Capítulo XX

TÚ PUEDES HACER lo que quieras —Manolo me miraba fijamente—, pero yo lo tengo decidido.

—¿Y qué es lo que tienes decidido?

—¿Todavía lo dudas? ¡Marcharme!

Pedí otro café al camarero. Jugaba con el mechero entre mis dedos. Mi vista era ajena a lo que nos rodeaba.

—Creo que te precipitas, pero de todas formas lo esperaba.

—En ese caso no caben extrañezas, Mario. Me conoces, nos conocemos desde hace muchos años. Estamos viviendo sobre un polvorín…

—No hay que exagerar.

—Entonces es que no nos entendemos, ni siquiera tú y yo.

—Pues claro que nos podemos entender —el camarero dejó la tacita de café sobre la mesa—, no faltaba más que eso.

—De acuerdo. Yo me marcho porque ya no aguanto más a esa gente, son una verdadera mierda.

—Hablas como Sacha.

—Me da lo mismo, no sé quién es.

—Un gran amor de Marta.

—¡Pues a la mierda con Marta y con el tío ese!

—Bravo, Manolo; te conozco, claro que te conozco…

—Mira, te lo explicaré de otra forma, tú y yo somos dos extraños en este mundo. Somos dos buenos universitarios, buenos profesionales, pero no somos ni millonarios ni estúpidos. Como experiencia quizá valga, pero basta.

—¿Tratas de convencerme para que me marche?

—No. Lo que trato es de demostrarte gráficamente el por qué de mi decisión.

—En ese caso, ¿qué piensas hacer?

—De verdad no lo sé. Más o menos una especie de rescisión de contrato, ¿sirve la palabra? —Manolo amagó una sonrisa—, luego arreglaré las cosas de Málaga, después… ¡Dios dirá! No aguanto al país, no aguanto a los mediocres, estoy harto, y antes de que me amargue definitivamente, me marcho…

—Escúchame, Manolo, yo sé desde hace muchos años lo que tú vas a hacer…

—¿Eres adivino?

—No. Pero sé cuáles son tus proyectos…

Hay prostitutas que un día se toman un tubo entero de barbitúricos y se despiden de la vida con un mohín despreciativo que dejará huella para siempre en la almohada de su cama. Hay desesperados del mundo que al no alcanzar ese recóndito (y casi siempre escurridizo) amor cogen una cuerda y se atan el cuello a ella. Hacer frente a la vida es difícil. Manolo no es ni una prostituta ni un desesperado por amor. Hay muchachas encantadoras (que podrían ser, si los tumbos de la vida no fueran evidentemente brutales, excelentes amas de casa), cuya meta definitiva es el cinematógrafo. Sueñan con él, viven de él sin conocerlo. No quieren aceptar el consejo. Lo único que anhelan es una oportunidad. Y se acuestan con el productor (que es un americano baboso y de voz meliflua) y creen que ese falso amor entregado que les repugna (siempre les repugna) será la llavecita mágica que las lleve al plató. Es otra manera de suicidarse. Manolo no es ni una prostituta, ni un loco del amor perdido, ni una aspirante a compañera de cama de un productor. Es un hombre.

Por eso se va…

—¿En qué piensas, Mario?

—¡Oh, en nada!, estaba distraído…

—Quizá no me comprendas —movió la cabeza lentamente—, pero creo que sí.

—Naturalmente, te comprendo, pero nuestros casos son diferentes.

—Yo no opino de tu caso, no me desentiendo, claro que no, pero cada cual tiene su planteamiento de la vida y de las cosas.

—Tienes una enorme fuerza de voluntad y eso te salvará, Manolo —le miré muy seriamente—, es importante ese detalle.

—¿Es que tú no la tienes?

—Bueno, digamos que a medias; te seré sincero, me encuentro muy bien ahora.

—Tú puedes permitirte ciertos lujos, yo no. Tengo demasiada rabia en el cuerpo, tú eres más cerebral —hizo una pausa—; si pasan cinco años más me sentiré un hombre frustrado, y ya sabes…

Es cierto. Lo peor no es triunfar o fracasar. Lo peor es quedarse en medio. Es más cruel la indiferencia que el amor o el odio. Si uno gana o pierde en el match de la vida, toca posiciones vivas, pero si no hace ni una cosa ni otra, el balance es deprimente. En el mundo, en este país, hay millones de seres amorfos que anclaron sus naves sin siquiera un gesto de rabia o de desafío. El que ama está en el mismo vagón que el que odia. Les separan un par de metros a lo sumo. Pero el que siente indiferencia, ése ya tiene medio cuerpo en el vacío.

Los posos del café están en el blanco fondo de la taza, junto al residuo del azúcar.

—¿Le has hablado de todo esto a Sara?

—Todavía no.

—Tampoco se lo imagina, claro.

—Esta gente —se retrepó en el sillón de mimbres— quiere ganar siempre, está convencida de su estrella. ¡No piensan jamás en una derrota, en que alguien los mande a la mierda!

—Lo sentirá…

—No empieces con tonterías, Mario.

—¡Vaya!, no digo ninguna tontería, te tiene afecto.

—Mira, todavía no sé si le gustan los hombres o las mujeres, ¡no es una mujer a la que ves con claridad!

—En cualquier caso, esto es accidental…

—Claro que es accidental. Ella es una empresaria y yo un obrero; más o menos, las cosas son así. Una de las partes va y solicita la terminación del contrato, ¡creo yo que las cosas no son tan complicadas!

—Bueno, al grano, ¿cuándo te vas?

—No lo sé, pero pronto.

Manolo mira lejanamente, quizás a las muchachas escandalosamente bonitas, tristemente afectadas, sufridamente sofisticadas que pasean por la calle. Sus ojos se fruncen ligeramente (el sol nos pegaba de refilón) contemplando la dolorosa estampa de los chulitos-niños, los veraneantes oficinistas, los alejados de la fortuna. La calle hierve de gentes, de mediocridad, de violencias escondidas. Los camareros se timan con las turistas viejas. Pero el homo hispanicus está en trance de agotamiento formal. Lo han engañado. Hace siglos que lo están maltratando, escupiendo. Es un cadáver. No se rebela, hará falta mucha capacidad de reacción para levantar esa cabeza de tahúr ingenuo, dulce, simpático, bronco, pícaro, al que le venden pedacitos de cristal por jirones de alma, de corazón. Es el destino de una raza, tal vez. Pero los fuertes, los vigorosos, los que no saben ni quieren echar la toalla no creen en las lucubraciones del destino. Basta un gesto, una voz, un grito para poder enderezar la carreta, el navío. Saber negar no es, ni mucho menos, vender a Cristo. Venderlo y entregarlo a sus verdugos es afirmar siempre, con verdad o con mentira.

—¿Y tú qué piensas hacer, Mario?

—Yo estoy de vacaciones —me reí—, pero estoy de acuerdo contigo, totalmente de acuerdo, no te sientas solo, somos del mismo mundo, de la misma pasta.

—¿Entonces?

—No, Manolo, heroicidades no. Yo no te acompaño. Te comprendo, pero estoy bien aquí. Yo sé cuál es tu destino…

Allá en el corazón del Middle West, sobre la alfombra verde de las praderas, mi amigo tiene-tendrá un amor esperándole, un dulce, comprensivo y maravilloso amor. En la Politécnica de Massachusetts Manolo tiene un lugar. Pasarán-han-pasado diez, veinte, treinta años. Nadie lo conocerá en su país, en esta España nuestra (eternamente dolorida, a pesar del tópico) y un día llegará a su ciudad, a su pueblo. De repente, cuando su cabello inicie la metamorfosis de la blancura, un cortejo de honores se levantará a su alrededor. El laurel que Trajano se dejó olvidado en Hispania será colocado sobre la testa blanquecina de «ese investigador tan nuestro, tan español». Los periódicos lo dirán así. Pero en el rostro de Manolo habrá un rictus de dolor, porque hay honores que nunca jamás consiguen despertar ni gloria, ni vanidad, ni entusiasmo. Son los honores tardíos, hipócritas, los honores que se dan sin antes haber puesto nada para que se produjeran.

—Me gustaría que terminases pronto el trabajo…

—Cualquier día los tíos de la Unesco me dan un toque, tienes razón…

Hay muchas especies de hombres. (¡Camarero, otro café, por favor!) Yo no soy como Manolo. Es importante pensar también que sobre la yerma tierra que nos pertenece por derecho puede uno levantar su esfuerzo. Es una tarea dura, ingrata, brutalmente descompensada si uno no se prostituye, si aguanta los empujones de una sociedad decadente, cuya ausencia es un puro y auténtico crimen contra la humanidad. Aguantar, desdeñar los cebos, huir de las odaliscas, hacerle ascos a la traición, puede ser un milagro quizá. Pero es una manera de entender la vida sin claudicaciones. Hacen falta reaños, pero no hay puntos intermedios.

—Estamos muy fúnebres, Manolo.

—Es cierto, nos convendría tomarnos una copa.

—Yo me estoy atontando con los cafés.

—Venga, vámonos de aquí.

La ciudad está alegre, las calles cantan, los escaparates fulgen, viejos neones enseñan sus dientes a intervalos (tic-tac-tic-tac), los claxon orquestan ruidos monocordes. Manolo y yo caminamos despacio por el paseo, sobre el piso brillante y como encerado. De pronto mi amigo se detiene, las manos en los bolsillos, su mirada especulativa.

—¿Aceptarás la invitación del viejo? —preguntó.

—Quizá.

Seguimos adelante y por unos momentos nuestro silencio no era más que una forma de hablar.

He pasado una mala noche.

Sí hubiese tenido a mano el libro de Freud hubiera sido un alivio. Estoy en un mar de dudas, en un proceloso océano de vacilaciones. Manolo tiene razón. Pero yo también la tengo. Él se marcha, pero yo seguramente no lo haré. En cualquier caso no sirvo para tomar determinaciones tajantes. Escuché durante toda la noche el ruido del mar volcando su rabia contra las rocas, los rugidos de los motores, la sirena perdida, la carretera ablandada continuamente por los neumáticos de cien o doscientos automóviles (sé que miento, pero los sueños…) a más de ciento cincuenta a la hora. ¿Acaso tenía miedo de que Manolo se marchara? Esto es una majadería. Él tiene razón. Somos unos extraños dentro de un mundo ebrio, satisfecho y claudicante. Sé que Marta no ha vuelto en toda la noche. No hay que preocuparse. Marta, aunque no sabe lo que quiere, encuentra siempre lo que necesita. Que nadie me pregunte dónde está. No lo sé. Pero yo la he visto (dentro del vapor azul de mi sueño) burlándose del mundo y finalmente burlada de sí misma, salpicando su cuerpo de flor en flor, como una mariposa atraída por la luz amarilla de una mala bombilla, y que sabe, siempre, escurrir las alas de la quemadura. No se puede llevar muchas veces el cántaro a la fuente (nos lo decía, de chicos, allá en mi pequeña ciudad, el padre Elías), porque un día el cántaro se rompe en mil pedazos. Las alas, ¡zas!, se queman. Para siempre.

Estaba amaneciendo.

También sé que Laura ha estado con Fernando en una fiesta de sociedad. (Reservado el derecho de admisión, señor.) No sé si estoy enamorado de Laura, pero creo que sí. Quizá sin decirlo, sin siquiera haber pronunciado una queja, está enfadada conmigo por lo de la otra noche. Lo comprendo. Acepté el reto de la chilena.

El ruido de una sirena ha puesto en el aire azul una raya finísima, apenas perceptible.

Me desperté sobresaltado. Creí que Manolo estaba haciendo las maletas. ¡Ah!, es que quizá, ¿tengo temor a quedarme solo en este mundo, a ser de verdad un extraño y convertirme, al mismo tiempo, en un títere que en el mejor de los casos hace reír? Ya no me acuerdo de la Maca. Debiera llevarle unas flores a su tumba desconocida y decirle, simple, lisa, llanamente: «Uno de los tuyos», pero mentiría.

Un viento suave y reconfortante se filtra por la ventana y cae sobre mi cuerpo. Tenía que tomar una decisión, tengo que hacerlo. Puedo quedarme, quizás acepte la invitación de Silverio que es, también, la invitación de Laura. Pero tengo que trabajar. Yo no creo que haya cambiado en tan sólo unos días, unas semanas.

Mentira.

Cambian los tontos, los faltos de personalidad. La metamorfosis es un producto de los débiles. Nada más.

Me levanté de un salto. Voy a trabajar, me dije. Y en aquel instante un breve rayo de sol (quizá fuera el primero del día) vino a ponerse, como una golondrina de agosto, en el cristal de la ventana.