MARTA HA TRATADO de escaparse de nuestro lado. Una deserción. Los barbitúricos no han sido suficientes (o han estado perfectamente graduados quizá) para que nos dejara definitivamente. A Marilyn le salió mal la jugada. A Marta le ha dado resultado.
Las doncellas avisaron con urgencia al médico y el lavado de estómago ha dado unos resultados felices.
Pero Marta ha querido matarse. Estoy ligeramente aturdido. Creo que Manolo (de estar aquí) me hubiera aclarado mis ideas confusas: «Tú amas esta vida porque no la conocías, porque definitivamente eres un extraño; pero Marta está saciada, plena, ya no siente placer con esta riqueza, sacará cualquier excusa para justificar este acto, pero la verdad es que está hinchada de vivir bien…» Tienes razón, Manolo; casi siempre aciertas. Creo que ahora también.
—Esto lo temía hace tiempo —dijo Silverio.
Fruncí el entrecejo.
—Es muy difícil de explicar, Mario, demasiado complejo y no tengo ganas de romperme la cabeza ahora, pero Marta tenía que probar suerte…
—¿Hablas en serio?
—Completamente.
—Entonces no lo entiendo.
—No hay mucho que entender; Marta ha querido suicidarse y no lo ha conseguido, eso es todo —respondió hondo—, ¿una copa, Mario? Ser viejo tiene la ventaja de ver venir las cosas…
—Eres una pitonisa.
—Soy un hombre digamos que algo mayor, que quiere ser joven y está realmente a mitad de distancia de una cosa a otra —bebió un trago largo—; eso tiene la ventaja de adivinar ciertas actitudes.
—Yo me pregunto los motivos que tenía Marta para llegar a esto.
—¡Psch!, siempre queremos sacar conclusiones de nuestros actos, falso, falso, amigo. ¡Las cosas se producen, la gente se mata, se suicida… pero que nadie pregunte el por qué!; cuando preguntamos se está perdiendo el tiempo, casi nunca hay una respuesta…
—Entonces el suicidio de Marta…
—… el suicidio frustrado, digamos.
—Sí, el suicidio frustrado, ¿no tiene motivo alguno?
—Creo que no —respondió Silverio mientras se servía más whisky.
—Sin embargo, tú acabas de decir que ya lo tenías previsto, que lo esperabas.
—Claro que lo esperaba, yo sospecho muchas cosas, Mario, pero eso no quiere decir que todo lo que yo intuyo que va a pasar tenga lógica —encendió un cigarrillo—, por ejemplo, yo creo que me voy a morir pronto, ¿y acaso tiene eso razones de ser?, no, no… pero es así.
—Estamos en el centro del absurdo, Silverio.
—Yo no sé dónde estamos, eso lo puedes saber tú que eres un hombre de Universidad, un intelectual, como dice Marta.
Otra vez estaba distante de ellos, en la esquina opuesta a sus razonamientos.
No supe qué contestar. Pero interiormente me sentí humillado.
—En cualquier caso, viejo, no debemos preocuparnos demasiado, Marta está estupendamente —amagó una sonrisa—, debemos brindar por ella…
Nuestras copas se juntaron en el aire confortable y macizo del salón.
—… ¡y por la vida! —remató Silverio con un vozarrón potente—, no hay nada más importante que la misma vida… si se sabe vivirla, naturalmente.
De repente, el viejo Silver parecía crecerse ante sus mismas opiniones, su acento cobraba tonos agudos, el gesto era ampuloso. Luego se quedaba exhausto.
—Muchos creen que el oficio de vivir es muy sencillo, ¿a que sí?; mentira, maldita mentira —acariciaba la copa con la mano diestra—, yo tengo la fórmula, por eso valoro la existencia, por eso comprendo que me voy a morir pronto, ¡cuidado, cuidado…!, por eso también trato de vivir más intensamente…
Silverio es un hombre que hay-había que admirar. Su desplante ante las cosas, su seguridad, la valoración humilde de sus posibilidades y de sus servidumbres lo hacían gigante en ocasiones. Se puso confidencial, bajó el tono de su voz, arañaba suavemente la piel cristalina de la copa.
—Te vas a reír, amigo, pero ha habido ocasiones en que pensé entrar en un monasterio, ¡tiene gracia!, ¿verdad que tiene gracia?, el viejo Silver vestido de fraile… —se retrepó en el sillón de cuero—, no hay cosa más terrible que acariciar las cosas, comprobar la hermosura de la vida y tener, al mismo tiempo, la seguridad y la inteligencia de comprender que hay que abandonar el barco… entonces, lo más sabio es renunciar a conocer el mundo, evitarse de sentir el placer de esas mismas cosas; claro que a mi edad uno ha amado ya a demasiadas húngaras como para olvidarse de pronto de todo…
El viejo reloj de números romanos anunciaba la hora, por los ventanales se colaba una luz imprecisa, gris, mineral. Los magnolios del jardín removían sus hojas brillantes.
—Sí, mi amigo, sí, los hechos son irreversibles, éste es el dogma de la existencia humana, a veces decimos ¡si yo hubiera hecho esto o lo otro o lo de más allá!, bueno pero no lo hice y estoy aquí… no vale de nada regresar mentalmente al punto de partida si el cuerpo está ya más cerca de la meta que del comienzo.
El silencio que nos rodeaba producía extrañas e inopinadas sonoridades en los oídos, el atardecer brumoso se amontonaba en el aire encalmado del exterior, se adivinaba un olor intenso y fragante, hijo del césped húmedo, vagos esplendores de luz coagulada lamían suavemente los cristales, el perro «Patelín» rezongaba a los pies de Silverio.
—Llamaremos a casa de Iñaki —dijo.
Debió contestarle el criado marica, porque Silver puso cara de susto o de no entender nada de las explicaciones excesivamente complicadas que se le daban.
—No está —murmuró.
Encendió un cigarrillo y a pesar de la penumbra vi crecer la ondulación azulada de la columna de humo. Atardecía.
Me levanté del sofá. Nuestro silencio parecía ensanchar la presencia de Marta entre nosotros, su fantasma de suicida frustrada, la misma naturalidad con que los acontecimientos se iban produciendo a mi alrededor. Todavía, a pesar de todo, no había echado fuera de mi cabeza el aturdimiento del suceso. Silverio debió de adivinar, siquiera parcialmente, el proceso encadenado de mis pensamientos.
—Creo que nos conviene respirar un poco de aire fresco —dijo.
Yo asentí con la cabeza, de espaldas al gran ventanal del salón. Resplandores dorados iban entrando, espaciados y sigilosos, en la tranquila penumbra que nos rodeaba.
—¿Tú qué vas a hacer? —preguntó Silverio.
—Recogeré a Laura.
—De acuerdo —señaló despacio la puerta de entrada—, ahí te dejo el coche, nos veremos en el «Play-Boy», ¿no es eso?
Dije que sí, con un gesto que debía estar transido de preocupación.
—¡La vida, Mario, la vida!, solamente los ignorantes saben despreciarla o maldecirla…
También los pobres, o los humildes, o los desheredados la vituperan, es una vieja ley y no les falta razón cuando lo hacen. Han crecido entre la miseria, el horror y las sombras, hacer acopio de esperanza terrena en estas circunstancias no es un trabajo sencillo, por eso, tal vez, la pobreza crea a los héroes y la abundancia los destruye. Los grandes mitos, pensaba, han nacido siempre de partos difíciles. Escuché el portazo seco y la voz de Antoine, llena hasta el colmo de sonoridades ceremoniosas. El ronquido pesado del Mercedes rayó la transparencia del atardecer, encendí el cigarrillo y consulté la severa majestad del gran reloj mural, de esfera rosada y barroca construcción. «Patelín» se desperezó a mis pies y corrió luego, en un trote ligero y alegre, hasta las escaleras de caracol; lo vi cruzar solemne, el amplio hall.
Pensaba en Marta, en su aventura, en los barbitúricos (que empezaron siendo un cuchillo caro para uso de estrellas cinematográficas, pero que se han convertido en arma casi vulgar usada a discreción) que había ingerido la noche anterior. Notaba su presencia muy cerca de mí, su exaltación, su vigor, la risa escocida y loca, su entrega a todo aquello que constituyera una nueva pasión, un renovado encuentro con la tensión vital. Me sentía intimidado, pequeño, vagamente equidistante de las cosas que me rodeaban. Las luces de las elevadas arañas (que iba encendiendo Antoine) me despabilaron.
Una negrura casi táctil y olorosa me recibió en la delantera de la casa.
Cuando llegué al «Sonis», advertí que el Lancia-azul-celeste de Laura ya estaba aparcado en dirección norte.
Lo normal hubiese sido el desaliento. Un miedo vigoroso que atenazase las carnes después del intento de suicidio de Marta. Pero ninguno de nosotros se impresionó demasiado. Son cosas que, en cierto modo, deben estar registradas en la casilla de «circunstancias posibles». Sigo-seguía. Todo fue demasiado violento para mí, lo confieso. Marta estuvo tres días en una clínica. Iñaki no dejó de pasar las tardes y las noches en el «Play-Boy», Fernando alternaba la playa con las pruebas de automóviles y la segura-segurísima presa de jóvenes actrices, ya divorciadas algunas de ellas. Laura, al principio, se impresionó, pero nada más. Nanda, que sentía, secretamente, una cierta aversión por Marta, no comentó el suceso. ¿Para qué? Según la filosofía de Silverio todo estaba previsto y lo mejor era echar whisky al asunto como quien pone tierra de por medio.
Me acordé de la Maca, y asocié la muerte de la hija de Cayetano con la frustración de Marta. Cada una de ellas esperaba un lugar en el reino, cada cual soñaba con apropiarse de un pedazo de existencia propia. Todo salió equidistante a sus deseos.
Me recluí los días siguientes en casa. Apenas si salía de la biblioteca, afanado en hacer del absurdo algo resueltamente comprensible. Silverio tenía razón, la actitud de Marta, llenándose el estómago de barbitúricos, constituía un hecho real y tangible, y sobre todo pasado. No había por qué darle vueltas al caso. Claro que para ello hacía falta una sensibilidad especial, ni más gruesa ni más afilada, ni peor ni mejor, sino distinta. Manolo tenía razón; ser un extraño tiene sus inconvenientes. Pero ¿acaso era yo, definitivamente, un auténtico extranjero en aquel vigoroso y espectacular mundo que estaba viviendo? Quiero convencerme que no, pero sentía rubor al escuchar la secreta voz de mi interior que me decía, sin mayores detalles, un tanto resueltamente y con seguridad, que sí, que yo era una piedra rodante de prestado, una partícula alejada del camino por un viento (el de la casualidad) nada específico y táctil.
Estaba solo, con mi duda, sin más compañía que la presencia estúpida de mi inseguridad.
Todo parece irreal, fantástico. La voz de Marta también, al otro lado del teléfono.
—¿Es que no quieres nada con nosotros? —terminó preguntando.
Le dije, por justificar un poco mi total aturdimiento, que me sentía un poco resfriado. Escuché la carcajada violenta, coagulada, en el extremo del aparato, fresca, la risa que espanta a la muerte y produce vértigo. «Eso se cura con un buen trago de whisky», gritó, y yo traté de allanar las distancias mostrándome dudosamente alegre. Quise preguntarle por su salud, yo que me había inventado una excusa médica para justificar la súbita presencia de ella al otro lado del auricular. Pero no dije nada. La voz de Marta era un puro grito de urgencia, de alegría.
—Iñaki y los otros quieren que vayamos a Bayona a cenar, pero yo no te dejo ahí, eres capaz de hacer cualquier tontería con la italiana —y el tono de su voz se hizo más reticente al pronunciar la palabra italiana.
Terminó con una risotada que levantó dentro de mi pecho oleadas de calor. Me limité a decirle que esperasen, que me arreglaría en un momento. Cuando colgué el teléfono sentí una tranquilidad poco convincente y llamé a Antoine para que me trajera un gin-tonic.
Nos encontramos en el «Sonis» que está prácticamente en el camino de Bayona. Marta llevaba una blusa celeste y una falda muy corta de un azul ligeramente más intenso, estaba contenta, igual que pude adivinarla en nuestra conversación telefónica; me dio un beso en la mejilla y sentí su proximidad como un fuego. No pude menos que recordar, sin apenas desearlo, la noticia de su frustrado suicidio, la llamada urgente de Laura, la voz sofocada de las doncellas, la desacompasada respiración de la propia Marta, casi escondida entre el alegre color pastel de su habitación. Tan sólo habían pasado seis días desde entonces y su risa volvería a ser idénticamente gozosa que antaño, su rostro apenas si había sufrido alguna transformación, el talle permanecía delgado, sus senos erectos y sin intención de claudicar, la boca fina, los ojos enormemente expresivos. Le dije: «Te encuentro muy guapa». Fue todo el comentario que se me ocurrió para no entrar en el tema que me tenía obsesionado desde hace una semana.
—Yo creo que tú y la italiana… no sé, no sé… Bebe un poco, Mario, se te curará el resfriado ese.
—Silverio no vendrá —comenté.
—Vaya, nuestro jefe espiritual no quiere saber nada de nosotros.
—Nanda le tiene demasiado absorbido —dijo Iñaki con sordina.
—Eso no lo voy a consentir yo —la voz de Marta era exultante—, a mi Silver no lo conquista nadie…
—Eres una mujer demasiado absorbente —comentó Fernando con la copa en alto.
—¿Yo?, lo que pasa es que la italiana es muy lista. Laura, ¿y tú qué dices?
—Nada, no digo nada; que nos tenemos ya que ir…
Laura me miró. Yo le mantuve la mirada, hizo un mohín que quería ser una confidencia. De seguro que ella estaba adivinando mi sorpresa por ver a una Marta alegre, gozosa y ajena por completo al drama que seis días antes se había producido. Mi sonrisa (algo forzada seguramente) debió de tranquilizarla. Gritó, casi al instante.
—Basta ya de beber, chicos, ¡vámonos!
La noche nos tragó de una dentellada. Llegaban los olores de la tierra verde y húmeda, docenas de puntos rojizos convergían sobre nuestro camino, la pintura fosforescente de los árboles se iluminaba al tiempo que los faros incidían sobre la rugosa corteza de los plátanos, igualados en largas avenidas a los flancos de la carretera.