CUANDO REGRESAMOS de dar un paseo por el mar, Sara me dijo: «Creo que Manolo está de mal humor». Bueno estas cosas suceden siempre. Es un hombre muy independiente. Sara se calló. Encendimos un cigarrillo y contemplé el mar en calma absoluta, tranquilo bajo el cielo despejado y sin mancha alguna. Se estaba cómodamente en cubierta. Nos acompañaban Marta, Laura, Silverio, Iñaki, una invitada italiana (llamada Nanda, según creo recordar), Silvia y la chilena.
—Ya está Fernando con el coche —exclamó Marta.
Efectivamente, el espigado Fernando y su amigo Willy, el inglés, rompían el silencio con la explosión de los motores. Un espectáculo para los oídos. Subimos hasta la terraza de Sara. Nos sirvieron unos refrescos. El sol hacía crujir silenciosamente el piso. La anfitriona se sentó a mi lado.
—Tienes que convencerle —me dijo sonriente.
—Ya lo hice una vez, Sara; no sé si dará resultado —hice una pausa— y tampoco sé si será necesario.
—Está de mal humor.
—¿Qué habláis tan serios? —era Laura.
—¡Negocios! —exclamó Sara y abrió de par en par sus largos brazos.
—Te lo advertí en Málaga, Manolo es como mi hermano, pero sus reacciones son contradictorias.
—No te entiendo bien.
—En cualquier caso puedes estar segura, Sara, de que Manolo es un gran tipo.
—¡Ah!, sí, sí —coreó Laura.
—Ése es otro problema, Mario, pero lo importante es que lo convenzas.
De pronto surge el conflicto en el círculo donde estamos introducidos. Las líneas tangentes se revuelven nerviosas. Manolo me ha dicho seriamente que va a dejar el trabajo. Me lo creo a medias.
—Pero vamos a ver una cosa, Sara, ¿qué te ha dicho Manolo?
—Nada, realmente no me ha dicho nada.
—Entonces, no te preocupes.
—Pero lo veo inquieto.
—Bueno, eso nos ocurre a todos. Déjalo estar.
Subió un práctico para avisar que la embarcación estaba ya atracada. Se marchó por la vereda abajo. Marta acaba de entrar por la puerta del jardín.
—Ese tío sí que corre bien, ¡es un campeón!; vamos a brindar por el campeón.
El inglés ríe siempre. Yo creo que es un corredor profesional, de esos que se juegan la vida dentro de un bólido en Le Mans o en Indianápolis (hablo de oídas, naturalmente) y que al final, siempre al final, terminan por darse un golpe, y adiós muy buenas. ¡Una vida a bólidos! A Marta le vuelve loca el tema.
—Si alguien sabe de vértigo, ése debe ser el inglés.
—¡Qué ganas de complicarte la vida, hija! —exclama Laura.
—La velocidad es el mal y el incentivo de nuestro tiempo —sentenció Silver.
—Tienes razón.
—¿De verdad no le notas nada especial a Manolo?
—Yo creo que no. Piensa que es un profesional verdadero, un soñador, y si las ideas no le salen perfectamente, entonces cambia de carácter. Es como una nube.
—Mientras la nube no lleve tormenta dentro.
—¡Sara!
—Yo confío en ti, Mario; debes hablarle.
—¡Ah, la velocidad!, voy a ver que hacen éstos —Marta se levantó de un salto, tiró al suelo el pitillo y corre hacia la carretera.
Regresé a casa porque necesitaba ducharme. Habíamos salido muy de mañana y sentía el cuerpo pesado y reseco por la brisa del mar y el yodo que queman y entumecen los músculos. Manolo me preguntó por la excursión y yo me interesé por su humor.
—Bien, hombre, bien. Son cosas que pasan.
De acuerdo. No dije nada.
Las luces estallaban violentas en medio del mar. Es la peor hora. La del calor pegajoso. El sol es un inquieto personaje, altivo, luchador, brutal. Son las doce.
—Esta noche hay fiesta, ¿lo sabías?
—Y ¿cuándo no hay fiesta aquí? Estos tíos están siempre dispuestos —respondió Manolo.
—En parte es su oficio. ¡Oficio de magníficos!
—Creo que no iré.
—Hay un inglés y una italiana —murmuré.
—¡Vaya!, una pequeña cumbre internacional.
Encendí un cigarrillo. Sabe mal. El tabaco está reseco a pesar de que yo creo que debiera estar húmedo. Me fallan, definitivamente, todos los cálculos. Manolo sigue de mal humor.
—El inglés ríe siempre, parece idiota.
—¿Y la italiana? —pregunta Manolo sin dar importancia a su interrogante.
—Está bien.
—¿Solamente eso?
—¡Hombre!, todavía no ha tenido tiempo de hacerme ninguna proposición.
Manolo seguía imperturbable sobre el tablero.
—De todas formas no iré.
La luna parecía querer apoyarse sobre el pico último de los acantilados. La roca está húmeda y cuajada de brillos hermosos. El mar se retira con violencia y vuelve sobre sus pasos con cierta ansiedad. El proceso dura muy poco, pero es un espectáculo. Yo tenía en mi mano el vaso de whisky y contemplaba, con cansada curiosidad, la figura frenética de Marta. Marta escucha con ilusión las explicaciones que sobre motores (fórmula uno y dos) le daba Willy a Fernando. Fernando está de vuelta de todo. Conoce los secretos del automóvil y de los autódromos, y también la recóndita y embriagadora intimidad de cualquier miss. Sara tiene cogido del brazo a Manolo. ¡Allá sus problemas! Nanda es una mujer de espectacular belleza, meridional, morena. En cierto modo se parece a la chilena, y quizá por eso también Silverio habla con ella, con esas maneras suaves, reposadas (y quizá hasta estudiadas) de un diplomático que sabe cuáles son las reglas del juego y las posibilidades finales de triunfo.
—Acércate, Mario —gritó Marta—, esta conversación te interesa.
¡Vaya idiotez! La velocidad no me interesa demasiado (en el último fin de semana las carreteras españolas registraron seis muertos y veinticuatro heridos), pero me acerco al grupo y Fernando exclama:
—Nuestro amigo intelectual, ¡menudo ensayo tienes aquí con Willy!
Willy se ríe, habla con rapidez, acompañando sus palabras con un tic nervioso. Evidentemente, en lo que se refiere a accidentes de carretera, nuestro país está a nivel europeo. ¡Cuidado! Solamente en este aspecto.
Una verdadera lástima. Iñaki flexiona los músculos, eleva su vaso, entorna grave su voz y su oración verbal es puro dogma. El inglés se ríe (no sé si de Iñaki, claro) y Silverio un poco más allá juega su primera carta con Nanda. La chilena se acerca, me empuja suavemente y exclama:
—¿No te parece un bonito espectáculo?
—Encantador —finjo.
—Me bañaría, ¿tú?
—Pues no sé qué decirte.
—La luna es preciosa.
Nos guiñamos el ojo. Una mera fórmula que no compromete a nada y que suaviza un poco la tensión. La chilena tiene ganas de juerga. Las sirvientes comenzaron su desfile, lleno de orden y organización, con las bandejas a media altura (según las alturas del español medio que, por lo general, y debido a un elemental proceso del metabolismo y del raquitismo, no son demasiado sensibles), ofreciendo queso, caviar, salmón ahumado. Tengo sed. Mucha sed. Siento en el paladar el frío de un pedazo de hielo. Quema. (Se trata de la significativa descomposición del frío en calor.) Del salón llegaba una música ondulante que se transforma luego en rítmica y más tarde en sincopada.
Camino hacia donde esta Laura.
—Te estoy buscando toda la noche —dijo ella.
—Somos muchos, pero no demasiados como para perderse.
—Me gustaría bailar.
—Y a mí quedarme solo contigo.
Del fondo llegaron Sara y Manolo. Nos sentamos juntos.
—Aquí viene nuestro artista —exclama lánguidamente Silvia.
—Está enfadado, dice que soy una tirana.
Manolo callaba. Amagó una sonrisa.
—Vamos a dejar esas cosas —puntualizó mi amigo.
—Es verdad, ya hemos hecho las paces.
El mar ruge sin demasiada convicción. La luna se alejó de su teórico punto de apoyo, sobre el pico de los acantilados, pero una luz vivísima, plateada y brillante matiza perfectamente la piel áspera de las rocas. La música, de pronto, se vuelve frenética. Es un artilugio de Marta que baila contorsionándose a la perfección dentro del círculo de miradas (más bien estólidas y tranquilas) de Iñaki, Fernando y Willy. Silvia mira fijamente a Marta. (Malas lenguas afirman que le gusta mucho.) ¡Asco! Silverio se acerca ceremonioso, me palmea en los hombros.
—En ciertos momentos, mi amigo —susurra en mi oído—, una italiana puede ser una húngara.
Y su risa, que es breve, frunce despiadadamente su bigote entrecano y el rictus de sus labios es el mohín de un hombre en decadencia que lucha por revivir.
—¡Marta es maravillosa! —grita entusiasmada Laura.
Nos miramos. Sentía sus ojos de miel cálida rozando mi mirada en la penumbra, entre el olor de pinos. Más allá la palidez milagrosa de la luna, escurriéndose al otro lado de los acantilados.
Iñaki, Fernando, Willy palmean ebrios la danza electrizante de Marta (que, si Dios no lo remedia, acabaría borracha muy pronto) y Silvia la mira intensamente, con un brillo especialmente oscuro en sus ojos. Se corta la música. El espectáculo ha terminado.
—Yvonne, la marquesa, tiene muchas ganas de conocerte, ¿no te acuerdas?
Sara me miraba interrogándome.
—Pues…
—El día de la fiesta con las misses.
—¡Ah, por Dios!, sí, sí, claro…
—Hoy tenía un party en Formentor, pero me ha prometido que vendrá.
Moví la cabeza, dando muestras (puro convencionalismo) de que me parecía muy bien.
—Es una gran mecenas, ¿sabes?
La marquesa Yvonne apoya las ilusorias ideas de los idiotas, de los gigolós del arte o de la literatura. Maldito mundo. La chilena brinda con champán. «Luego nos bajamos a la playa, ¿quieres?» Miro a Laura. Sé que está preocupada por el porvenir (muy incierto, por supuesto) de Marta. Giro mi vista hacia la chilena. «Me parece muy bien, esto es un asco.» Cuando la veo alejarse, su cuerpo es un puro ritmo, sin música, sin orquesta. Fidelísimo ritmo de materia y sentidos. Una cadencia que brota en medio de la noche.
Marta bebe. Iñaki bebe. Willy hace gárgaras con el champán. Nanda quiere que el buen Silver, el elegante y tranquilo Silver, baile con ella. Se resiste. Hay una carcajada torturante. «La juventud me persigue, mi amigo, es como una querencia.» Laura se acerca.
—Tengo que hacer algo por Marta.
—No pasa nada.
—Se está poniendo pesada.
—Puedes tranquilizarte. Bebe un poco…
Inesperado. Yo voy repartiendo el champan entre las copas, como un anfitrión, como un criado fidelísimo. Y el líquido (francés, por supuesto) es como una droga que no duerme, que reaviva los sentidos en la gente, que fulmina la noción del tiempo y las medidas.
—¿Estás loco?, vamos a terminar borrachos —me dice Manolo.
—Cállate, estoy asqueado, da igual.
Manolo se calla.
La noche es un círculo redondo. Y nosotros estábamos en él.
«Vámonos a la playa.» La chilena abre bien sus ojos redondos, negros, inmensos. Su sonrisa es cálida. He aceptado el reto.
Las aguas del mar, oscuras, rebotan violentamente contra las rocas, pero en la playa su remanso era suave y la espuma dejaba una orla blanquecina y brillante sobre la arena. Llegaban las voces desde la terraza, la música y un grito monocorde. Pero abajo, en la infinita paz del mar y de las dunas, todo era diferente.
No sé el tiempo que transcurrió. Pero nuestros cuerpos desnudos latían próximos y encendidos sobre la arena prieta y húmeda.
La luna ya no estaba en su sitio habitual.