Todo era borroso e inexacto. Si les hubieran preguntado cuándo habían subido al camión y oyeron las voces aquellas, a lo lejos, perdidas y olvidadas, que les decían sus cosas de un modo triste y amargo, no sabrían decirlo.
—Subir uno a uno. Y arriba, echarse boca abajo sobre la cama. El camión tiene sitio para cuarenta, pero le cargaremos sólo treinta.
Había muchos hombres como ellos, en el sótano de la casa a donde les habían llevado en taxi, desde distintos lugares, ya pasada la raya que separa Portugal del resto del mundo. Los taxistas cobraban al contado mil o dos mil pesetas. Miraban los billetes con dibujos y brillos, los guardaban dentro del cuerpo. Siempre eran billetes nuevos. Y siempre salía bien la cuenta. Llegaban a Tuy, a Redondela, a Bayona, les daban sólo tiempo para tomar una copa, fumarse dos mataquintos y acostarse con una mujer ojerosa y triste que siempre tenía muchísima prisa. La misma mujer pasaba lista en gallego, que para ellos era lo mismo que siempre habían oído. Hombres humildes, con ropas de pana, de oscuros remiendos en las rodilleras, hilos cochambrosos colgando de las bocamangas; silencio en sus ojos, silencio en las bocas atormentadas, recosidas como los pliegues de las ropas.
Lo más terrible era verlos obedecer. Hombres hechos y derechos, se metían en el taxi, resignados; del todo indiferentes. Lo mismo podían haber entrado en una cárcel o en un hospital. El taxista se despedía de la vieja.
—Yo, para la próxima quiero carne joven, abuela.
La vieja no lo tomaba a mal y saludaba con la mano. La veían en la sombra con la mano alzada, igual que muerta. Luego venía otro taxi y lo mismo.
Los taxistas se explicaban sus cosas.
—Vino el cura aquel y me pidió un servicio a Burgos. Los hombres se habían metido sin dejarse ver la cara. Yo no sabía que eran portugueses. No, bien sabe Dios, y cuando vino la policía así se lo dije.
Pero eso no era cierto. Venía aquel hombre y les decía qué tenían que hacer. En Tuy, en Orense, o quizá solamente en Burgos, cinco hombres, cinco sombras agotadas y perdidas, le esperaban. Su misión era sencilla. No decir nada, no preguntar nada, coger el coche y traerlo otra vez hasta Pamplona. Por el camino, los portugueses miraban a través de los cristales la noche que tenía puntitos amarillos y puntitos blancos, dislocados, situados en cualquier manchón, y cada vez se hacían más grandes. Los rostros se pegaban al cristal y veían las bombillas colgando de un clavo, oscilantes, melancólicas, en las callejas de los pueblos. Los puntitos blancos no podían contarse. Estaban sembrados por el cielo, haciendo dibujos que nadie había visto jamás. El cielo los tenía de siempre, y de siempre eran también distintos.
Luego llegaban a otra casa. Siempre era de noche. A veces, el resplandor de algo alargado y lento les traía los olores de agua y de hierba. Eran ríos hundidos en la tierra, charcas y aguas movedizas; eran el mismo olor de siempre, profundo y doloroso, como el que dan las atardecidas. Y en el agua se veía una navaja de plata, pero era la luna, tan de plata enmohecida como las monedas antiguas. Ellos miraban, y era terrible la noche, y sus luces, y sus resplandores, su luna allí metida, igual que un cuchillo, igual, ellos creían tenerlo dentro, en el corazón, o en los entresijos. No decían nada. Sólo miraban y miraban, y no sabían a dónde.
—Vamos por España.
Lo mismo era en la casa. Las paredes y los bancos, y las bombillas que colgaban del cordón con rizados papeles de colores en la embocadura. Todo era siempre lo mismo. Las voces que desde lo alto de la mesa daban las instrucciones.
—Hay que estar aquí, quietos hasta la noche. A su hora os traerán el bocadillo. Pero ni una palabra.
Los hombres obedecían. Era amargo y desolador verlos obedecer. Se hubiera creído que no eran hombres.
—Ahora, a dormir.
Y dormían. Así, siempre.
Carvalho les dijo que lo bueno era estar siempre juntos. Dormir era lo de menos.
—Nosotros llevamos otra ruta. Yo hago la guerra por mi cuenta. Y nos va bien.
El viejo hilaba la voz morosamente. Como derramados aires, o líquidos suavísimos, las palabras goteaban.
—Podríamos hacer lo que hacen los otros.
—Estáis a tiempo, pero hay gente que no llega.
Era verdad. Los guardias se apostaban en los huertos que dan a la carretera, ya pasado Burlada, y esperaban con paciencia. Ganaban el pan tan sólo por eso, por tener paciencia. Las aguas de lluvia, los vientos, y las noches con sus ruidos extraños, caían sobre ellos, silenciosos y tristes, siempre esperando. Llegaba el camión, cuando llegaba. Venía a ochenta, a noventa, a cien por hora, y el teniente levantaba los brazos. Los guardias no se veían. Vigilaban detrás de las tapias, engaritados en la sombra, con los fusiles cargados y el dedo en el gatillo. El teniente veía pasar el camión y los guardias disparaban a las ruedas. Del camión salían luego uno a uno los portugueses. El teniente corría las cuerdas del toldo. Se oía la lluvia lenta, interminable, sobre las telas del uniforme.
El teniente hacía preguntas al hombre metido en la cabina.
—¿Cuántos?
El camionero contestaba siempre lo mismo, poco más o menos.
—Cuarenta.
—Pueden asfixiarse.
—Tomamos medidas.
Los portugueses salían asustados y se metían en el coche celular. El teniente los contaba, uno, dos, tres, hasta cuarenta. No entendían nada, y tenían los rostros como iluminados, de un color de panal viejo.
Era por eso por lo que tenía razón Carvalho. Y por otras cosas. Cuando el camión llegaba a su destino, se descorrían las cuerdas del toldo; los nudos corredizos andaban enredados y se necesitaba paciencia. El hombre les daba gritos desarticulados, como explosiones o latigazos.
—Pronto, pronto.
Los portugueses salían desmadejados, como borrachos, no sabían andar, ni apenas se sostenían sobre la tierra que pisaban sin convicción, una tierra extraña, que no era la suya, ni podía serlo por los siglos de los siglos. Pero había quien permanecía echado sobre la cama, como dormido. Eran dos o eran tres, que más da. Habían llegado al fin. Nadie preguntaba cómo se llamaban aquellos hombres echados en la cama del camión que no se movían. Nadie preguntaba porque la cosa era llegar, y ellos habían llegado. Sólo el del camión que daba gritos.
—Venga, venga ésos; ¿qué hacen?
Era inútil, porque no se movían. Estaban quietos para siempre. El del camión gritaba.
—La madre que nos parió, ¿qué hacemos con esto?
Los otros portugueses parecían aturdidos, mirando al camión detenido junto a la casa. No decían nada. Tampoco hubieran podido decir, de haber querido.
—Asfixiados. Están asfixiados. Fue cuando pasamos por Zubizarreta, oyeron disparos y tuvieron miedo. Hay quien se ha cagado los pantalones. Si supiesen que eran escopetas de caza…
Por eso y por otras cosas, Carvalho y Do Pereiro hicieron una inspección meticulosa en la habitación. Tenía tres ventanas enverjadas que daban a la calle. Se oía el rumor del campo, y con la luz del día se veían pasar unas piernas metidas en las botas con hebillas, o en las abarcas, con su paño abotonado hasta las rodillas. No se veía más. Era un sótano. El campo estaba arriba. Arriba las hierbas, y los palitroques secos, las gallinas que miraban al sesgo, con la simiente del ojo, y el hombre otra vez con las botas hebilladas y una horca en la mano.
—Estamos en el campo.
—Cierto.
Sabían que estaban en Pamplona porque Perkain les dijo:
—Los camiones os dejarán en las afueras de la ciudad. Y el plan comienza al día siguiente. No os montéis en los camiones. Vuestro camino se hace a pie y en tren. Aquí está el plano.
La habitación tenía largas mesas y banquillos de patas torneadas. Los hombres echaban los brazos sobre la mesa y la cabeza sobre los brazos. Se dormían cobijando sus grandes cabezas, pesadamente. El día daba vueltas y vueltas alrededor de aquellas cabezas, de aquellos cuerpos desmadejados, como muertos, sin más ni más, en silencio. Proyectados sobre el suelo o en las paredes, la sombra era distinta. A veces alargada, a veces obtusa y chata, monstruosa.
Eran treinta, cuarenta, completamente echados sobre los cuarterones claveteados, donde no había escrito nada, porque nadie había tenido tiempo de clavar su navaja, sacar el lápiz, o arañar las tablas. Nadie tuvo tiempo de soñar, porque el tiempo que permanecían allí era solamente unos segundos, unos minutos, el tiempo justo para comerse el bocadillo y echar una cabezada. Y otra vez al camión. Alguien había dicho, como por decir:
—Lo peor no es esto. Lo peor de lo peor es cuando te sale un cabrón y te hace el juego dos veces.
—Y, ¿eso qué es?
—Oye Joao, éste no lo sabe. Díselo. A mí me da asco repetirlo.
—Yo lo sé como tú.
—Pero dices mejor las cosas.
Joao era un hombre trasijado y enfermizo, con los ojos muy grandes y dulces. En aquellos ojos había noches oscuras y ríos azules, y nubes, y vientos, y paisajes miniados.
—Pues mira, muchacho, quiere decir Manoel que nos cobran al contado. ¿Y sabes cuánto? Es igual, no lo digo, nos cobran, y si no, no salimos de Tuy. Nos suben al taxi o al camión y nos traen aquí. Desde aquí, todo está ya dispuesto para llegar a Francia. De Francia a Alemania sólo hay un paso, y allí nos piden papeles. Supongamos que no te quedas asfixiado o que no te echan el guante los de la Guardia Civil. Es un suponer, yo no lo quiero. Pues bien, ya hemos llegado a Francia. Entonces estamos en una casa como ésta y vienen los guardias esos de Francia hasta donde mismo estamos escondidos.
En el coágulo amarillo de la luz estaban atrapadas las sombras de los hombres.
—¿Y qué?
—Los que nos trajeron en el camión cobran otra vez. Primero a nosotros. Seis, siete mil pesetas. Y los franceses también pagan por nuestro pellejo.
Carvalho escuchaba pacientemente y sumiso. Tenía la voz atragantada en la boca. Dijo:
—Después te cogen y otra vez a Portugal. Otra vez, como si no hubiésemos andado cientos y cientos de kilómetros en estos camiones que huelen a pesca podrida o el polvo ese del cemento se te mete hasta los mismos huesos. Como si nada, muchachos. Somos portugueses y nadie nos mira a la cara. Lo peor del mundo.
La puerta cerrada con alambres y cuerdas desflecadas; con calendarios viejísimos, que tenían una hoja llena de humos y de manchas, de excrementos de moscas que ya murieron, de cuentas hechas deprisa con un lápiz de grafito. Sumas y multiplicaciones, y las huellas de un dedo gordo, extraño. Detrás de la puerta, estaba la cava. Había cubos de cellos herrumbrosos y tablas con mugre roja como la que da el vino. De los ganchos colgaban las damajuanas, los garrafones, y las cosas viejísimas e inútiles que no tienen nombre: una lavativa, un gramófono de corneta, una soga negra y anudada.
Carvalho vio la ventana. Y en la jamba, el gato inmóvil, como disecado.
—No estamos acorralados. Por esta ventana se sale al campo.
No lo estaban. Lo supieron cuando llegó la noche. Arriba hacían ruidos extraños, y el aire lleno de músicas, de gritos y de risas, y de algo así como voces, o como un río lejano remansado en la noche, siempre el mismo río, el mismo remanso, las mismas voces que decían cosas parecidas. Cuando en el piso daban aquellos formidables saltos las vigas temblaban, y los hombres miraban hacia los techos con sus ojos tristes y violentos. No veían nada.
De golpe se cerró sobre ellos la noche, y el miedo, y los hombres comenzaron a mirarse. Los viejos con sus trajes remendados, amarillos como ceras viejas, se estremecían igual que si los moviese el viento. Tenían el bocadillo en la mano y dejaron de masticar. El pan y el queso de sus casas de Portugal, el pan mojado de vino y de aceite con azúcar que traían en los macutos negros y pringosos, años y años de poner allí las manos, de limpiarse los dedos en las alforjas de estopón. Allí estaban los vasos de antaño llenos de un vino negro, como sangre gangrenada. Cuando bebían de aquellos vasos les quedaba un cerco terrible alrededor de la boca, oscura pústula.
Los pasos venían hacia ellos. Y la puerta se abrió. El teniente de la guardia civil estaba en lo alto de las escaleras.
—Todos quietos, amigos. Vosotros no tenéis la culpa. Me hago cargo.
Vigilaba con los ojos las sombras reptantes de los rincones.
—¿No entendéis, eh? Venga, venga todos, vayan saliendo uno por uno.
El teniente sacó la pistola de su funda. La tentó en las manos, como una reliquia. La mostraba lentamente. En el cañón empavonado, de color azul, estaban los reflejos escurridizos de las cinco bombillas colgadas de sus largas cuerdas. Ojos atónitos y apresurados, vagos, huidizos. En ellos había miedo, tristeza, había indiferencia y resignación. Todas sus vidas escritas día a día en aquellas humedades profundas, donde resbalaba el dibujo fulgurante de la pistola Astra, con el seguro echado. Las manos del teniente, también estaban en aquellos ojos.
Le oyeron decir:
—¡Pobres gentes!
Vieron la pistola como una cosa nueva y extraña. Vieron cómo el teniente desenganchaba el corchete de la funda y la pistola resbalaba morosamente dentro. Luego cerró la presilla.
—Ya está. Que vayan saliendo uno por uno, hasta que diga basta. El coche tiene las plazas limitadas.
Los hombres no se movían. Era terrible verlos mirarse resignados, indiferentes, con el pan y el queso en la mano.
El teniente llegó por la mañana y vio el camión con el toldo echado, «Juan Aizcorbe. Pescados. Echavacoiz». La cabina estaba vacía. Un paquete de cigarros «Marlboro». Philip Morris INC. Richmond. Virginia. (USA) sobre el asiento, desgarrado. Vio la medalla de San Cristóbal grabada en hierro, la estampa iluminada de una Virgen con su corona y su niño, y los ropajes con espejuelos y abalorios, clavada encima del cristal.
—Nada, como siempre.
El teniente miró las cuerdas desatadas y corrió el toldo. Efectivamente, el camión estaba vacío. En el fondo había mendrugos de pan, latas vacías de sardinas, y alguien que no podía más dejó allí sus cosas. El teniente pasó la mano sobre los neumáticos, y observó el interior de la cabina. Luego esperó a la noche. El camión estaba en el mismo sitio nebuloso, hundido en la sombra, con los brillos de las luces dispersas que le llegaban de alguna parte. Eran bombillas colgadas en lo alto de los postes, con su pantalla de hojalata que movía el viento. La casa tenía también su luz en la puerta, y las letras del cartel, pintadas a brocha gorda, con unos colores deslucidos y pálidos: «Txoko berri». El teniente parecía contar los peldaños de aquellas escaleras serpenteando sobre la fachada. El barandal era de hierro, y tenía fríos estremecedores que se pasaban a las manos y rugosas herrumbres como la sarna o las carnes que tienen los muertos. La mujer estaba ya dibujada en los cristales de la puerta. Alguien había pasado un lápiz de tinta sobre los seis cristales, y salió el perfil tullido, esquematizado. Llevaba el pelo peinado sobre la nuca.
—Soy de la guardia civil.
La mujer no se movió.
Detrás de ella estaban las otras mujeres de rostros huraños y descoloridos, como estampas mojadas, desleídas, o luces olvidadas.
Los rostros extraordinariamente pálidos, las manos enfermizas, inquietantes, en aquel manchón de luz, parecían las figuras de un tapiz comido por los soles de muchos años. Pasaban rápidamente con sus bocas llenas de humo y de miedo, de angustiosas prisas. También aquellos hombres se movían aturdidos, golpeados, y buscaban inútilmente la sombra.
—Yo sólo quiero los portugueses que han traído en ese camión esta mañana.
La vieja respiró profundamente. Expulsó el aire a bocanadas. Cada bocanada era un mechón de humo, macilento y turbio. Había una vieja que hablaba vascuence. Y el hombre gigantesco miraba al teniente, y tampoco se le entendía. La vieja arrojó la colilla humeante y la pisó.
—Están abajo.
Luego se recogió los cabellos en la nuca.
—¿Me permite bajar?
—Sí, sí, puede.
Al abrir la puerta vio la mancha flotante del humo, quieta, cuajada. El teniente les vio paralizados, quietos. Hubiera querido no abrir aquella puerta, no ver los hombres sumisos y resignados, las bocas negras, llenas de saliva, como pústulas. Los hombres colgados de aquellos hilos que les salían a las bombillas, y parecía que era posible separarlos, y ovillar y encontrar los cabos que estaban cosidos a las ropas de pana amarilla, a las camisas con el botón de hueso en el cuello, a las botas y a las manos toscas, endurecidas, roídas por la sombra. De haber sido posible hubiera cerrado otra vez la puerta. Hubiera querido decir: «No hay nadie», pero había cuarenta hombres sentados en los bancos sin respaldo, con el pan atrapado en la mano y el vaso de estaño rebosante de vino negro igual que la tinta o la sangre.
—Todos quietos. Soy de la guardia civil.
Carvalho lo vio desde el sótano. Juntos, estaban Juscelino y Do Pereiro. El teniente en lo alto de las escaleras había metido el dedo en el gatillo y daba vueltas a la pistola haciéndola girar vertiginosamente, igual exactamente que la policía da fronteira, lo mismo, lo mismo, allá en la garita con tejadillos verdes, y la estufa humeante donde los guardias jugaban a las cartas, como todos los guardias del mundo.
Carvalho abrió la ventana y vio las botas de media caña, las tirillas, la hebilla reluciente. Los guardias daban pasos con lentitud, los medían, uno, dos, en la sombra, pasaban por la franja de luz proyectada sobre la tierra. Los portugueses salían uno a uno y el guardia los colocaba en los asientos de la furgoneta.
El teniente contaba:
—Siete, ocho. Y basta. Los demás, quietos ahí. Y usted, señora, se vendrá también con nosotros. Es el trámite.
Carvalho vio el botón rojo del piloto, rosa palpitante, vagando por la noche. La furgoneta ya no volvió más. Luego se tocó las piernas y los hombros. Dijo:
—Estamos aquí, gracias a las gracias. Esto no puede contarse porque nadie nos creería.
—El guardia era un buen hombre.
—Yo le vi mirar a esta puerta, como si nos viese a su través.
—No quiso cogernos.
—Vio la puerta y no dijo nada.
Después cayó de golpe el silencio de la noche, el cielo punteado, como otros cielos vistos cien veces en cien sitios distintos. Las estrellas eran polvo disperso y todo el cielo estaba lleno de polvo. El cielo, así, no era tan negro.
Al amanecer se vieron en el campo y Carvalho sacó el papel doblado en cuatro pliegues. Tenía migas de pan, hilos de colores, y manchas de aceite donde estuvieron los dedos cuando cogían el papel y lo doblaban.
—Por aquí vamos bien. A la derecha la casa «Txoko berri», bien; aquí el árbol, bien.
Había casitas como dibujadas en el amanecer, con sus porches y los pequeños jardines de plantas lacias y rosales oscuros, como oscura y negra era la tierra. Los crisantemos, las dalias de colores débiles y resbaladizas colgaban como fuegos artificiales, errantes, escurridizas.
—Va bien, muy bien.
El amanecer tenía ruidos estremecedores, bocinas lejanas, gritos de arrieros que venían con sus carros cargados hacia la ciudad, los tílburis pintados de verde, el toldo de gutapercha, y las altas ruedas, gigantescos girasoles, rojos por el amanecer. A lo lejos, los altos pabellones del Hospital Civil de Navarra. Las tapias de piedra, inmensas y grises, los pinos negrísimos, los cristales dorados, parpadeantes.
Primero Carvalho miraban a su alrededor. A sus espaldas quedaba Pamplona. Los edificios con muchas ventanas y muchos cristales se perfilaban a lo lejos, dentados, como recortes de papel. Cada vez más lejos y siempre a la espalda, siempre hasta que se cerraron los montes, y ellos quedaron dentro, subiendo por los caminos y las trochas lentamente.
Carvalho dejaba el papel sobre una piedra. Cogía las puntas con los dedos.
—Vamos bien. El papel lo dice. Veo la mano de Perkain en esto como la mano del mismo Dios.
Recogía el papel y lo doblaba por donde iban los pliegues.
Al mediodía vieron a los guardiaciviles. La primera vez los había visto en el tren, al salir de la estación de Badajoz. Venían buscando sitio y le pidieron los papeles. Les miró de cerca a la cara. Dos rostros arrugados bajo la franja de hule negro, los ojos soñolientos, la boca oscura. No hablaban, caminando silenciosos por el pasillo del tren. De las mangas les salían las manos negras, tranquilos rostros, sosegados en el aire.
—Los papeles.
Los llevaba en orden, pero sintió miedo. Aquellos ojos negros, detrás de las pestañas, le producían un escozor por dentro.
—Otro.
La segunda vez fue en la fábrica. Alguien dijo:
—Ganamos poco. Y queremos comer.
En la puerta de la fábrica estaban Andrés, el viejo, y Pólito repartiendo papeles.
Las manos del viejo entregaban los papeles sin mirar siquiera a quien los daban, con prisa y miedo. Entonces aparecieron seis guardias y el teniente. Los tricornios con cuatro puntos de luz. Debajo de la barba, la cinta del barboquejo. Los fusiles en sus manos, amenazadores y hoscos.
—Alto, alto.
Andrés, el viejo y Pólito corrían por el almacén.
El día era lánguido y dulzón. Desde Pamplona habían pasado los campos para coger el camino de Zuasti. Los trigos se echaban bajo el peso de las espigas ya granadas. Manchas inmensas de trigo, casi amarillo, subiendo por las colinas donde había árboles y campos oscuros llenos de pájaros. Al fondo la torre de una iglesia, de dos iglesias, de tres, que tenían el mismo color de la tierra. Los campanarios, los relojes, los carillones, y las verjas de hierro que guardaban las campanas. Zarzales, caminos con las tapias y cercas de madera, riachuelos bordeados por los chopos, trasparentes aguas. Rocas, tierras oscuras, las colinas.
Carvalho ordenó:
—El cuerpo pide reposo, se lo demos. El sitio es bueno.
Sentados en el suelo se sentían dichosos. Por entre los trigos se oyeron voces. Escucharon. El aliento tenía raídas resonancias de grillo perdido. Las espigas arrastradas por el viento. Carvalho vio el rostro del viejo, apergaminado, como cartón mojado.
—Todos quietos. Cuerpo a tierra, y a no moverse.
Se desplomaron súbitamente. Carvalho aplicó el oído a la tierra. Escuchaba lejanos tambores que no existían, ruidos, caminar de animales desconocidos, trepidaciones que se repetían en el manchón del campo.
—Se oyen pasos.
Ellos no oían nada. Carvalho, sí.
—Llevan botas con espuelas, huyen.
Dos hombres —escopeta en bandolera, zurrón, polainas brillando al sol— pasaron dejando una imagen nerviosa, casi borrada en el contraluz. Detrás, venían los guardiaciviles, sudorosos y tristes. El cuero charolado, la chapa de latón, los ojos entre los párpados. Se detuvieron. Buscaban sitio en la tierra agrietada, sin prisas, todo el tiempo suyo.
Los guardias no decían nada. Sacaban de las cartucheras cosas inverosímiles: pedacitos de pan y queso roído, el cuaderno de ruta, el lápiz estilográfico, los sueños.
Carvalho ordenó:
—Nadie se mueva. Esperan algo, y no han de marcharse hasta que llegue lo que esperan. Quietos.
Do Pereiro sintió miedo. Sabía que los guardiaciviles seguían los mismos caminos que los hombres solitarios; los errantes mendigos que no llevaban documentación; los gitanos ateridos y llenos de fríos y miedos, y de noches estrelladas en sus ojos; maleantes y reclamados por el Juzgado, prófugos, desertores. Los guardiaciviles buscan a los hombres perdidos por los caminos, que no tienen dirección fija, el norte, el sur, el este y el oeste, da lo mismo.
Do Pereiro dijo:
—Llevamos bien los papeles y no tenemos por qué escondernos.
Carvalho explicó:
Van bien, por ahora, pero conozco a los hombres. Nos ven con estos trajes, estos zapatos, la mirada cobarde y las palabras que no son de esta tierra, y es imposible caminar un paso. Imposible.
—¿Y qué nos iban a hacer?
—No lo sé. Viajar en coche propio es otra cosa. No es que nos tengan miedo, no, nos conocemos todos; no es eso, pero este pelaje, estas manos, son una pecha. No llevan anillos, ni manejan dinero. Nadie pregunta si el dinero es robado, o si se lo quitamos a un mendigo. Sólo preguntan si uno lo lleva o no. Es bastante.
Se veían las manos de los guardiaciviles, dos garras colgando sin pulso. No hacían nada, sólo estar colgadas sobre la culata brillante de los fusiles. Entonces una de aquellas garras aprisionó la petaca. El tabaco caía morosamente sobre la palma de la mano.
Carvalho se impacientaba:
—Vamos a perder el tren. Debimos cogerlo en Pamplona, lo dijo Perkain. Yo le discutí, y me dio este otro camino.
El sol era amarillo y estaba al otro lado de los trigos, suspendido, muerto… Los dos guardias tenían la cabeza rapada.
—Los guardias no se mueven.
—Ya se moverán. Tienen otras cosas que hacer.
La tarde se doraba. El diseño de las colinas, con las torres, los árboles, y los campos de trigo, era como los dibujos que hacen los niños.
Carvalho explicó:
—Si nos detienen, nuestro objeto es trabajar. Destino: Alsasua. Luego, sin esperar que los pidan, sacáis los papeles. Están en regla. Al menos por ahora. Nos repartiremos por el vagón. Somos gallegos, de la parte de Tuy. Pudiera ser que quien nos pregunta haya nacido allí. Entonces emigrasteis de chicos a Carballino, provincia de Orense. ¿Está claro?
Las espigas tenían su sombra recta, esponjada, y el sol estaba entre las espigas. Con las horas aquellas delgadas sombras se estiraban, y era como los viejos relojes en las paredes de las iglesias, que nadie sabía qué hora marcaban en aquel momento. Los guardias adormecidos bajo el inmenso resplandor que revocaba en los tapiales oscurecidos por una sombra azul.
Carvalho oyó a los guardias decir:
—Felipe, se nos pasó el tiempo. ¿Qué hora llevamos?
Se pasaba el cordón por los ojales.
—No sé, ni quiero. Estos puñeteros relojes le vuelven a uno loco. Como si hiciese falta saber la hora para vivir en esta sepultura. Yo le doy muchas vueltas a la cabeza.
De pie, las dos siluetas estaban completas; la capa, el tricornio, las cartucheras, la bolsa de provisiones. Comenzaron a andar.
Carvalho, cuando los vio lejos y perdidos, respiró con alivio:
—Ya podemos gritar y escupir. Se han ido.
El viejo había comenzado a saltar, a bailar y a decir estupideces.
—Eres un genio, Carvalho. Contigo voy seguro. Es la primera vez en mi vida.
El viejo no tenía dientes. Se le habían caído o se los sacó un sacamuelas con los alicates de plata.
—Eres un genio, Carvalho.
***
Vio al hombre por primera vez en una taberna de Bilbao. La taberna tenía las estanterías pintadas de amarillo. En cada estante una fila de botellas. Las había de todas las clases. El tabernero les pegaba con engrudo unos rótulos sucios, escritos a mano, que decían: «pipermint», «cazalla», «pacharán para el dolor de tripas», «aguardiente de hierbas». Venían hombres sudorosos y tristes, que miraban a traición; mujeres más tristes aún, con las voces agresivas, crispadas, y pedían aquellos líquidos verdes y morados, como sacados a una horrible sajadura. Cerraban los ojos, se bebían el líquido de un trago, sin respirar. Después decían siempre lo mismo:
—Sienta bien. Le quita las telarañas al cuerpo, y las tristezas se van.
—Luego vuelven.
—Lo bueno es no tenerlas algún rato al día.
Carvalho había dicho:
—Yo, lo único que quiero es trabajo. Tengo dos manos para eso.
Las mujeres dejaron de mirarle, «Un hombre que trabaja no va lejos. No va de aquí hasta la puerta. Todos lo sabemos». Los ojos se llenaban de un humo azul, y los rostros de las mujeres parecían pintados a brochazos, y tenían surcos ajados, ojeras, mustias tristezas en la boca por donde salía el humo con lentitud.
—¿Y no lo encuentra, buen hombre?
Carvalho bebió el vino de un sorbo.
—No.
Le vinieron al cuerpo todas las cosas a la vez. Y las memorias eran amargas: las voces de las mujeres detrás de las puertas con cristales, los olores que arrastraba el aire, cuando se abrían las puertas. Las mujeres tienen su olor, y las sangres calientes le daban golpes entre pecho y espalda. Las oficinas llenas de mujeres y de máquinas de escribir, de pechos tiesos debajo de las blusas, de manos pálidas, suavísimas, de unos dedos que cogían los papeles, y los dejaban, y los cogían otra vez. Encendían los cigarrillos, arrojaban el humo con delectación, como si hacerlo fuese lo más importante de su vida. Y la voz escueta y limpia que le había preguntado:
—¿Qué hace usted?
—Nada, trabajo.
En la habitación colgaban de las paredes extraños cuadros o fotografías de colores: edificios al pie de una montaña, rayas, nubes, colinas doradas por la tarde, alargadas sobre un cielo ocre. A lo lejos humeaban dos altísimas chimeneas de color naranja.
El hombre olía bien. Las palabras en su boca cantaban. Estaban para eso, y decía las cosas como él no sabía decirlas.
—Algo hará.
—Salí de Portugal y busco trabajo.
El hombre estaba de pie y no se movía.
—Lo siento, señor, lo siento.
Y así siempre. Cuando llegó a la taberna tenía los pies hinchados de pisar los suelos de las oficinas de colocación, en las cien fábricas a los dos lados de la ría.
Siempre lo mismo:
—Es usted extranjero.
El tabernero, igual:
—Usted tiene algo en el habla que no es de aquí. ¿Es extranjero?
Las mujeres se volvieron para mirarle. La vieja eructó.
—Échale una copa de anís de mi parte, pago yo. Anda, échale, le calentará el entresijo. Me dan lástima esta clase de hombres.
El tabernero buscó la botella casi a tentón con sus grandes manos, «Anís de guinda». El vaso de gordo cristal tenía una orla morada que le había dado el vino tinto.
—El aguardiente asienta. Es como un pájaro loco en su jaula. Pide salir y por eso nos vuelve a nosotros también locos, a veces.
Las mesas alargadas, con forros de hojalata, donde el vino se derrama y parece la tinta que hay en las escuelas. El tabernero tiene las manos violáceas, como teñidas, y pasan mil veces el paño mojado sobre los cuarterones, sobre las hojalatas que parecen estaño. En el espejo nebuloso han pegado la fotografía amarillenta los parroquianos que entienden de fútbol. Once jugadores, seis de pie, cinco en cuclillas. Todos miran a la máquina y el que lleva la gorra y las rodilleras acaricia el balón. Frascos vacíos, botellas con sus líquidos maravillosos, de color verde o rosa, tinterillos, botes de bicarbonato, el frasco de la gasolina con su cañuto de paja.
Carvalho tenía sueño. Le pareció ver al hombre sentado en la banqueta, con las manos sobre la mesa, en silencio. Le miró.
—Buenas.
—Buenas.
El tabernero tripudo arrugaba el mandil con la mano. Redonda la calva con su mechón de pelo, las gotitas de sudor, los hilos cosidos de las arrugas.
El hombre le miraba. Estaba dentro de una sombra azul. Llevaba una gigantesca boina negra sobre la cabeza. Carvalho le vio desabrocharse las hileras de botones de aquella zamarra verde de anchos cuadros. Luego, le saludó con la mano.
—Usted no es de aquí.
—No.
—¿De dónde pues? Si no es mala la pregunta.
—De Portugal.
—Eso cae lejos, digo yo, allá por Badajoz o así.
—Pues sí.
—Hay muchos portugueses por aquí. Y los guardias lo saben.
—Yo sólo quiero trabajo.
El hombre se corrió la boina hacia los ojos.
—Yo sé dónde lo hay, y lo proporciono.
Carvalho absorbía con voracidad los últimos posos negros del vino acumulados en el fondo del vaso. Detritus rojo, arenilla rodando en la entraña del líquido. Se veían los dedos debajo, como raíces en el agua de un río.
—Y eso, ¿dónde es?
Le sirvió otro vaso. La botella estaba casi vacía. Vino tinto, sangre negra, cancerosa, supurando en la carne magullada del vidrio. Los labios se abrían lentamente. Detrás, los dientes, las rayas negras, entre diente y diente, la punta triangular de la lengua. El cuello blanco, prolongado desde los hombros hacia la cabeza, extrañamente blanco, lechoso, papel de barba sin nada escrito.
—En Francia hay trabajo para todos. Y bien pagado. También se necesita gente en Bélgica, y en Alemania. Espere, consultaré mis notas.
Le vio sacar de entre las ropas la libreta con las hojas numeradas. En el borde, las letras del abecedario.
Las mujeres habían dejado la mancha roja y grasienta de sus labios en el vaso. Sacaron el espejito y el pañuelo. Carvalho las vio absortas en lo que estaban haciendo: perfilarse las comisuras con la uña. La mujer tenía los ojos de pez muerto.
—Nos vamos, buen hombre. Cuando tenga sus dineros ya nos invitará a una copita de cazalla. Siento no darle mis señas, pero no tengo sitio fijo.
Carvalho se mordió los labios. El hombre de la zamarra dijo:
—No haga caso, son putas. B. Be, Bel, Bélgica. Eso es, aquí tiene usted, minas en Lieja, en Charleroi; agricultura en el Norte. Usted tiene porvenir en las minas de carbón. Bien pagado, seguros y retiros, vacaciones remuneradas. Otra cosa. Otra. Vamos a ver la F.
Eran palabras misteriosas, de un raro significado. Pau, Bordeaux, Grenoble, etc. etc. Palabras nunca oídas, les acompañaba la sombra del miedo, la duda, el pavor desesperado, siempre detrás. Ciudades remotas, casas de huéspedes, trenes con viajeros soñolientos, idiomas desconocidos, otro patrón que tenía las gafas en las manos como los profesores y le decía lo mismo de siempre. «No hay trabajo, no lo hay para extranjeros». Las manos suspendidas en al aire, inalcanzables. «Lo siento, lo siento». Y los trenes cruzaban las noches llenas de gritos, —estaciones iluminadas, porteadores y mozos de cuerda—; no iban a ninguna parte, eran fruto de la pesadilla y del sueño.
—Hay agencias que facilitan el trabajo y el camino. Una vez allí, la agencia entrega los documentos y el contrato. Yo soy de esos y busco la gente que quiere ir. Nosotros los llevamos.
Lo desconocido, tierras remotas, gentes diferentes, lenguajes distintos, sogas y amarras tirando de él, como de los postes de un circo ambulante, para asirlo a tierra.
—¿Y esa agencia, dónde está?
—No hay que ocuparse de nada. Yo lo proporciono hasta pasada la raya.
La vida, azarosa rueda, da vueltas y se para. La suerte es mala, gira otra vez, se detiene en el número siete, en el nueve, qué más da; la cara buena, la cara mala, Carvalho perdía siempre. Más vueltas a la rueda, otra vez, otra vez, más vueltas, hay que ganar, esperar sin prisas, esperar, eso es, esperar.
***
Al amanecer habían llegado a las proximidades de la casa. La veían hecha de piedra, los tejados negros, llenos de sombras, y las ventanas que no tenían postigos.
Carvalho explicaba:
—El papel dice que hemos llegado ya. A dos pasos está Francia.
Pero en el papel no se veía nada. Las rayas, los dibujos, desaparecían en la mancha pálida de la mano. Ellos mismos se oían respirar. Agazapados en la noche, sentían cómo la sangre golpeaba las venas, agua caudalosa, violenta. Tenían la sensación de masticar su propia lengua. No les hacía daño, era de goma rígida. Los dientes se clavaban con rabia en ella.
Dentro de la noche, el viento clavaba sus cuchillos, y se agitaba.
Carvalho dio un grito:
—Quietos, todos quietos, cualquier movimiento les daría la pista. Y disparar es muy fácil. Tenemos órdenes concretas y hay que cumplirlas. Todo está escrito en este papel.
Las órdenes eran las órdenes. Perkain había dicho:
—Nosotros iremos siempre a vuestro lado. Pero no nos dejaremos ver. En el croquis va todo escrito. Hay que cumplir lo que dice el papel. Cuando nos trajeron al hombre que había que pasar a Francia sabíamos que era un hombre importante. Lo pasaban por eso, porque era importante. Esto era el año cuarenta y nueve. El hombre tenía miedo, y con miedo no se va a ninguna parte. Llevaba las manos limpias, como las tienen los hombres que hay en los bancos, o los que tienen oficio y pasan las hojas de los libros. Nosotros dijimos: hay que pasarlo. Le dimos las ropas de un hombre que había muerto de frío. Por las ropas pagamos cien pesetas y estaban manchadas de sangre. El hombre no quería ponérselas: «Esto huele a cuadra. Yo no me las pongo». Le dijimos que no había más remedio y el hombre pasó por ello. Los que nos trajeron al hombre suplicaban: «Pásenlo como sea. Si es preciso se le duerme. Es un hombre importante. Los hombre importantes tienen sus cosas. Si llega a Francia aquí hay un cheque en blanco. Escriban lo que quieran». El hombre bajaba por los caminos con aquellas ropas sucias de tierra y la barba crecida. Nosotros íbamos vigilando desde lejos.
Carvalho escuchaba inquieto.
—¿Y pasó?
El hombre se abotonaba la zamarra de grandes cuadros iguales.
—No. Le daba asco aquella ropa y se entregó. Llegó al cuartelillo y dijo que no podía aguantar aquel olor.
Juscelino se echó sobre la hierba. Todo era irrealidad absurda. Las palabras, las sombras arrojadas desde los montes sobre la tierra, la voz de Carvalho me explicaba las cosas.
—Perkain dijo que estaría siempre a nuestro lado. Ahora también estará.
Estaba seguro de tocar la tierra con las manos, derramada entre los dedos, pero era inútil hacer ningún esfuerzo por tocarla. Juscelino querría estar en una cama, entre sábanas limpias, con olor a lejías y jabones, a hilo nuevo.
Do Pereiro preguntó:
—¿Tú le has visto, Carvalho?
—Sí.
—¿Y cómo era?
—Alto.
—¿Y qué más?
—Oírle hablar, daba confianza.
***
El señor Pinto había echado los cierres metálicos a la taberna. Otra cárcel los reunía dentro a todos: los chulos, las putas, los vendedores ambulantes, los echadores de cartas, y los feriantes pobres. En cada rostro estaba escrito el destino de cada uno. Las arrugas, la escritura. No podía engañar la puta con su anillo de oro, ni el chulo con sus dientes blancos: «Todos los días me lavo los dientes, porque la boca tiene que oler como huelen los machos. Si no, no hay conquista». Ni el vendedor ambulante con la reliquia de la dignidad en los ojos: «Yo no soy como ellos, soy distinto. No me trato con macarras, no señor, no me trato. Tengo mi dignidad». Nadie engañaba. Tampoco lo intentaban. Vidas reducidas en la prisión de los cuerpos, demonios sometidos, almas negras, encadenadas a la pobreza, a la esperanza. El único hilo que los ataba con el nudo de la angustia: la desesperanza. El señor Pinto recogía con prisa los frascos de vino, las botellas de coñac, los botes y los tarros. Con ayuda de la mujer, echaba a la banasta los frascos, sin cuidado, sabedor de que el líquido que llevaba dentro no era legítimo. Destilerías clandestinas en viejas bodegas, en sótanos húmedos, que había que bajar cincuenta o más escaleras y nunca se llegaba a aquella profundidad remota. El señor Pinto las conocía, y hacía los pedidos de palabra. Bodegas con su alquitara, sus alambiques antiguos, de muchas vueltas, comprados en chatarrerías, y en las casas de los traperos. Unos polvos, los frasquitos de esencia con sus rótulos escritos a imprenta: «Anís», «Imitación de coñac Domecq», «Licor 43». Hasta que la banasta se llenaba de frascos.
El Pinto arrancaba de cuajo los cordones sucios del aparato de radio. El nicho parecía la hornacina de un santo sin su santo. Arrastraba los cordones de colores, y, antes de desaparecer por la escalerilla de caracol, le oyeron decir lo mismo de los otros días:
—Puerca vida; para esto mejor estaba uno en el pueblo. A mí me engañaron como a un chino. Esta porquería nos da de comer, cierto, pero bien sabe Dios que fue por los hijos. Sólo por los hijos hago yo lo que hago. Puerca vida.
No decía tanto, no. Sólo cada día una palabra. Cada hora, su acento. Las cejas se arrugaban alrededor de los ojos. La boca no se cerraba del todo. Y así había podido reconstruirse la frase entera, que nunca acababa. Otras frases parecidas resumían su vida. La sabía Juan el alcohólico, con la bandeja cubierta de serrín debajo del asiento: «Cuando vomito me quedo tranquilo; es un asco este estómago». La sabía Josefina, la puta barata que trabajaba a salto de mata, fatigada de perder noches de incierta espera en las esquinas: «Uno se va sin pagar y el otro me deja lo que una no tiene. Esta vida no está hecha para mí. Yo soy distinta». Introducía en la vida —chambelán, camarera, qué nombre se le daría— a las muchachas todavía con algún residuo de pudor. Las ayudaba a abortar, y vendía anticonceptivos y gomas. Si no dormía en la taberna del señor Pinto, lo hacía en la cárcel. Ya nadie la llevaba a su cama. Estaba orgullosa de ello. También Roberto el macarra, con sus sueños, sus tristezas, sus palabras, como las de un artista.
—Usted es muy joven, señora Pinta. Muy joven para llevar la vida que lleva… Y bien conservada.
Roberto se pasaba la mano sin callosidades por el almidón del pelo, se sujetaba el alfiler de la corbata. Cuando hacía esto el brillo azul de la piedra, en un dedo de la mano, se le veía bien. Lo hacía a sabiendas.
—No me vengas con historias, marica. Si no hubiera dejado el pueblo… En mala hora lo hice, en tan mala. Para ver lo que tiene que ver una. Antes me hubiera muerto.
Roberto insistía.
—Querer morirse tan pronto, señora Pinta, qué cosas se dicen a veces, qué cosas. La vida es hermosa. ¿Nunca ha deseado un abrigo de pieles? ¿Ni un collar de perlas de verdad? ¿Tampoco querría ser la dueña y señora de una de esas casas tan preciosas que hay en Algorta o las Arenas? ¿No? Entonces no es usted mujer. No lo es. Hay que tener ambiciones, sueños, y ese sarpullido que tienen por dentro los grandes hombres. No hay que decir esas cosas para que nadie se burle, pero tenerlas, vaya que si hay que tenerlas. Yo, personalmente, tengo las mías. Me gustaría ser capitán de industria. Mago de las finanzas. Eso, un hombre con sus coches, un «Opel Capitán», un «Rolls Royce», un «Pacard», aunque se trabaje, como dicen ellos que lo hacen. Eso no es trabajo. Cogen el teléfono, van en coche, vuelven, van, firman cien endemoniados papeles. Exageraciones, nada más. Eso no es trabajo. Cinco queridas bien vestidas, y una mujer casada por la iglesia que nos dé hijos que se pueden escribir en el Juzgado.
Indefectiblemente, la señora Pinta reía. Pronto se le borraba la risa.
—Venga, venga, Don Roberto, el durito, y si no a la calle. Venga, deprisa, hay que acostarse. Mi dinero me costó el traspaso.
—No se impaciente, señora, no se impaciente, que un duro no me falta nunca jamás. ¿No lo oye?, nunca jamás.
Josefina, la puta barata, se hacía la dormida.
—Hale, hale, fingida, el durito, el durito.
En total, diez duros, diez sombras hacinadas, que marcaban su siniestro dibujo sobre las baldosas del suelo. Diez pares de piernas y diez cabezas orilladas contra la pared.
Carvalho le entregó un billete de cinco duros. Tenía delante la cartera con su presilla de latón dorado y el cuero agrietado. La señora Pinta buscaba las vueltas.
—Uno, dos, tres…, ¿dónde habrá un cochino duro sin roturas? No voy a coger de hoy en adelante billetes de peseta, lo digo todos los días. Vienen como una puñetera mierda, y a saber de dónde lo habréis sacado. Llevarán encima todas las enfermedades del planeta.
Carvalho tenía a su lado un viejo que roncaba. La señora Pinta lo zarandeó.
—Venga, venga, que voy a apagar la luz y quito el plomo como dos y dos son cuatro. ¿Acomodados? Pues al avío. Buenas noches, señores. A dormir. No quiero que nadie salga antes de que yo abra los cierres. Ayer hubo un ganso que me rompió las cerraduras; cinco duros cuesta otra nueva, la ganancia de la noche, y no creáis que me molesto en dejar esto despejado sólo por caridad. Para eso están los asilos y los hospitales. Ah, una cosa, cuidado con las manitas, Josefina, cuidado; esto no es una casa, no lo es, mientras yo viva. Hasta mañana, y que pasen buena noche.
El Pinto era buen hombre. La noche no era para que nadie la pase en la calle.
La calle tenía unas luces gelatinosas de un color desventurado y amarillo colgadas de las esquinas. Por las grietas de los postigos se colaban dentro, y a Carvalho le daban miedo. A la mañana, cuando el señor Pinto abrió los cierres, ya tenía deseos de salir, y lo hizo el primero.
Perkain estaba sentado en una de las tres sillas de la oficina improvisada. Al entrar, una placa esmaltada «Fonda la Sangüesina». Pasillos largos, ocupados con maletas recién llegadas, un paragüero cargado de ropas, con su espejo y los ganchos de latón amarillo de donde colgaban cosas sin precisar, bolsos de señora, pañuelos, bastones sin contera, sombreros, paquetes atados con cuerdas, envoltorios.
Lo encontró sentado en la cama. Una mesa, la maleta con dos correas hebilladas de color rojo, el lavabo de pita, el grifo chorreando lentamente gotitas de un agua gorda, cenagosa, sin gozo sobre el cubo.
Perkain quería explicarse y manejaba las manos como garfios y ganchos para sacar las palabras del fondo de su cuerpo. Salían las palabras rotas, surgidas súbitamente, cortadas, rápidas, conscientes del esfuerzo que habían hecho para salir, arrancadas más bien. Era el castellano más endiablado que había escuchado jamás.
—Tengo aquí los planos. Primero irán en un camión hasta Pamplona. En el camión, el camino es seguro. Pero en Pamplona les esperarán los que ya han llegado. Y los guardias saben que entran camiones cargados de portugueses, todos los días. Saben los sitios por donde pasan, y las horas. Por eso en Pamplona, cuidado. Desde allí haremos el camino a pie. No subáis a los camiones. Nosotros estaremos siempre cerca, a vuestro lado. Sólo hay que seguir el plano.
Carvalho dijo:
—¿Y cómo lo sabremos?
—Nosotros estaremos siempre a vuestro lado. Pero ojo con los caminos, los guardias van por ellos. Si os preguntan vais a trabajar a Alsasua, al ferrocarril.
Carvalho miraba al balcón. Los hierros herrumbrosos tenían sus follajes forjados, cargados de sol.
—¿Los compañeros?
—Sé dónde están. Vendrán.
Perkain extendía los papeles sobre la mesa, y Carvalho vio el esquema dibujado a pluma. Las rayas y los puntos negros, y las crucecitas apretadas, como las de un camposanto, que marcaban los ríos y las veredas, los bosques, y las casas, y los puentes donde podían pasar la noche.
—Éste es el camino. Aquí hay una casa sin tejado. Se ve desde el monte, es Zazpiturri. Desde allí se domina la hondonada, al fondo las cimas siempre con niebla de Belate, mirando al norte. Atrás quedan Iraizoz, Auza, y Elzaburu. Siempre al norte, sin llegar al cuartelillo, muy a desmano de la carretera, donde están los carabineros de Belate. Verás una casita blanca, es el control, y otra vieja y negra, deshabitada, y otra, la del caminero. Mira, aquí.
—Sí.
Carvalho le vio sentado, y era más grande aún que de pie. Un hombre sin rostro, o lo tenía dibujado rápidamente. El mentón puntiagudo, los ojos de niño, el vigoroso trazo de las cejas y de la boca, la nariz como el pico de un buitre.
Carvalho dijo:
—Usted dirá el día y la hora. Queremos salir pronto de aquí.
Se dieron las manos. Perkain de pie, gigantesco y cordial. Las manos le contagiaban su confianza. Eran largas y huesosas, y tenían un calor inquietante. Perkain se llevó la mano a la boca.
—De esto, ni una palabra a nadie.
Carvalho cogía la manija de la puerta.
—Ni una.
Pasó otra vez por el comedor, las decoraciones casi desvanecidas de la pared eran tristísimas. Plafones de yeso rojo, la lámpara de largos vidrios azulosos, y las sábanas colgadas de los clavos, que dividían el comedor en compartimentos desiguales.
—¿Busca a alguien, caballero?
Caballero, señor, hombre a secas. Carne y hueso, un corazón en la mano, unas manos con callosidades amarillas, con uñas negras y pringosas, unas cejas, unos ojos, los zapatos.
—La puerta de salida.
—Es por ahí.
Y otra vez aquella mañana, el señor Pinto y la fotografía pegada en el espejo, con los once jugadores de fútbol, seis de pie, cinco en cuclillas. La tabernita con humo de colillas y vino aguado, vino que se picó en la cuba, traído hasta el mostrador en un camión humilde, como el mismo vino, con asma incurable, y los mismos hombres, los mismos, los huesos, el corazón y los sueños. Los mismos.
***
Habían visto la casa como un barco o una nube, algo deforme, sin precisar en el crepúsculo. Inmediatamente sintieron miedo. La casa estaba allí, dibujada en el papel, las piedras con musgos y líquenes y orugas muertas; los tejadillos al mediodía, las tierras abandonadas a su alrededor, con hierbas amarillas, y el árbol denso, recortado en el ancho rectángulo de la fachada. Y también sobre el anochecer. Era exactamente igual que en el papel. Pero no lo creían y esperaron vigilantes.
—Hemos llegado. Un solo día de viaje y hemos llegado. Mañana pasaremos a Francia. Lo dice aquí.
El viejo tenía una risa contagiosa.
—Eres un genio, Carvalho.
La casa cada vez estaba más lejos y perdida. Se la llevaba el anochecer como las aguas de una lenta riada.
Juscelino dio un grito.
—Hay castañas. Mira, Carvalho, son castañas. No nos moriremos de hambre.
A Do Pereiro se le distinguía por la voz. La tenía de mujer. Do Pereiro bebía ron y aguardiente destilado y fumaba tabaco en pipa, pero aquella voz no se le iba.
—En Francia hay buenos vinos. Mañana beberé hasta caerme de culo.
Se oyó el ruido impreciso que venía del bosque. Una rama desgarrada, la fractura de un hueso. El ruido se repetía monótono y lento.
—¿Qué es eso?
También se oye en la sangre el tic-tac del pulso. La sangre tiene sus caminos y palpita en las venas, y sube con prisa hasta las sienes. Es una víbora en el cuello que se remueve y precipita.
—Todos quietos.
—Son pasos de hombre.
—Quietos, todos quietos.
Carvalho escuchaba. La simiente del viento chocaba contra la tierra y producía un siseo aletargado, irritante. El viento les tocaba la piel con sus infinitos dedos. Les tentaba los labios estremecidos. Era como una voz sin palabras que les decía: «El hombre está hecho de tierra, con algo dentro, es un deseo dormido, un hambre viva. El deseo y el hombre quieren salir, pero no pueden». Caía la voz, si es que era eso, en el hoyo profundo del cuerpo, les golpeaba por todas partes, avasalladora y tenaz, obsesiva. No era una sola voz, eran cien bocas diciendo lo mismo: «Aguantar de pie con los puños cerrados, no rebelarse, callar y obedecer, también eso es el hombre».
Alguien decía:
—Son pasos, y vienen hacia aquí.
Do Pereiro se tentó los zapatos destrozados, de caminar un día a campo través. Los clavos le arañaban los dedos. Dio su opinión.
—No hemos de llegar, Do Pereiro, no hemos de llegar. Nos cogerán antes.
El viejo le quitaba la palabra.
—Tienes razón. No llegaremos. Veo la Guardia Civil y nos pide el pasaporte, los papeles con su sello, las firmas y la foto. Lo que está escrito en los papeles que yo no sé leer. No tuve tiempo. Había que comer y no deja tiempo para otras cosas más inútiles. La Guardia Civil sin los papeles no nos dejará pasar. Y no los llevamos.
Carvalho se puso de pie.
—Ya sabes, viejo, que llegaremos, como hay Dios en los cielos. Lo sabes bien.
—La trampa está echada. Hemos entrado en ella, y estamos cogidos. Huelo el cebo que nos han puesto. Somos ratas, nada más que ratas. Yo no hubiera seguido, me lo decía el olfato. Esto no puede terminar bien. No llevamos los papeles en regla.
—Nadie te obligó a venir.
—A veces se hacen cosas. Hubiera sido mejor dejarnos caer sobre la tierra y pasar las horas muertas mirando al cielo. Ellos hubieran llegado a su tiempo. Manos arriba, pues manos arriba. La cárcel, pues la cárcel.
—Estamos aquí porque nosotros hemos querido.
—Hay que aguantarse, ésa es la palabra. Aguantarse. No estamos hechos para la vida. El del camión me preguntó en gallego: «¿Cuántos años tiene, abuelo?». Le dije: «Cincuenta y nueve». «A sus años es difícil pasar la frontera sin papeles». Yo vi sus ojos que nos miraban. Estoy seguro que buscaba la vida de cada uno, algo más que el traje o los zapatos. Cuando le pagué me dijo: «Buen viaje, señor, buen viaje. De aquí, hasta la raya, no es de mi incumbencia. Yo me vuelvo a Galicia». ¿Y el consejito? Tiene gracia. Me puso la mano sobre el hombro, acercó su boca a mi oreja y me echó las palabras: «Vayan por Burguete, hágame caso». Yo le dije: «Nos dejamos llevar». Estuve a punto de quedarme allí, ir a la comisaría y decirles: «Me buscan los Tribunales por haber matado a un hombre. Aquí estoy». No fui, no, y me arrepiento.
Carvalho se impacientaba.
—Nos cogerán si disputamos. Nos cogerán.
—Estábamos borrachos, Carvalho, cuando nos cogías las manos. Dijiste: «Hay que jurar que no nos separaremos». Echábamos un pulso. Los cuatro puños cerrados, y las palabras: «Haremos el camino juntos, hasta Francia. Ya en esa tierra, se rompe el juramento». Pero estábamos borrachos. Desde entonces nos ata la desgracia.
Carvalho no cedía:
—Juntos salimos de Bilbao, y juntos estaremos en Francia. Está decidido. Yo he dado mi palabra, y mi palabra se cumple. Ese hombre ha dicho que volverá.
—¿Tú qué sabes?
—Tenía aspecto de no mentir.
—Ya se le ha pagado.
—La mitad sólo. La otra mitad, en Francia.
—También por ese dinero pueden vendernos. Aquel hombre que había sido de las Mocidades nos lo dijo: «Hay gentes que nos engañan. Dicen que van a pasarnos, y es mentira. Se quedan con los cuartos». Y contaba casos.
—En Río d’Ouro tengo un hermano. Con el dinero pude haber embarcado.
El pájaro, oculto en algún lugar de la noche, cantaba solamente tres notas de la solfa. Una flauta con tres agujeros, tres notas, insistentes, descoloridas.
—Te llaman Carvalho. Es a ti.
Carvalho no creía.
—No es nuestra contraseña. Cuando ladre un perro, nos llaman.
—Pero ¿no oyes? Te llaman, Carvalho.
***
También aquella tarde le llamó ella. Y era la misma voz, dulce y medida, como la brisa del anochecer. Y no era más que una brisa.
—Carvalho, yo me muero. Cuida de los hijos.
—No digas cosas.
—Que sí, yo me muero. Se ve.
Olía a tierra polvorienta, el tomillo empapaba el aire. Y el aire se quedaba en las cortinas que tenía la alcoba, en los maceteros con flores de papel, llenas de polvo y de mugre. El sol, ya sin brillos, resbalaba por la madera de la cómoda igual que una mariposa.
—Carvalho, yo me muero, que venga el cura.
—No te morirás, no.
—Que venga el cura.
—¿Con qué vamos a pagarle?
—Yo me muero.
Lo que pasó aquella tarde lo guardaba la memoria. Le vio caer descolgada la mano. De los ojos nacía un vaho caliente, vidrios rotos, de un color vago, huidizo. A las siete de la tarde el sol estaba alto, en el extremo de la calle. Extraña flor sin perfume. La calle vacía y larga, por donde no pasaba nadie. Había muchos tejadillos negros, ruinosos, con verdes ya antiguos que dejaron los inviernos y las lluvias. Y sobre los tejados, cientos de cigüeñas tijereteaban el aire.
Carvalho le rogaba.
—Di, algo, Rosa, quiero oírte hablar. Saber que estás viva.
Pero ya no dijo nada. Estaba muerta. La cabeza descoyuntada había quedado definitivamente echada sobre la almohada. El espejo recogía la mancha aguanosa del crepúsculo, estanque olvidado con las algas muertas, las plantas flotantes de las nubes, las ramificaciones misteriosas de los reflejos que vivían sólo un segundo. La masa de la noche ocupaba totalmente la habitación. Habían venido gentes que él conocía. Y les oía decir cosas sin sentido.
—Pobre del que se queda. El que se va ya ha terminado.
—Y los críos sobre todo. Deja seis.
—Una madre lo es todo. Sin madre, no hay hombre.
Estaba la mujer que rezaba con un libro sucio en las manos, la que miraba las ropas manchadas de sangre que la mujer muerta tenía todavía en la boca. Estaban los niños mirando a su madre. Y como nada comprendían, ni nada se les explicaba, los niños tenían sus hermosos ojos muy abiertos, y lo miraban todo, sorprendidos.
—Que se lleven a los niños ahora mismo de aquí.
El hombre que daba gritos había sacado los papeles del bolsillo, y el lápiz. También sacó una hoja de afeitar, y con ella le hizo la punta al lápiz. Lentamente, pasaba revista a todo lo que había en la habitación. Y lo anotaba: «Una cama con su jergón y su colchón. Estimado en unos cinco mil escudos. Un cuadro de la Virgen de Fátima…». Carvalho le veía escribir y escribir, y mirarlo todo con sus ojos ávidos. Carvalho lo había visto muchas veces. Era el de la tienda, el que vende al fiado, el que da dinero a quien no lo tiene. Y había llegado la hora de cobrarse.
—Se avisará al santo hospital que traigan las parihuelas del depósito de cadáveres. Yo no estoy por fiar ni un céntimo más.
Carvalho estaba sentado en la silla de anea, y sabía que hablar era algo inútil, y que las cosas venían así y eran irremediables. El hombre recogía los papeles.
—Yo pago las enfermedades de medio pueblo. Si no fuese por mí, se morirían las gentes antes de tiempo.
Toda la casa estaba llena de gentes que recapitulaban su vida. La vida de Carvalho, sabida de memoria, porque era la misma, qué más da, que la de cualquiera de ellos.
—Se pasó la vida buscando trabajo para sanarla. Y no se lo dieron. Encontrarlo ya lo encontraba. Pero no le querían. Era demasiado estirado.
Carvalho no escuchaba. O no quería.
—En Évora lo metieron a la cárcel por pedir limosna en la puerta de la catedral.
—Siempre ha tenido cosas Carvalho. No quiso nunca doblarse. Y nosotros no podemos estar nunca de pie. Es la verdad.
Carvalho vio cómo entraba y salía la gente, para ver a su mujer muerta, y a los niños alrededor de la cama. Nadie hacía nada porque aquello terminase.
Los días estaban ya lejos, y el pueblo cerca de Évora, provincia de Alentejo. Y con el pueblo, la casa, los tejados musgosos, las cigüeñas con sus tijeras cortando el aire.
***
Do Pereiro le tiraba de la chaqueta. Parecía querer despertarle.
—Pero, ¿no oyes, Carvalho? Te llaman.
—Nuestra contraseña es el ladrar de un perro.
—Es a nosotros. Tienes que salir y mirar la casa.
—Quietos aquí, yo volveré.
Desapareció entre la noche. Sentía la frescura del aire reptando misteriosamente por su cuerpo, húmedo aliento en la piel de las manos.
Efectivamente, parecía que aquella flauta cantaba su nombre:
«Car-val-ho, Car-val-ho, Car-val-ho».
Tres notas que eran como tres compases, o tres golpes sincopados de su propia respiración. La lengua seca, los pulmones —fuelle viejo—, apenas se ensanchaban, o el aire no llegaba hasta ellos.
Avanzaba; estaba seguro de ello. El pulso, tic, tac, tic, tac, y la flauta aquella con sus tres notas articuladas: «Car-val-ho, Car-val-ho». La noche se hacía dura y negra como la piedra a su alrededor. Se detenía, escuchaba atentamente. Creía oír esperanzado. Vacilaba, indeciso, volvía a caminar a ciegas, sumergido totalmente en la noche.
—Nadie. A nosotros no pueden llamarnos con una flauta.
Había desparecido la voz en el silencio impresionante del bosque. Carvalho caminaba golpeándose las caderas. Dejaba de tentar inútilmente la oscuridad; se le escapaba de entre los dedos el miasma viscoso, no se dejaba coger. Hilachas de niebla, algas de un mundo submarino en los dedos.
Algo, cualquier cosa, un golpe en la espalda, una rama, el contacto de una piedra, le dejaba los cinco sentidos llagados. Como si el aire entrase de golpe por la boca hasta el hondón del cuerpo. Y, cosa extraña, no sentía miedo, ni temor, ni deseo. En la memoria estaba el abuelo derrotado sobre el bastón, casi ciego, años y fraudes en las manos, que agarraban el palo. Le decía:
—No importa, para lo que uno tiene que ver, prefiero no tener ojos.
Eternamente sentado a la puerta de la casa, hombre sin tiempo, las piedras y los árboles eran entrañables, partes integrantes de su cuerpo. Decía cosas que podían ser verdad. Carvalho las recordaba todavía.
—Tú mira siempre a algo con los ojos bien abiertos. Mira el camino y adelante, adelante, sin distraerse. No mires a los lados. Adelante.
Sintió cosquillas en la sangre. La hojarasca, las ramitas polvorientas, los insectos, se le habían metido dentro. Él llegaría, Francia estaba a mano. Al otro lado del bosque, la tierra dulce de Francia. Otro país, otro mundo. No era Portugal, ni era tampoco España. Otro universo. La noche no le daba miedo, ni se preguntaba dónde estarían escondidos los guardiaciviles. La sangre batía dentro como un ser concreto. El corazón a flote, una extraña nube lo alza, lo lleva lejos, arrastrada; él siente el cuerpo vaciado, vuelve el corazón a su hogar, entre las costillas, golpeando despacio, a su compás. Otra vez los pies pisan firme. El placer indefinible del sueño volvía con sus manos a cogerle el cuerpo y llevárselo. El sueño era largo, acariciante.
—Traeré bastón y sombrero, y cinco maletas llenas de ropa; perfumes, una mujer, un automóvil. Me verán pasar por las calles de Évora, y nadie sabrá quién soy. Nadie. En los bancos de la plaza, junto a la iglesia catedral, se está bien; mi cuartel general. Y los otros como yo que han vuelto de Brasil, de Argentina. El bastón y el sombrero, lo estoy ganando ahora, en esta noche.
En el bosque, ni en la noche, no estaba la voz. Tampoco la flauta con sus tres notas imprecisas, melancólicas. Llamaba lentamente, pero nadie respondía.
—Perkain. Eh, Perkain.
Era una súplica que nadie escuchaba. Imploración remota a una fuerza ciega, la fuerza del destino que le tenía atrapado en la oscuridad.
Cuando regresó, encontró a los hombres ya dormidos.
—No hay nadie. Y la casa está deshabitada.
—¿Nadie?
—No.
—Estamos completamente solos.
—Pero ¿dijo que iba a venir?
—Lo dijo.
—Nos han cortado el camino los guardias. Ahora, definitivamente.
—Eso es imposible.
—No lo es. Los guardias lo saben todo. Para eso están.
El viejo parecía gritar. Estaba nervioso.
—Es preciso salir de aquí.
Carvalho se encogió de hombros.
—Es cosa de acercarse a la casa. Esto es lo más importante ahora. Luego, con el día, será otra cosa.