—CREO QUE NO ESTOY en forma —dije.
—¿Por qué dices esas cosas? —preguntaba Laura.
—No lo sé tampoco, lo de Marta me ha trastornado.
El arco de la playa tenía una mínima rugosidad, las arenas eran finas, un mar enardecido y violentamente azul arremetía contra las rocas de tarjeta postal, el sol compensaba la frialdad de las olas.
—Marta está estupendamente, ¿o es que te has enamorado de ella? —la risa espumosa de Laura se me quedó grabada largo rato, tras mis párpados encendidos.
—Me gustaría saber…
—¿Qué?
—Nada, es lo mismo, no tiene ninguna importancia…
La línea azul-brumosa del horizonte estaba rayada de motas blancas, embarcaciones, yates, motoras, barcos de recreo; corría una brisa mineral, la playa estaba concurrida. El lento subir-y-bajar del vientre de Laura volvió a recordarme a mi primera novia, aquella dulce muchacha de mi pequeña ciudad, que tenía el talle alto y una mirada envolvente, agradecida y llena de ternura. Se llamaba Esther. No sé por qué pensaba en esto. A veces asocio las ideas sospechando (o quizá deseando) revivir viejos recuerdos en imágenes nuevas, posibles. Laura era, pues, la posibilidad de encontrar, de nuevo, el perfil de aquella dulce muchacha provinciana.
Cerca del mediodía abandonamos la playa y nos vestimos. Laura llevaba unos shorts, de color verde-oliva y una blusa anaranjada, el cabello lo tenía recogido en la nuca, formando una madeja algodonosa de color amarillo. Decidimos jugar una partida de tenis, pero cuando llegamos al club las cosas se complicaron. Fernando se empeñó en jugar unos sets conmigo y me ganó. Bueno. Iñaki descansaba en la arboleda, junto a Marta. Adiposo, artificialmente tostado, nuestro profesor Atlas, tensaba los músculos del cuádriceps y se friccionaba de vez en vez, las piernas blandas y gordezuelas. Marta, a su lado, estaba silenciosa, velados sus ojos con unas grandes y escandalosas gafas de montura blanca. Yo los veía en la distancia, absorto de nuevo en la imagen de una Marta-suicida-moribunda-alegre-renovada.
Fernando gritó.
—¡Estás jugando dormido!
Reaccioné. Laura, junto a la pista, hablaba con unos amigos suyos. El segundo set también me fue mal y decidí retirarme. Me sentía cansado, sudaba y tenía los músculos flojos. Me alejé camino de la ducha y Laura ocupó mi sitio. «Te vengaré», me gritó al pasar. Y los dos sonreímos bajo la mirada del sol.
Al cruzar el umbral del bar me recibió la voz de Brel, metida en la apretada negrura del microsurco. Dudé unos instantes y caminé, sobre el terrazo jaspeado de verde, hasta una mesa colocada estratégicamente junto al ventanal que daba a las pistas. Laura acababa de perder una pelota, en principio, muy fácil. Le hice una seña de disgusto, pero no debió de verme. Pedí un martini y me acordé de Iñaki. Creo que, técnicamente, era la hora justa de pedir martini-seco. Solté una risa tonta y sin intención y mi mirada resbaló por los anaqueles repletos de trofeos deportivos.
Se había levantado un viento-norte, que los vascos del interior llaman «ciarraiz»; los plátanos de la arboleda iniciaron una danza nerviosa; Marta e Iñaki se habían levantado de su velador y caminaban despacio por detrás de la pista número-dos.
—Antes de comer te juego una partida —me dijo Iñaki cuando entró en el bar.
—Estoy flojo, me vas a ganar con demasiada facilidad.
Y el decir esto, miraba a Marta que acababa de encender un cigarrillo y estaba llamando al camarero. Laura, que entraba en aquel momento, aseguró:
—Mario está en baja forma —reía fuerte—, me lo ha dicho esta mañana.
—Este Silverio nos lo está estropeando…
—Yo creo que es la italiana —gritó Marta.
—Bueno, bueno… —me retrepé en el sillón.
—La verdad es que juegas dormido, chico.
Miré la espigada arquitectura de Fernando, sus cabellos largos (que parecían cardados), la sonrisa en falsete, la inicial prepotencia de su mirada.
—Estoy cansado —dije—, eso es todo —y les mostré la mejor y la más falsa de mis sonrisas.
Nos prepararon una mesa en la parte oeste del comedor. Estábamos asentados sobre una colina, rodeados de follaje verde, altos árboles en apretado bosque por entre los cuales se dibujaba, al fondo, la raya nerviosa del mar y la bóveda azul-brumosa del cielo. Se presentía en el exterior un calor templado. Durante la comida Marta volvió a ser la animadora de la fiesta, pero yo noté que su humor no era tan espontáneo como en los días anteriores. También Iñaki parecía violento. Sin tomar el café se despidieron, ya que querían llegar pronto a Dax para presenciar la corrida de toros. Nos quedamos Laura, Fernando y yo.
—Esta mañana he tenido unas palabras con Iñaki.
Antes de que le preguntáramos más detalles del suceso, siguió diciendo:
—Lleva unos días que parece trastornado, hoy quería que convenciese a Marta para que fueran a los toros, ¡y a mí qué me va en el asunto!, díselo tú, le dije… —encendió un cigarrillo con filtro—, a fin de cuentas Marta es más tuya que mía, ¿no os parece?
Laura bebió un trago corto de café. Dijo:
—No hay que darle importancia a estas cosas…
—Pero es que Iñaki es un pesado, un maldito pesado, ¡yo no sé cómo le aguanta ella!
—Déjalos, es cosa de ellos.
—Naturalmente que no es cuestión mía, por eso me molesta que venga para que yo haga de celestina; lo que pasa es que Marta es mucha mujer y hoy, por ejemplo, no quería ir a Dax, lo sé muy bien…
—Pues ya están en camino —aventuré a decir.
—Os hago una apuesta a que Marta no ha ido a Dax.
Era una excelente oportunidad para preguntar por la extraña reacción de Marta tras el suicidio frustrado.
—Lo que no comprendo es cómo se puede aguantar a Iñaki, día tras día, sin siquiera una temporadita de vacaciones como tienen los obreros…
—Eres terrible, Fernando.
—No, no, lo que se trata es de saber —se reía abiertamente— la capacidad de aguante que tiene en las espaldas, ¡o donde sea!, nuestra querida Marta.
Sin el freno amortiguador (por puro insulso que es) de Iñaki, el navío de Marta estaría ya desarbolado y a merced del trasiego proceloso de todos los océanos del mundo. Pero, a veces, y quizá fuera esto lo que Fernando quería decir, hay diques que en lugar de amortiguar encabritan todavía más las aguas. El calor de las tres de la tarde pesaba sobre nosotros como una losa.
Me vestía lentamente, y la voz de Silverio la escuché a mis espaldas.
—Hoy te vas a divertir.
—¿De veras? —pregunté.
—Naturalmente, en todo caso, viejo, si las cosas van mal, te llenas de whisky y siempre matarás el aburrimiento.
—Gracias por el consejo.
Cuando terminé de calzarme y me contemplé en la luna decimonónica del armario, creí que era otro. No me sentía cómodo dentro del traje-gris-oscuro y la corbata me apretaba demasiado alrededor del cuello de la camisa. Flexioné varias veces la pierna izquierda y bajé por las escaleras centrales hasta el hall. Silverio estaba sentado en una butaca del salón, vestía un batín de seda roja y fumaba despaciosamente un cigarrillo; el libro que tenía dormido en el halda no era, casi seguro, más que un complemento estético.
—Entonces, hablas en serio cuando dices que me voy a divertir…
—Sí, claro, los Billard son unos anfitriones magníficos.
—Tengo la sospecha de que hablas en broma —dije.
Me senté en el sofá. Estábamos callados. Al contemplarme el traje oscuro recordé, sin saber exactamente el por qué, a Sacha y a su indumentaria desaliñada, a los hippies, que visten cazadoras de cuero y siembran de terror las avenidas de San Francisco. Pura asociación de ideas, Me reí. Evidentemente, no tengo nada en común con ellos ni con Sacha.
—¿Tú no sales?
—Quiero descansar —reía—, queremos descansar, mejor dicho…
—¿Y Nanda?
—La tengo encerrada, si la llevo a casa de los Billard se aburrirá.
—Será mejor que me marche —dije.
La casa de los Billard está en las afueras. Tiene un jardín semicircular, muy bien cuidado, con un césped tupido y una arboleda relativamente frondosa. El conjunto simula perfectamente una de esas mansiones aptas para la coreografía de un crimen selecto, un asesinato de película cara o de obra de Agatha Christie. Madame Billard era una mujer de tez muy pálida, labios finos y estrechos y cabello cuidadosamente oxigenado. De seguro que sabía jugar al bridge. El marido era un tipo demasiado delgado quizá, ojeroso, de conversación brillante y ademanes correctos. Su amistad con Iñaki debía venir de lejos.
No era feliz en aquel ambiente y, además, dentro del traje me sentía encorsetado. El último en llegar fue Fernando, acompañado de Nicole, una actriz de tercera fila, elegante y guapa, pero bastante roma de cabeza. Su sonrisa displicente era en sí misma todo un espectáculo. El buen Fernando (iniciado ya en la prepotencia de los poderosos) de seguro que se sentía un Ponti o algo así respecto a la bella Nicole. Contrariamente a su costumbre, Marta no estaba alegre, se limitó a charlar en un rincón olvidado con monsieur Billard y solamente cuando se tomó la cuarta copa de champán la noté algo más despierta y bulliciosa. De seguro que la excursión a Dax no había salido bien.
Laura me contó algunas vulgaridades de los Billard que apenas si me interesaron. Empezaba a sospechar que Silverio me había engañado cuando me aseguró que lo iba a pasar muy bien. En aquellos momentos no me interesaban ni los automóviles de Fernando, ni el último escándalo de París o Niza, ni los influyentes negocios (acciones en una fábrica de aviones) de monsieur Billard. Ni siquiera la compañía de Laura era un aliciente para mí. Era ya bastante tarde cuando me presentaron a un exiliado español, hombre de rostro encendido, cortés y pausado, con el que, sin mucha dificultad, llené agradablemente la velada. El tipo se llamaba Goyena, era musculoso, estaba casado y tenía tres hijas ya mayores. Por supuesto, estaba más al corriente de la situación española que cualquier hispano habitante de la dura y despiadada Iberia.
Me invitó a tomar café en su casa al día siguiente y acepté.
La velada no tuvo más interés, salvo el encuentro con mi amigo el exiliado, que el fin de fiesta que nos proporcionaron Iñaki y Marta. Yo estaba en el jardín con Laura y apenas si pude enterarme de nada. Me era indiferente. Madame Billard, sin embargo, me proporcionó, cuando nos despedíamos, un cierto acicate, algo así como la atractiva guinda que corona el pastel de un domingo cualquiera.
—Le esperamos cuando quiera —me dijo en correcto castellano.
En la calle, Fernando nos convenció para jugar un rato a una especial «ruleta rusa» que se había inventado. Corríamos a buena velocidad por las calles humedecidas; Laura estaba contenta y yo, al final, me sentí de pronto dichoso, animado por la brisa que nos bañaba el rostro y el apretar del acelerador. El espectáculo duró más de una hora.
Eran cerca de las cuatro cuando dejamos a Laura en San Juan. Yo tenía los nervios tensos, el cabello alborotado y una sensación de vida me reventaba por todo mi cuerpo.
—Creo que has enamorado a madame Billard —me dijo sonriente Fernando, cuando nos despedíamos.
Le miré despacio; mientras tanto encendía un cigarrillo.
—Nicole es una buena chica —dije.
Y Fernando se quedó clavado en el umbral, mientras la sonrisa de la francesita brillaba en medio de la noche.
—Entonces, ¿lo pasaste bien? —preguntó Silverio mientras desayunábamos.
—Me aburrí soberanamente —dije—, solamente al final la cosa se animó un poco, cuestión de acelerador, ¿comprendes?
—Entiendo, la velocidad imprime carácter —se acercó la taza de café a los labios— y diluye la monotonía, además.
—Conocí a un español llamado Goyena.
—Ya sé quién es; se aburriría también, ¿no?
—Seguramente, no lo sé, la verdad es que la velada fue bastante absurda.
—¿Ni siquiera te compensó Laura? —sus ojos se achicaban al sonreír.
—Tampoco.
Retiró suavemente de la mesa el servicio y sacó la pitillera.
—Entonces será mejor que te dé el recado de madame Billard.
—¿Cómo dices?
—Parece que te extrañas —me ofreció un cigarrillo.
—No te entiendo.
—Ha llamado esta mañana, quiere que vayas esta tarde a tomar el té.
Silverio se levantó y avanzó hacia la mesita de centro. Se dejó caer en el butacón.
—No lo entiendo —murmuré.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Esto, que haya llamado.
—¡Mi querido amigo!, tú no entiendes nada, llevas unos días totalmente al margen de la civilización…
—Es posible.
—Naturalmente que es posible; llama una mujer, deja un aviso, yo te lo doy y ahora te extrañas —movía las manos Silverio.
Entró Antoine con la correspondencia y los periódicos. Silverio le señaló la mesa grande y la bandeja fue depositada en una esquina. La luz de la mañana era líquida.
—De acuerdo, no hablemos más, iré a casa de madame Billard.
—Así me gusta.
—El problema es que tengo también una cita con Goyena…
—Entre un hombre y una mujer —razonó Silverio— la elección no resulta difícil…
—Una mujer, claro.
—Pues no sé, no sé…