Era sábado y el cura había madrugado porque tenía costumbre de quitar los manteles de los altares y dejarlos sobre las cajonerías de la sacristía. Estaban allí hasta que llegaban las mujeres piadosas que van todos los días a misa, y encienden lamparillas a los santos de nombres rarísimos y recogen los manteles, los lavan entre semana, los planchan con el hierro caliente. Las mujeres hacían esto el lunes o el martes, y les llevaba tiempo almidonar las telas hasta que con la plancha salían rígidas, como las obleas o el papel de plata, los rizados y los flecos tiesos igual que los manteles de las casas ricas.
El cura hablaba siempre en la iglesia. Los santos en las hornacinas con sus ojillos y sus manos secas, y los vestidos de colores hermosos, sus coronas polvorientas, le escuchaban.
—Esta iglesia es viejísima. Ya consta en los libros que en el siglo XV existía una capilla dedicada a Santa Brígida. Se le fueron añadiendo capillas a distintos santos, y nos salió este edificio sin gusto.
En las primeras horas el mismo cura se ayudaba. Tiraba de la cuerda y la campana se agitaba nerviosa en el campanario donde duermen las lechuzas y se aletargan los murciélagos; están las cigüeñas y los aires se entrecruzan y pasan y traspasan cien veces los ojos de la torre. Abría las puertas chirriantes, cada una con su gigantesca llave, daba cuerda al reloj de pared que se adelantaba o retrasaba y sabía cuándo iba a llover o cuándo el tiempo sería seco, como las piernas reumáticas, o los viejos que les duele el dedo gordo del pie. Entonces la iglesia se llenaba de ruidos extraordinarios. Las cerrajas igual que cajas misteriosas con música dentro, el reloj y la péndola amarilla que era una hostia o un badajo, cortando a cercén el tejido del silencio. Todo el edificio viejísimo de la iglesia retemblaba y tenía ruidos, corrientes subterráneas, como un cuerpo vivo.
—En sus tiempos la parroquia tenía tres beneficiados y un sacristán con sueldo.
Al segundo toque venía las mujeres metidas en los echarpes negros. Pájaros nocturnos, que traen y llevan los males, y las enfermedades, y los malos quereres, y la tartamudez de los niños, y los amores clandestinos, las bancarrotas, los fraudes, el mal de ojo, y el sarampión a quien no lo tiene. Cada mujer traía su mal y quería curarlo. Regresaban de la noche, y traían legañas y costras y humedades en los ojos; todavía con los sueños y la caricia que dan los mismos sueños. Se colocaban una a una debajo de los púlpitos, resguardadas de los vientos y las corrientes de aire, de los fríos traidores. Sacaban sus libros viejos como sus manos, sucios, arrugados, sombras azules y verdes en sus hojas que hacían las lágrimas arrepentidas, al caer sobre el papel y desteñir las grandes letras magistrales con dibujos y acuarelas y figuras piadosas que daban comienzo a los capítulos.
El cura, todas las mañanas, decía:
—El monaguillo no ha venido, a ver quién contesta a la misa.
Las lucecitas de los cirios eran insectos o corazones de gente muerta. Aquellos corazones, o insectos, se comían poco a poco la cera sagrada de los cirios.
Vino el sacristán y daba grandes voces por la iglesia.
—¿Está don Macario en la sacristía?
Había visto más de diez curas llegar con las maletas de cartón, su timidez primeriza, sus titubeos, sus preguntas inverosímiles. «¿Dónde están las vinajeras? ¿Y los alzapaños? En el libro inventario hay consignado un apagavelas de plata para el culto de Jueves Santo». Lo único que pedían era limpieza. «Comer es lo de menos. Pero la limpieza, no, por eso no paso». Sabían dónde estaban las humedades y de qué venían, ponían tocinos envenenados y trampas de alambre para las ratas que se comían las maderas apolilladas de los retablos. Sabían muchas cosas más, la misa de Perossi, el Agur Jaunak, jugar a la pelota, beber vino de porrón de cuando la guerra, blasfemar en castellano, también de entonces.
La sacristía era grande y espaciosa con olores a telas dobladas; entre tela y tela bolas de alcanfor y cortezas de naranja, ramas de espliego que daban un olor agreste y montaraz a los cajones de viejas maderas. Al cura le gustaba aquel olor.
El sacristán entró sin aliento.
—Hay portugueses en la borda, Don Macario.
Sobre los hombros tenía el alba remendada y las manos que deshacían los pliegues. El cura corrió las manos y el alba cayó sobre los hábitos cubriéndolos de una espuma sucia.
—¿Quién los ha visto?
—Yo. Anoche me perdí. Shoshé me pidió que fuese delante. Nos habían traído una mujer y dos niños. Había que pasarlos anoche mismo porque los esperaban en Sara. Gente importante, digo yo. Tenían las manos muy blancas. La noche no era propia. Yo fui delante. Oí voces entre los árboles. Eran voces extrañas, no se entendía nada.
El cura cogió el cíngulo con dos grandes borlas polvorientas; lo anudó a su cintura. Las borlas caían casi hasta el suelo.
—¿No sueñas, Martín?
—No, señor. Yo hice la seña. Anoche era una flauta. Di vueltas y vueltas alrededor de aquellas voces y nadie contestó. Parecían aturdidos y discutían entre ellos.
El cura tan sólo dijo:
—Pobrecitos.
***
Había dicho muchas cosas más. Había dicho que el lunes por la tarde subía las sendas perdidas, los barrancos entre los montes, y seguía el camino que por la noche siguen los hombres. Así una hora, dos horas, hasta llegar a la casa. El paisaje era el mismo, el color de las piedras y de la tierra, el de las tapias y las talanqueras alrededor de los huertos, el agua de las fuentes y los tejados de la casa.
Sin embargo había llegado a Francia. Se daban las manos y hablaban vascuence. El otro cura tenía los ojos oscuros y no movía la boca cuando decía lo que decía:
—Se sabe quién los abandona en el monte, y quién los denuncia a la gendarmería francesa. Esto hay que evitarlo.
Pasaban las horas junto a la mesa. Escribían en un papel y se servían vino de la jarra como dos hermanos. El sol bajaba lánguido por los cielos. Don Macario se abotonaba la sotana que tenía muchos botones arrancados y los ojales por donde metía los dedos y los sacaba, y así cien veces. Otra vez darse las manos. En la mesa quedaba el cuchillo y el pan y las rebanadas de queso y los dibujos que hacía el vino al derramarse sobre las tablas y los clavos que juntaban las maderas.
El cura francés hablaba con energía:
—Esto tiene que acabarse.
Quedaba el olor que dan las bolas de alcanfor a los trajes de los curas siempre guardados en los armarios de las sacristías. El cura francés no olía a espliego, ni a cortezas de naranja, ni a bolas de alcanfor. Era otra cosa. Y sin embargo, los dos hablaban vascuence, y los dos decían:
—Pobrecitos. Hay que hacer algo.
—Son cristianos.
El cura francés seguía:
—Y si no lo son, lo mismo.
Don Macario comprendió.
—Sí, sí, igual.
El cura francés sabía cosas. Las decía.
—Hay gentes que no tienen entrañas. Y son de los nuestros. Los dejan por ahí, en cualquier sitio, después de cobrar. Si los podemos eliminar haremos algo bueno por los hombres. Debemos estar junto al que sufre y al que persigue la justicia.
Don Macario parecía llorar.
—Pobrecitos.
Otra vez se daban la mano y no se despedían del todo, mirando siempre al sol que había caído más en el foso del cielo. Definitivamente se cerraba la puerta claveteada, y el cura bajaba deprisa por los caminos del contrabando, que siguen los hombres por la noche.
***
El sacristán le ayudó a meterse la casulla con su gran cruz latina a la espalda.
—Hay que hacer algo, Martín, por estos pobrecitos.
—¿El qué Don Macario? Los guardias saben que están aquí. Yo los he visto hace una hora en la borda.
—¿Quién los ha traído?
—No sé. Me miraban como mira una vaca o un perro cuando tiene miedo. Y decían algo con las manos. Yo los he visto. Las llevaban a donde tenemos el corazón y la boca. Tienen hambre.
***
El amanecer era una mancha aplastada o una vaga oscilación de las sombras que se trasladaban de lugar lentamente. La casa se perdía borrosa y enturbiada en aquel caos gris, estremecido, donde los árboles y la tierra no tenían consistencia, como en un espejo que girase vertiginosamente y alocado alrededor de ningún eje. El amanecer era un río o un lago, o simplemente una gran charca con brumas y algas, pájaros y verdes maravillosos; azules violáceos como las manos de los muertos, colosales manos y nenúfares flotantes, y abanicos y espejos de oxidados azogues.
El sacristán había visto muchos amaneceres y ninguno igual, porque las luces eran distintas, y distintos los horizontes, y el compás de la lejanía. La casa tampoco era la misma. Era maravilloso verla al atardecer, cubierta de un polvo dorado o rojo, a mediodía con los tejados llenos de sol, al apuntar el alba con el moho verde en las piedras, como si fuese un musgo mágico.
Los hombres estaban en el salón. Algún tiempo tuvo bargueños y arcones llenos de ropas, y cuadros pintados al óleo, como las casas del país, y grandes balcones de maderas torneadas.
Juscelino miraba a los balcones.
—Yo no he pegado ojo. Así no se puede dormir.
El viejo se estiraba.
—Las noches son para dormir en una cama.
Vieron al hombre en la puerta, pero no parecía hombre sino una figura pintada, y la puerta una puerta falsa. Inmediatamente retrocedió.
Carvalho le seguía.
—Eh, oiga, oiga.
Le hablaba en mal castellano aprendido en las minas y en las fábricas de Bilbao. El hombre se detuvo ya en el campo. Guardaba las distancias. En el vano de los balcones estaban los otros, el viejo legañoso y flaco; Do Pereiro tiritando; Juscelino que parecía un niño, el rostro limpio y puro.
El viejo decía:
—Éste es el de anoche.
Carvalho gritaba desde el umbral. Si Carvalho daba un paso el hombre también lo daba. El viejo echaba sus consejos desde el balcón.
—Sácale la navaja Carvalho. Sácale, que eso ya entiende.
Pero Carvalho no le hacía ningún caso.
—Oiga, oiga, ¿dónde estamos?
El hombre se había detenido y miraba desconfiado a su alrededor.
—Aquí.
—Pero ¿dónde? Mire, aquí en el papel hay un puente, y aquí el río se va hacia Francia. ¿Dónde estamos?
—Aquí. No saber.
El viejo gritaba.
—Sácale la navaja Carvalho. Sácale.
Carvalho no hacía caso.
—Vamos a ver. Guau, guau, guau. ¿Eh? ¿Esto tampoco? Es la contraseña que nos han dado. Tú eres el de la flauta de anoche.
Do Pereiro sacó su voz de mujer.
—No me sufre la paciencia. Queremos comer, usted. Llevamos día y medio sin echarle al cuerpo nada.
Carvalho les decía desde abajo.
—Este hombre está idiota. No entiende. Eh, queremos comer. ¿No hay compasión en esta tierra?
Se llevaba la mano a la boca. Luego al corazón.
—Por compasión.
El viejo seguía con sus consejos.
—Sácale la navaja.
Y Do Pereiro con su voz.
—Éste conocerá a Perkain. Pregúntale.
—Oiga, oiga. El camino de Francia.
El hombre desapareció detrás de las hayas. Le vieron las gafas y la boina, y las botas atadas con largos cordones de cuero embadurnado. Fue lo último que vieron del sacristán.
***
Don Macario avanzaba con sus pasos metidos sobre la tarima chirriante de la sacristía.
—Hay que hacer algo, Martín. Y pronto.
—¿Pero el qué, Don Macario?
—Ahora voy a decir la misa. Luego hablaremos.
Ya en el altar se volvió. Las mujeres estaban en su sitio, debajo de los púlpitos. Habían abierto los libros y en cada hoja una estampa: recordatorios de muertes trágicas, de muertes dulces, como las de los santos; conmemoraciones de bautizos y de cabos de año, de primeras comuniones, de cantamisas. Había Cristos palidísimos y exangües que daban tristeza, Cristos triunfantes, y Cristo niño con una ovejita dulce y obediente en sus manos.
Don Macario parecía cantar cuando dijo:
—Introibo ad altare Dei.