La hora del desayuno

El cuartelillo de la guardia civil tenía un aspecto triste y sucio junto al río. Se reflejaban en el agua lejana los bordes del tejado; dentadura roída por un sarro verde y azul; los canalillos de los aleros con musgos secos y una luz imprecisa que tenía a esas horas el amanecer. Sobre la piedra oscura de la puerta, la tabla descuadernada, y en ella la bandera y las letras pintadas a brocha gorda. «Cuartel de la Guardia Civil. Todo por la Patria». La pintura tenía surcos y erosiones como la tierra, interminable cosido de arrugas y de sombras. A las paredes, un día blancas y estiradas, el tiempo —años o siglos, o tan sólo unos minutos de intensa lluvia— las había ennegrecido. Soles milenarios dejaron su orín en las verjas de las ventanas. El río Bidasoa, animal fabuloso, de oscuras sangres, perezoso y lento, con su espalda tallada por las breves sombras que tenía el cielo.

El embarcadero de madera, un puente antiguo, la empalizada carcomida por las algas.

Por la ventana abierta se veía el espejo colgado de su escarpia. La cuerda polvorienta y el marco dorado con las esquinas de flores y ramajes. En el fondo silencioso del espejo, como en el fondo de las aguas, estaban las cosas reflejadas e inexactas. La mesita con los tarros de cristal; los chismecitos con usos rarísimos: pinzas de depilar, tenacitas de rizar pestañas, limas, pinceles y polveras con su borlón oloroso. Había muchas cosas más: la cama y la colcha de sangres descoloridas; la alfombra desflecada, y en aquel caos alucinante, el cuerpo perezoso de la mujer sobre la cama con las piernas colgadas. Estiraba los brazos y las piernas como las ramas de un compás. Se miraba las piernas y los brazos. Se recogía el cabello caído sobre los hombros, lo echaba sobre el rostro, ocultaba la oreja. Los pechos deshinchados, verrugones sin formas, se plasmaban en el espejo; únicamente quedaba el negro círculo de los pezones, y la masa coagulada en la luz gris del amanecer.

—Buenos días. Aquí estoy yo. Todavía no tengo patas de gallo. No es verdad que pasan los años, cuando se tiene resignación.

Parecía ordenar las flores de un jarrón. Se alejaba del espejo.

—La cosa va bien, pero que muy bien. ¿Qué sería de una mujer sin tetas?

Volvía otra vez la forma con sombra, no era una masa blanda, aplanada, sino algo distinto: un globo hinchado, una flor, un pájaro.

—Ahora sí, ya está. A veces es como si desapareciera debajo de las costillas. ¡Qué horror! Sería terrible amanecer una mañana sin tetas. Horrible.

Desde el cuartel sólo se veía el dibujo de la tierra. Un perfil meticuloso de montañas y verdes bosques, encaramados en las laderas. El cielo azul o rojo, como un agujero de la misma tierra. Colgado en la bruma rojiza de la mañana, un caserío con las cinco luces encendidas de sus ventanas. Desde aquella casa se veían las llanuras de Francia, también las iglesias y los cementerios llenos de cruces y de hierbas, y de árboles raquíticos, todo lejos, muy lejos, como formando parte de otro mundo, de otra tierra que no era la de ellos.

Maruja veía las cinco luces encendidas, y eran cinco lamparillas votivas en lo alto de los cielos, fantasmales y tristes, dentro de la bruma, vagando silenciosas, desplazadas.

—Mari Joshepa y Joshe Andrés, entre los dos hacen tres. Mari Joshepa tiene pecas, y Joshe Andrés mira con el ojo al vuelto. Por eso dejan encendidas las luces toda la noche. Dicen que por los espíritus, pero no es verdad. Si tienen los niños deformes y tontos no es por los males de ojo, ni por los achaques de la luna. Joshe Andrés bebe vino y no mide lo que bebe. Andra Mari bebe más todavía, y hacen los hijos cuando los dos están borrachos, y por eso salen como salen, no por los espíritus, y es igual que dejen o no las luces encendidas toda la noche. Y desde su casa se ve el cementerio donde están los otros hijos que se murieron antes de nacer, o recién nacidos. Los llevaron en un carro de bueyes, y los parientes sentados en las banquetas aquellas bebían también el vino sin medirlo.

A poniente el río Bidasoa rasga la tierra en dos y las dos rocas hermanas, exactamente iguales, parecen dos puños crispados. Se ven los dedos, y las uñas clavándose en las palmas. Una mano es de España, la otra de Francia. Dos puños se disputan las aguas del río. Cuando el cabo oyó por primera vez aquello, le hizo gracia.

—Los franchutes no nos han querido nunca.

El caminero decía:

—¿Y nosotros a ellos?

El cabo sabía historia y geografía y ciencias naturales, y gramática castellana, pero se encogía de hombros. Le gustaban las frases bonitas.

—Este paisaje es impresionante.

Desde allí la frontera corría entre la hierba, culebrón perdido que había que buscarlo y nadie encontraba. Había que abrir bien los ojos para no meterse en tierra ajena, el mojón de cemento estaba en algún sitio, con unos numeritos indescifrables del Instituto Geográfico y Catastral. Los hombres aquellos de las mochilas y los espejitos y los aparatos que había que mirar con un ojo cerrado, los pusieron hace tiempo. Pero nadie diría a ciencia cierta por dónde iba la raya.

El cabo se desesperaba.

—Inútil. Hay gentes que se deberían morir de hambre. Y se llaman técnicos, y cobran buenos sueldos. Pero qué raya, señores, qué raya, la madre que los parió.

Sin embargo la raya estaba trazada para algo: dos tierras cortadas, incomunicables, la raya las hacía distintas. El cabo creía en ella, olfateaba el aire, se orientaba.

—Por ahí sale el sol. A nuestra espalda España. Allí al frente la tierra de Francia. Si no mienten los mapas, aquí tiene que estar el mojón.

Maruja volvió al espejo. Sobre los hombros, el peinador, la cabellera derramada como una llama, los hombros robustos, de campesina; salían los brazos ondulados en el aire. Las cicatrices de las venas se marcaban en la carne blanca. El peine arrastraba el pelo hacia la frente.

—Parezco la Marlene Dietrich. No me gusta.

El pelo cogido en la nuca.

—La Greta Garbo. Tampoco.

Un mechón sobre el ojo, le rayaba la mirada, las pestañas detrás de la cortinilla moviéndose lentamente.

—Mejor, mucho mejor, estoy más guapa, ¡qué cosas!

Extraño asombro. Los párpados se caían sobre los ojos soñolientos, casi cerrando la abertura por donde salía un fulgor verde. La mirada de gata.

—¿Anastasio, dónde estás? No digas que no has venido. Toda la noche fuera, y me haces esperar. Me da mucha tristeza pasar la noche sola. ¿Han cantado ya los portugueses?

El eco rebotaba en las paredes, canción antigua y olvidada. Los mil cristalitos del silencio rechinaban. En el caserío de Mari Joshepa se habían apagado dos luces. Quedaban tres. La última se apagaría definitivamente a las diez de la mañana. A esa hora se levantaba la abuela, que también le gustaba el vino.

—¡Anastasio! ¡Qué pesado! Sabes que te estoy esperando, cariño, y te haces de rogar. No quiero que me reproches. Para eso estamos casados. Y toda la noche fuera es mucho tiempo. Si tardas, yo me visto, y no me tocas en tres días.

Conocía de memoria las palabras de Anastasio. Y las repetía dentro, en silencio.

—No te pongas así las tetas, que le pones negro al cabo.

Maruja respondía:

—Y a mí qué. Lo hago por ti. Que se chinchen.

—No está bien, de todas maneras, son hombres.

—Yo sola aquí dentro, ¿no les da vergüenza? Que traiga cada uno su mujer, y no tendrán que mirar a lo que es de una. Para eso tengo lo que tengo, para que se vea. Además me hago la idea de que vivo en la ciudad, salgo a la compra y los hombres, unos sinvergüenzas, me dicen cosas. Y a las mujeres nos gusta que nos digan porquerías. No te enfades, Anastasio, pero nos gusta. Es muy de mujer esto.

Anastasio se ponía nervioso.

—Maruja, no provoques. Estamos aislados, sólo de paso, ya lo sabes. Pediré traslado en cuanto haya algo que nos interese de verdad. A otro pueblo, no. Yo quiero para ti una capital, o una ciudad. Pero para que salga algo bueno, hay que esperar y hacer méritos.

Maruja no comprendía.

—Podrirse vivos, eso, eso, y chincharse.

—Mira, hazme caso; estamos aquí encerrados, como los muertos en las sepulturas, cierto. Siempre mirando hacia arriba, y sólo vemos el cielo, cierto. A los costados no hay nada, sólo la tierra. Los hombres tenemos nuestro fuego dentro y nos quema la sangre, nos devora. Es como el incendio, viene de repente, no es de todos los días, ni a todas las horas, no. Con estas cosas no puede jugarse.

El espejo perdía el brillo cada vez que el sol se movía desplazado en su órbita. Los objetos —desvaídos perfiles, rotas líneas—, envueltos en la sombra iluminada de la luz, se estremecían como en un globo de cristal.

—Bah, qué le vamos a hacer, malmorir en este agujero, como bichos sin alma. ¡Quién me iba a decir a mí esto! Y nos pasa así en la vida, que a ti te gusta la calle… pues te voy a dar una cárcel. A ti te gusta el dinero, toma, la miseria más miseria, toma, jódete, toma, luego dicen. ¡Y qué si me pongo las tetas así, qué! Una tiene que dejar muchas cosas cuando se casa; pues sí, es verdad, es verdad. Venir a meterse aquí, como si uno no tuviese que comer de otra manera. Y ahora con éstas; pase porque no me dejes hablar con los hombres, Anastasio, pero renunciar a que me vean, no, no y no.

***

Hasta la conciencia le llegó el ruido de los pasos. Subía por las escaleras reptando; se detenía, o al menos lo parecía, penetraba en los oídos silenciosamente, y no pasaba de allí, sino el rumor lejano, los golpes rítmicos, obsesionantes, sobre algo, tac, tac, tac, y nada más. Detuvo las manos sobre la mesita de los ungüentos; frascos ya comenzados, precintos de cremas extranjeras, maquillajes, peines y recetas de belleza recortadas de los periódicos dedicados a la mujer. En el espejo se había quedado el rostro, como una medalla colgada. Desde la puerta le vino el olor a tabaco quemado de las ropas del cabo.

La ponía nerviosa el aroma peculiar, o la fragancia marchita, o la fetidez que respiraba la guerrera del cabo, cuando ella la zurcía. No encontraba explicación a ese olor, ni la tenía. Su padre cuando la cogía de niña y abría la boca para besarla, tenía el mismo olor. Dentro, los dientes amarillos, la lengua roja, las encías. Y aquel olor pestilente a tabaco y a vino. Maruja se había hecho a eso y le gustaba.

Efectivamente, vio la estrella de las espuelas goteando luz; las espigas niqueladas hundidas en el cuero, los músculos del pecho, hinchados como sogas. Se miraba las manos. El cabo llevaba la guerrera desabrochada, y debajo, los hombros tersos, esculpidos.

—Sube a cambiarse. Eso sí, cuidadoso de su persona como el primero. Son los años, yo me digo. Los años. Cuando se le hagan roñas en la espalda no se mudará dos veces a la semana. Y pasarán días sin lavarse la cara, y sin peinarse. Anastasio nunca lo ha hecho tampoco de soltero. Y ahora lo hace, vaya que si lo hace.

Espiaba desde la puerta la ranura entreabierta que le ofrecía un campo visual espléndido: la estampa entera del hombre caminando por el pasillo. Titubeaba desandando el camino. El cuello desabrochado, con las hilachas negras del pelo, los mechones sobre la frente, el rostro en la sombra. En la cabeza despeinada, las orejas se le hacían trasparentes, los nervios más oscuros, semejantes a las venillas de un pétalo, pegadas a la carne.

—¿Qué buscará este hombre? Abajo se oyen voces. A mí no me importa que cojan o no portugueses, a mí lo que me joroba es que no pase las noches Anastasio en su cama, a mi lado. Yo me he casado para dormir con él, qué caray. Y decir lo otro es mentir. Y si es así, yo diría que ojalá no cojan a ninguno de esos desgraciados.

***

Anastasio también llegaría a cabo. También. Su sueño, único sueño encerrado en el frasco recóndito del alma, sin mustiarse, renovado y fragante: cabo, mandar y disponer. Puestos avanzados en la frontera, reglamentos, régimen interior, cuartelillos y salas de armas.

—Tendré tiempo para estudiar las ordenanzas y especializarme en el contrabando y la frontera. Luego los códigos y todas esas cosas sin importancia en el servicio, pero que son de mucha utilidad.

Los dedos terrosos se movían en el aire. Las uñas de color morado desaparecían al girar la mano.

—Lo más difícil es hacer un atestado, pero otros lo hacen, yo no seré menos. Lo demás viene por su pie. Eso es, por su pie.

La voz concisa de Anastasio, las lejanas palabras perdidas en el tiempo. Maruja sentía las manos de Anastasio, huidizas y suaves; los dedos recorrían la palma, la arañaban, los cinco insectos trepaban las colinas de su mano. Le tentaba los pechos. Maruja miraba los chopos metidos en su envoltorio de luz. No decía nada.

—Uy, en llegando a cabo, sargento no es difícil. Los años nada más, y un poquillo de suerte, el escalafón, nuestro mejor amigo. Los años que le hacen a uno costra en la espalda, y ese pariente de mi madre que está en Capitanía General. Tú no le has llegado a conocer, un tío simpático. Ése sí que salió de la nada. Entró de turuta cuando lo de Alhucemas, el hombre era un jabato, no le tenía miedo a la muerte, un tío de pelo en pecho, como no caen dos en la docena. Tenía eso bien puesto.

Las manos afiladas desabrochaban la presilla del cuello, la carne cede.

—Es comandante de Estado Mayor, lleva buena carrera el tío, toda la guerra enchufado, ése no sabe lo que es una trinchera. Bueno, lo sabe por los libros. No distingue una cureña del trípode de una ametralladora, ni una granada de mortero de una bomba de espoleta de aviación. Y tiene más millones que Rothschild. Se casó bien, tuvo suerte; ya sabes, la suerte viene acompañada. Una señorona de esas que fuman y toman té a las cinco. Un poco vieja, cierto, no hay por qué negarlo, pero qué más da, dinero le sobra al pájaro, psh, y esas gentes, ya sabes, se entienden bien.

Anastasio hablaba desde la lejanía del tiempo. Hacía años o siglos cuando eso había ocurrido. Y las cosas ya no estaban en su sitio. Todo distinto; aquel río, las tardes de otro color menos sangriento, y aquel chopo donde él la echaba, ya no está, ni las hierbas, ni las piedras.

—Los conflictos, Maruja, para los pobres. El pariente este es un tipo, ¿eh? No es porque sea primo de mi madre. Lo dice cualquiera. Bien plantado y tal, ¿eh? Su bigotito negro, las manos finas, las gafas de sol en el bolsillo de la chaqueta, y sus detalles que no le faltan. Educado como el primero, eso sí. Nadie diría que fue turuta. El hombre sabe dónde está y con quién habla. Lo mismo le da tutear a un marqués que darle un cigarro a un mendigo. Un poco de agua de colonia, es el secreto, cuatro palabras en inglés, que también lo sabe, sus gotitas de perfume en los pañuelos, y mucha ceremonia. Sabe echarle cuento a la cosa. A nosotros puede venirnos pero que muy bien.

A Maruja no le gustaba oírle hablar así. Y le contradecía.

—A mí no me gustan los tipos esos, que sólo buscan el dinero y son unos cerdos. La vida tiene otras cosas.

Pero Anastasio le ponía la mano en el cuello. Era dulce aquella mano.

—Ha tenido mucha suerte el pájaro. Para mí la quisiera.

Le hubiera gustado oírle decir esas cosas que dicen los hombres. Soñar la vida que no existe, la vida escrita en los libros y en la imaginación de los humildes, de los fracasados, de los locos y de los que tienen el corazón en la mano. Anastasio hablaba. Le hacían daño sus palabras. Triste monólogo.

—En el frente de Teruel, un día…

Maruja ya no quería escuchar. Resultaba aburrido.

***

Cuando vio al cabo desaparecer por las escaleras, respiró.

—Este hombre llegará pronto a teniente.

Las estrellas doradas en la bocamanga, el uniforme, los guantes en la mano, las uñas pálidas. Bella estampa. Legendaria figura de ballet.

—¿Los habían cogido? Pobre gente. Yo les tengo ley a los que andan por ahí, escapados. No puedo evitarlo.

La habitación cuadrada de la Sala de Armas parecía una celda conventual. Sobre el muro encalado, el retrato del general Franco; en el otro un mapa, casi un croquis hecho a mano. Allí una mano ignorada había señalado con trazos de lápiz rojo los caminos, las casas de campo, los vericuetos y los senderos ocultos, puntos extraños, misteriosos signos y rayas. Querían decir: «Contrabando». Caballos, puntillas, rodamientos a bolas, penicilina. En el rincón el armero de madera pintada y, suspendido de una escarpia, un reloj redondo. Estampada en la esfera esmaltada la marca de la casa. «Raimundo Platas. Fábrica de camas, de muelle y malla. Jergones. Estación. Logroño». Nadie hubiera dicho que aquel artefacto era un reloj. Se hubiera dicho que un barómetro o una bomba, o un manómetro.

Las ocho menos cuarto de la mañana.

El cabo se restregaba las manos cuando entró.

—¿Ha cantado ya, Anastasio?

—No, mi cabo. Este hombre no sabe nada. Lo juraría, por mi madre, y por Dios también.