Ya amanecido

Le habían sorprendido a cien metros de la casa, segando la hierba o la niebla que colgaba de la hierba. Los guardias seguían los golpes del hacha, los ladridos de los perros. Por ellos se orientaban. La casa estaría ya cerca, entre la nube que se había cuajado sobre el campo. Era un humo denso. Le salía a la misma tierra; parecía tener humo dentro y se quemaba. Vieron los pies en movimiento, las abarcas de goma, las cuerdas que ataban las gomas a las piernas.

—Está ahí. Nos ha visto.

El hombre vio por debajo del humo o de la niebla, o de la nube que se acolchaba por encima de las hierbas, las polainas embetunadas, las espuelas sin brillo, las botas. La culata del fusil avanzaba. Y las patas de los caballos, los cascos pintados de anilina, los corvejones peludos. El caballo clavaba los cascos en la tierra, engarfiados en el barro. El cabo había desmontado y caminaba despacio, paso a paso. Los caballos relinchaban husmeando en el aire. Levantaban las crines sacudidas con rabia, inútilmente. Entre la niebla se deformaban las grupas, contorsionadas y horribles, nada más que esbozos. No se veían los arneses humedecidos, el puente de los estribos. La niebla pasaba a ráfagas por debajo del vientre panzudo de los caballos, los envolvía, los dejaba otra vez visibles. Los caballos estaban asustados. Se veían los cascos húmedos, como arcilla azul, resquebrajada. Las herraduras hundidas en la hierba. El cabo entonces dijo:

—La madre que los parió, nos van a descubrir.

—Sería mejor dejarlos aquí, cabo.

—Y que nos los roben; hasta ahí podíamos llegar. Al cabo le han robado los caballos. Diez oídos pegados a la tierra nos escuchan, saben que estamos en este lugar, y ahora mismo. Y si vacilamos, o si tenemos dudas. Ellos lo saben todo. Nos ganan por la mano.

Dejaron los caballos. A unos pasos de ellos sorprendieron la mitad del hombre que nacía de la tierra; el cinto de cuero, los pantalones de pana recogidos en las canillas de las piernas por las vendas de la polaina. Le brillaban las abarcas de caucho negro, de neumático usado. El hombre se echaba sobre la guadaña, recortaba su silueta concisa, tijereteada en la niebla, menos densa ya a sus espaldas. Podían contarse las rayas de la camisa, los bolsillos cerrados con el botón de hueso en el cuello, la barba cerrada, los ojos. Le veían entero, aunque algo borroso, porque el humo aquel volvía a estar delante.

—Buenos días.

El hombre contestó:

—Buenos.

El cabo dijo:

—Qué, ¿de espera?

—¿Dices?

El cabo se impacientaba.

—He dicho que si de espera.

El hombre replicó con los hombros, éstos subieron buscando la cabeza y cuando iban a alcanzarla ya, descendieron, como si la elasticidad del resorte que le empujó hubiese cedido.

—No entender.

—Es usted alemán, o así.

El hombre se miraba las manos, gesto estúpido. Dejó la guadaña en el suelo y sacó la petaca de cuero negro. Al abrirla se desparramaron los granos tostados del tabaco.

El cabo dijo:

—Gracias, no fumo. Venga con nosotros.

El hombre dejó la guadaña sobre la hierba húmeda, recién segada. Se puso la chaqueta con lentitud.

Cuando entraron en la sala de armas olía a podrido. Al abrirse la puerta salió el tafo de orinas estancadas, el putrefacto olor del tabaco quemado en el cenicero. Las colillas retacaban el pocillo de metal, con una grandes letras en los bordes. «Coñac Soberano». Había cenizas blancas, con la forma del cigarro consumido, y parecía que las cenizas tenían letras diminutas, casi legibles. Sobre la mesa, los naipes extendidos. El hule historiado, con el mapa de España donde los guardias estudiaban los partidos judiciales. Junto a los naipes el libro de ordenanzas.

El hombre se detuvo al entrar. Había llevado durante todo el camino la grupa del caballo, por delante, los olores del caballo, el ramalazo del rabo erizado sobre su rostro, siguiendo el trotecillo, con el mismo paso impaciente. Miraba y miraba todas aquellas cosas con angustia. Le sorprendía el recinto donde no podía respirarse, las cuatro paredes de cal, las sillas de rejillas, el armero y los cuadros colgados en las escarpias. Todo era extraño; hasta los muros con sus sombras caprichosas, de humo seco. Horas y horas fumando los guardias alrededor de la mesa; chupaban ansiosos, murciélagos ciegos, glotones, el cigarro apagado en los labios, pegajoso y marchito.

El cabo se restregaba las manos.

—Bien, bien, tenemos un hilo ya cogido. Luego vendrán los otros.

El cenicero lleno de colillas donde moría, extinguido, el tiempo. El cabo cogió el cenicero y lo arrastró sobre la mesa. De la provincia de Guadalajara pasó a la provincia de Pontevedra. Los guardias conocían de memoria el mapa. Días y días alrededor de la mesa, con las manos sobre las cartas, y las cartas en abanico en las tardes de lluvia. El cabo alzó la mano para bajar la bombilla. La cadenita dorada del contrapeso, como las que llevan los relojes de bolsillo o las medallas, dio un vivo reflejo. Entonces el foco de la luz cayó sobre la mano. Círculo indefinido sobre los papeles de barba, trazado sin exactitud, donde estaban iluminados los pliegos de papel, las manos del cabo, la pluma estilográfica.

—¿Se llama usted?

El hombre comprendió. Le habían preguntado mil veces su nombre y mil veces lo había dicho. En el Registro Civil, en la Parroquia, en la Caja de Reclutas, en las oficinas de Correos.

Relincharon los caballos atados al olmo del patio.

—José Mari Oyarbide, pero me llaman Praixku.

—Segundo apellido.

—¿Qué?

—Cómo más.

—Mendieta.

—¿Dónde nació?

—Imirizaldu, Ayuntamiento de Etxalar. Vivo aquí desde el casamiento.

—Ahora me va a decir dónde están los portugueses. Y quién los lleva.

—No sé.

El cabo se puso las gafas. Ordenó.

—Anastasio, tráeme un vaso de agua.

La habitación estaba totalmente a oscuras. La luz de la bombilla caía haciendo un cono perfecto sobre la mesa; los ojos detrás de las gafas daban latidos. El hombre se movió. Sentía miedo o desasosiego. Las noches de contrabando era distinto. Completamente distinto. Oscuras noches de lluvia refugiado bajo los árboles, el agua le caía sobre el rostro, se le pegaba al pelo y a los ojos, chorreaba por dentro del cuerpo. Los pasos de la brigadilla chapoteaban ciegos en los charcos. Espectros, luces, faroles y brillos de pupilas que se dilataban. Gritos, voces jurando en la noche; la hierba escupía el agua. Ellos decían: «La mejor hora, la mejor». Escuchaba desde su escondrijo, debajo del árbol, apenas guarecido el cuerpo del viento que azotaba los troncos con violencia. Oía los gritos, las voces alejadas, arrastrándose por la lluvia. Unos metros tan sólo los separaban.

Él prefería una noche de ésas a dejarse mirar de aquella manera. Los ojos del cabo eran pequeños y distantes, no podía soportarlos. Las noches de lluvia, porteador sin nombre, los barrancos llenos de agua o de viento, sombras y misterios. Los guardiaciviles pasaban muy cerca, y le pisaban la mano, y también los caballos por encima de su cuerpo, le doblaban las costillas con los cascos herrados. Pero esto era peor. El cabo detrás de la mesa, la pluma en la mano, el pliego de papel de barba, el tintero, la carpeta. Mucho peor.

—Habla, hombre, y terminaremos antes. Se oyó el relincho de los caballos en el patio.

—Yo no me entrego tan fácil. Te llevaremos a Pamplona. Eso es, a Pamplona. Allí hay medios legales para hacerte cantar.

El hombre gemía:

—No sé. No sé.

El guardia Anastasio sentía deseos de dejar suelto al hombre y echar a correr. Bajar el pestillo de la puerta, buscar la cama. Sentía pereza en obedecer. Y sin embargo comprendía las razones del cabo.

—Los portugueses estos son gentes indeseables. Llevan las manos manchadas. Nadie se va de su tierra porque sí. Y cómo se van, ¿eh? Sin papeles. En Portugal no atan a nadie. El que quiera puede salir. Hay que hacer un depósito, eso sí, pero es la ley, todo el mundo puede marcharse. Luego está lo de Angola y las cosas de la política. La gente que sabe trabajar debería joderse en la política. Y a estos portugueses les gusta el follón. Le digo…

El guardia Anastasio no quería volver la funda de la memoria. Le salían los malos recuerdos, la infancia sin horizonte, la casa con las puertas descerrajadas, ventanas sin cristales, colchones en el suelo, y ellos echados sin sueño, mirando a los techos, incansables, con las garras del hambre dentro. Días con frío, días con sed y hambre, días cansados ya, agotados. Por todo eso, por los recuerdos y las memorias perdidas que volvían, por los días de tristeza, estaba de parte de los gitanos esquiladores, con sus tijeras, sus zurrones de cuero, sus costras, los ojos negros y profundos, los burriquillos, y el chalaneo. De parte del ladrón sorprendido, de la puta sin documentar, del estafador y de los débiles. De parte del jugador con ventaja, de los mendigos, de los muertos de hambre. No quería estar de ese lado, pero el corazón le llevaba, había caído en la trampa del sentimiento, y era más fuerte que los libros, más que los principios, y que el oficio.

El cabo decía:

—Hemos atrapado una sombra, ahí la tienes, cógela, se guarda en una caja y se lleva a la comandancia de Pamplona. Al desenvolver el paquete se sorprendería. Es una sombra, sólo eso. Y con una sombra no puede hacerse nada.

El cabo tenía aspiraciones: «Hay que ser algo, luchar por algo. Tenemos toda una vida por delante, años y meses, y días y horas. Aquí metidos hay tiempo para construir el trampolín en silencio, siempre en silencio. Luego, zas, se lanza uno, y ya no hay un dios que le siga. No lo hay». Cualquiera hubiera visto en sus ojos escritos los sueños que llevaba el corazón. Con sólo verle las manos, y subir la mirada del papel de barba, o calzarse las polainas hebilladas, ajustar los corchetes de la guerrera. Si le hubieran cosido las estrellas de oficial en la bocamanga no le sorprendería a nadie, porque sería lo mismo, y nada cambiaría. Era oficial ya de antemano. Dignidad. Guantes de cabritilla. Ropa limpia. El cepillo de dientes. La brocha de afeitar. Anastasio quería ser cabo, pero no sería nada, no estaba escrito. Comenzaba a saberlo.

Anastasio dijo:

—Este hombre no sabe nada.

—Sabe demasiado.

Anastasio no llegaría lejos. No había nada escrito en el expediente de su destino. Hojas blancas de papel de barba, cosidas con una cuerda, donde la pluma tenía dificultades para escribir. Su pariente el de Capitanía General le escribió una carta redactada así: «Las cosas no son tan sencillas como tú las ves. Se necesita gente capacitada. Espero que tú te prepares bien». No eran sencillas las cosas. Para él al menos. Para otros sí lo eran. Les salía a pedir de boca. Dicen: «Quiero ser cabo». Pues cabo y con galones nuevos. Salía su nombre en el Boletín Oficial del Estado: «Ahora que me trasladen al campo de Gibraltar. Es de por allí mi mujer». Pues al campo de Gibraltar con él.

La voz del cabo tiraba con sus hilos hacia abajo, el globo del corazón descendía sobre la tierra, y Anastasio oía las palabras.

—Estos portugueses no son tan pobre gente como dicen los curas de por aquí. No lo son. El otro día en Pamplona apareció uno muerto. Lo habían tirado desde el Redín a los fosos. El Diario de Navarra lo dijo. Se llamaba Tristán. Bonito nombre. A nadie se le mata sin más ni más. En una taberna de Jarauta se pincharon dos compatriotas a las tres de la mañana. Y allí, cerca de Lazagurría, tres de éstos asaltaron a un taxista. Al fin le cogieron a uno en la sepultura de un cementerio, y cantó. Estaba muerto de hambre. A los portugueses que yo busco, los dirige Perkain, pero ¿quién es ese Perkain?

Anastasio se acercó a la ventana. La abrió y la luz invadió súbitamente el cuarto. Entonces cruzó el rostro entre los árboles. Los caballos relinchaban atados al olmo con la cabeza alta, plasmada en el fondo terroso de la tapia. Un muchacho corrió zigzagueando. Los caballos piafaban inquietos siguiéndole con los ojos gordos, como gusanos, hundidos los cascos en la tierra que se desprendía de las herraduras. Sólo una fracción de segundo y el rostro estúpido permaneció quieto, mirándole. Tan sólo vio la mancha amarilla, y, palpitando en ella, los fulgurantes reflejos de los ojos. Desapareció inmediatamente.