«Amaiketako»

La mujer tenía puesto el vestido negro. Se miró en el espejo de mano, las venas azules, y la piel fina y dulce en los brazos como tierras mojadas. Las venas se movían lentas por los brazos.

—Tu padre no ha vuelto todavía.

En el balcón estaban también los árboles que al atardecer se llenan de pájaros. Los árboles dan sombra a las piedras mohosas de la casa con verdines casi negros, y plantas pálidas que están entre piedra y piedra desde siempre. Los árboles estaban allí mucho antes de hacer la casa, como los musgos dorados en sus troncos, los líquenes negros, los ramajes recortados y quietos.

La mujer había dicho:

—Tenemos una hora de camino hasta Lesaka. Yo cogeré el buey. Me apaño en seguida.

El hombre se había liado las telas de las abarcas. Daba vueltas a las cuerdas y las pasaba por la ojaladura de cuero. Era como si enhebrase una aguja.

—Buscaré el paraguas.

La mujer tenía prisas delante del espejo. Se alargaba en su fondo intocable con el pañuelo negro, sin flecos. Extendido cuervo sobre la cabeza; las dos alas unidas debajo de la barba, el plumaje rojo encima de los hombros. En el fondo del espejo aleteaba el pájaro negro, sin fuerza.

El hombre tardaba en volver. La mujer desde la puerta gritó:

—Tu padre no ha vuelto y se nos hará tarde. Ve y le buscas.

Dentro del espejo estaban los labios ya secos, casi azules, diciendo algo.

—El padre tarda y el mercado tiene su hora.

La mujer volvió a decir.

—Tu padre no ha vuelto. Ya es hora.

Mikel salió saltando por entre la hierba. Penetró en el bosque. Buscaba los atajos y los senderillos excavados en la tierra. Mil lluvias, mil vientos arrastrando el polvo y las piedras habían dejado al descubierto las raíces y las vetas geológicas. Tapias con el orín del musgo, cercas de maderas ya podridas. Mikel vio la guadaña sobre el prado. La cogió, le pasó los dedos por su filo, y el brillo se le iba. Entre la hierba encontró la petaca con las dos letras de metal doradas. J. O. José Oyarbide. Los había clavado con los alicates una tarde que llovía. Mikel lo vio.

—Se lo han llevado.

Vio los arcos de las herraduras marcados sobre la tierra, denunciando el paso de los caballos.

—Se lo han llevado.

Mikel no volvió. Siguió los atajos del bosque. Lo primero que vio al llegar al pueblo fueron las manchas blancas de las fachadas. Los tejadillos verdosos. La casa de la villa de piedra negra, los jardincillos junto a las casas y las plantas marchitas sobre la tierra.

Se detuvo. Encima de la puerta estaba el rótulo pintado a grandes brochazos con una pintura ya sin color. «Ultramarinos. Shanti Ulzurrun». La calle estaba vacía. Los golpes de la aldaba sonaban a hueco, se alejaban por la calle hasta el campo. Volvía el eco desde lejos.

—Está la puerta abierta.

Había hablado el viejo. Al rostro, detrás de la verja, lo cortaban los hierros entrecruzados; el ojo, la nariz, la oreja, se deformaban dotados de un aspecto horrible de mutilación inexplicable.

—Pasa.

No tenía miedo. Estaba seguro de haber entrado por primera vez en la cocina. Nunca pasó del umbral. Contaba las veces que se había acercado y desde la puerta arrojaba temeroso la pregunta, moneda al aire, y la contestación no llegaba nunca.

—¿Dónde está mi padre?

***

Siempre había sido así. Llegaba tímido y humilde hasta la puerta y preguntaba con impaciencia.

—Quiero saber dónde está mi padre. El abuelo no duerme, sube al granero, baja nervioso a la solana. No duerme.

Se le daba la respuesta desde dentro, si se le daba. Veía a los hombres indiferentes, sentados en el escaño, debajo de los papeles recortados en los vasares. Bebían vino de las cuatro o cinco jarras que había sobre la mesa. Los hombres aquellos, completamente indiferentes, le miraban y se encogían con lentitud. En el mejor de los casos se le decía siempre lo mismo.

—Tu padre es el mejor. ¿Lo oyes? El mejor. A mí me preocupa más que a nadie su pellejo. Dile eso al abuelo. Me preocupa más que a él. Si sales tirando a su genio, tienes porvenir, muchacho. Pero las copias no se repiten en los hombres. No salen exactamente iguales nunca.

El abuelo había dicho:

—Esto no puede acabar bien. Antes teníamos sentimientos. El contrabando era otra cosa. Creíamos en algo: la muerte y lo que hay detrás de la muerte; llorábamos a los que se iban. Se nos pagaba bien, y con formalidad. Era otra cosa. Nos estrechábamos las manos y el trato quedaba cerrado. No había abogados ni jueces de paz. Nunca fuimos al notario. Era distinto. Hoy no. Estos hombres nos explotan.

—Son otros tiempos, abuelo.

—Hasta Ibardin sólo hay dos horas. De Ibardin a Sara, se llega en un padrenuestro. Hizo noche en Sara, supongamos que tuvo que dar un rodeo. No importa, el camino no es largo; tenía que estar ya de vuelta. Algún día no volverá más. No sabremos dónde lo han enterrado.

El padre no volvía. Le esperaban toda la noche, y no volvía.

El abuelo traía su voz con esfuerzo, la arrastraba lentamente hasta la boca.

—Algo ocurre, los perros presienten.

La noche guardaba su secreto. Los perros, mejor que ellos, olían en el aire las cosas que estaban sucediendo; hincado el hocico aspiraban profundamente el aroma áspero de la tierra. Aullaban lánguidos, como heridos.

—Los perros ven algo que nosotros no vemos.

Entonces llegaron los guardiaciviles con los caballos rojos. El fusil en su funda, la bolsa de viaje, los estribos. Sin desmontar, saludaron.

—¿Qué se hace?

El abuelo sostenía el farol. No dijo nada. Los miró. El guardia viejo sonrió. Los perros saltaban hasta los estribos, en un esfuerzo inútil por alcanzar las botas de los guardias.

—Entraremos un poquito, aquí se espera mejor. La noche no resulta agradable fuera.

Mikel los vio descabalgar sin prisa, ritmo lento de las piernas abriendo su compás.

—Traemos órdenes precisas. Entraremos, pues.

En el escaño estuvieron sentados toda la noche. De vez en cuando consultaban el reloj. Entonces explicaban.

—No viene, no. Pero nosotros no tenemos prisa. No, no la tenemos. El tiempo nos lo dan gratis a los guardias. La cosa es cumplir el servicio. Nadie nos espera.

El guardia viejo se cosía el botón de la guerrera.

—Estamos para eso, para no tener prisa. La caza requiere tiempo, mucho olfato, pero sobre todo, tiempo.

No sucedió nada. El hombre no vino. El más viejo miró a la mujer. Las manos cosían la tela tijereteada, pero no se movieron. Oyó como todos el relincho, pero la aguja no cesó su humilde trabajo. El abuelo liaba el cigarro con los dedos de tierra seca. Tampoco cesaron en su quehacer. Raza indómita, hecha de golpes de martillo, forjado con la misma tierra, de la misma dureza, surgida en el día que el planeta comenzó a rodar. Esfuerzo y silencio. Sumisión y obediencia. Corazón palpitando de prisa; nadie lo diría, nadie. El abuelo se dejaba mirar por los guardias: «No le cogerán, no. Está aquí; todos lo sabemos. Los caballos le han visto, saben que está ahí, pero no le cogerán. Esta tierra es nuestra, completamente nuestra, aquí estamos nosotros desde los siglos, antes de que viniesen a echar la raya por donde la echaron. Y estamos sin esperar nada, sin someternos. Nadie nos ha preguntado si queríamos que echasen el cordel y que la raya nos separase. Nadie. No le cogerán; no. Gente extraña que se obstina en no conocernos. No, no». El guardia, que era un muchacho, salió a la solana. Los caballos relincharon ateridos, muertos de miedo.

—Nada, no es nada. Estos caballos piden cuadra.

El guardia miró el reloj. De la consulta salieron las palabras.

—Bueno, ¿y nosotros qué hacemos? Toda la noche esperando, y aquí no llega nadie.

El guardia viejo se chupó los dientes con la lengua.

—Hemos venido al nido, y el hombre sabe que estamos aquí. Por eso no vienen. Psh, a mí se me da igual. ¿Qué dijo el cabo?

—Que esperemos.

—Se hace largo esperar. Siete horas y sin caer un pájaro. No sabemos qué hacemos aquí.

El guardia viejo se hacía el desentendido; le agradaba permanecer sentado mirándose las uñas. Nadie sabe qué podía ver en ellas. «Un señorito lleva las uñas cuidadas como las mujeres. Los señoritos son los amos de los cuartos, nosotros, los servidores de los amos de los cuartos. Psh, y ¿cómo lo agradecen, eh? Su desprecio. Tiene gracia la cosa. Nosotros tenemos que impedir que pasen mercancías por esta raya. ¿Para qué? Eso digo yo, ¿para qué? Ellos ganan dinero con sus productos sin marca, escobas fabricadas a batalla, manufacturas sin garantía. ¿Eh? ¿Es o no es la verdad?». Cuando salieron hasta la cocina Mikel les acompañó a la puerta.

—No han tomado nada. ¿Un traguito?

El guardia viejo refunfuñó. Tenían sorna sus palabras.

—No necesitamos nada. ¿No te vienen ganas de echarnos polvos en el vaso si te pido agua? No digas que no. Pero eso no es una solución, no: Yo exploto y reviento, y mañana viene otro en mi lugar. Todo está ya previsto arriba.

Los guardias montaron en los caballos. El viejo exclamó:

—Eh, abuelo, que lo encontremos tan hablador como hasta ahora. Adiós.

El abuelo dijo:

—Está ahí. Lleva ya dos horas esperando. Lo vieron los caballos y relincharon. No se me pasó. Los perros lo vieron también, le reconocieron, y se quedaron quietos, en silencio. Está ahí.

El hombre se lavaba la cara y la fuente tenía las aguas rojas, con suciedades de sangre. La llaga bajo la oreja estaba húmeda.

—No es nada, alguien ha dado el soplo, y los guardias me han seguido hasta aquí. Tres veces me vieron los caballos.

El abuelo le llevó hasta la puerta.

—Joshe Mari, ponte otra ropa y llégate hasta Sara. Cuando ya no vengan los guardiaciviles te daremos aviso. Entonces vuelves.

El hombre decía algo. Inconexas palabras pronunciadas deprisa, lentamente, otra vez deprisa, con esfuerzo; no se interrumpía. Palabras reveladoras de la inexorabilidad del destino que los había sentenciado a una larga condena de sobresaltos, aquí en esta tierra, donde por siglos y siglos habían nacido, y era suya. La historia de siempre.

***

Abrió la puerta y entró. Aún tenía en la mano el picaporte de hierro.

—Entra y cierra la puerta. Lo que vayas a decir, dilo pronto. Hale, hale, deprisa.

Mikel sintió miedo. El hombre preguntaba:

—Dime todo lo que has visto.

Mikel explicaba.

—Mi padre ha desaparecido. Fui a Iturrizaspi sin aliento. La hierba estaba cortada, la guadaña allí, y la chaqueta, pero él no. Ha desaparecido. Vi huellas de herraduras, clavos nuevos; a los caballos de la guardia civil los herraron ayer mismo en Lesaka; esos clavos los puso Chiripa. Y por eso estoy aquí.

—Buen servicio, sí señor. ¿Qué más?

Mikel vio un calendario de la Virgen de Arantzazu, escrito en vascuence. El hombre se movió de la silla de mimbre. Parecía incómodo. Dejó la máquina de hacer cigarrillos a un lado y con las manos recogía la picadura extendida sobre el hule.

—Hoy no estaba tu padre de servicio.

—No.

—Déjame, habla cuando te pregunte. Ayer vino y me dijo: «No puedo salir esta noche». No le contradije; nunca lo hago. Estaba en su derecho. Por eso la cosa no tiene que ver conmigo. Pero alto, yo no me desentiendo. Hay que saber lo que está ocurriendo ahora mismo. Rastros de caballo, bien es verdad, ayer fueron herrados. Los llevó el guardia Merino desde el cuartelillo. Al guardia Merino le gusta hablar, y a Chiripi también: «Los caballos no saben andar con herraduras nuevas. Por eso el cabo no quiere herrarlos. No quiere. Hasta que no pueden más y se les cae el casco igual que la madera vieja. Y llega el día en que el caballo no quiere andar por la hierba». Los caballos fueron herrados ayer por la tarde. Tienes razón.

Mikel vio la cara del hombre. Le oyó decir:

—Es la hora del amaiketako. A ver dónde está la Blasa, que le hagan chingarras en parrilla, y le traigan una botella de vino al muchacho. A las once de la mañana corren las tripas al más pintado.

***

Al hombre le llamaban Usubelz, «paloma negra» en vascuence. Tenía la cara así, desde lo del accidente. Lo contaba a su manera:

—Íbamos a Pamplona con diez caballos bretones. La noche traspasaba el cuerpo. Salimos al atardecer de la borda con destino a las cuadras de Manolo el tratante, en Errotazar, por la Rochapea. No me explico cómo fue pero las horas se nos echaron encima. El cálculo de los cambios de turno se vino abajo. Fue el reloj el que nos hizo la jugada, o los caballos que no se dejaron embarcar. No lo sé todavía. Miré el reloj, las diez y media cuando pasamos Almándoz, y el relevo se había hecho ya. Los guardias no tenían sueño, los vimos bajo un árbol, sentados y fumando. Hay cosas que no tienen vuelta de hoja, hay que tirar, sea como sea, sin mirar atrás. Siempre adelante. Nosotros tiramos y entonces nos echaron el alto. Yo no quise detener el camión y les ordené: «Pegar el cuerpo a la cabina, ello parará». Oímos los disparos. La carretera se oscurecía bajo los faros, desaparecía escamoteada. El camión se arrastraba por el campo. Los caballos relinchaban asustados. Al despertar en la cama del hospital me vi la cara así. Desde entonces no me miro a los espejos.

La otra explicación la daba también él.

—Fue cuando la guerra europea. Me alisté en un batallón francés de choque. Me son simpáticos los franceses, y les debo cosas, esa es la verdad. Una granada explotó antes de arrojarla de mis manos.

Pero echando cuentas, Usubelz no pudo haber estado en la guerra europea. Tampoco tenía importancia la cosa.

—Lo bueno es tener la bolsa llena. Con dinero hay de todo lo que falta cuando no se tiene.

Cuando la vida iba vencida, Usubelz se miraba en las aguas de los ríos, en las ventanas con los cristales sucios, como hacen las monjas con voto en las superficies de los armarios. En el espejo, no. A Usubelz le bastaba con verse borroso e inquieto, como en sombras.

—Para nada sirve tener dinero si no puedo comprarme otro rostro. Compro los sentimientos, soborno y me salen bien las cosas. Pero no puedo salir de casa. No puedo. Siempre encerrado en este sótano. Me hace daño la luz. Por eso he tapiado la ventana.

Alguien decía:

—Hay médicos que componen la figura.

—No es lo mismo, eso es como caparse uno. Bonita cosa, ¿eh?

Desde la cocina —un lápiz, un papel, un cuaderno con cubiertas de hule, el tintero y el cartapacio— dirigía la frontera. Todos los hilos del contrabando estaban en sus manos. Cartas comerciales, negocios, tratos, los hacía sin máquina de escribir, sin oficinistas, sin teléfono. Los otros estaban a sus órdenes. En un tiempo tuvo competidores, y hubo lucha, sin armas, a cuerpo limpio, denunciándose nada más, pero Usubelz era el más fuerte, denunciaba antes, y lo hacía mejor. Le llamaba el capitán y le decía: «Yo a usted le metería todo un cargador de pistola en la barriga. ¿Qué ha dicho de mí en la Comandancia de Pamplona?». Usubelz demostraba que no había dicho nada. El capitán pedía traslado y Usubelz volvía a denunciar. Desde entonces dirige la frontera y es el único patrón. En la hoja de papel escribía: «Día 10 a las diez de la noche, Joshe Mari Oyarbide, Sara». Dibujaba una raya roja entre dos rayas azules. Era suficiente. El papel llegaba a las manos de Joshe Mari. La cosa salía bien. Esperaba la madrugada en la cocina. Y si tenía sueño, se dejaba dormir sobre la mesa. Con el cuaderno de cubiertas de hule entre las manos.

***

Usubelz levantó la cabeza. La cicatriz le seccionaba la cara.

—¿Qué más?

—No sé más.

Luego miró a Mikel que tenía las manos cruzadas.

—Zósimo, echa un vistazo, esto no huele bien.

Mikel agradeció el vaso de vino y las longanizas asadas en la parrilla. El vaso le temblaba en su mano como un pájaro rojo. Sintió removerse el corazón dentro. Había visto a Usubelz. Le tenía miedo o respeto, o extraña consideración, como se tiene a lo que no se ve y se cree, a los misterios y a los enigmas, a las noches cargadas de lluvias y tormentas, a las lejanías rojas de la tarde. El hombre que contrataba a los hombres y les pagaba puntual y exacto después de cada viaje. El hombre que estaba siempre detrás de los juzgados y de los sumarios.

En el fondo recóndito de la cocina tiritaba el viejo reloj de péndulo; aquel ruido perforaba el silencio, tac, tac, misteriosamente; la lenteja de latón, dorada pupila, tejía la telaraña del silencio. A Mikel le habían hecho un favor al dejarle entrar en la cocina. Ingreso oficial en la plantilla, sin requisitos, sin timbres móviles, sin instancias.

—¿Está bueno? El vino lo han sacado de la bodega para ti, muchacho. Hago excepciones a veces y hoy es una de ellas.

Usubelz buscaba entre los pliegues negros del pantalón. Sacó algo que apretaba en los dedos: una bolsita de cuero verde con cierre metálico. Sobre la mesa casi rodaron las gotas sólidas del rosario.

—Vamos a rezar. La cosa no es para menos.

Mikel se sorprendió: «Este hombre no tiene entrañas». Desde siempre llegaban los bueyes con sus carros cargados y se detenían a la puerta de la casa. Los hombres pasaban dentro. Hombres sin palabras, completamente en silencio. Usubelz los esperaba detrás del mostrador de madera, como si fuesen a comprar algo. «Un kilo de azúcar y medio de garbanzos». Pero no iban a comprar nada a aquella tienda llena de mugre y de telas descoloridas en los estantes de madera. No iban a comprar, los hombres. Usubelz les decía:

—Hay que firmar un papelito, no es nada, no lo es, sólo trámite.

Los hombres se resistían. Usubelz les clavaba la mirada oscura en las entrañas; ellos sentían la navaja de la mirada rasgando sus tejidos; se dejaban coger el dedo mojado en el trapo viejo de tinta y lo estampaban en el papel. Sólo trámite. Contrato de compraventa al precio estipulado. Pagaban los intereses y un premio al préstamo. Los hombres salían convencidos de que se les había engañado. No importa. Fueron los primeros tiempos. El abuelo los conoció.

Mikel veía cómo pasaban las cuentas negras por entre los dedos, gigantescas hormigas, que recorrían la piel blanca y caían lentamente.

—Es una buena cosa rezar, una buena cosa. Yo siempre lo hago cuando algo comienza a torcerse. Lo aprendí hace años en las Américas. Pasaba el día solo como lo pasan los animales de la tierra. El tiempo no corría, las horas se metían dentro del cuerpo, me volvían la sangre. El ganado tenía sed y había que llevarlo kilómetros y kilómetros entre el sol y el polvo. Les crujían los huesos. Luego venían las alimañas hasta el río, y hostigaban al ganado. Cuando se está completamente solo a uno se le ocurre rezar. Y yo lo hacía. Da buena suerte. Las alimañas huían asustadas. Yo me hincaba en la tierra con el rosario en la mano. Los rezos les hacían fuertes y resistentes. El mismo Dios decía: «Reza, hijo, reza, el rebaño se salva gracias a ti». Desde entonces cuando estoy triste me refugio en la oración. Gracias a las oraciones me va saliendo adelante el negocio, que es por lo demás honesto, como el primero.

Zósimo entró sin llamar. La puerta de paneles antiguos, rebajados, desapareció al abrirse.

—No se sabe nada, patrón.

Usubelz replicó:

—Déjame, estoy rezando. Luego, luego.

El mascarón de Usubelz quedó imperturbable; el rostro, una superficie lisa, estirada, completamente yerta. Los ojos allí dormidos, alterando ligeramente la falsa rigidez de la boca. Zósimo tenía prisa.

—Esto no huele bien.

Usubelz rezaba.

—Dios te salve María…

Movía los labios lentamente.

—Cuarto misterio gozoso. Sigue tú también Zósimo, no quiero ateos entre las gentes a quienes doy de comer.

***

Mikel había oído mil veces aquellas palabras, y hasta podría decir que las bocas se abrían lentas y acompasadas, de la misma manera. Noches oscuras con vientos vertiginosos en las chimeneas, caracoleando como caballos desbocados, relinchos y animales horribles que gritaban dentro de los vientos. Se encendían los candiles y las lamparillas de aceite que tienen los santos en las hornacinas, San Antón, San Juan Xart, San Donato.

Noches llenas de historias y de muertos, de gentes que estaban en el infierno y habían vuelto sólo un segundo a esta tierra. Dejaron sus manos sobre la puerta y todos husmearon el olor y vieron luego las huellas y el humo que salía de los dedos y la madera.

El abuelo decía:

—Hubo cierta vez un tal Pierres Domaica, del caserío de Ekaitz…

Las mujeres se persignaban continuamente. Sacaban de una bolsita de cuero las medallas de plomo, sin brillo, los escapularios sucios, advocaciones extrañas traídas de nadie sabía dónde. Las besaban.

—No cuente, abuelo, no cuente.

El abuelo decía que sí con la cabeza y se reía. Luego comenzaba con el rosario.

—Primer misterio gozoso…

En la boca del viejo estaban todas las avemarías llenas de aire, como pompas de jabón que salían despacio y estallaban también lentamente, una a una.

Eran las mismas avemarías de todos los viejos de la tierra, de todos los rosarios guardados en estuches de cuero con un cierre o un botón que hacía ruido al abrirlo.

***

Usubelz había terminado con el rosario. Cerró el puñado de hormigas en su mano; brillaba la cadenilla de metal. Se persignó con reverencia.

—Antes de hacer nada, ni pensar siquiera, las cosas piden su tiempo. Un vasito de vino las aclara. Las deja limpias de sombra.

Dentro del vidrio sin tallar, bailaba la luz como un pez en su pecera. Pajarito rojo, abatido de frío en su jaula de cristal; lo miraba con ojos codiciosos, fluidos, sin estancarse la luz en ellos.

—Anda muchacho, ve y di al abuelo que yo no sé nada de nada. No estaba esta noche a mi servicio.

***

Otros días le habían dicho lo mismo. Exactamente lo mismo. Se lo decían desde la ventana.

—El sabrá dónde está. Yo no. Anda y no molestes a los hombres. A Joshe Mari le gusta el vino, en la tasca de Isasi estará.

Mikel volvía a casa. A su regreso el abuelo fumaba silencioso, no decía nada, y la cocina llena de humo. El abuelo sabía todas las cosas: sabía que era inútil hablar ni quejarse, y decir las cosas que se sienten. Oír, ver y callar. Por eso el abuelo no decía nada. Profunda sabiduría. Sacaba las cartas de la baraja con una mano, las dejaba sobre la mesa de madera sin pintar. No decía nada. Sólo mirar de vez en cuando el reloj de bolsillo, el reloj Ropstck comprado en una relojería de Pamplona hacía muchos años. El reloj con su música acariciante poblando los espacios de la cocina.

El abuelo no decía nada. Sus gestos, sí.

—Ya es tarde. Tenía que estar aquí.

Mikel escuchaba atento la respiración del abuelo. Le consultaba a los ojos. Detrás de las pupilas, la luz y las cosas se veían en ellas, con un miniado antiguo.

—Hay que hacer algo, abuelo.

—Todavía no, el oficio pide paciencia. Mucha paciencia. Ya lo aprenderás si vives la noche como yo la he vivido. Es cosa de tiempo.

Los perros habían ladrado. Mikel salía con la escopeta en las manos y el rostro del padre estaba allí, en la oscuridad, una mancha más negra y horrible, extraño aguafuerte. Joshe Mari decía:

—Vengo a despedirme.

—¿Qué ha ocurrido?

—Es lo de todos los días. Nos siguen de cerca. Alguien nos ha denunciado.

El abuelo se estremecía.

—Tienes que pasar rápidamente la frontera. Ya te daremos aviso.

***

Usubelz comenzó a colocar pacientemente los cigarrillos en la caja de puros habanos, «Vuelta Abajo». Los dedos eran muy blancos, como agusanados.

—¿Pero qué le pasa a este chico? Está pasmado. Su padre ha dicho que es valiente, pues bien, lo será, pero está pasmado.

Mikel estaba junto a la puerta y no se movía. Cenceño y escueto, dibujado.

—¿No oyes, chico? No sabemos nada. Estamos a dos pasos de Francia y todos los días ocurren cosas. Ahora está de moda marchar las gentes de aquí para allí y todos los días vemos lo que no vimos nunca: Los hombre preguntan por los caminos que llevan a Francia.

—Mi padre tenía pensado ir al mercado de Lesaka. Llevaría la vaca que ya ha parido siete veces.

Usubelz introducía los cigarrillos en la caja de tablerillo. Los apilaba.

—Pregunta a los guardias, pues, yo no sé; te lo he dicho.

—Todas las noches le trae el alijo y usted le paga. Tiene que saber dónde está.

—Yo no lo sé todo.

—El padre dice que usted nunca duerme.

***

Usubelz nunca dormía. Nadie le había visto fuera de la silla de mimbre llena de cojines y de almohadas —la mesa de madera con el mantel de hule— desde que se desgració el rostro. Sobre la mesa, la máquina de hacer cigarrillos y el tabaco. No tenía sueño; hablaba poco.

—Puedo estar meses enteros sin dormir. Hay que tener los ojos bien abiertos para cuidar de mis cosas.

Descansaba un segundo. Luego continuaba.

—No tengo miedo de aburrirme. Los negocios me llevan todo el día; cuando no tengo ganas de escribir cartas o números en los libros de contabilidad rebusco en el fondo de la memoria y los recuerdos salen sin orden. No, no me aburro nunca. En una pulpería de América, cierto día, un indio borracho…

Conocía de cerca a los franceses.

—Combatí con ellos durante la Gran Guerra. Yo no tenía entonces dieciséis años, pero estaba ya hecho. El sargento reclutador me preguntó, al verme entrar por la puerta del Centro: «¿Edad?». Desde ese momento me hacía el favor de considerarme hombre. Me dio vergüenza confesar la verdad y dije: «Veinte años cumplidos». Me alistaron en un batallón de choque. Conozco bien a los alemanes.

Nadie podía decir si Usubelz mentía. Podía ser. Pero nadie lo sabía.

—Yo no me siento extraño en la tierra, todos los países son mi patria, todas las tierras, buenas para morir. A no ser por estos puños, yo no sería quien soy.

Cuando la ocupación de Francia, conoció a un mayor alemán en la fonda de Hendaya. Le gustó el hombre rubio y se entendían por señas. Bebieron cerveza negra en silencio, mirándose. Cada uno hablaba su lengua, y sonreían los dos estúpidamente, sin comprenderse. Se decidió a visitar la comandancia. Allí se expresó en francés.

—Yo entiendo de todo. Mi vida es el azar, mi patria la tierra. Sirvo a quien me paga, y soy leal cuando doy la palabra, que no la empeño sin más ni más. Necesito garantías. Cuando ya las tengo, lo demás viene solo. Las telas inglesas no tienen secretos para mí. Sé de puntillas belgas, y un chamarilero no puede engañarme. El hierro fundido, la chatarra, el hilo de cobre, son tan buena mercancía como los medicamentos o el paso clandestino de huidos. Lo digo como es, y estoy para servir a quien me lo pida. Conozco la navegación a vela, a remo y a vapor. Entre mis conocimientos también figuran las armas cortas de todos los calibres, municiones, y pasaportes falsos.

El mayor alemán escuchaba sin pestañear. Parecía asombrado. El cráneo mostraba la costura de los huesos; gruesas cuerdas enceradas los unían bajo la piel refulgente. Escuchaba con paciencia; fingía cargar la pluma estilográfica en el tintero de cristal.

—Es usted una enciclopedia.

No dijo más. Usubelz recibió nervioso el impacto de las palabras. Vio al alemán inmóvil detrás del pupitre. La cabeza asiática, ligeramente vencida hacia adelante. Personaje fantástico cargando la pluma estilográfica.

—¿Qué es lo que quiere?

Usubelz tardó en contestar.

—Eso yo no lo sé. Cualquier cosa la transformo en negocio. Soy comerciante, y ustedes dirán qué puedo proporcionarles. Caballos para la tropa. Vacas o rebaños de ovejas para el matadero. Eso, yo no lo sé.

El mayor le despidió con una sonrisa. Su mano se alargaba en la sombra.

—Trato hecho. Oficialmente se le dará un pase para toda la zona de ocupación.

Usubelz pasaba judíos a España, españoles a Francia. Derrotados de la guerra del 36, refugiados políticos, gentes que buscaban desesperadamente a sus familias en el destierro. Negociaba pasaportes falsos, divisas, materiales estratégicos (wolframio en las bodegas y almacenes de Pamplona, traídos desde Galicia en paquetes de diez kilos). Trataba la libertad de prisioneros políticos en los campos de concentración. Sentado en la silla de mimbre de la cocina, junto a la chimenea, mascaba los recuerdos, las tierras de América entre sus dientes cuando hablaba.

—Estaba yo en Bolivia, y allí hay mucho estaño, pero todo es de uno…

Jugaba a las cartas sobre el hule historiado. Lo sabía todo; la llegada de un guardiacivil al cuartelillo, el cambio de cabo antes que el cabo mismo. Le visitaban los confidentes, escribía cartas en silencio. Investigaba minuciosamente la vida del guardia, buscando obsesivamente una sombra en ella. Cualquiera la tiene. El guardia se revolvía.

—Si alguna vez cae en mis manos, señor Shanti, si alguna vez cae, no se me escapará, lo juro, como hay Dios.

Lo decía completamente convencido de que nunca había de ser atrapado. Nunca. Usubelz, figura mítica, tenía poder de penetración en el pensamiento ajeno. Cuando descubrió a Josheba el traidor, le examinó las arrugas pobladoras de la frente, los ojos bajo el galón de las cejas, y le dijo sin titubeos:

—Tú nos has engañado. Fuiste con el cuento al cabo.

Josheba tembló estremecido.

—No.

—Estoy seguro.

Era verdad. Cuando le preguntaron cómo lo supo, dijo:

—Los ojos de Josheba tenían un color extrañamente azul. Y los ojos de los traidores tienen ese color.

Poderosa razón. Personaje misterioso, enigmático, corazón en la mano, la frente abierta. En el fondo del alma, es posible que no hubiese nada.

***

Juancho, el herrero, le detuvo. Las manos metidas debajo de los zahones de cuero. Salió del herradero donde ponía herraduras a los bueyes en el poste bramadero y el potro de grandes maderas negras. Se limpiaba las manos con los zahones.

—¿Se sabe algo?

Mikel se daba aires.

—Nada. Lo habrán cogido.

Las nubes se reagrupaban alrededor del sol, tachón dorado, en la guarnición del cielo.

El viejo lloroso exclamó:

—Es el oficio.

Y la mujer que llevaba la herrada a la cintura y le brillaban los cellos como pieles de culebra.

—Tampoco mi hombre está en casa.

—El tuyo volverá, mi padre, no. Le han cogido los guardias. Estaba segando hierba, junto a la casa.

Mikel escuchaba al abuelo.

—Los tiempos son distintos. Ya no se cree en nada.

Eran las noches aquellas que no tenían fin, cuando el abuelo sacaba las cartas y el tabaco y esperaba en silencio. Al abuelo le olían las manos y las ropas, olía el cuero seco de las botas y el pelo que ningún barbero cortaba.

—Cuando te hagas hombre, hijo, no engañes a nadie, como a nosotros nos engañan.

Mikel respondía seguro.

—Usubelz me da confianza. Si a mi padre le han cogido, Usubelz le dejará libre.

El herrero abría la boca y bostezaba. Los dientes tenían puentes de plata mohosa.

—El cabo es nuevo.

—Ya se hará viejo.

Mikel llegó hasta el ribazo, encima mismo del cuartelillo. En la garita, sobre la cuneta de hierba segada, el guardia Rafael, con el fusil entre las piernas leía, un tebeo. El abuelo había hecho la ficha completa de Rafael.

—Rafael Caramillo, nacido el día dos de julio de 1927 en un pueblecito de la provincia de Salamanca. Estuvo en la guerra y le hicieron sargento. Cuando la desmovilización ingresó en el Cuerpo. Dos veces quiso ser cabo, pero no tiene chirumen. Tiene por eso malas pulgas, aunque es de fiar.

Mikel seguía sin perder la atención. Entonces vio a los caballos atados al olmo del patio.

Le dio una vuelta el corazón. La ventana con sus cinco hierros se abrió. Vio al hombre sentado en la silla, con las manos caídas sobre las piernas, y la cabeza ladeada. Era como si alguien le hubiese dicho de súbito.

—Es tu padre.

Efectivamente, su padre estaba allí, en el mismo sitio que antes ocuparon otros hombres: malhechores que no dijeron cómo se llamaban, ladrones de mulos y desertores del ejército, contrabandistas. Se negaban a declarar el objeto del viaje. No explicaban nada de la documentación falsificada. Voluntades indómitas, orgullos sin romper. Permanecían mudos, herméticos, con su verdad dentro, hombres hechos de roca. No cedían, siempre rebeldes, siempre.