Las diez de la mañana

Las ventanas no tenían postigos, y si alguna vez los tuvieron, los utilizaron en las fogatas que se encendieron en la habitación.

Do Pereiro dio un salto y ya estaba de pie. El viejo se había dormido, y Juscelino también. Antes les había oído decir:

—Yo duermo mejor de día. No hay sombras, ni ratas, ni murciélagos. Las noches en el campo dan miedo.

La noche había pasado, arrastrando con ella muchas cosas; ruidos, olores extraños, pesadillas y obsesiones, las palabras. Y aquel hombre que los miraba desde la puerta y tenía los ojos llenos de reflejos, y no se le veían bien porque lo impedían los cristales de las gafas. Les miraba atento, con minuciosidad. Y ellos sintieron miedo. Por eso, el viejo gritaba colérico.

—Sácale la navaja, Carvalho. Sácale y pínchale en la tripa.

Estaba quieto, ensimismado, siempre mirándoles.

Carvalho, al ver al viejo tan excitado, había dicho:

—Yo digo una cosa. Debíamos atarnos las manos con un cordel. No le venga a alguno la tentación de escapar.

Do Pereiro replicó.

—Esto es estúpido. Nos cogerían nada más salir de aquí.

Después quiso dormir, pero le era imposible. Llegaban las avanzadillas del sueño, rostros amigos, manos calientes que estrechaban la suya, los cuerpos de las mujeres que había visto, y de otras más hermosas todavía. El sueño era largo y difícil.

Desaparecía el sueño. Pero los demás dormían:

—Eh, oigo hablar. Son los guardias que vienen. Les han dicho dónde estamos y por dónde hemos venido. Es ese hombre que estaba en la puerta.

Se despertaban del todo. Carvalho dijo:

—Estamos aquí porque queremos ir a Francia. Y queremos ir a pie porque no podemos ir de otra manera. Hay quien va en camiones, y tampoco llega. Señores guardias, ustedes saben que no podemos ir como van los comerciantes de Oporto que tratan en vinos, ni los que venden caballos y compran géneros de punto.

El viejo no creía en nada.

—Yo sólo quiero llevarme el pan a la boca.

—El pan hay que buscarlo donde está. Y para bien o para mal, nuestro pan está en Francia.

—Pues que nos dejen ir a cogerlo.

—Eso queremos, que nos dejen.

—Ellos necesitan nuestros brazos, y vamos a ofrecerlos. Nosotros necesitamos el pan que hemos de llevarnos a la boca.

Por primera vez Juscelino se quejaba.

—Yo no quiero ir a Angola.

—No irás muchacho, no irás. Yo te lo juro, Carvalho.

El viejo había dicho:

—Tengo sueño y quiero dormir.

Y cerraron los ojos otra vez.

Ahora a las diez de la mañana la luz hacía visibles las leyendas estúpidas de los cien hombres que se habían albergado allí: huéspedes de paso, perseguidos de la Guardia Civil, contrabandistas; mendigos harapientos, con sus zurrones de podridos olores; campesinos o leñadores que esperaron unas horas que la nube aquella se corriese con los flecos de lluvia. Y todos querían dejar constancia de aquella hora, «Allí pasamos la noche Julia y yo», «Cabrón el que esto lea». La puerta tenía las tablas desencajadas; se veían los clavos royendo la madera, como gusanos larvados. Los nudos rojos de las tablas igual que caracoles muertos.

Llegaron con la noche caída, y cada detalle de la casa era un descubrimiento asombroso. Era difícil precisar por dónde habían llegado.

En las cuadras había largos pesebres debajo mismo de las dos ventanas rectangulares y hasta ellos llegaba la luz. Vio la bola de sal en el pesebre, su brillo opaco sobre los restos del pienso del ganado; granos de cebada vieja, paja dorada, hierba descolorida. Cogió en las manos los restos. Efectivamente, en la cuadra se había guardado ganado.

Do Pereiro olfateó la paja.

—Hará cinco días, quizá seis. No, seis no. De ninguna manera.

***

Encontró a Carvalho en un bar del Bilbao viejo. No le gustaban las calles anchas, ni los escaparates de grandes cristales. Prefería las calles oscuras donde las gentes dan voces para decirse algo, y donde están los zapateros remendones, los mataderos clandestinos, los estafadores, las putas y las gentes humildes que en cada mano llevan un sueño.

Le gustaban las tabernitas vacías con pocos hombres dentro; las mesas con manchas de vino y de saliva que dejan los tísicos y los epilépticos, y las gentes que no tienen dinero para entrar en el hospital y se van muriendo poco a poco. Era triste verse en aquel espejo macabro que tienen todas las tabernas, donde están los hombres vencidos, los hombres gastados por el trabajo y el hambre, mal pagados, mal comidos, sin alma, frutos sin madurar, ya perdidos. Los mismos problemas, las mismas hambres, idénticos sueños frustrados. Hombres que no eran hombres. No tenían rostro, carecían de ojos, poblados de oscuridad, como si la misma oscuridad fuese su carne y sus huesos, y sus mismas manos.

El tabernero carraspea como una guitarra rota.

—Do Pereiro de mi vida, yo quiero saber por qué bebes tanto.

Do Pereiro tenía palabras para todo.

—No bebo, tengo sueño.

—¿Por qué bebes tanto? ¿Tienes turno de noche?

—No es eso, no. Soy como los poetas, tengo sueños de cosas que no pueden ser mías. Y luego esta jodida voz. Quiero quemarla de una vez, a ver si me sale distinta. Pero esta voz no se muere.

El buen vino, el mal vino, el que está picado, el que se hizo con polvos y da dolor de cabeza, el que sólo es agua. Luego viene el dulce sentimiento de no existir, sin manos ni pies, sin cuerpo. Sólo esa voz dentro del cuerpo, cada vez más débil, que dice cosas. «Do Pereiro, eres un macho. Nadie lo hizo antes». La voz está lejos, muy lejos. «El trasatlántico tiene tres clases, Primera, Segunda y Pasaje. Poco equipaje, nada más que lo puesto y algo para cambiarse de quincallería. Somos morralla. Ganado al por mayor, y así nos tratan». Todos esos sueños en una tarde sola. Aquella tarde. La tabernita ya no tenía luz.

El tabernero de pie, invisible.

—¿A qué aspiras en esta cochina vida? Do Pereiro de mi vida, te matan los sueños.

Do Pereiro seguía el hilo de la voz que le venía por dentro.

—Nadie lo creerá. Es un imposible. No espero nada. En nada creo. Mi mendrugo está ya roído, pero sin embargo, qué caray, me gustaría tener cinco esclavos.

Al tabernero apenas si se le oye la risa. Manantial soterrado.

—Cinco esclavos, cinco esclavos. Son pocos hoy día, Do Pereiro, pocos. Con cinco no se llega a ninguna parte. No tienes ambición.

El brazo del tabernero con las cuerdas de las venas describe un círculo cerrado, dos círculos, y la mano con el trapo amarillo queda oscilando en el aire. El mismo brazo restregando las mesas. Su vida de tránsfuga, fugitivo de la pobreza, siempre atrapado por las cuerdas irrompibles de la miseria.

Y en el centro de esa oscura niebla, María de Sosa; mujer limpia, limpio vestido, manos jabonadas, olor a tierra y a viento, le busca. Se casaría con ella. No, no, ya se ha casado para siempre, María.

Al despedirse le había dicho:

—María, yo quiero para ti lo que no he visto en mi casa. Quiero que no pases hambre.

—Me crié con ella.

—Iré a algún sitio de la tierra. Allí se parará mi vida. Entonces podré dormir a gusto, escribirte cartas, y soñar. Te llamaré y nos casaremos por la iglesia.

—Me llamarás, me llamarás. Te has de olvidar que me llamo María de Sosa. Y las cartas no han de llegar nunca jamás.

—No. Te lo juro por Dios, que está en los cielos.

Ella se dejaba acariciar sin miedos, como algo irremediable y fatal. La mano del hombre moldeaba su cuerpo, se le metía en la sangre, y la sangre, estremecida, saltaba por dentro, caliente cascada. María de Sosa, ojos grandes, borroso cuerpo en el anochecer, le miraba impasible sin hablar. La mano de Do Pereiro, sembradora de caricias, descubridora de sueños. La piel fina, de porcelana, de terciopelo, de nácar, le recibía con júbilo.

Y así, cada billete de peseta ahorrado, hasta juntar cincuenta, o cien, era producto del sueño y del hambre, del mal dormir, y andar siempre con sus cuentas. Juntaba cien, doscientas, mil, la Caja de Ahorros le veía entrar de miedo, con esperanza. «María de Sosa, yo te quiero». Los números cantan, los sueños, los días de humillación, las horas eternas de la noche. «María de Sosa, yo te quiero». Costaba trabajo juntar los billetes, pero los juntaba.

El hombre que había llegado tenía forma de pulpo, largos mostachos nauseabundos, un corpachón sin garbo. La taberna quedó a oscuras mientras pasaba el umbral. Caminaba despacio, como cansado, sin ninguna prisa, pisando los azulejos desvaídos. Le vio detenerse en el mostrador. El tabernero le dijo al oído:

—Es también portugués.

Su mano callosa, entre las suyas. En el dedo la piedra falsa del anillo. Oyó hablar portugués. De todo su cuerpo, a un tiempo, le vino en un segundo, la flauta mágica, el tamboril, la tierra, el río, los árboles y las casas dispersas por el campo. Portugal, ciudades antiguas, iglesias y ruinas, ferrocarriles cosiendo paisajes.

Do Pereiro tenía prisa por saber.

—Portugués, ¿de dónde?

—De Évora, bueno, siempre decimos de Évora, pero no, de un pueblecito cerca.

—Yo soy de Viana do Castelo.

—Viana do Castelo, Viana do Castelo. Vaya casualidad, allí vive un oficial de caballería primo mío; le tenía afecto. Pero todo se va, la vida nos deja a pedazos.

Se sentó. Efectivamente el hombre hablaba portugués, del mismo Portugal, no había engaño.

—Yo quiero volver allí, somos como las raíces del árbol, se secan cuando salen de la tierra. El árbol amarillento busca la tierra, no la encuentra; la tierra nos llama donde quiera que estemos. Y a mí Portugal me grita.

Escuchaba. Lejos de Portugal se sabe que es emocionante ser portugués. María de Sosa le había escrito una carta pidiéndole perdón: «No puedo más, no puedo». El aliento de los hombres, sus manos agrietadas, con olores a tierra, a sudores no limpiados, a tabacos de cajetillas que nunca se acaban, la arrastraban adormecida. Esto lo sabía muy bien Do Pereiro. «María, la mano de un hombre es como un cuchillo». Do Pereiro lo sabía.

El recién llegado hablaba.

—Me llamo Carvalho, y siempre me ha gustado vivir en Portugal. Pero a veces nos arrojan, como a pedacitos de papel. Nos echan. Nosotros no queremos irnos, aguantamos, nos dicen que tenemos que desalojar la tierra. Hay que salir de Portugal, a lo mejor, para siempre.

No escuchaba. O no le llegaban las palabras.

María de Sosa le había dicho:

—No me dejes sola, llevo la hoguera dentro. No tengo fuerzas. No tengo, yo te lo digo porque me conozco.

Do Pereiro replicaba:

—No puedo dejarte morir de hambre.

María de Sosa lloraba. Era triste, desolado, aquel llanto oscuro, como fuente solitaria.

—Si de todos modos has de irte, sólo te pido una cosa, escríbeme todos los días. Y otra.

—¿Cuál?

—Déjame bailar los domingos; eso me desahoga, lo sabes mejor que nadie.

—Si sólo es eso…

—No te pido más.

Noche cerrada. Palabras y llanto. La respiración y el viento formaban un solo ruido, una sola cosa, flauta rota sobre el hombro.

—Sólo bailar los domingos. Sólo bailar.

—Me da miedo, estoy seguro de que tengo miedo.

Las minas de Cangas de Onís no eran para él. Su cuerpo cada día más oscuro y delgado, y se miraba en el espejo de los ojos aquellos lánguidos y enfermizos. Sin embargo, todos los días escribía una carta a María de Sosa. Tascas de Ponferrada, vinos agrios, y cuchillos y navajas de pleitos nunca zanjados. Brillaban las hojas, y las pupilas de los que tenían los cuchillos en la mano. Colinas de carbón siempre húmedo, vagonetas que hacían ruidos espeluznantes y extraños, calaminas, y rostros sin expresión de hombres, chafarrinones, manos y cuerpos desnudos de color del fango. Cada tarde una botella de vino le hacía olvidar. Era como beberse su propia vida. Aquello no era para él. Fondas de Bilbao con sus cuartos comunes donde se respiraba el aliento de los demás, fétido, podrido; aire que pasaba el mismo por los pulmones de todos; los niños canijos, los viejos de ojos llorosos, las mujeres, y los hombres que fumaban en silencio bajo aquella bombilla viejísima y muerta.

En Bilbao creyeron que Do Pereiro estaba loco. No salía de aquel cuarto que parecía el dormitorio de una cárcel o de un cuartel. Pasaba las tardes escribiendo, pluma y papel, tinterillo de vidrio verde, y las palabras que decían lo mismo: «Querida María, querida, querida…». Por eso cuando recibió la carta de María de Sosa, «Me caso con tu amigo Eduardo Santos, perdóname, era mucho esperar. No pude más, no pude. Tú ya lo sabías…», se le desataron las sangres.

—La madre que me ha echado. Yo no tengo la culpa de ser idiota, hemos nacido así. No. Me fui por no verla sufrir de hambre y ella no se aguanta.

Los mostachos de Carvalho tenían color de seda vieja. La lengua salía de su escondrijo, lentamente, oscuro animalillo indagador, chupaba la fruta confitada de los labios, y vuelta a ocultarse. Por debajo del bigote sin peinar, fluía el himno ancestral del idioma. Se sentía feliz. La carta de María de Sosa, olvidada ya en la memoria.

Do Pereiro pidió otra botella de vino.

—Beberemos hasta tocarnos el vino con los dedos. Un litro, amigo, un litro para recordar a Portugal. Hay que mojar los recuerdos.

—¿Cómo te llamas?

—Luis Carvalho, obrero sin trabajo, te lo he dicho. Y me gustan las mujeres.

—A mí también.

—Pasaremos la tarde juntos. Esta ciudad es muy triste, humo y calles sucias. Pero corre el dinero. No es como Lisboa, no lo es.

A Do Pereiro le vagaban los ojos soñolientos.

—Y tú, ¿qué haces?

—Nada. Vivo.

—Yo estoy mirando de irme a Francia. No quise hacerlo desde Portugal, tuve miedo. En Francia dicen que el trabajo se paga. Y a uno le consideran. Han muerto muchos franceses en la guerra y quieren gente que trabaje.

La voz, el recuerdo, la memoria de María de Sosa, como un martillo, como un golpe que no se acababa jamás. Sin interrumpirse: «Debes ir a Francia, mi padre pasó allí cuatro años y trajo dinero. Luego puso una tienda. No le fue del todo bien, pero la puso. Quiso volver a Portugal y ahí estuvo su error. Le engañaron. Pero los cuartos para poner la tienda los trajo de Francia». Y ahora la carta. «Me he casado con tu amigo Eduardo Santos, el que jugaba a los bolos». No tenía objeto escapar de la vida. Todos los caminos llevaban a la casa de María de Sosa, todas las esquinas tenían la huella de la espalda de María. Apretada en sus brazos, bajo la sombra de la noche, balcón donde las macetas se mustiaban, bochorno, olor a geranio, a colonia de botellón, en el pelo liso y suave de María.

—Hueles a tabaco.

—Nadie me ha puesto la mano y quieres que te lo diga. Quieres, y te gusta oírlo; nadie sino tú.

Todos los rincones perdidos de la ciudad, donde orinan los perros extraviados, sin amo ni collar, donde la noche es más noche. Las estrellas con brillos de plata vieja sobre el cuerpo desfallecido de María de Sosa. Cada palabra pronunciada apenas, modulada en los labios, nada más que aliento, respiración fatigada, cansancio, esperanza, fatiga otra vez, era un verso nuevo que cerraba el poema. María de Sosa, cuerpo sin fuerza, fugitiva sombra.

—Llévame a casa, es ya tarde.

Aquello era agua pasada, memorias perdidas. Se habían roto los puentes que indefectiblemente, con ciega fatalidad, conducían su cuerpo querencioso a la tierra antigua de Portugal.

—Francia, ¿y después qué?

La voz de Carvalho fluía por debajo del bigote como un líquido susurrante.

—Te estoy hablando, pareces borracho.

No le llegaba el sentido de las palabras.

—Conforme, conforme. No quiero comprar una tienda ya, no me importa morir en otra tierra, ni que me entierren en un camposanto sin parientes. Ya no deseo nada.

Se encendieron las luces de la taberna. En el mostrador, las botellas y los frascos eran ampollas llenas de luz.

Cuando salieron a la calle, Do Pereiro respiró profundamente.

—No se oxidarán así como así los pulmones. Es otra cosa respirar aire puro. No es esto, para los que nos criamos en el campo.

Carvalho ataba los cabos.

¿Puedo contar contigo? Yo quiero reunir a cuatro y casi los tengo. El camino se hace mejor.

—Conforme, conforme.

Al cerrar la puerta se sintieron liberados, completamente distintos.

***

En las manos de Do Pereiro, los cagajones parecían todavía calientes. Los palpaba como un arqueólogo los fósiles hallados al azar. Eran caballos; granos de cebada sin masticar, casi germinados, con hinchazón. Aquello tenía una explicación y la buscaba. La casa oculta entre los árboles. La explicación era sencilla. Allí se refugiaban hombres como ellos; perseguidos políticos, tránsfugas, contrabandistas y mendigos. Cosa natural, los guardiaciviles venían en su busca. «Viva la libertá». Las paredes de la habitación tenían escrita la historia, de cada hombre, sólo a medias, un dato, el de una noche, o una sola hora de los hombres que hicieron alto. «Julio López. Año 1937. Dormí antes de pasar a Francia», «Mañana estaré en Francia. José Álvarez. 3-4-40». La casa era el último refugio antes de llegar a la raya. El salto, pues, estaba próximo. Carvalho había dicho:

—De allí Perkain nos llevará de la mano. Es un hombre de sangre fría, su mirada se clava en lo que mira. Se ve enseguida que tiene la verdad dentro.

Los caballos habían llegado una de aquellas noches. Los contrabandistas no emplean caballos, van a pie por los caminos, y arrojan el alijo cuando se les echa el alto. La noche anterior el cabo ha recibido aviso: «Han llegado, han llegado. Están vagando por el monte». El cabo sabe dónde está la casa, lo sabe, y está anotada en el mapa de la sala de armas. Entonces llegan los caballos hasta el pie de la sala de armas. Hay provisiones para ellos, traen zurrones con paja y cebada. Do Pereiro se detuvo y miró otra vez al suelo. Las huellas de las herraduras sobre la tierra oscura.

—Las herraduras llevan clavos del nueve, los caballos de la guardia civil conocen la cuadra, no se asustan de las ratas ni de los cuervos.

Los clavos habían dejado sus hoyuelos pentagonales debajo del pesebre, las hormigas los cubrían con su movimiento ininterrumpido. Efectivamente la guardia civil había pasado allí la noche última.

Cuando Do Pereiro regresó de su inspección se detuvo en el umbral de la puerta. El viejo bostezaba; la boca rosada, las encías y la lengua como flotando en un vaho luminoso. Carvalho, echado tripa arriba, se rascaba el ombligo con las dos manos. El vientre blando parecía una bola en movimiento; el ombligo negro, piedrecita atrapada en el pliegue de la carne. El cuarto, Juscelino Da Costa, sin barba —bozo, mirada de niño, displicente—, sonreía. Era como si no comprendiese nada.

Juscelino sonreía al ver a Do Pereiro en el umbral, los ojos divagadores, sin mirar. Detrás de él, el pasillo. Le vio alzar la mano.

—Buenos días, compañeros, se os saluda.

El viejo miraba desde su lecho de hierba ahumada, hierba vieja y sin olor, como las hierbas que hay en las casas colgadas de los techos, hacedillos medicinales, pálidos, que de siempre están colgados allí.

Juscelino dijo:

—Nos damos importancia, yo digo, y no somos nadie. Me lo digo muchas veces para que no se suba el humo a la cabeza. Somos unos muertos de hambre. Una puñetera mierda todos juntos. Tiene gracia la cosa.

Carvalho se rascaba, igual que el viejo, la tripa membranosa donde nadaba apacible el pulpo del sol. No dijo nada.