EL HOMBRE (Mario) se despereza lentamente. Tiene los ojos embotados, los párpados violáceos, el cabello desordenado. Mira a su alrededor con un gesto de sorpresa, sus ojos investigan cada uno de los ángulos de la habitación.
Se queja un somier.
… Jim, el heroico Jim, el hermoso Jim, el triunfador Jim ha liquidado a todos sus adversarios en la Arizona imaginaria del conserje. Es la hora del relevo.
—¿Mucho trabajo, tú?
—¡Psch!, tranquilidad… hubo un golpe, ahí cerca de Colmenar, nada…
—¿Heridos?
—¡No sé!
El transistor sigue poniendo su gota de intimidad en el amanecer. Guitarras sudamericanas, ritmos calientes del Caribe.
—¿Te llevas el cacharro?
—¡A ver!
… Jim, el magnífico Jim ha muerto. Volverá a resucitar la próxima noche. Ahora el conserje piensa en su largo viaje hasta Orcasitas. Guan-ta-na-me-ra… guaji-ra… guan-ta-na-me-ra… El transistor se queja, el transistor (debidamente enfundado en una coraza de cuero negro) gime, se arrastra su música, suspira al son cadencioso de las canciones del Caribe.
La mañana se estira piadosamente, azulenca, virgen todavía, cuajada de relevos, de prisas, de fichas, de dolor, de calmantes, de blancura en las paredes. El moscardón o la mosca (de las llamadas de burro) habrá muerto bajo la terrorífica luz-violeta de un tubo fluorescente. La fresca sacude con lentitud los tilos del jardín, con las tarjetas bajo el brazo los obreros se arraciman en la plaza-Castilla a la espera, a la caza del tranvía-salvador, del autobús-sorpresa. El conserje malhumorado piensa en el barrio de Orcasitas, mientras hace el relevo de los papeles con su compañero, que se ajusta la gorra gris y enciende el tercer pitillo.
—Se va el verano —murmura entre dientes.
—Deja; ya vendrá otro.
—Y seremos más viejos.
—Al hoyo, hijo, al hoyo…
Son como los notarios de la muerte, fríos, burócratas de la sanidad nacional, testigos de mil muertes en carretera, de cien vidas truncadas casi delante de sus narices. Casi en tropel, blancas, vaporosamente próximas, llegan las enfermeras. Ríen, fichan, esconden el sueño que se ha hecho viejo, suben diligentemente las escaleras.
—La semana próxima libro dos días.
—Pues a mí me tocará turno de noche.
La inyección, el calmante, los antibióticos, plasma, transfusiones.
—Hoy tengo dos operaciones, ¡chica!
En el quirófano se esconde el final de la aventura, el último eslabón que une la vida con la eternidad, el postrer interrogante que separa la edad de las preguntas con la edad de las respuestas. Plasma, transfusiones, un disco de luz sobre la mesa, las paredes pintadas de verde.
Un rayo de luz anaranjada se cuela por la ventana.
El hombre se mira las manos, ha perdido el reloj, su brazo permanece anclado (en un ángulo casi perfecto de noventa grados) por el vendaje blanco. Bosteza. Sus ojos permanecen asustados. Sacude el pie derecho (en un movimiento pendular) y abre la boca, con un gesto de dolor. Cierra los párpados, echa la cabeza hacia atrás, murmura unas palabras.
Se abre la puerta.
—¿Quiere usted algo? —pregunta una enfermera que acaba de relevar a la muchacha que semejaba una estatua de sal.
Tarda en reaccionar.
—¿Se siente mejor?, ¿quiere tomar un calmante…?
Las palabras incoherentes del hombre se clarifican en un murmullo. Luego dice:
—Nada, gracias…
Y la puerta se entorna con suavidad.
—Señorita, ¿se sabe algo…?
Ha intentado levantarse del sillón, pero le pesa la cabeza y un dolor agudo está clavado en sus sienes. «¿Se sabe algo?» Nadie sabe nada, porque las paredes y este cielo blanco y los batientes de las ventanas y el aire todo están acostumbrados a la espera, antes, mucho antes quizá que los mismos hombres. La espera es la difícil asignatura de los pobres, de los doloridos, de los enfermos. Los goznes de una puerta chillan. Se inicia el desfile de las bandejas (que pueden ser de metal noble quizá) con algodón borracho de alcohol, jeringuillas y panzudas ampollas de cristal. La morfina calma el dolor. Pero es un supuesto falso. La enfermera de los dientes blancos como espuma viva del mar lo sabe bien.
Un murmullo. Una voz. El teléfono interior que suena quedamente. Las puertas del quirófano de urgencia se abren. Dos enfermeras se precipitan diligentes sobre la salida donde pone silencio. Un médico, con el sudor pegado en la frente, murmura una palabra. ¡Está prohibido hablar!
—Ha perdido mucha sangre…
En los momentos de angustia una mirada equivale a cien respuestas. Un gesto puede ser el fin de la esperanza.
—Hay complicaciones, no aguantará…
Otro médico llega hasta la puerta. Cambian impresiones.
Han pasado cinco minutos, trescientos segundos… Las azafatas de recepción toman nota por el conducto interior.
—Sí, ha fallecido otro…
—¿Del accidente?
—Sí.
La mañana es un lujo, el sol es una bendición, la vida es una cuerda que se estira en un equilibrio. Puro malabarismo.
—Son los de la frontera, ¿no?
—Uno llegó muerto, ahora otro…
—¿Hombre o mujer?
El transistor del conserje explica la humedad relativa del aire, vocea los grados de calor y las previsiones de la jornada. El verano es una flor gastada, en plena agonía. Los tilos se miran en el cielo. Jim, el héroe de Arizona, murió al amanecer; ahora el conserje ha salido por la puerta dejando a sus espaldas un mundo que forcejea por revivir. El sustituto es un tipo patiestevado, largo y enjuto, que todavía lleva el sueño clavado en los párpados, como una pesada cortina a medio desvelar.
En el puesto de la guardia civil se ha recibido la nueva comunicación. Las azafatas dan los datos. En alguna parte del país, o quizá más allá de las fronteras, la policía busca a un hombre, a una familia. Se trata de certificar un paradero.
—¿Se saben las causas? —pregunta una voz.
—Un derrape —responde la azafata—, eso al menos dijeron los guardias, ahí cerca de Colmenar…
—Ha sido un verano negro.
Los colores no tienen importancia. Ni el verde de los uniformes, ni el blanco de las paredes, ni el vino espeso de la sangre, ni el gris de la gorra del tipo patiestevado.
—Al parecer —dice una azafata—, iban a más de ciento cincuenta; el hombre que ha resultado ileso lo ha confesado a los guardias.
—¡Ah!
—¿Vas a ir a la piscina?
—Pues no sé, a ver si el sol calienta un poco más.
El reloj marca las cercanías de las ocho de la mañana.
—Matilde dice que ayer conoció a un chico…
—Siempre conoce a muchos chicos, pero mira, veinte años y sin novio.
—¡Exagerada!
Si el sol rompe la barriga azul-leche del cielo, la azafata irá a la piscina, pero ahora, en el semisótano, en el depósito de cadáveres, hay dos cuerpos (quizá todavía algo calientes) que esperan solamente un poco de tierra y algo de piedad para desaparecer para siempre del paraíso de los vivos. Los ojos, pálidamente enmarcados, de la azafata buscan un hombre y, si es posible, una dirección también.
—Lo que te decía, pasaporte extranjero, hay que llamar al puesto; en el verano esto es un lío.
La muerte, con el bochorno del estío, es aún más complicada todavía. Los teletipos del mundo están pregonando a estas mismas horas (cerca de las ocho de la mañana de un septiembre dolorido) cientos de muertos, Vietnam, Marruecos, Tel-Aviv, Cincinnati, Melbourne… Cuerpos que se retuercen de dolor, miembros seccionados, una droga que cura el cáncer (¡¡mentira!!), el grito de una parturienta con factor RH, la vida que alumbra vagamente tras un cobertizo, un pinchazo, el fallo de la dirección, blancos, amarillos, negros. La civilización resuella.
—Dicen del puesto que han localizado a algunos parientes.
—Siendo extranjeros será difícil.
—No, lo que ocurre es que dos llevan pasaporte extranjero.
El olor a dulce resulta sofocante a veces.
—¿Y el coche?
—Se incendió, dicen que parecía una fogata, lo vieron desde tres kilómetros.
—El chico que sale con Matilde tiene coche…
—Peor para ella, mira lo que pasa luego.
—Déjate, que pasear en automóvil es mejor que hacerlo a pie.
—Eso para mí no cuenta…
Crecen en toda la clínica los rumores, carritos de tabla lisa y brillantes portan los desayunos, ruedan ligeros por los pasillos encalados. Se despabilan los enfermos convalecientes, las mujeres de la limpieza inician su lastimoso recorrido de pieza en pieza, toda la bronca suciedad que ha ido acumulándose a lo largo de la noche irá desapareciendo de las alcobas doloridas, de las paredes que han sido testigos mudos de cien desgracias y esperanzas.