—TENEMOS QUE APROVECHAR el tiempo —le dije a Laura, mientras apretaba su mano pequeña, las uñas muy cuidadas, finas, cubiertas de una pátina brillante.
—¿Qué quieres decir con esto?
—No lo sé, quizá tengo miedo a la muerte del verano, ¿te das cuenta?, estamos asistiendo a los últimos alientos.
—Tienes razón —su voz tenía la rotundidad del convencimiento—, hay que aprovechar las horas y los días, tenemos que divertirnos.
Aquellos días estuvieron apretados de ruido, de placer, de alegría. Clara ya no estaba en mis pensamientos. Mejor dicho, su recuerdo persistía, pero en el desván de las cosas pasadas, en el sobrado de las viejas alegrías, en el cuarto oscuro donde recogemos, con cierto desdén y cierta melancolía también, aquellas posesiones que un día tuvieron validez y fortuna. Hoy no son más que espectros. Clara es un espectro. Sin embargo, tan sólo ayer, hace veinticuatro horas…
—Fernando ha comprado un coche nuevo, quiere probarlo, ¿sabes? —decía Laura—, creo que vamos a tener velocidad, y mucha…
Su risa fresca era una espuma que apenas si se violenta al ofrecerse en medio del rostro tostado. Estaba firmemente convencido de que Laura era la mujer que yo necesitaba. Hace años, no sé cuántos (he perdido la noción de tantas y tantas cosas…), también aquella muchacha dulce y agradecida de mi pequeña ciudad podía haber sido la mujer de mi vida. Ahora pensaba que Laura era la versión actual de mi primer amor. En medio de ambas está mi vida monótona y en cierto modo áspera, las malditas luchas de la cátedra, las oposiciones crueles e interminables, todo un brumoso y desconfiado caminar por un callejón oscuro, saltando de pensión en pensión, entregado al estudio, acechando nerviosamente las vacantes del escalafón, la convocatoria de exámenes especiales. No hay ni un punto de luz, ni una claraboya chiquita por donde se filtre el fulgor de un acontecimiento en estos años pasados. Ahora, de pronto, el mundo ha cambiado para mí. Todo es producto de la casualidad. Estoy libre de toda sospecha. Laura está junto a mí, nos iremos lejos, no sé a dónde, he despedido la invitación sugestiva de la Billard. Quiero romper mi pasado, deseaba vivamente olvidar la pensión aquella donde muchas veces, durante las comidas, tenía que mover, bajo la mesa, las piernas continuamente para espantar la cuadrilla de ratones que pirateaban por el suelo. Mi hermana sigue en la pequeña ciudad que me vio nacer, ¡allá con sus problemas!, no volveré allí, sus calles sombrías constituyen un tormento. ¿Soy acaso un pobre aldeano que, por primera vez, ha escuchado la querencia de la gran ciudad? No. Tampoco era eso. Se vive solamente una vez (Silverio está en lo cierto) y no puede uno ir despreciando alegremente las coyunturas que, por suerte o por casualidad, le brinda el destino. ¿Qué derecho puede alegar Iñaki o Fernando o el mismo Billard para llevar una vida superior a la mía? Ninguno. ¡Ah!, no; yo no hacía ninguna proclama reivindicante que no estuviese basada en la lógica; ningún patán, ningún analfabeto tiene el derecho supremo a reivindicar nada de lo que tienen o poseen los que se han ganado a pulso una posición. Yo sí, yo puedo hacerlo. ¿No soy un profesor, un universitario? Sé que no terminaré el trabajo sobre la movilización del grupo…, es igual. Pero tengo en mis manos los derechos para ser yo quien me movilice y rompa mi pasado, mi oscuro y borroso pasado. Todas estas gentes que me rodean no tienen un grado de inteligencia superior a la mía; al contrario, en cualquier test riguroso y serio su capacidad quedaría en ridículo. En cierto modo son patanes, mullidos por una herencia, lanzados por un pasado, movilizados por la banca suiza o inglesa o… Yo estoy ahora entre ellos, pertenezco al clan, soy feliz, en mis manos está el trueque, mi propia metamorfosis. Hace tres meses que conocí a Laura. Admiro este mundo suyo, lo deseo vivamente, que nadie olvide que he rechazado el viaje a París…
No sé por qué gritaba todas estas cosas, de verdad no lo sé. Aquellos días constituyeron todo un lujo, un apretado vivir con los sentidos alerta; bebíamos, nos entregábamos el uno al otro, soñando bajo las noches medianamente frígidas, conociendo el esplendor rosado de las amanecidas, robándole a la vida jirones de sus tesoros ocultos, de sus inmensos caudales agazapados. La velocidad es un rito (también lo es para los hippies de San Francisco, en California), el amor es una posesión, el alcohol acelera el ritmo vital y hace crecer el riego de la sangre, el vértigo se convierte de pronto en algo táctil. La vitalidad es siempre un triunfo, aunque la muerte la sigue para siempre…
Vivir, sentir, palpar, poseer las cosas hasta sus últimas consecuencias. Los saltimbanquis ricos, los prepotentes, la troupe de mi universo conoce bien esta teoría. Los labios de Laura sabían a sal y la fragilidad de su cuerpo era una verdadera, sentida y prodigiosa posesión.
Fernando regresó de Hendaya de mal humor. «¿Qué sucede?», le pregunté.
—Nada, parece que faltan algunos papeles del coche.
El nuevo automóvil de Fernando era un Ford-Mustang, blanco, macizo, poderoso. Yo sabía que pronto se resolverían las dificultades de la aduana. Los apellidos sirven para algo, ¿no es eso? Entonces. El proyecto consistía en hacer el recorrido Biarritz-Madrid en un tiempo récord. ¡Batir una marca! Fernando conoce todos los secretos del motor, ha corrido en Montecarlo, en Niza, en Estados-Unidos-de-Norteamérica. No hay problemas.
—Hemos hecho una apuesta con Iñaki, es un tozudo ¿sabes?; con el Mustang hago el recorrido hasta Madrid en cuatro horas, poco más.
Yo no entiendo de coches, pero cuatro horas es muy poco. Se lo dije.
—En cualquier máquina sí, pero en el Mustang no; además hay que conocer el volante y yo sé bastante de esto, pero Iñaki es un cabezota.
Marta se retrasó bastante en su fin de semana con Billard. Regresó un miércoles. Pero nadie le preguntó una sola palabra. Estaba sentada a nuestro lado.
—Yo me apunto a ese viaje, ¿eh, Fernando?, hay que salir de la monotonía.
—Y además va a perder la apuesta tu querido Iñaki.
—¿Mi querido qué?
—Nada, vamos a beber.
—Siempre quieres ponerme de mal humor con tus indirectas, Fernando.
—Yo no digo nada, niña, acabo de pedir que nos den algo de beber.
—Estás más morena, Marta —le dije.
—Serán los baños de mar de Pau —la risa de Fernando escocía.
—¿Ya estamos otra vez? —gritó Marta.
—Dejarlo ya, chicos.
El «Play-Boy» estaba a medio llenar. La voz de Joan Báez se restregaba por el ambiente.
—¿Y dónde has dejado a Nicole?
—Se me fugó con otro, ¿qué te parece, Martita?
—Que te lo mereces.
—Pero a ti no te gustaba la chica, ¿eh?
—Es una estúpida —me miró—, ¿y Laura?
—Ya vendrá, no te preocupes —dijo Fernando—; sabiendo que está Mario aquí, ¿cómo concibes que se atreva a retrasarse?
—Ahora me toca el turno a mí.
—Voy a creerme eso de que Nicole se ha fugado.
—No, Marta; no se me fuga nadie, no soy como otros…
—A mí el mundo me importa un pito —Marta se retrepó en la butaca de patas bajas.
—De acuerdo, pero la apuesta del Mustang sí que te interesa, ¿a que sí?
—A mí me interesan todas aquellas cosas que traen novedades a mi vida —hizo un mohín de desgana—, ¿no os dais cuenta lo triste que estoy?
—Alguien tendrá la culpa, y no seremos nosotros precisamente.
—¿Sabéis lo que os digo?, que voy a beber; dejadme en paz los dos.
Nos reímos. Apuramos los vasos de whisky. Marta estiraba sus piernas duras y correosas, embutidas dentro de unos pantalones ajustados que se adherían firmemente a los muslos, su boca dibujaba un rictus de verdadero y abrumador aburrimiento. Se retrepó en la banqueta tapizada de color morado.
—¿Cuándo nos marchamos? —preguntó.
—Cuando tus compromisos lo permitan, chica…
—No me tomes el pelo.
—Yo no tomo nada, ¡whisky, solamente!
Cuando Joan Báez cantaba, en el microsurco, dona-dona-donaa, entró Laura. Vestía las ropas ligeras del verano, y sin embargo el tiempo amenazaba el cambio que ya habrían previsto (a falta de mejores informaciones) las emisoras españolas del Cantábrico.
—Las cosas se han complicado —le dije al verla llegar.
—¿Qué sucede?
—Nada, los malditos papeles, ¡siempre los papeles! —protestó Fernando.
—¿Cuánto alcanza el coche? —interrogaba Marta.
—Lo que tú quieras.
—Está visto que la tenéis tomada conmigo.
—Willy ha hecho las pruebas, está perfectamente rodado, no hay por qué preocuparse.
—¿Nos marchamos esta noche? —preguntó Marta.
—¡Los papeles, niña, los papeles!
—¡Ah, perdona!, tengo ganas de correr.
—Pues empieza.
—No os pongáis así. ¡Vamos a brindar!
Las luces mascaraban los rostros desnudos de la gente, una atmósfera turbia y penumbrosa se alarga por la sala entera, a veces una palidez acerada se dibujaba en algunos de nosotros. Era el efecto óptico del cambio de luz. Nada importante. Caras estólidas, cuerpos en trance de distorsión muscular, lánguidas miradas, un espontáneo y en cierto modo aristocrático relajamiento que se refleja en los gestos, en la posición de las piernas, en las conversaciones. Esta babel tiene, sin embargo, una uniformidad, una tradición, diríamos que una solera también. Apuré lo que quedaba del whisky. Repetimos. Hay que estar preparado para bautizar el Mustang blanco y aparatoso de Fernando, que es, también mi Mustang, el de todos nosotros…
—Estás muy agresivo esta noche, Fernando —la voz de Marta se confunde con su misma risa; la masa compacta voz-risa resulta irregular.
—¿Tú crees?, será porque voy a ganarle una apuesta a Iñaki.
—Gánale lo que quieras.
Entre las caras conocidas y desconocidas de la barra logré advertir la presencia de Silverio. Con la mano derecha (la izquierda la tenía suavemente prisionera de las manos de Laura) le hice una seña.
Cuando estuvo a nuestro lado, Marta se precipitó sobre él.
—El día que te decidas a darle el pasaporte a la italiana, me enamoro de ti, Silver.
—Puedes empezar desde ahora mismo —se le fruncieron los labios en una sonrisa a la vez irónica y despectiva.
—¿Voló el pájaro?
—Sí —y poniéndose confidencial conmigo—, tengo que cuidarme, Mario.
Mientras bailábamos sobre la pista encerada, lisa y brillante, Fernando debió de convencer a Silverio para el viaje inaugural del Mustang.
—Es una buena idea, viejo, me apunto.
—La clave de la apuesta, chicos, consiste en llegar a Madrid con el tiempo suficiente para caer en «Picadilly» ¿de acuerdo?
La voz del coro se hizo unánime. La mía iba dentro, claro está, de la voz comunitaria. Las ideas se tambalean, el mundo es un puro gozo. El ruido de la música macera las conversaciones, coagula las palabras, deja en el aire un sabor denso.
A medida que avanzan los días y las horas me siento poseedor de un mundo nuevo. No sé explicarlo de otra manera. He hablado mucho con Laura, al atardecer, en nuestras noches interminables, rayando el alba color-azul-leche, pisando el acelerador de nuestros coches. Laura es una pertenencia, es algo que poseo muy íntimamente, su cuerpo deja una fragancia suave, líquida casi. Los días se me escapaban de las manos, insensiblemente, perfectamente saboreados, pero Laura existe, es algo tangible que tengo anotado en la casilla de las propiedades, de lo que es exclusivamente mío. Laura arrastra un mundo, una estela que también identifico con mis cosas. Se trataba, posiblemente, de un círculo vicioso. En el paladar el whisky me deja un sabor áspero, de corcho humedecido. El sol parecía entumecido en lo alto del cielo; no es el sol de Marbella o de Santa Ponsa; su calor es débil, pero a mí me parecía que su caricia era como antaño igual de rabiosa sobre la carne. «Tenemos que viajar mucho» me dijo ella, mientras nuestro abrazo se alarga interminable y el palpitar de su cuerpo se adhiere, como una lapa, sobre el mío. Viajaremos, es cierto, hay que vivir y beber, y amarse jornadas enteras sobre lechos hermosos, cómodos, agradecidos de nuestro peso. Era una tontería hablar de países o de ciudades, el mundo entero es nuestro, da lo mismo aterrizar en cualquier parte. En todos los sitios hay whisky, en todos los lugares hay una alcoba olorosa y fragante, siempre hay un pedazo de tierra donde el sol quema violentamente, en cualquier rincón del universo hay una noche tibia, serena, donde se puede amar en silencio…
Nos despabiló la voz de Marta, al otro lado del teléfono. «Nos vamos esta noche». Cuando llegamos al «Sonis» ya estaban allí Fernando, Iñaki y la propia Marta.
—Vamos a dar la salida con champán —exclamó Fernando.
—¿Y Silverio?
—Ahora vendrá, tiene la corazonada de que va a ganar en el casino.
—¡Otro que va a perder!, ¿verdad, Iñaki? —Fernando guiñó un ojo.
—Yo quiero hablar de esto —dijo Iñaki— cuando lleguemos a Madrid…
—El Mustang te va a demostrar que eres un cabezota.
—Cuando lleguemos, cuando lleguemos —seguía murmurando el Atlas.
—Nada de eso, cuando lleguemos hay que ir a Picadilly, ¿no es ésa la meta?
—Naturalmente que es ésa.
La noche era solamente tibia. Escuchábamos la llamada del mar, el resuello de las olas golpeando con furia el macizo rocoso. Se respiraba una brisa salada. Nuestros cuerpos se hinchaban de vida y de agradecimiento. La voz de Silverio resonó a nuestras espaldas.
—¡Soy el rey del bacarrá!
—Bravo —gritó Marta.
—Eso de empezar la noche así nos dará suerte.
Salimos a las nueve y media de la noche. Jueves. En la frontera todo fue normal. El coche rodaba admirablemente bien, la fresca, golpeando en nuestros rostros, parecía entumecer la piel y los músculos. No hacía falta mirar la aguja de la velocidad para saber que prácticamente «tocaba techo». Era una sensación de felicidad, de liberación. Cruzamos el silencio amortajado de Vitoria y luego el de Burgos. Se endureció un poco la noche, un cielo quieto, alto y helado de estrellas nos contemplaba…
No recuerdo nada más.