Capítulo XXIII

ERA SEPTIEMBRE, llovía y estábamos juntos. ¿Te acuerdas? El vino del Café de París es áspero, lo sirve un tipo adiposo, bretón y de bigotes casi engomados.

Empezaba a ser de noche.

El agua de la lluvia corría por la plaza y formaba pequeños lagos, charcos oscuros entre los adoquines. Luego, el fulgor de las luces se miraba en ellos y sacaba brillos argentados. Laura había llegado dos días antes que nosotros a su casa de San Juan de Luz. Silverio y yo hicimos el viaje en avión hasta Irún; en la frontera nos recogió Antoine y tardamos poco más de media hora en arribar a Biarritz.

Tamborilea el agua sobre las cristaleras. Hacía fresco. Quedaban lejos los días de Málaga y de Marbella, las noches de Palma y de Santa Ponsa, la Maca y el viejo Cayetano, Manolo, Sara y la chilena. Todo seguía siendo igual, pero los personajes y la coreografía de mi aventura cambiaban. Es lo mismo. Laura estaba a mi lado, con el pelo lacio, largo y despeñado sobre los hombros, y su aire ausente, tímido. Llovía sobre nuestros pies y las luces del casino guiñaban sus inmensos ojos a la noche húmeda y renovada. Estaba lejos Mirto y mi amigo Guillermo, el del restaurante de Palma, Luisa, la amiga de la Maca, y Silvia. Manolo estaría preparando, casi seguro, su billete de avión para Estados-Unidos-de-Norteamérica.

—¿Estás contento? —preguntó Laura.

—Claro que sí, a tu lado no es difícil ser feliz.

—Eres muy bueno, Mario.

—Solamente digo la verdad.

—¿Sabes de quién me acuerdo?

—No.

—De Manolo.

—Me has desilusionado…

—¡No seas tonto!, tú estás a mi lado.

—¿Y Manolo no?

—No es eso, quiero decir que es una pena que Manolo no haya venido, yo creo que es un hombre que le vendría bien a Marta.

—¿A Marta? —pregunté extraño—. ¿Y dónde dejamos a Iñaki?

—Son incompatibles —y el tono de su voz era extrañamente dogmático.

—No es cosa tuya, déjalo.

—Pero de todas formas lo hubiéramos pasado muy bien.

—Es verdad.

La noche estaba pintada de luces, borracha de colores. La humedad es penetrante. Llegaba el bronco resuello del mar, a galopadas contra las rocas, y el cielo era negro, perdido. Me hubiera gustado preguntarle a Laura cuál iba a ser nuestro programa, nuestro itinerario de ricos saltimbanquis. Pero me callé.

—Y Marta, ¿dónde está?

—En su casa, quizá; nos veremos más tarde.

—Podemos ir a bailar —aventuré a decir.

—Lo que tú quieras.

Aquella docilidad me ganaba. Desde el primer día, desde que nos conocimos una noche de calor. Y ahora era, prácticamente, un prisionero (o un extraño, es lo mismo) cerca de Laura, dentro de Laura. En el interior de aquella docilidad algodonosa estaba yo. No dejaba de llover. Y apenas si nos acordábamos de los días de sol y rosas. Ahora veíamos caer la lluvia y todo resultaba demasiado hermoso.

Se lo dije a Laura.

—¿Por qué piensas estas cosas? —me contestó.

—No lo sé, de verdad que no lo sé, pero son sensaciones que uno nota dentro.

—¿Crees de verdad que todo es demasiado bonito?

—Bueno, yo pienso que sí.

Nos reímos.

—A mí me dan un poco de miedo las cosas fáciles.

Laura movió brevemente la cabeza.

—Tú quizá no me comprendas —dije.

—Siempre dices lo mismo.

—Lo que quiero decirte es que yo me quedaría aquí toda la vida, soy muy feliz, y es esta felicidad precisamente la que me da miedo.

Nos miramos (seguramente con cierta intensidad, no recuerdo) y empecé a comprender, desde aquella noche, que nuestras relaciones no eran ya como lo fueron antes. Había entre nosotros más intimidad y lo que parecía un juego al principio, allá en el club de Sonia, se convertía en algo más importante, o más serio, o más eficaz, o más definitivo. No sé.

—¿Has pensado alguna vez en que todo esto tiene que terminarse? —dije.

—No quiero acordarme de la muerte, Mario.

—¿Quién habla de la muerte? Te pregunto por nuestra separación.

—No —Laura hizo un gracioso mohín—, no nos separaremos más, ¿sabes?, contigo me siento más mujer, más valiente, me gustaría tener una casa junto al mar y vivir tranquilamente contigo, sin testigos.

—Ya tienes una casa.

—Pero es demasiado grande —reía.

—Y por ahora estamos juntos…

—Pero ya estás pensando en esa separación.

—Ha sido una broma.

Salimos a la calle. Hacía fresco. El rumor del mar era bronco, lleno de violencia. La lluvia nos mojó el rostro. Era una agradable sensación.

—No —dije, no quiero más.

Y Antoine retiró el servicio del desayuno. Desde el salón se abría un panorama verde, las traseras de la casa, los altos magnolios de flor blanca y olorosa. El caserón de Silverio estaba en un alto, sobre una colina, rodeado de una tapia de piedra desmochada por donde crecía y se enredaba la hiedra. La entrada tenía una verja de hierro, pintada de negro, y junto al umbral el parterre circular era como una cuidada alfombra verdosa. La casa tenía dos pisos que se unían por una amplia escalera central y otra de caracol, lateral, junto a los servicios. En la planta baja estaban el salón, la biblioteca y el comedor. Silverio me ofreció su despacho: «Yo no hago nada, puedes usarlo siempre que quieras». El viejo y buen Silverio había abandonado en Palma la presa codiciada y fresca de la chilena, sustituyéndola por Nanda, la bella italiana del Piamonte.

La vi bajar por la escalera central. Me retrepé en el sillón y encendí un cigarrillo. Se sentó a mi lado.

—¿No desayunas? —le pregunté.

—Un zumo de limón, es lo mejor.

Antoine se lo trajo servido en una copa de cristal. Nanda lo tomó a sorbos, pausadamente.

—¿Y Silverio? —preguntó.

—Se marchó temprano a montar a caballo.

Nos quedamos en silencio. Ella tenía las piernas cruzadas, el pantalón de toalla blanca muy ajustado a sus muslos finos que se adivinaban musculosos, tensos. Yo me quedé contemplando largo rato el jardín de la parte norte de la casa, verde y húmedo por la lluvia de la otra noche, y la prestancia majestuosa de los árboles con las flores encendidas y blancas que se adivinaban así a una gran distancia.

—¿Qué vas a hacer?

—No lo sé —dije—; me quedaré un rato leyendo.

—Yo me voy a la playa; si viene Silverio díselo.

—De acuerdo.

Estuve leyendo hasta el mediodía. Silverio llegó a las doce, le di el recado de Nanda y por toda contestación me dijo:

—Voy a darme un baño y nos marchamos a comer.

Acepté el plan en abstracto y seguí en la biblioteca. Desde las escaleras y al tiempo que Antoine recogía un maletín deportivo de Silverio, éste, sonriendo, exclamó:

—Yo pensaba que estarías en la playa, viejo.

Comimos en un restaurante de Bidart donde se comen unas ostras muy frescas, con ese sabor metálico que tienen las purasangre de Sète. Silverio me lo recordó. Luego se puso trascendental, me explicó las cuentas que le había dejado sin pagar su mujer.

—A mi edad estas cosas no tienen arreglo, les pones un parche y se acabó, ¿comprendes?

—Una húngara es un buen parche, Silverio.

—Ya te dije —repuso— que en ocasiones una piamontesa hace las veces de una húngara.

—Tu mujer no es ni una cosa ni la otra…

—¡Oh, mi mujer!, cuando llegan las primeras lluvias se marcha de la casa, se va a París, ¡es mi oportunidad! —su risa resbalaba—, entonces vengo yo…

—Nanda es una buena chica —comenté.

—Sí, lo es, pero quien no te falla nunca es Antoine, hace de todo, de chófer, de mayordomo, de secretario… ¡le voy a subir el sueldo!

Bebíamos vino blanco. Silverio estaba contento. Regresamos a casa al atardecer.

—¿Tienes algún programa para esta noche? —preguntó Silverio.

—Todavía no lo sé —respondí.

—Llama por teléfono —dijo, y me guiñó un ojo.

—Laura vendrá dentro de un rato.

—De acuerdo —reía—, mientras tanto, ¿qué quieres tomar?, whisky, wodka…

—Cualquier cosa, es lo mismo.

—¡Oh, no!, mi amigo, no es lo mismo, ¿y el paladar?, ¿no recuerdas mis reglas de oro, las reglas del viejo Silver?

Su buen humor era contagioso, armónico, sin altibajos. Antoine, silenciosamente, conocedor perfecto de su amo, nos trajo una botella de licor de rosas. «Nos falta una húngara, Mario», dijo Silver, y añadió: «… pero Nanda es extraordinaria». Los ojos de la italiana, profundamente oscuros, se iluminaron todavía más y de sus labios delgados se escapó una sonrisa. Bebimos despacio.

A las ocho llegó Laura en un Lancia-azul-celeste. Traté de no sorprenderme, pero Silverio contestó prácticamente a mi sorpresa.

—Tu padre es un buen tipo, Laura; ese automóvil te sienta muy bien.

El sol terminaba de colarse por el horizonte y se había levantado una brisa agradable y algo fresca. Nos marchamos los cuatro en el coche de Laura, su dominio del volante era perfecto (las lecciones de Fernando habían producido buena cosecha) por las calles pinas y estrechas, agradablemente sombreadas por las luces tardías del crepúsculo. Después de cenar estuvimos en el «Play-Boy». Marta se retorcía bailando, dentro de sus pantalones verde-mar, apretando su busto en el amarillo del suéter, y el cabello desdeñosamente caído sobre la nuca y el arranque de la espalda. «Estoy borracha», murmuró cuando vino hasta nosotros.

—¿Tan pronto? —preguntó Silverio.

Pero ella no respondió.

Laura bebía pipermint con hielo, y Nanda saboreaba el líquido verde (que, según tantos hispanos demasiado cerebrales, levanta oleadas de deseo en los sentidos de la hembra), ligeramente aguado con soda o por efectos del hielo derretido. Iñaki estaba sentado en la barra charlando con unos amigos franceses.

—¿Y Fernando? —preguntó Marta.

—No lo sé.

—Necesito dar una vuelta en coche, tengo ganas de respirar, estoy aquí desde las siete de la tarde.

—¿A dónde quieres ir? —preguntó Laura.

—A ningún sitio, lo que quiero es huir de la vida —su risa producía un ruido alegre que me recordó la risita de la chilena.

—Entonces quédate aquí.

—No tengo ganas, sois unos aburridos, mira a Iñaki, ¿y Fernando?, somos unos idiotas, ¿nos vamos a San Juan?, asco, ¡qué aburrimiento!

Silverio se incorporó lentamente.

—Vamos a bailar, Martita.

—Así me gustan a mí los hombres, decididos…

Los vi alejarse, entre la penumbra, mientras la música se convertía en una bocanada de melodía inglesa, del Top-ten de Hamburgo, de la cave británica donde la historia dice (y en estos casos la historia es puntual) que empezaron los Beatles. Temí por el equilibrio del buen Silver. «No te preocupes», dijo Laura. «No, si no me preocupo», respondí. «Bailamos.» De acuerdo. Están lejos la Maca (enterrada en un pedazo de tierra inclusera) y Sonia, que seguirá retando al mundo desde su colina blanqueada, y Manolo, el buen Manolo que me cree un extraño en este universo de prepotentes. Silvia seguirá siendo un enigma sexual y la chilenita ya habrá encontrado algún sustituto vigoroso del buen Silver. Silverio bailaba muy bien, seguramente agradecido de nuestra compañía, anhelante de juventud, de pubertad, de vida, corajudamente dispuesto a libar el jugo de una existencia que él cree (solamente él) que se nos escapa de entre las manos.

Bebimos. El ambiente estaba cargado. Las esencias de Dior crean una atmósfera agradable, tensa, incitante. (Mi amigo Carlos, que seguirá sentado en una terraza de Callao, en Madrid, con su cerveza a medio terminar, cree —lo ha repetido muchas veces— que hasta el sudor de las francesas es un sudor agradecido.) Cuando nos marchamos, el grado de recepción alcohólica de todos nosotros estaba casi igualado al de Marta. El Lancia-azul-celeste corría bien, la aguja de la velocidad subía nerviosamente, gentes de muchos países caminaban por las calles vagamente iluminadas; éramos felices.

Profunda e indefiniblemente felices, porque todo era nuestro, y yo estaba dentro del círculo y nada nos pertenece más intensamente que esta aguja que sube, escalonadamente, tras el volante del automóvil.