El cabo se había desabrochado los seis botones dorados de la guerrera. Al hacerlo, los dedos parecían llevar una cuenta triste, uno, dos, tres. Los dedos eran largos y muy blancos.
—Lo que más me joroba, por decirlo en plata, es que estoy completamente seguro de que este hombre sabe por dónde van los portugueses.
Anastasio cerraba los sobres azules. Buscaba algo con los ojos, hasta que lo encontró.
El cabo se miró el reloj de pulsera.
—Son las doce y tres cuartos. Llevamos exactamente cinco horas con este fantasma aquí.
—Yo estoy en que no sabe nada.
—No sirven las preguntas. Y cuidado que se las hice bien. Tengo hechos tres o cuatro cuestionarios para estos campos, no pueden fallar, y sin embargo este tío me ha hecho polvo los cálculos psicológicos.
El cabo volvió a mirar el reloj.
—Anda, saca a este espantapájaros de aquí. Dile que no quiero verle más en mi vida. Me pone nervioso su memez. No es tonto, no, pero lo hace. Yo sé que se hace, y se ríe de la madre que lo parió que se ponga delante.
Joshe Mari Oyarbide se abotonaba la chaqueta. En su delgadez resaltaban unos ojos muy azules. Sus manos parecían de cera como las de los santos que llevan en las procesiones.
Estaba de pie, y los guardias entraron. Todos los guardias son iguales cuando van vestidos con el tricornio y la capa, el fusil, las botas encorchetadas. Uno de ellos dijo:
—A sus órdenes cabo. No hemos visto absolutamente nada. Estar, estarán, pero no hemos visto nada.
Joshe Mari Oyarbide pasó por delante de la ventana enverjada. Todavía estaban los caballos atados al árbol del patio. Y relinchaban.