CONCERTÉ LA CITA para las nueve de la noche. Monsieur Billard está en Pau, por asuntos de negocios. Los dos, Clara y yo, sabemos que este tipo de negocios se reducen a un fin de semana con Marta. Pero guardamos el secreto.
Pasaría a recogerla en el Volkswagen que me presta Silverio. Los árboles del jardín crujen por obra del frotamiento de las ramas, el atardecer se viste de un cárdeno purísimo, una pareja de grillos se timan en la espesura, insolentes, agradecidos, difícilmente localizables. Al rebasar la pendiente de la calle vacía el motor rezongó como un par de veces, luego su run-run se asentó definitivamente y aceleré. Un mundo variopinto, rico y cuajado de luces se dispersaba por las calles, me llegaba el viejo resuello del mar, como una querencia, bravío, potente; contemplo de pasada las luces del casino, fulgentes bajo el cielo que comenzaba a adormecerse, palpé en los bolsillos —atento a la circulación— hasta que pude encontrar un cigarrillo.
Cuando arribé a la villa, las líneas duras de la mampostería ofrecían ese aspecto sombrío que yo observé el primer día.
Clara llevaba un vestido amarillo, lleno de lentejuelas de oro, su rostro parecía que había extremado la palidez, los labios perfilados tenían un suave color violeta a la luz rojiza del atardecer. Los faros amarillos recortaron su silueta cuando pasó delante del motor para entrar por la puerta de la derecha. Puse en marcha el coche inmediatamente.
Cenamos en Bidart.
Había entre nosotros dos una tensión especial, en cierto modo lógica. Pero a medida que avanzaba la velada y la noche misma se iba crispando en lo alto del cielo, fue disminuyendo la tirantez y una intimidad progresiva nos acercó como a dos buenos camaradas que se conocen de siempre. Ella no dejaba de hablar de literatura, de arte, razonaba cada una de sus interpretaciones de la vida y de la existencia humana. Mientras, yo no dejaba de observar, sin disimulo alguno, al azul clarísimo de sus ojos, el líquido remanso de su mirada. No me interesaban nada, lo reconozco, todas sus teorías artísticas o literarias. De pronto me había convertido en un audaz conquistador de esposas-ricas-y-despechadas, y la proximidad de su cuerpo constituía un acicate espléndido, violento que me iba sacudiendo la sangre.
Volvió a hablarme de París, y de que le gustaría que yo fuese a la capital francesa.
No me interesa-interesaba París. En aquellos momentos lo único verdaderamente importante era su silueta, su personalidad, el perfume intenso e íntimo que dejaba en el aire al término de cualquier movimiento. Clara, de momento, era un fin en sí misma.
Ni ella ni yo teníamos especial interés en entrar en ningún club nocturno de San Juan, de Biarritz o de Bayona. O sea que fuimos directamente a su casa, a prolongar la velada. En el coche nos besamos.
Todo fue demasiado rápido. Pero supe, sin embargo, que Clara era mi nueva posesión. Un terreno hollado ya por mi vitalidad de aquellos días. Algo que, seguramente, perdería el interés casi al mismo tiempo de haberlo poseído.
Cuando regresé a casa, rayando ya el alba, tenía en todo mi cuerpo el aroma penetrante del cuerpo entero de Clara.
Laura está enfadada. Eso al menos me ha dicho al levantarme (cerca ya de las dos de la tarde) Antoine, que se ha convertido, también, en secretario y en mayordomo y en confidente mío. Encendí un cigarrillo, saboreé despacio la primera bocanada y llamé a la doncella para que me preparara un baño templado.
Tengo todavía en mi piel el intenso perfume de Clara, siento la frescura de su carne, la estilizada dimensión de sus muslos, el palpitar del vientre, la menuda y exquisita conformación de sus senos. Monsieur Billard es un idiota. Laura está enfadada. Tengo dolor de cabeza. Un trago de whisky de seguro que me hará bien, no sé… No se aparta de mí la mirada trasparente de Clara, su voz templada, serena, en cierto modo frígida y seca, el aleteo de su nariz recta y proporcionada, la suavidad de sus labios delgados. Pienso en París, en sus reuniones con poetas barbudos y pintores pop, pienso en la riqueza empobrecida… de sus años junto a Billard, en las dimensiones de un mundo que se abre casi impalpable a mi alrededor. Tengo vértigo, mi pulso está acelerado, podría dormir una hora más o quizá dos. El reloj de pulsera señala ya las tres de la tarde. Por la ventana, entreabierta, llega un olor a fronda que desentumece los músculos.
—El baño está preparado —ha dicho la doncella.
Tiene un francés melodioso, dulce. Ella baja la vista y se aleja por el corredor.
Subí a casa de Marta. No estaba. Tampoco sabían de ella ni de Laura. Dejé aparcado el coche frente al Café de París; el camarero bretón (lo vi a través de los cristales) recomendaba su selecta carta de vinos, los neones verde-amarillo-rojo anunciaban (en mil guiños superpuestos) el strip-tease de los cabarets, ese espectáculo por el que mis paisanos iracundos y contenidos sienten una predilección suicida. La raza se bate violentamente al conjuro de las rubias muchachas de Marsella o de Burdeos que se desnudan con una rigurosa lentitud hasta mostrar sus tibias vergüenzas, las dos manchitas turgentes de los pezones, la oscuridad piadosa del sexo. Caravanas de hispanos, defectuosamente constituidos quizá, se agolpan frente al corto escenario, coagulado de luces y de focos.
Vagaba lentamente por las calles. Deseché la idea de entrar en el «Play-Boy». Llamé a casa de Clara. No estaba. Me sentí ligeramente defraudado. Encontré a Silverio en el «Sonis».
—¡Viejo, pensaba que te habías perdido!
Su sonrisa me hizo bien.
—Siéntate —me ofreció un cigarrillo—, creo que estás aprendiendo a vivir.
—¿Sabes algo de Laura? —pregunté.
—Mejor interésate por el dinero que he perdido en el casino, ¿qué quieres beber?
—Whisky.
—Tengo una mala noche, Nanda está enfadada, he dejado un montón de billetes en la ruleta… ¡La vida, la vida!
Insistí un par de veces llamando a Clara. Un ligero desconcierto me invadía el ánimo. Regresé temprano a casa, cogí unas revistas al azar y me dormí.
A la mañana siguiente me levanté temprano y fui en el Volkswagen hasta San Juan. Laura todavía estaba acostada. Esperé tranquilamente en el salón. Cuando apareció bajo el dintel de la puerta, pensé que, efectivamente, quizá estuviera enfadada. No.
—Pero, ¿no te han dado nada de beber?
—Es igual, lo importante es que te he encontrado.
Nos besamos. Dije:
—Quiero que pasemos el día juntos.
—¡Estupendo! —exclamó—, en seguida vuelvo.
Estuvimos en la playa. El sol tenía flojera y soplaba un viento crudo, del norte. «Creo que se acaba el verano», dije. Y nos pusimos repentinamente tristes y silenciosos.
—¿Sabes?, me gustaría que esto no terminara.
—Eso está en nuestras manos —respondió Laura.
—¿Crees de verdad que es posible detener el tiempo?
—Lo que pienso es que podríamos vivir siempre juntos.
La miré despaciosamente al fondo mismo de sus ojos de miel cálida. Laura era mi asidero, seguramente estaba enamorado de ella. Lo cierto es que estaba encadenado a su sombra, y allá donde fuese ella iría yo. Los días de septiembre se achican, el sol ha perdido fuerza, ya no calienta las carnes como antaño, resulta difícil encontrar su caricia, aquí, tumbado sobre la arena, ofreciendo nuestros cuerpos a su mirada perdida entre los azules desleídos del cielo.
—Tienes razón —dije—, no debemos separarnos jamás…
Su cuerpo está próximo al mío. ¿Qué nos separa? Nada, posiblemente nada. Quiero convencerme de esta idea. A nuestro alrededor vagan los prepotentes, un mundo azucarado que capta toda mi atención, sombras llenas de vida. Laura me miraba fijamente, le acaricié los brazos, luego los hombros que deja al descubierto el traje de baño, bajo la suave mirada del sol nos besamos. Sus labios saben a sal, tienen una leve pátina de sequedad, luego ya no, el aliento y la saliva los hacen frescos, ligeramente tibios. «Tenemos que aprovechar el tiempo», dijo. Y nuestro sueño parece que iba a durar toda una eternidad.
Tengo-tenía la seguridad de que mi vida va a cambiar. Laura y yo nos iremos lejos, no sé exactamente a dónde. He descubierto un mundo nuevo, profundamente distinto al mío. Y quiero seguir dentro de él, para siempre.
Por fin me he decidido a escribirle a Manolo. Le digo que estoy estupendamente, que me siento muy feliz junto a Laura y que es una pena que no esté aquí, con nosotros. No entro en detalles de lo que hago ni siquiera del contenido de mis propósitos. Tiempo al tiempo. No hay que precipitar los acontecimientos. Manolo es inteligente y sabrá intuir mis pensamientos
Después de comer ha llamado Clara. Por supuesto no le dije que la había estado buscando el día anterior. Pero madame Billard me ha sorprendido con una proposición que no esperaba, esa es la verdad. Quiere que nos marchemos hoy, o mañana como muy tarde, a París. Yo creo que todo esto es precipitado. Se lo dije. «A los veinte años, Mario, se cometen tonterías con el amor entre las manos, pero diez años después, ya no», me ha contestado. En cierto modo es verdad. Su madurez es un aviso claro de equilibrio, aunque detrás de todo sea el despecho a los deseos vivísimos de iniciar una nueva senda lo que la atormente, lo que sustenta la arquitectura de ese hipotético equilibrio. ¿A París?, ¿con Clara? Mis amigos están aquí. Podría muy bien decirles adiós y marcharme con ella, quizá fuese feliz, mi-casa, su-casa iba a ser una babel de poetas, escritores, revolucionarios del arte…, en cualquier caso, el informe de la Unesco es un asunto perdido, vaya o no vaya con Clara.
Clara tiene prisa, yo pienso que demasiada prisa. ¿París? ¿Es, acaso, que no estamos suficientemente bien aquí, junto al mar, bajo este cielo acijado, alrededor de este paisaje de auténtica tarjeta postal? Hay tiempo para todo, es un lema, un slogan que me he fijado yo. Y puede dar resultado. Se lo he dicho a Clara. Pero de pronto, la suavidad frígida de Clara, su tranquila serenidad, ese equilibrio que le florecía sobre la piel pálida, que escapaba al exterior de su cuerpo y de su personalidad se ha trocado (con cierta violencia) en nerviosismo, en una sacudida. Decididamente la Billard quiere que nos marchemos hoy o quizá mañana.
Le he dicho que tengo que pensarlo.
Realmente era poco lo que yo tenía que pensar. No debo engañarme. Tampoco debí engañarle a ella. Clara es una atracción que puede durar un día, un mes, un año… Pero es siempre una posesión condicionada, tiene un límite. Es cierto que Clara busca, realmente, una solución prácticamente definitiva a su existencia. Pero yo no tengo ninguna necesidad de eso. Estoy enamorado de Laura, seguiré a Laura, deseo vivamente a Laura. Fue el primer eslabón de mi encadenamiento y me siendo vinculado a ella.
Sin embargo a Clara no le he dicho nada. ¿Para qué?
A media tarde ha vuelto a llamar. Insiste. Yo procuré hablar sin comprometerme. No cabe duda de que es una mujer interesante, profundamente atractiva. Su personalidad fluye en cada uno de sus gestos, de sus movimientos; en el mismo tono de su voz, en su palabra hay un reclamo vivo que cautiva.
Cogí el coche. Le dije a Clara que iría a visitarla en seguida.
Reconozco mi debilidad. He cambiado mucho, demasiado. Cuando atravesé el umbral llevaba la firme decisión de hablarle con claridad… pero su cuerpo tiene una dulzura envolvente, una finísima capacidad de sugestión y de dominio. La intimidación del principio se convierte, casi en seguida, en deseo, en una pasión que corroe lentamente las vísceras. Me gusta. Siento el calor tibio y armonioso de su cuerpo. Dentro de mí la sangre estalla, la fragancia de Clara es una incitación muda, sinuosa.
El resplandor final del atardecer pintaba de azules desleídos las paredes acolchadas de la habitación. Sobre el lecho, nuestros cuerpos eran dos sombras que se funden con urgencia.