del remiendo, y por debajo, las manos llenas de movimiento del guardia, abrochando uno a uno los botones. Carvalho permanecía profundamente quieto. Estaba allí desde hacía meses o años, larvado, murciélago durmiente, que podría soportar más años todavía, pegado completamente a la tierra.

Los guardiaciviles se alejaban. Los uniformes y los correajes se perdían entre las hierbas.