Capítulo XVIII

HAN DETENIDO al asesino de la pobre Maca. Viene la foto del tipo en el periódico. La literatura del parte oficial está llena de tecnicismos que impresionan a los frívolos seguidores de la crónica negra. «Un hombre con el que mantenía relaciones amorosas…». Su novio, su querido, el amante, el chulo, el sinvergüenza… lo que sea. La Maca ha muerto al pie del cañón, ni en Beyruth, ni en El Cairo, ni en Casablanca, ni siquiera en un lujoso bungalow rodeada de comodidades y con dos tubos de barbitúricos en la mesita de noche. Ha muerto porque «poseía secretos del tráfico de drogas que realizaba su amante». Borreguero sabía por dónde caminaba en sus investigaciones. «Confidencialmente le diré, señor, que aquí hay más que un simple crimen…» La policía siempre acierta.

Pero la Maca ha muerto. Ya está enterrada. Me gustaría llamar a Borreguero para felicitarle. Me he quitado un peso de encima.

Laura llamó para decirme que aquella noche cenaríamos con su padre. ¿Es ésta, acaso, la forma de celebrar la detención del asesino de la Maca? ¡Qué ingrata sociedad nuestra, señor!, ¡qué maldito círculo el que nos rodea! Piedras rodantes, asquerosas ruedas de molino viejo y rico. El tipo de la foto (es decir, el asesino de la Maca) tiene aire de chulo internacional; es rubio, fino y aparece como aplastado y rígido contra la pared que le sirve de fondo a la fotografía.

—Ya estamos a nivel internacional, ¿eh? —comentó Manolo.

—Cierto. En según qué cosas, se entiende.

—Claro, en según qué cosas… ¡lo mandaría todo a la mierda!

Miré sorprendido a mi amigo.

—¿Qué sucede?

—Nada de particular, que estoy harto, quizá.

—Yo creo que deberíamos irnos a Palma a comer, te llevaré a una tabernita donde se bebe un vino blanco estupendo.

—Pues no sería mala idea, no.

En la carretera, el espigado Fernando está probando un coche de carreras. Iñaki le da consejos. Ríe a carcajadas.

Comimos en una tasca y el viejo Mirto (el que sabe dónde hay tabaco, drogas y otras menudencias más) nos acompañó. Me habló de la Maca. No la conocía, pero al tipo que han detenido sí. Se estaba fresco en la bodega. A media tarde cayó una tormenta muy fuerte.

—Como siga así —comenté con Manolo—, ni siquiera podré ir a cambiarme.

—¿Para qué?

—¿Te has olvidado —dije riendo— que esta noche tengo una cena importante?

Movió los hombros con cierta indiferencia. Escruté el cielo. Está indeciso, cuajado de colores grises amenazantes. La tierra despide un olor húmedo, atosigante y bochornoso. El viejo Mirto, con el vaso en la mano, comentó:

—Esto no hace nada, llena de más picores el cuerpo, ya lo verán.

Tiene razón. Aprovechamos un claro para coger el coche y salir deprisa de la ciudad. Por el camino, en los pueblecitos del recorrido, las gentes se apiñaban bajo los toldos, impacientes por el agua amenazante. Ya no llovió más. Y el cuerpo pica. Tenía razón Mirto.

El nudo de la corbata me ahogaba en el cuello. El blanco de la camisa contrasta con mi piel morena. El traje oscuro mitiga un poco el cambio de tonalidades.

—Estás hecho un frívolo, Mario.

El periódico donde viene retratado el asesino de la Maca estaba esparcido por el suelo. Es el último tributo a un mal recuerdo, a una pesadilla. Vale la pena celebrarlo. Me ajusté mejor la corbata de lunares. Ahora sí, ahora queda mejor. Laura me espera, en el mismo hotel, con su padre. Bueno, ciertamente estaba un poco nervioso. Silverio me dio la puntilla. Es un buen amigo del padre. Iba a cenar con nosotros. Pero estaba algo indispuesto (simplemente que la chilena se le ha puesto a tiro, y aquí nadie desperdiciaba una ocasión así), y no podrá acompañarnos. ¡Una verdadera lástima!

—Solo ante el peligro, ¿no es así, Mario?

—Como quieras.

Me marché a Palma con el tiempo justo. Sudo por el cuello. La culpa es de la maldita corbata. No debiera habérmela puesto. ¿Qué he dicho? ¡Por Dios!

Di recado en la conserjería de que esperaba en el hall. Me siento en un butacón sensiblemente cómodo. La puerta de entrada es un desfile internacional. ¡Y no hay misses!, pienso yo. La rosa de los vientos humana vive aquí. ¡Una delicia! El hotel está climatizado, naturalmente. La hija de la Maca, huérfana y con el sol pegándole ya en el interior del cerebro, se debe estar consumiendo bajo el dintel de la cabaña del viejo Cayetano. Un vaho de humedad entra hasta mí y parece que refresca, pero es un falso planteamiento de la lluvia caída a media tarde.

Laura estaba jovial, contenta. Está más alegre que nunca. Se lo merece. El padre, estrictamente correcto, ecuánime, enhiesto, natural, me saludó. Salimos. El Lancia cruje suavemente antes de ponerse en marcha. Las luces de la bahía refulgen ante nosotros, es un espectáculo insólito visto desde el interior perfumado de un coche nuevo, caro y relampagueante. Cenamos en un restaurante de lujo (yo creo que reservado, precisamente, a personajes de alta graduación en el barómetro social), cerca del mar, donde no llega el bochorno (casualidad) y el aire se hace claro, respirable, transparente, suavemente táctil. Volvió el padre a hablarme de los intelectuales, del equilibrio universal, todo salpicado con alusiones al salmón, a la langosta y al vino francés. Laura apenas probó bocado, se sentía feliz entre los dos.

—Me gustaría —dijo de repente el padre— que viniera usted a mi casa de San Juan de Luz; claro, no es este clima, pero le gustaría…

Denegué con prudencia, cautelosamente.

—No se trata de una invitación de protocolo, sino formal. Me ha dicho Laura que trabaja demasiado.

—Bueno, realmente, esto no es del todo cierto, debiera trabajar mucho más.

—¿Más? ¿Oyes, Laura, lo que dice nuestro amigo?

No sé si había pronunciado alguna incorrección. Creo que no.

—Debe pensarlo, le gustará; claro que si tiene algún otro compromiso.

—No, no, por Dios, no es eso.

—¿Entonces?

Laura era un acólito del padre. Asentía con la cabeza y con los ojos.

—Tiene razón papá, sería estupendo que pasases allí unos días.

Con el helado en la boca me quedé pensando en San Juan de Luz. Lamentó (el padre) que Silverio no estuviera bien de salud. «Bebe demasiado», concluyó. «Cuando le conocí, hace ya muchos años, ya bebía mucho, no vaya a creer; en las recepciones de las embajadas era sumamente conocido, porque distingue fácilmente entre dos vinos hermanos del Rin, por ejemplo; todo un excelente catador».

—No hay que preocuparse demasiado —comenté—, Silverio es un hombre muy vital.

—Claro, pero la vitalidad, a veces, no suele dar buenos resultados.

—Está fuerte.

—Pero la vida que hace… le convendría a su edad más reposo y tranquilidad.

Dejamos el capítulo Silver. Todo era ordenado en el comentario y en la conversación. Así termina uno sin temas de que hablar. Llegaron unos amigos del padre de Laura. Bebimos champán… la noche se estira indolente, incapaz de enderezarse. El mundo es una gloria. ¡Mañana!

¡Mañana!

Bien mirado, estoy avanzando con el trabajo. Renuncié a la playa aquella mañana para dejar listo un par de capítulos. Así, parece que el estudio cobra un poco de uniformidad y de cuerpo. Manolo, sin embargo, estaba de mal humor.

—Ya te dije el otro día que esto no me gusta.

—¿Qué es lo que no te gusta?

—Mira, cuando no puedo trabajar a mi modo, lo mejor es…

—¿Qué?

—Lo mejor es marcharse; me voy, Mario.

Resulta insólito. Manolo encendió un cigarrillo, se acodó sobre el tablero. Fuma deprisa, rabiosamente.

—No nos entendemos, la vieja quiere una cosa y esto no es lo acordado.

—¿Las casas colgantes, Manolo?

—No digas tonterías, hombre, estoy harto de esta gente, son unos caprichosos.

—Bien pensado, yo también estoy harto.

—Se pasan el día diciendo tonterías, vaciando sus vidas, ¡una vulgaridad!

—Seguramente ellos piensan lo mismo de ti y quizá de mí.

—¡Qué piensen lo que quieran!, yo me voy.

No hice demasiado caso al humor de Manolo. Estas cosas le suceden con cierta facilidad. Es un hombre íntegro, batallador, de ideas fijas. Pertenece a esa casta, desprestigiada en el país, de criaturas que luchan con bravura y que jamás recibirán un reconocimiento tácito a su esfuerzo y a su talento.

Al atardecer estuve con Silverio. Me invitó a dar un paseo. Tenía ganas de hablar con él, y sospecho que a él le sucedía lo mismo.

—Ayer estaba indispuesto, ¿sabes, mi amigo?

Nos reímos en una risa fundida, cómplice y hasta ingenua.

—Pero hoy he comido con el padre de Laura.

—No sabía que eran antiguos amigos.

—¿Amigos?, viejos camaradas, aunque esto de viejo no me hace reír; precisamente es un buen tipo, nada espontáneo, sobre todo ahora que ya no bebe…

Subíamos por una vereda poblada de matorrales macizos.

—Una cosa, Mario, ¿por qué no se viene conmigo?

—¿A dónde? —pregunté.

—Ya sé que le han invitado a pasar unos días en San Juan de Luz, pero aquello es un cementerio, véngase a mi casa de Biarritz, ¡es otro mundo! De esta forma cumple con ellos y me hace un gran favor.

—¿Favor?

—Necesito inyecciones de juventud, mi amigo, estoy definitivamente viejo.

Reía generosamente el buen Silverio. Encendimos un cigarrillo.

—Yo no voy a Biarritz hasta septiembre, ¿y sabe por qué?, porque en agosto está allí mi mujer; no se trata, mi amigo, de que nos llevemos mal, ¡eso hace tiempo que quedó superado!, lo que ocurre es que yo necesito tranquilidad y, en último caso, mujeres de treinta años como máximo… —hizo una pausa— y mi mujer tiene cincuenta.

Otra vez su risa, el frunce de su bigote. Chupó el cigarrillo varias veces seguidas.

—Se lo pido como amigo, me asusta la soledad, aunque luego me pase el día leyendo y paseando solitario con mi perro. Mi mujer me aburre, con sus gritos y su histeria, me aburre terriblemente, por eso no voy hasta septiembre, que es un mes tranquilo. Además, ¡ya verá usted lo que es vivir bien, a la francesa, mi amigo, a la francesa!

No hice ningún comentario. Nos sentamos en el suelo, a la sombra de un pino, sobre la tierra olorosa y umbría. Le pregunté por la chilena.

—Me agota, viejo, me agota, ¡estoy cansado de repetir que no soy un muchacho! —y su rictus se rompió en una risita pícara.

—¿Ella se va o se queda?

—Bueno, realmente no lo sé, esta gente está loca, ¿te das cuenta?, locos perdidos, hoy un viaje a Londres, mañana a París, así no llegan a mi edad, no pueden estarse quietos diez minutos, ya me tienen loco con unos coches que van a probar mañana —hizo una pausa—, no, no sé si se quedarán.

—Es una mujer muy alegre —insistí premeditadamente.

—Sí que lo es, pero mire, lo que yo necesito es una mezcla difícil de encontrar, pero importante. Que sea joven, pero al mismo tiempo que no dé demasiados quebraderos de cabeza, sobre todo para una relación larga y sin meta inmediata, ¿me explico? La vida hay que vivirla, pero sin comérsela vorazmente —reía— a cierta edad; una indigestión te lleva al otro mundo.

Bajamos de nuevo por el camino pedregoso y fresco.

—Lo de la tranquilidad para mí tiene un significado especial, no se trata de un encierro, sino de dosificar, ¿eh?, con esta receta uno es servible, pues ¿qué le voy a decir?, hasta una edad muy provechosa.

En la carretera, efectivamente, Fernando, Iñaki y un amigo de Palma estaban probando un automóvil. Dimos un rodeo.

—Tendremos que tomar una copa en casa de Sara, si no vamos, se molestará —me guiñó un ojo.

Sara nos explicó que estaba preparando un viaje en yate. Bebimos unas cervezas muy frías en la terraza y Silverio se quejó del ruido que hacían probando el maldito automóvil.