Capítulo XXVII

ACARICIÉ la suave transparencia del vaso saint-lamber; los rectángulos de hielo, en el fondo, estaban a punto de diluirse definitivamente, bebí un trago de whisky. Los ojos de Clara Billard eran azules, inteligentes, escrutadores. Me dejé caer sobre el respaldo del sillón.

—Siempre me ha interesado la amistad de los escritores —dijo—, el conocimiento de los poetas, de los novelistas… ¡es una gran profesión!

—Es cierto, pero yo no soy, realmente, ni una cosa ni la otra…

—En París reúno todas las semanas a un grupo de artistas, de pintores, de poetas. ¡Es muy interesante! No hay racismo intelectual en esto, todas las tendencias se dan cita en mi casa.

El amplio salón estaba adornado con ampulosidad, con un exceso de muebles y de adornos. Grandes cuadros colgaban en las paredes. En el interior de una lujosa vitrina se alineaban varios modelos de aviones que rompían, en cierto modo, la armonía conceptual de la estancia. Llevábamos ya cerca de una hora hablando y la conversación de madame Billard había desembocado en el tema de la creación artística. Realmente, y no era difícil advertirlo, llevaba con cierta dignidad la infidelidad de su esposo, hecho este que tampoco quise admitir de principio porque entre mis sospechas estaba la de que Clara era, en parte, una segunda versión de su marido.

—¡París, pese al tópico, es la ciudad del arte; le gustaría vivir allí…!

Yo no soy un artista. Mi hermana lo sabe bien, y mi cuñado. Soy un profesor, un buen profesor quizá, administrativamente soy un adjunto, como dicen los bedeles de la Facultad. Madame Billard no parecía atender a razones. Entre sus nuevos amigos, de seguro, no había encontrado nadie mejor que yo para su incipiente juego que consistía en contraatacar los devaneos de su rico marido. Los play-boys pobres empiezan así. Sentía dentro de mí una incipiente vergüenza, un tangible rubor. Que nadie lo dude: hay play-boys relativamente magros en sus cuentas corrientes iniciales.

—De joven —dijo de pronto Clara— siempre soñé con casarme con un escritor o con un violinista, ¿le parece raro?, no, no, mi sensibilidad me lo pedía… luego ¡ya ve! —y miró la vitrina rellena de todos los prototipos de la aviación comercial—, las grandes finanzas han roto mis proyectos.

Todo resultaba tan artificial que me quedé mudo, sin dejar de reconocer en aquella mujer una sabia habilidad, un halo envolvente y sugestivo.

—A veces todo lo que imaginamos lo rompe el destino marcado por el hombre —encendí un cigarrillo— y no resulta bueno casi nunca separarnos del camino trazado.

—¿Por qué no? —preguntó con curiosidad ella.

—Seguramente porque es artificial, simplemente porque no es el nuestro.

—¿Conoce, sin embargo, la cantidad de gentes que han desviado su camino a la mitad de su vida?

Me quedé callado. Efectivamente, Clara era una mujer anclada en el término medio de su existencia. Viviría cerca de los cuarenta años, se conservaba tersa, animosamente juvenil, y poseía, al mismo tiempo, una notable seguridad en cada uno de sus actos, una finísima intuición, firmeza de sus convicciones. ¿Cambiar la vida? Eso, era, precisamente, lo que estaba haciendo yo, y también lo que, sin demasiado entusiasmo, empujado por los rumbos de la conversación, trataba de evitar en ella. ¿Para qué? Contemplé la fragancia de sus ojos, la serenidad tranquila y estudiada de su mirada. Era, en efecto, una hermosa mujer en la encrucijada de su vida, en ese momento preciso y tangible en que todo el futuro depende de un gesto, de una resolución, de un paso dado con regular firmeza.

—Todo consiste —dijo Clara— en encontrar a alguien que de verdad se complemente con nuestra personalidad, ¡no creo en el amor de los veinte años!

—Pues no lo sé de cierto.

—El amor de los veinte años es fruto de la obsesión, de la resaca juvenil; diez o quince años más tarde, el amor es ya hijo del equilibrio, de la madurez, se sabe mucho más lo que se quiere y por qué se ama, ¡el mundo está equivocado!

Todo se estaba convirtiendo en un monólogo. El gran orador precisaba un público posiblemente afín delante suyo. Madame Billard, indecisa y orgullosa, fracasada en su matrimonio, no quería otra cosa, tal vez, que un público atento que la escuchase con interés y sobre todo afirmativamente.

—Es posible que tenga razón; las vocaciones, y el amor es sin duda una vocación de tipo primario, anímico y espontáneo, necesitan cierta madurez biológica para germinar, todo lo demás son devaneos, pero —me detuve un instante y recordé la filosofía existencial de Silverio— ¡la vida es tan corta!

—Esto nos pierde, querido; yo me casé muy joven, a los dieciocho años, un error, naturalmente un error…

La tarde se consumía con alternativas de monotonía y de lucidez. Consulté el reloj. Clara me observaba. Dijo:

—Se preguntará posiblemente por qué le he invitado esta tarde…

La miré despacio. En sus ojos clarísimos se remansaba inquieto todo un mundo de dudas y conjeturas. No contesté.

—Estoy necesitada de gentes distintas…

Hizo una pausa y yo sentí, dentro, un latigazo especial, lejano, como si algo o alguien hubiese dañado levemente mi sensibilidad.

—… ¿usted se ha fijado en este mundo que nos rodea?, todo es igual, terriblemente monótono, nadie es distinto al otro; partys, carreras, automóviles, finanzas…

Apuré el whisky que quedaba, dormido y quieto, en el fondo del vaso. Encendí otro cigarrillo. En la puerta, madame Billard me sujetó levemente el brazo.

—Creo que nos podemos llamar de tú.

—De acuerdo —dije mecánicamente.

—En ese caso te voy a pedir un favor…

Le sonreí. Su estilizada figura le daba una notable prestancia; advertí, al contemplarla de cerca, la lucha entre una existencia demasiado fácil y el empuje vital de la sangre.

—Llámame uno de estos días, cenaremos juntos.

El aire de la calle era tibio y reconfortante. Caminaba despacio. El juego era tan divertido como peligroso. Yo era diferente, diferente… Lo siento. Madame Billard quiere hacerme un favor, quiere hacerse un favor a ella misma también, pero es un tiempo perdido. Me interesa su cuerpo, su personalidad, el deseo de sentirse también distinta. Pero yo soy ahora feliz y no puedo permitirme un nuevo trueque.

Casi sin darme cuenta llegué a las puertas del «Sonis». Me senté en una mesita y pedí un café. La voz de Laura me sacó de mi ensimismamiento.

—Tengo un plan estupendo para esta noche —dijo, mientras nos besábamos.

—Me parece muy bien —mis palabras sonaban a hueco, a vacío, pero ella no debió advertirlo.

—Willy quiere que vayamos a cenar a su casa de Bayona, luego…

—¿Y Marta? —pregunté.

—No lo sé, por ahí…

—Está bien.

—Te interesas mucho por ella.

Nos miramos y nuestras sonrisas se cruzaron. Le tomé la mano. Sentía deseos de confesarle mi preocupación, de preguntarle, si efectivamente, yo era un hombre distinto. Pero quizá no me hubiese comprendido. Traté de evadirme, una vez más, a mis pensamientos, y dije casi gritando:

—Me parece muy bien, ¿a qué hora?

—Eres eléctrico, Mario —contestó—; tómate tranquilo el café.

Reí de buena gana.

Willy tenía una villa en las afueras de Bayona. Cuando sus negocios lo alejaban de Inglaterra, su cuartel general (que era también el de Iñaki y el de Fernando) estaba situado a pocos kilómetros de la ciudad francesa. No le había vuelto a ver desde que nos visitó en Santa Ponsa con la excusa de probar unos automóviles. Creo que en esta ocasión su visita estaba relacionada con un asunto de coches viejos. «Esta ciudad me da tristeza», murmuró Laura a mi lado, cuando bordeamos el puerto y llegamos a la esquina del puente que anuncia, gloriosamente, los primeros edificios compactos.

Cenamos en un restaurante. Iñaki estaba de mal humor (seguramente por la deserción de Marta) y yo, que conocía parte de las motivaciones del disgusto del Atlas, gozaba interiormente. Puro cinismo. Con la tripa caliente y el corazón a prueba de muchas emociones enfilamos la carretera. Laura y yo en el Lancia; Fernando y Nicole en el Issotta; Iñaki y Willy, con dos amigas que yo apenas si conocía del «Play-Boy», en el Jaguar-eme-ka-diez. La carrera fue divertida y emocionante. Sentía las presiones del acelerador bajo mi pie, y las pasadas de Fernando, que tenía una especial (y peligrosa) habilidad en adelantar justamente en la proximidad de una curva. Nuestro coche estuvo a punto de derrapar, creí que se me iba la dirección, pero ni siquiera nos asustamos. Por toda previsión seguí acelerando y Laura aplaudía cuando rebasamos el eme-ka-diez de Iñaki. Una brisa que justificaba la proximidad del mar nos pegaba duro en el rostro dejando una huella áspera sobre la piel. La noche volvía a ser nuestra, todos los temores de la tarde junto a Clara se habían desvanecido; solamente el acelerador, la presencia cálida de Laura y el clamor de la noche me pertenecían. Era el único equipaje.

Y encima de nuestras cabezas la borrosa silueta de un cielo empañado de frías y lejanas estrellas. Simplemente esto.

Manolo me ha escrito desde Marbella. Era una carta escueta, en cierto modo fría, que revelaba algunas de las preocupaciones que sistemáticamente le atormentan. El contenido es de trámite o de acuse de recibo a la que yo le mandé recién llegado a Biarritz. Si no conociera perfectamente a Manolo habría que sospechar que siente una extraña envidia por mi felicidad. Pero Manolo es de un metal distinto —¿distinto he dicho?—, bueno, Manolo es un idealista nato, un tozudo realizador de sus proyectos. Podría haber llegado a ser un militar importante, un oficial de graduación, y hoy o quizá mañana, tendría una calle con su nombre o incluso un monumento en piedra de mala calidad emplazado en cualquier parque del país. Los grandes forjadores de la cultura o de la ciencia o de las artes están escasos de monumentos o de calles «a su nombre». Pero un general no. El escalafón entero, con alguna salvedad más bien vergonzante y sospechosa, tiene sus nombres inscritos en el muro de cualquier barriada de tipo popular y subvencionado. Tengo la sospecha de que Manolo se va a marchar muy pronto. Dice que estuvo en Madrid el tiempo justo para «liquidar unos asuntos», que hizo un viaje a Barcelona donde tiene muy buenos amigos (con cierta reticencia y bastante razón escribe que todas las culturas han entrado por el norte) y que en seguida se marchó a su estudio de Marbella…

Tenía una cierta pesadez en la cabeza.

Antoine me recomendó beber limón con bicarbonato. Antoine es una institución en esta casa. Ya lo dice Silverio. Mayordomo, cocinero, secretario, confidente y ahora… médico o boticario. Tiene gracia.

Podría llamar a Clara. Pero no lo voy a hacer. Es mejor esperar. Vi a Silverio el tiempo justo de relevarnos en el teléfono. A él le llamaban unos amigos recién llegados de París y yo puse una conferencia con San Juan de Luz para hablar con Laura. Mala suerte. Había salido, seguramente a la playa, según me dijo una de las criadas.

Doblé la carta de Manolo y mi primera intención fue escribirle. Pero desistí del empeño. No tenía ganas. Un rayo de sol, furtivo y escueto, vino a pintar de amarillo la puntera de mi zapato. Estuve observando el detalle. Me sentía cansado. No he vuelto a trabajar en el informe sobre la movilización del grupo. Cuando me invaden momentos como éste (y ahora es una cosa que me resulta frecuente) pienso que no voy a proseguir el empeño. A lo mejor es una nube pasajera, pero no lo creo. No pienso en nada; este relajamiento de los músculos y de los sentidos es el resultado final, el triunfo definitivo sobre mi vida apelmazada y monótona de antaño.

Volví a insistir con el teléfono. Había pasado media hora o quizá una, no lo sé, y Laura seguía sin aparecer. Me senté en la butaca de la biblioteca, tomé un libro al azar. Las Memorias de Casanova… El cielo se agrietaba mostrando las tripas del sol, doradas, pasadas por la criba de unas nubes delgadas y algodonosas. Podría decirle a Manolo (si definitivamente me decidiera a escribirle) que Marta ha querido suicidarse —¿cuándo ocurrió el suceso?—, que he conocido a Clara Billard, a Nicole, a Goyena, que Laura me parece, cada día que pasa y de una forma insensible pero que deja huella, que es una gran mujer… Podría decirle incluso que estoy enamorado de ella…

Llamé a casa de Marta. No estaba.

Retengo en la boca el sorbo de whisky, lo paladeo espaciosamente. He duplicado la recepción alcohólica desde que estuve en Mallorca, la he triplicado desde los días de Marbella. Estoy desconocido. Podría llamar a Clara y decirle que hoy es un buen día para cenar juntos y, también, para acostarnos bajo la misma sábana. Pero estoy demasiado cansado. No es bueno hacer las cosas con precipitación. Sin embargo, creo que aceptaría. A fin de cuentas, ¿no ha sido ella, mujer orgullosa y despechada, entristecida por su edad y necesitada de emociones, la que me ha buscado? No quería justificar actitudes posibles, pero las cosas son así, el juego es éste y las reglas hay que mantenerlas por encima de todo.

El sol, filtrado al través del cristal de la ventana, iba subiendo desde la punta del pie, por la pantorrilla. El rayo de color de oro se detuvo sobre las choquezuelas. Sentía calor.