Capítulo XVII

—¿SABES UNA COSA?

—No.

—A papá le has causado una gran impresión.

—Lo dudo, estaba borracho.

—Te digo la verdad, Mario.

Me sentía recién liberado de un gran peso. La Maca es una sombra que termina en el mar. La espuma del agua, el postrer borbotón de vida de esta ola acaba de rozarme los pies. Es de un color blanco prístino, antiguo, rememorado mil veces en mil playas distintas de todo el mundo. Estábamos (Laura y yo) tumbados de frente al sol, con las cabezas ladeadas, como dormidas sobre la arena apretada y maciza, la arena que se ha hecho piso duro, la arena apenas perceptible porque el agua llega continuamente sobre su corteza y aplasta su vocación de dispersarse.

—Papá se marcha pasado mañana —dijo de pronto Laura, abriendo ligeramente su ojo derecho y colocándose la mano en forma de visera bajo la frente—, ¿nos harás, por fin, el honor de cenar con nosotros?

—No hables así, sabes que hago lo que tú quieras.

—¡Bravo!

Iñaki le ha traído a Marta de Londres una pulsera de oro y brillantes. A Marta se le ha pasado su angustia. Ya han reparado el yate de Sara. Quieren que salgamos a alta mar. Pero estoy-estaba dispuesto a terminar mi trabajo.

—Ahora soy otro hombre —dije—, he vuelto a trabajar intensamente, tengo que terminar el maldito estudio ese, la Maca es el último eslabón perdido…

—¿Qué dices? —pregunta Laura.

—Nada, hablaba solo.

El vientre de Laura palpita suavemente, en un subir y bajar rítmico y perfeccionado (hay cuestiones que la civilización no ha conseguido descubrir jamás), entregado al sol que estalla en lo alto. Yo tuve de muchacho, allá en mi pequeña ciudad, una novia que tenía la cintura elevada, una chica maravillosa que a veces recuerdo y que quizá se ha casado y tendrá dos o tres hijos. Su cintura ya no estará, estéticamente, tan perfecta como entonces, en aquellos días hermosos de estío, cuando jugábamos a encontrarnos y la vida era para nosotros (para los mayores todo eran dificultades) un campo de operaciones inmóvil, cuajado de aturdimientos y de dóciles e ingenuas aventuras. No he dejado de pensar en ella.

—Mirad qué maravilla —era Marta con su pulsera recién estrenada—, la voy a mojar en el agua…

—Estás loca —dice Laura.

—Es como bendecirla.

Todo ha cambiado mucho. Demasiado. Ahora creo que ya soy viejo y no han pasado tantos años desde entonces. Quizás he perdido el tiempo desde aquellos días, pero tampoco lo sé de cierto. Este palpitar del vientre de Laura no será eterno, no puede serlo. Un día se detendrá por los siglos de los siglos. Es un hecho en el que hay que meditar con reverencia y humildad. La pobre Maca nunca llegó a pensar (estoy casi seguro) que su respiración iba a frenarse de pronto en una playa aislada. En estas circunstancias no piensa nadie, ni siquiera el inspector Borreguero.

Silverio —amparado del sol por una sombrilla gigante— lee un libro cerca de las rocas. Levanta su mano. Nos saluda. Voy hacia él.

—Tienes otra cara, mi amigo.

Asentí. Encendimos un cigarro.

—Y las dificultades, fuera, ¿eh?

Parecía el cómplice de una operación resuelta satisfactoriamente. Moví los hombros.

—¡Los árboles nunca llegan al cielo! —guiñó el ojo—, es una sentencia húngara.

—Los húngaros tienen razón.

—¡Y ellas, las húngaras, mi amigo!

En cuclillas veía todo el arco de la playa, festoneado de espuma, amarillo y caliginoso. Más allá del verdor de la pinada y el sendero, casi encendido, que sube hasta la carretera. Las blancas edificaciones surgían tímidamente al otro lado del promontorio, espejeantes al sol del mediodía, bañadas de cal. En la arena, Laura seguía tumbada. Marta e Iñaki corrían, festejaban el encuentro. Se les había unido Silvia.

Estaba cansado. La sesión de playa me había entumecido el cuerpo.

—Voy para arriba.

—Nos tomamos una copa lueguito, Mario.

—Como quieras.

El bosquecillo de pinos estaba recalentado. Subí rápidamente. Manolo trabajaba con el ventanal abierto.

—Te voy a imitar.

—¿Qué dices? —preguntó.

—Tengo cosas que hacer.

No respondió. Bebí una cerveza de un trago. Sara y la chilena habían bajado a la playa a reunirse con los demás.

—¿Han traído la Prensa?

—No lo sé.

—Quiero saber cómo va el asunto de la chica.

—Déjalo ya, hombre —respondió Manolo distraídamente.

Trabajé hasta las tres. Luego Manolo preparó un poco de comida.

—¿No te recuerda nuestra época de Londres? —preguntó sonriente.

—Solamente tengo sed, muchas ganas de beber.

—Es un tormento; luego sudas más.

Efectivamente, apenas probamos bocado.

—¿Vas a salir? —pregunté.

—Todavía no lo sé, tengo que discutir unas cosas con Sara.

—Siempre tienes reuniones con Sara; empiezo a sospechar.

—Te pareces al inspector aquel…

Con el cuello de la camisa bien cerrado y la corbata hortera, Borreguero seguiría, a buen seguro, con sus investigaciones y el secreto maldito.

—Entonces, tienes una cita con Sara. Me parece muy bien.

—No vuelvas otra vez, hombre.

—¡Siempre tan susceptible, Manolo!, si me parece muy bien.

—Ni bien ni mal; ¿o te crees que a mí me puede interesar esa vieja?

—Tiene dinero.

—Se lo puede meter donde le quepa.

La dulce muchachita de Illinois estará a estas horas soñando con su héroe. El personaje está aquí, a mi lado. El tiempo lo dirá. De las axilas caen finísimas gotas de sudor inodoro. Forman hilos, breves surcos aislados que se deslizan sobre el costado. Puse el tocadiscos mientras trataba de comer algo. ¡Vanos esfuerzos! La música de Richard Rodges (With a song in my heart) es un dulce señuelo para no pensar en nada. ¿Lo escuchas? De seguro que el vientre de Laura sigue palpitando suave, tranquila, imperceptiblemente. Me acuerdo de aquella mi primera novia, en la pequeña ciudad.

Llamaron a la puerta.

Es Silverio.

—¿Y esa copa, amigos? No, vámonos fuera, hace calor.

Pausadamente Silverio levantó su mano, hizo una parábola en el aire y se desabrochó un botón de su camisa. Se va poniendo el sol, despacio, en el horizonte. Su muerte tiene una serenidad incomparable, rojiza, valiente, hermosa. Se rizan las aguas del mar y dejan sobre la playa, en su retirada, algas verdosas y cantos que brillan con la primera de las últimas luces del crepúsculo.

—Vámonos a casa de Sara —propuso Silverio.

Manolo trató de disculparse.

—Ni una palabra más, mi amigo, hay que descansar…

La sonrisa de Silverio es ancha, sudorosa, vieja y fuerte.

Las rugosidades del alquitrán en la carretera están todavía calientes. Pasan los automóviles a buena marcha, doblan la curva difícil del acantilado, se escucha la subida del duro repecho. La terraza de la casa de Sara mira por encima de las rocas. El mar visto desde allí tenía una grandeza mayor. En el embarcadero el yate se mece blandamente al capricho sinuoso de la mar que empieza a revolverse con lentitud.

Allí estaban Marta, Iñaki, Fernando, Silvia. Sara me llevó hasta un rincón de la terraza.

—Me ha dicho Manolo que todo se ha arreglado.

—Sí, sí, por supuesto.

—Me alegro.

—La otra noche, cuando se fue el policía quise que lo celebráramos, pero no estabas.

—¿Qué noche? ¡Ah, no sé!, es lo mismo, lo celebramos ahora, ¿de acuerdo?

La pobre Maca está al margen. Alguien la habrá enterrado, sí. Y Cayetano tendrá ya noticia de que su hija ha muerto, casi en acto de servicio, sin probar las mieles del desarrollo que él, viejo, sagaz y tunante, ha puesto en marcha, allá desde su cuartel general.

—Se está enfriando el champán —anunció Sara.

—¡Magnífico! —exclamó Fernando.

—Estás de un trabajador insufrible, Mario —me dice Marta.

—No lo creas, es para pasar el rato.

—Los tipos inteligentes me dan miedo —y mira a Iñaki y se ríe sonoramente.

Fernando le dice a Silvia que en España no preparan bien los coches para competir. Y Marta anuncia que en Milán cinco personas se han vuelto locas por efectos del calor.

—¿Desde cuándo lees los periódicos, Marta?

—Ya estás de broma otra vez.

—Tiene que ser horroroso morirse de calor, ¿verdad? —pregunta Silvia.

Pero nadie le contesta. Marta se palpa con cierta curiosidad y cierto desdén su pulsera nueva. Sara palmea, cortando el aire azul del atardecer. Pide que traigan las dos botellas de champán francés. Llegan puntuales, con su guarnición de vaho helado.

Pienso que sería una pena que el champán francés se pusiera a caldo. Una sirvienta advierte el detalle y echa pedacitos de hielo dentro de la cubeta.

El champán hace bien al estómago. Los pobres dicen que la sidra El Gaitero es, casi casi, lo mismo. Cada cual, claro, se conforma como puede. En la tripa, las burbujas prisioneras se sienten como una bendición.

—¿Os parece que hagamos una cena fría? —pregunta Sara.

Responden que sí. Iñaki teoriza sobre las ventajas del buffet frío. Fernando se arruga en su sillón, abre las piernas, enciende un cigarrillo. Marta le pregunta por un modelo de coche que alcanza velocidades «irresistibles». Fernando se siente halagado, ríe, explica.

—Yo creo que empieza a ser hora de que Manolo nos aclare los detalles de la nueva casa, ¿no es así?

Manolo se ríe.

—Hay poco que contar. Sara lo sabe bien.

—Mi amigo, ya sé que eres un arquitecto de categoría.

—¡Un incomprendido! —parodia la chilena que acaba de llegar.

—No tanto, no tanto, que Sara ya le comprende bien.

Iñaki le puntualiza a Fernando algunos extremos del Jaguar MK-10, que alcanza los 220, nada menos.

—El lunes viene de Londres un amigo nuestro, Willy, ése sí que corre bien.

—Será magnífico.

—Lo probarás, conocerás el verdadero vértigo —puntualiza Fernando.

Marta, que va de flor en flor, de pétalo en pétalo, exclama de repente:

—¡Que no hemos brindado!

Y hay que brindar. Los magníficos brindan. ¿Por quién? Yo quisiera hacerlo por la Maca, por su cuerpo y por su alma, por su vida entera convertida ahora en un recuerdo bajo la tierra inclusera. De la misma forma que hay niños incluseros, hombres incluseros, hay también muertos incluseros. La Maca lo es.

—Mario, ¿en qué piensas?, chin, chin…

Los Aston-Martin, los Issotta-Fraschini, los Ford-Mustang, los Mercedes-320 corren brutalmente por las carreteras del mundo. Fernando lo sabe. La sensitometría y la colorimetría son dos ciencias afines, derivadas de la óptica. En las fábricas de automóviles de América hay expertos en colorimetría. El mar se ensombrece con suaves lentitudes, surcado por cientos de puntitos blancos, mientras el sol, en el camino de vuelta, deja un reguero de luces cárdenas cubriendo todo el largo flanco del horizonte. No pienso en nada. Miro el mar y trato de buscar en el cielo algún fulgor distinto. Terminamos las dos botellas de champán. Manolo habla de sus teorías arquitectónicas a Silverio. Los demás no le hacen caso. La chilena ríe los chistes de Fernando. Marta propuso un baño.

—¿A estas horas? —pregunté yo.

—Es la mejor, no lo dudes.

La chilena se anima. Y Fernando. Iñaki también. Sara, que se siente joven, dinámica y vagamente enamorada, se ha ido a cambiar de ropa.

Bajaron por las escaleras de rugoso cemento. Entran atropelladamente en el agua. Hacen señas. La sirvienta trae la Prensa en una bandeja. No hay nada de particular. Se confirman los casos de locura en Milán, los negros de Detroit mantienen a raya a las tropas federales y a la guardia nacional. Cuarenta grados de calor en Córdoba. Los pajaritos han doblado la cabeza reseca y llena de demonios. Hay cortes de agua de doce a siete de la mañana. ¡Qué bendita paz!, exclamo. Y Silvia, que tiene cruzadas las piernas y una sonrisa sofisticada en sus labios pálidos, me interroga.

—Nada, nada, hablo solo, ¿sabes?

Silverio atiende las explicaciones de la arquitectura del futuro. Y de seguro que piensa en el futuro del hombre, en su futuro como criatura que ha doblado la curva vital. No se ríe.

—Estoy leyendo a Joyce —comenta Silvia, que de seguro está aburridísima.

—Hace tiempo que no leo novela.

—Es un mundo de evasión, ¿comprendes?, ¡y hace tanta falta la evasión!

—Posiblemente no sea Joyce el máximo exponente de la evasión humana.

—No lo sé.

Y se deja caer blandamente contra el espaldero de la butaca de mimbre. El cielo ha dejado de ser ascua de luz, resaca de colores. Se encienden las farolas de la terraza. La penumbra relaja los músculos.