Capítulo XXI

LAURA VINO a contarme «la fiesta de la otra noche». No entiendo nada. Tengo la cabeza despejada, los sentidos alerta. Estaba trabajando con cierta intensidad.

—Te estuvimos buscando.

—¡Ah, sí! —respondo mecánicamente, con frialdad.

—Lo pasamos muy bien, te hubiera gustado venir —frunció los labios, me miraba fijamente— ¿sabes?, bueno, me da vergüenza decírtelo…

Le animé con una sonrisa.

—… me acordé mucho de ti, deseaba con toda mi alma que hubieses estado junto a mí, ¡no sé!, una tontería quizá.

—Lo siento.

—Estás muy raro, Mario.

—No, estaba ensimismado con el trabajo, debes perdonarme.

—Entonces me voy.

—No, no, siéntate…

Acerqué una silla hasta la terraza.

—¿No te bañas? —pregunté.

—Más tarde, el sol parece que tarda en salir…

Miré al cielo. Estaba suavemente pintado de gris. ¡Qué raro!, pensé. Juraría que había sol, que brillaba fuerte y que iba a ser una jornada de bochorno.

—Entonces, ¿trabajas de verdad?

—¿Lo dudas?

—No, es para convencerme de que estás necesitado de descanso.

Me reí. Su rostro permanecía tranquilo, atento. Cruzó las piernas, su pantalón crema-amarillo se ajusta perfectamente a los muslos, a las pantorrillas; el tejido de toalla se abre acampanado al llegar a los tobillos. Encendimos un cigarrillo. Traje unas botellas de la cocina.

—¿Y Fernando? —pregunté.

Ella arqueó suavemente las cejas.

—De verdad estás muy raro, Mario —me dijo—. ¿Por qué preguntas ahora por Fernando? Quieres hacerme daño…

Me levanté. Cinco gaviotas planean sobre la superficie escasamente ondulada del mar. Las palmípedas se arropan entre sí, cruzan el aire tibio, se pierden contra el azul del cielo, bajan casi en picado y hunden brevemente, inteligentemente, su pico en el agua. Luego, casi en seguida, remontan el vuelo. Han desaparecido. Miré a Laura.

—No me gusta que hables así, ¿quién ha dicho que quiero hacerte sufrir?; me limité a hacerte una pregunta.

—Yo vine a buscarte —amagó un mohín en su rostro ovalado y escueto.

—¿Sabes una cosa?, Manolo se marcha.

No hizo demasiado caso a lo que le decía.

—Pero tú estás enfadado conmigo y no tienes razón.

—Te preguntaba por Fernando, nada más —mi voz quiso ser seca y rotunda.

Escondió su rostro entre las manos pequeñas y blancas. Parecía una figurilla de jade en estado de meditación. Me acordé, de pronto, de aquella noche, en Marbella, cuando Sonia me dijo que ellos (y Laura estaba dentro del pronombre) se habían ido a bañar desnudos a la playa. Quise comentar algo de esto. Pero no pude. Estoy nervioso, lo comprendo. He dormido mal, tuve pesadillas.

—Creo que he venido en mal momento, Mario.

No dije nada. Bebí un trago de agua-tónica. Mi mirada se perdía más allá de los acantilados, buscando un horizonte que parece que siempre vas a tocar, pero que resulta inalcanzable, lejano, brutalmente distante. Se sabe que el horizonte es del color azul, pero nadie ha tenido en sus manos, nunca, nunca, pedazos de azul-horizonte. ¿No existe, acaso, el horizonte? Es un espejismo.

—¿Me oyes, Mario?

—Dime, Laura.

—Creo que no es el mejor momento para charlar.

—Pero, ¿tienes algo especial que decirme?

Su rostro palideció de pronto. Se sentía ofendida. No he pretendido enojarla. Pero quizás ni ella ni nadie en el mundo llegue a comprender que hoy he tenido pesadillas, que ayer dormí muy mal, que no soy aquel hombre equilibrado de hace unas semanas. Casi no me di cuenta. Escuché el portazo a mis espaldas. Laura se había marchado.

Terminé el cigarrillo y seguí trabajando una hora más. Pero una desazón infinita me iba mordiendo, con pasmosa lentitud, el cuerpo entero. Tomé la decisión, o sea que llamé a la chilena por teléfono, y aceptó mi invitación. Salí a la carretera dando un rodeo por la pinada y ella hizo lo mismo. Nos encontramos un kilómetro y medio más abajo, en una curva donde las señalizaciones de O.P. indican (sin suerte, naturalmente) prudencia. Tenía el motor en marcha y tan pronto la chilena subió en el coche, arranqué sin siquiera decirle hola. Fue un poco más tarde cuando nos besamos largamente, y parece que mi cuerpo se relajó un poco y la desazón dejó de arrancarme pedazos de vida.

Cuando los sentidos están palpitantes, encendidos, no hace falta hablar demasiado. En cierto modo es una comodidad. Es decir que la chilena y yo apenas hablamos una palabra. Nos sentíamos y bastaba. Nos bañamos en una cala hermosísima, cerca de Illetas. Era una mujer que inspiraba fuerza detrás de sus ojos oscuros, de su risa brillante, de toda su menuda pero prieta personalidad. Sus gafas negras, de sol, hacían todavía (un simple detalle de estética) más lejana, vaporosa y sugestiva su personalidad.

—Eres una mujer caliente —le dije, de pronto.

—¿Qué quieres entonces? ¿Es que si no lo fuera estaría ahora aquí?

—Me di cuenta desde el primer día.

—Lo malo —dijo enseñando sus dientes de un blanco purísimo y contrastado— es que no tenía muchas oportunidades de demostrarlo…

Entre el tumulto de su risa sentí un poco de pena por la curva decadente de Silverio. Nos miramos intensamente, su cuerpo próximo era un fuego que se produce con lentitud. El arco de la cala es de un verde transparente. Comimos en la tabernita que frecuenta Mirto. El viejo ha encontrado un negocio que es como la lámpara de Aladino o la cueva de Sésamo, ¡qué sé yo! Se deja atropellar por los automóviles, en plena carretera, y luego exige y le conceden una prima de indemnización. Al parecer el asunto está muy extendido. ¡Ay, viejo pueblo de tahúres, de pícaros, de inocentes e ingenuos estraperlistas en tiempos de paz…!

Estoy-estábamos contentos, ebrios, satisfechos. No hacen falta palabras, las pesadillas han desaparecido. Cuentan los sentidos, cuenta el cuerpo, la proximidad de nuestros alientos. El sol se desploma sobre el mundo. La chilena ríe, yo me río de mí mismo, del universo entero, de mis amigos, de todo el mundo. Creo que estábamos borrachos. Bebimos mucho.

Eso es todo.

Efectivamente, auténticas piedrecitas rodantes, líneas a punto de estallar dentro de un círculo que se estrecha, que se aprieta, que se ciñe brutalmente a nosotros. Nos achica, nos dobla la voluntad.

Solamente triunfará el cuerpo.

Era ya noche cerrada cuando la chilena y yo estábamos otra vez en la playa. Habíamos bailado hasta agotar nuestra resistencia. Tiene razón Silverio. Esta mujer no conoce fronteras; su silencio no es más que una larga, inacabada conversación con los sentidos.

Entré en mi habitación cuando el alba empezaba a romperse en el cielo. No recuerdo nada más.

—¿No me preguntas dónde he estado? —pregunté soberbio a Manolo.

—Por ahí, ¿acierto? —dibujó una sonrisa en sus labios.

Tumbado en la cama, consulté el reloj. Eran las tres de la tarde. Me pesaba la cabeza. Pero era relativamente feliz. Manolo estaba ocupado haciendo la maleta, preparando los planos, los dibujos.

—Pero ¿qué es eso? —murmuré.

—Ya lo ves. Me marcho esta tarde.

—¿Tan pronto?

—He hablado con Sara, ha sido una sesión un poco tormentosa, pero hemos quedado muy amigos.

Me incorporé lentamente en la cama.

—¿Y a qué hora?

—A las siete; cogeré el avión de Madrid.

—¿Y luego?

—Tengo que arreglar las cosas de Málaga.

—Bien, bien —dije en voz baja y volví a tumbarme.

Sobre mi cabeza, el techo blanco parece que gira y gira, sin detenerse un solo instante.

—Te acompañaré al aeropuerto.

—Como quieras.

El silencio era pesado entre nosotros, denso, distante, endurecido. Manolo ha tomado una decisión. Ya no será un extraño, va a salirse del círculo. Quizá jamás estuvo verdaderamente insertado en él. Es un detalle.

—Te invitaré a comer.

—¿A comer? —preguntó—, tú no has consultado el reloj.

—Tienes razón, son las tres; bueno, a cenar.

—Mejor es que te invite yo, será la despedida.

Estuve bajo la ducha más de diez minutos. Luego me vestí despacio y nos sentamos en la terraza. El silencio de Manolo me dolía. Hace años que nos conocemos, desde chicos seguramente, estudiamos juntos el bachillerato, luego él hizo Arquitectura y yo Derecho. La policía nos detuvo un par de veces (algaradas estudiantiles, que dice la Prensa), estuvimos juntos en Londres, comprábamos los mismos libros, nos gustaban las mismas películas. Éramos igual de raros. El mar se riza impenitente y soporta sobre su piel azul-rey las blancas maderas de varias motoras. Allá, lejos.

A las cinco y media salimos hacia Son San Juan. El aeropuerto no descansa ni un momento. Vuelos charter, vuelos particulares, París, Estocolmo, Lisboa, altavoces, azafatas rubias y azafatas bonitas.

—Me parece que es un poco pronto para cenar —dijo Manolo, y reímos.

—Vamos a la barra.

Es un mundo variopinto, encendido, pleno de ruidos y de confusión organizada. Las guías de las compañías turísticas (cada cual hija de su madre) caminan con paso diligente, con la seguridad de que el ancho mundo del turismo es terreno fácil, hollado y simple para ellas. Tienen razón. Los maleteros amontonan valijas de cuatro continentes. Tengo dolor de cabeza.

—Entonces —digo, quizá por hablar de alguna cosa—, desde Madrid irás a Málaga.

—Claro, hay que rematar aquello.

—¿Y luego?

—No sé, este invierno veré lo que hago…

Deja las palabras en el aire. Nuestro silencio fundido en nuestras miradas es pura complicidad.

Nos dimos un abrazo. Manolo se marcha.

—Nos veremos en Madrid, y suerte, Mario.

—Lo mismo te digo —hice una pausa mientras caminaba hacia la puerta de pista—, ¡hasta pronto!

Y me quedé solo, en medio del ruido, del bullicio, de las guapas guías turísticas y de los maleteros y de un señor de Amsterdam y de un oficinista lampón de Granada y de un «alto cargo» de Madrid y… El sol había dejado un reguero de calor en el ambiente. Me ahogaba.

En el Nicola’s apenas si había gente. Caminé hasta su reclamo de luces violetas como un autómata, sin saber realmente que iba hacia el lugar donde la Maca había firmado (más o menos) su rúbrica anterior a la muerte. Su sentencia. El local estuvo cerrado (por orden gubernativa) unos cuantos días. Pero abrió de nuevo sus puertas sin arrebol ninguno, mostrando sus vergüenzas al aire, como si tal cosa. Siempre pasa lo mismo. Siempre hay una orden gubernativa y luego una contra-orden, no sé si gubernativa o no. Pedí un whisky.

—Con soda, por favor.

Miré a mi alrededor. Había, en la barra, unos cuantos tipos, extranjeros la mayor parte, y dos muchachas, del país, casi seguro. En Madrid yo sé de un personaje que es propietario de una casa de citas. ¿Que no existen? ¡Hombre, no me haga reír!, si lo puede avalar hasta un comisario de policía. Desde los caldeos las cosas del amor son, aproximadamente, de la misma manera. Han cambiado poco los usos.

—Gracias —el mozo tenía cara estólida y una cicatriz bajo el parpado derecho.

Llamé por teléfono, desde una cabina subterránea, a la chilena. La sirvienta me comunicó que «la señorita había salido». Las escaleras son de caracol, estrechas, dudosamente resistentes.

—Me da un paquete de tabaco, por favor —pedí al mozo.

Miraba intensamente, fijamente, a una de las dos chicas del país. No me hicieron demasiado caso. En la calle el ambiente era pesado, denso. Había bebido el whisky casi de un trago (todo es cuestión de acostumbrarse) y tuve la tentación de ir a casa de la difunta Maca, que sería ya, más o menos, la casa, o el piso, o el apartamento de Luisa, su amiga, la querida del embajador negro. Me detuve dos bocacalles antes de llegar. Entré en un bar y llamé por teléfono. Se puso Luisa (que ni siquiera me mencionó a la pobre, a la lejanísima y desgraciada Maca) y me dijo que estaba ocupada (pensando lo peor, imaginé que a su lado estaría el ébano brillante del negro), pero que la llamara cualquier tarde.

Realmente era un día frustrado. Ir de tumbo en tumbo, no tiene casi nunca ni provecho ni ganancias. Lo pensé. Tenía ganas de reír. Definitivamente (la zorra siempre desdeña las uvas que no puede tomar) lo que me convenía era meterme en la cama y descansar. Mis pasos hubieran seguido este consejo de no encontrarse (las casualidades son hijas de una premeditación muy estudiada) con Borreguero. Detuvo sus pasitos cortos, se aflojó el cuello de la sucia-camisa-blanca con el índice de la mano derecha y me saludó muy sonriente.

—No sé, ¿y usted?, ¿cómo va el trabajo?

—Le encuentro mejor —dijo tras ofrecerme su mano corta y sudada.

—Eso nunca falta, el verano es el verano, señor. ¡El oficio!

—Es verdad —dije sin ningún convencimiento.

Me invitó a entrar en un bar.

—Tiene usted amigos muy influyentes —me dijo.

—Bueno, quizá sí.

—Se lo aseguro; claro que usted nada tenía que ver con el famoso —movió la cabeza con suficiencia—, con el famoso asunto de la ahogada, pero…

La pobre Maca (cuya ausencia he notado como un latigazo en el Nicola’s) ya no es ni una interfecta, ni una asesinada, ni… Es una ahogada.

—Yo tomo café, ¿y usted?

—También, doble, por favor —le dije al camarero.

—¿Y cómo va todo?

—En vacaciones todo va bien.

Aquello no podía ser más aburrido, más soporífero, bajo el atardecer entumecido y el cielo acijado, rotundo y firme.

—¿Y sus cosas? —pregunté por cumplido.

—Trabajando, ahora en esta época, ya puede suponer.

Borreguero tenía la estampa del viejo desaliñado funcionario de Galdós. De mirada triste, de ademanes pausados, lento.

—La vida es una lucha y nosotros estamos para mantener el equilibrio, ¿entiende?

No es cosa de entender. Es cuestión de aceptar y adiós muy buenas. En este país no hay quien se libre del zarpazo cuando ha cometido una fechoría, a veces sin cometerse también. (Cuestión de seguridad interior, naturalmente; medidas preventivas, por supuesto.) Claro que lo dramático es la persecución del ratero y la impunidad del que pasa un par de Grecos hacia el exterior. Lo triste es la persecución domiciliaria de cuatro desdichadas de medio-arrabal y la alegre desbandada, siempre perfectamente desconocida, de los capitales hacia cualquier fondo monetario suizo. Dramático destino de una profesión y de un país. Heroica, altísima despreocupación por los grandes, por los verdaderos sucesos, y amor infinito, tierno, dócil, serenísimo por la chica crónica que ni siquiera (por no llegar a nada) no llega ni a negra. Gris.

Me despedí de Borreguero con la esperanza, la ilusión y la firme seguridad de no volver a verlo nunca más.

Lo único que deseaba firmemente cuando llegué a casa era tumbarme en la cama. Y dormir. Los últimos días habían sido muy agitados. Estaba verdaderamente cansado, como Marta, como Iñaki, como Fernando… Y, al igual que ellos, era, evidentemente, todo un cínico.