Capítulo XXVI

DESDE ESTAS RIBERAS Miguel de Unamuno escuchaba las campanas de España. Eran tiempos difíciles, la libertad no era, precisamente, un manjar dichoso y posible. En el redoble de bronce había, apiñadas, nostalgias y recuerdos, querencias y una tibia desesperanza. La gran diáspora hispana está henchida de languidez, de un sólido y terminante patriotismo, de un resuelto valor de permanencia. El viejo Goyena me miraba con sus ojos tranquilos, había perdido el sentido de la medida y de los volúmenes, era un desplazado que mantiene, enhiesta, la llama que dejó casi como un rescoldo y que él aviva mentalmente.

Hablábamos en la terraza de su villa. Fue, para mí, como un pequeño reencuentro con mi mundo de ayer… otra vez la movilización del grupo, el trabajo que debía presentar a la UNESCO y que, desgraciadamente, no iba ni mejor ni peor que al comienzo. También Goyena era un eslabón perdido.

—Nosotros somos un puente tendido al exterior, casi el único que tiene el país; fíjese bien en los emigrados de Méjico, los que se exiliaron por toda América, han sido un cenáculo de cultura han entregado mucho, se les debe mucho también, pero su importancia capital radica en la cuerda que han echado al exterior, como un lazo, como un verdadero puente en el campo de la comunicación y de las ideas…

Sociológicamente Goyena puede ser un personaje tipo en el cómputo de mis datos sobre la movilización del grupo. Acciona lentamente, con una cierta pesadez, sus manos gruesas y velludas se apoyan constantemente en los brazos del sillón mimbroso y azulado. Subía una brisa salada, pastosa, endurecida por el atardecer; el sol dormido a mitad del camino hacia el horizonte era una fruta madura, medianamente fresca, suspendida entre los azules desleídos del cielo. La respiración se llenaba de savia verde y olorosa.

—Siempre tenemos la culpa las izquierdas, eso tiene gracia, pero no es cierto; mire, yo he estudiado bien el fenómeno de las emigraciones políticas —dobló medio cuerpo sobre la mesita de gruesa madera rústica—; en nuestro siglo pasado a cada emigración de izquierdas sucedía otra de derechas, cuando llega Fernando VII a España, los liberales huyen por la frontera, eran por lo menos quince mil… pero cuando se proclama la nueva Constitución, las tornas se cambian, ¿entiende?

Goyena hablaba sin parar. Sabía la historia del absolutista general Eguía, de su exilio y también de sus devaneos y caprichos con una pastelera de Bayona. (Ya para entonces las francesas eran un mito rosado, complaciente y atractivo para el homo hispánico.) Tomábamos el cuarto café de la tarde.

—Yo me alimento casi exclusivamente de esto, y espero… esperar es bueno, a cierta edad ya no se tienen prisas, las prisas son para los jóvenes que tratan de alcanzar las cosas en un día, pero, ¡para nosotros, no!

Cuando salí a la calle, en plena carretera, recordé mi cita con madame Billard. Me sentía satisfecho del trueque; Antoine quedó encargado de presentarle mis excusas (por decirlo de algún modo) y de asegurarle que pasaría cualquier tarde por su casa. Me fumé un cigarrillo sin prisas, saboreando el atardecer plácido y tranquilo que me entraba por todos los poros del cuerpo. Entré en un bar. Tenía sed. Pedí una botella de Evian. Lo mejor era ir directamente a casa por si tenía algún recado del grupo, de nuestro grupo…

Antoine me confirmó que había llevado la nota a casa de los Billard, me desnudé y llené la bañera del cuarto de baño de agua templada. Estaba cansado. Será la presión, me dije. Aquí se duerme más. Sonó el teléfono con insistencia, escuché la voz de Antoine, su francés parisiense, solemnizado por el tono grave de su conversación. El baño me sentó magníficamente. Bajé al salón, abrí las ventanas y un olor perfumado (de los magnolios, seguramente) me llenó el rostro y se metió por los agujeros de la nariz. Había llamado Laura; Antoine le dijo que yo estaba en el baño (como se debe decir siempre de los señores que se meten en una bañera) y que llamaría más tarde.

No tenía ningún interés especial en salir. Pero esta vez era Marta. Quería probar el vértigo de la ridícula modalidad de la ruleta rusa, inventada por Fernando. Consistía en esperar junto a la raya de los semáforos el momento en que se encendía la luz prohibida. Los automóviles puestos en línea cruzaban en el instante justo en que los de la calle opuesta iniciaban la marcha. Era, otra vez, una piedra rodante, un canto pelado y desnudo que echa a correr por la pura inercia, la costumbre y el empujón de los demás.

Nos divertimos, es verdad.

Por supuesto, el juego no se parecía demasiado al que practican los hippies en las autopistas de San Francisco. Ellos tienen una filosofía de la vida que ha desplazado ya a la de los beatniks; su vitalismo es exultante, peligroso. El nuestro contiene, creo-creía yo, un tanto ingenuamente, una parte todavía sustancial de instinto de conservación.

La noche era impresionantemente hermosa en su cercanía.

—En cierto modo, os comprendo, ¡os comprendo muy bien! —dijo Silverio.

El día había amanecido muy claro, radiante y en cierto modo espectacular. El sol doraba las piedras grises, las calles pinas y olorosas. El Mercedes se detuvo unos momentos en la otra acera de «Biarritz-bon-heure».

—El único sitio —seguía hablando Silverio— donde el hombre se juega la vida estúpidamente es en la guerra, pero en la ciudad no; dicen que el mal del siglo es la velocidad; ¡mentira!; el cáncer de nuestra época es no saber vivir la existencia a todo gas… ¡La velocidad es una gran cosa!

Silverio hablaba como un joven-mozo-vitalista, como un iracundo hippy, como un entrañable loco de las vivencias humanas. Al llegar al club de tenis y mientras se echaba por la puerta al exterior, exclamó:

—Lo peor que pueden decir de mí es que soy un «bon-vivant»; detesto la palabra, me da asco, sí, ¡os envidio, y mucho además!, vuestra juventud es en cierto modo para mí como un tormento —respiró el aire cálido de la colina— ¡vámonos!

Jugamos durante media hora hasta que se reunieron con nosotros Laura y Fernando. Bebimos tónica con wodka en un velador, junto a la arboleda. Hablábamos. Por supuesto el tema era Marta e Iñaki, cuyas relaciones no eran, precisamente, muy buenas desde la noche de la fiesta en casa de los Billard. ¡Billard!, se me había olvidado la cita con madame… Según Laura, parece que el motivo de la disputa (naturalmente pasajero…) eran los celos que Iñaki sentía por el señor Billard. No era ciertamente Billard un play-boy, pero para Marta (que renunciaba de antemano muchas veces a los aspectos puramente externos, no porque los despreciase en sí mismos, sino por alcanzar nuevas sensaciones afectivas) el marido de madame Billard era diferente. Maduro, correcto, yo intuyo que, sabio y disciplinado en las maneras de saber tratar a una joven-Marta-difícil, su amor posiblemente tenía el equilibrio (o la abundancia de misterios…) que ella precisaba.

—De todas formas —dije— creo que eso es una tontería…

—Siempre he pensado que Iñaki no le va a Marta.

—¿Por qué?

—Iñaki quiere dominar siempre y cuando se doblega lo hace a destiempo; quizás estoy diciendo una tontería, no sé.

—Mejor es dejarlo —dije.

Pero dentro de mí estaba la imagen, en cierto modo seductora, de madame Billard, allá en su villa de asesinato rico y perfectamente planeado.

Comimos en el club. Una luz líquida, explosiva y amarilla se metía por los ventanales. Hacía calor. La gravilla de los pequeños senderos, rodeados de césped, debía de quemar, aguantando la sofoquina de la primera hora de la tarde.

Decidimos ir hasta Hendaya. A Silverio lo dejamos en el «Sonis», y Fernando pasó a recoger a Nicole.

—¿En dos coches o en uno?

—Mejor en uno —gritó Laura.

Y yo lo sentí de veras.

Corríamos por la carretera en el Issotta-Fraschini de Fernando, que es un automóvil que usa cilindros a discreción y según la voluntad del cliente. La luz pulverizada de la tarde ahogaba la mirada entumeciendo los ojos, un cielo brillante y alto iba descendiendo hasta el horizonte, la velocidad producía latigazos de estremecimiento en nuestros sentidos, el grito de las llantas al doblar las curvas pronunciadas eran como el postrer lamento del sentenciado. Era feliz, inmensamente feliz devorando aquellas sensaciones vivas, recibiendo la brisa húmeda en el rostro, la velocidad era como la posesión de algo inmensamente intangible que se hace, de pronto, táctil y corpóreo.

En Hendaya nos recibió un cielo nuboso y frío.

Regresamos al atardecer con ánimo de bañarnos. Una luz magra y entintada de rojo cárdeno rodeaba el cielo de San Juan. Pasamos de largo. Nuestro automóvil corría desesperadamente como si quisiéramos alcanzar algún objetivo previsto, cuando en realidad no deseábamos más que vivir, hacerlo muy deprisa y emborracharnos de ruido.

Terminamos, claro está, en el «Play-Boy».

Cuando nos acostamos creo que estaba borracho.

La mañana amaneció como una flor indecisa. Había llegado Willy, el inglés. Cuando llegué a la playa, Laura no estaba, o sea que me tumbé en la arena y me dediqué a estudiar las posibilidades del sol, que no eran, por supuesto, demasiado esperanzadoras. De seguro que en Marbella o en Palma, en nuestros viejos y lejanos campamentos de errantes saltimbanquis, las cosas estarían mejor. Encendí un cigarrillo y, cuando enterraba la cerilla en la arena, vi la sombra de alguien que avanzaba hacia mí. Era Marta. Tiró la bolsa de baño y percibí en seguida el aroma de su esencia. Era una fragancia que me cautivaba. Se sentó a mi lado y me pidió el cigarrillo, chupó ligeramente de la boquilla como un par de veces.

—Ayer nos diste plantón —dije.

—Estaba cansada —echó al aire una bocanada de humo—, me voy a morir…

—Contra la muerte no hay nada mejor que la vida, eso al menos dice Silverio…

—¡Silver, Silver!, en fin, hablemos de otra cosa.

Nuestro silencio lo cortó la propia Marta.

—Me voy a comer fuera.

—Está bien —me tumbé todo lo largo que era.

—¿No me preguntas más?

—Me imagino que no te irás con Iñaki.

—¿Por qué no?

—Es una suposición, nada más.

—Aciertas, me voy con Billard.

—Creo que construye unos aviones magníficos —dije, y mi sonrisa la turbó ligeramente.

—De importarme algo, me interesa la velocidad del automóvil, la sientes, parece que es propiedad tuya, pero ¡el avión!

—En ese caso ayer te perdiste una gran oportunidad; el Issotta de Fernando corre magníficamente —el tono de mi voz, lo reconocí, era ya el de un perfectísimo conocedor de motores de explosión.

—Me lo ha dicho Laura, dice que pasó miedo.

—No lo creo, por lo menos lo disimulaba.

Los ojos de Marta me escrutaban con cierta avidez.

—Laura sabe esconder muy bien sus sentimientos, ¿te has dado cuenta?, es una mujer muy tímida.

No dije nada. Pero sabía que la mirada de Marta seguía insistiendo.

—Creo que hacéis una buena pareja —dijo finalmente.

Y su risa resonó a nuestro alrededor como una cascada de artificio. Me sentí momentáneamente turbado.

—Voy a bañarme —dije.

Marta se tumbó sobre la arena, cubriéndose el rostro con las manos. Cuando regresé a la playa, Fernando y Willy, el inglés, estaban a su lado. Parecían bastante aburridos.

—¿Comemos juntos? —preguntó Fernando y, antes que yo pudiera responder, Marta se puso en cuclillas para decir:

—Yo no puedo.

—¿Y tú?

—Tengo ganas de descansar —dije.

—En ese caso no voy a tener más remedio que aguantar a Nicole.

—Esa niña se cree la representante de Dior en el Sur —exclamó Marta.

—¿Tienes envidia?

—Seguramente sí —elevó los brazos al cielo como si se desperezase—, ¡qué mala estoy!

Los dejé a los tres tomándose una copa y yo regresé despacio y caminando hasta casa. Antoine me sirvió un gin-tonic y yo puse el tocadiscos en marcha. Silver no llegó hasta las dos. Venía del picadero de probar un caballo. Cuando se desvistió, se sentó en el sofá y me dijo casi a modo de saludo.

—Creo que estás perdiendo miserablemente las oportunidades —se reía.

—Es posible, no sé a qué te refieres.

—A madame Billard, por supuesto —se levantó despacio y encendió un cigarrillo—, ha llamado esta mañana.

—Llevo unos días demasiado agitados.

—Lo creo, viejo, pero una dama tiene un tiempo prudencial de paciencia —se sirvió whisky en el vaso.

—Me voy a tumbar un rato…

—¡Ah!, el hombre gasta la tercera parte de su vida en dormir, ¡un desastre, amigo!, así no vamos a ninguna parte.

—Ayer regresamos tarde y me he levantado temprano.

—Y para eso eres joven, durmiendo no se puede conquistar el cielo, amigo…

Maté la colilla del cigarro en el cenicero de plata. Me recosté en el sillón, estirando mis piernas todo lo largas que eran.

—Marta come hoy con Billard.

—¡Buen menú, viejo!, ¿y qué más?

—No he preguntado, no lo sé.

—Entonces se trata de una información digamos que incompleta —recogió sus manos largas y huesudas en el halda—, en cualquier caso era una cosa prevista.

—Tu oráculo empieza a preocuparme.

—Nada de eso, puedes estar tranquilo.

Me fui a la cama sin siquiera comer. Bajé las persianas hasta dejar la habitación en una penumbra íntima y calma.

Cuando me desperté era ya media tarde, una luz cenicienta y pastosa se echaba sobre el alféizar de la ventana, en el aire adormecido flotaban, ingrávidas, las últimas claridades doradas del sol.