VAMOS A VER. Aquí está todo el «gran mundo». Las revistas ilustradas —las propietarias de Soraya, de Jaqueline, de Gracia— saben muy bien lo que significa este término. Viven de él. La orquesta ha empezado tocando Ramona. El «gran mundo» va llegando lentamente, con desparpajo, luciendo la pechera bien blanca, el escote suavemente atrevido, los ojos atentos a cualquier engaño visual, a cualquier flirt cerebral. Es como un sueño. La noche se ha puesto fresca. Las varices de la pobre Pepita son un engaño. Las desprecia su marido, producen hinchazón, privan de estética y, encima, no sirven para prevenir el mal tiempo. El tiempo era bueno, excelente. Me tomé una limonada.
—Estás en baja —me dijo al oído Iñaki.
—Es verdad.
—¡Mira que pedir limonada!
Estábamos en una especie de disco grande, luminoso. En medio había una pista de cemento. Al sur, el dosel con la orquesta. Al norte, un bosque tímido, seguramente artificial. Más allá, los muros de la plaza de tientas. A las misses las han traído en autobús. ¡Vaya paliza! Como corderos a los que llevan al matadero.
—Yo todavía no me he enterado de lo que pasa aquí —murmuró Manolo.
—Perdón —dijo Iñaki y salió con paso ceremonioso a besar la mano de una dama.
—¿Qué dice Manolo? —preguntó Marta.
—Que todavía no se aclara de lo que es esto.
—¡Las misses, chico, las misses! —y soltó una carcajada espléndida.
Sara nos miró.
—De seguro que Marta ha dicho alguna inconveniencia.
—Lo que yo digo es que se tendrían que desnudar para saber de verdad cómo están.
—Marta, Marta —reprochó con una sonrisa Sara.
—Y tú, ¿qué dices?, Mario.
—Yo me estoy tomando una limonada.
—¡Lo que faltaba!
Vamos a ver. El torero falso, el torero de las cornadas imaginarias se arrima a una chica guapa, ligeramente pelirroja. No hace falta preguntar de dónde procede. De cualquier parte, es lo mismo. Iñaki habla con uno de los organizadores. Parece un santón joven, pausado, el pelo brillante, el traje oscuro y los pensamientos volando sobre la figura (ciertamente, muy bonita) de otra guapa, la danesa, seguro que es la danesa.
—¿Y Fernando?
—Por ahí, no sé.
La chilena ríe, ríe. Silverio le ha contado alguna cosa graciosa.
El «gran mundo» retoza, va y viene, cadenciosamente, con una solemnidad profundamente falsa y hasta agradable. Sara se levanta, besa en las dos mejillas (los besos van al aire, naturalmente) a la marquesa, que es vieja y sofisticada.
—Esto me aburre —dice Manolo.
—No lo digas alto, muchacho.
—Es igual, me aburre.
Fernando llega hasta nosotros.
—¿Os habéis fijado en la finlandesa?
—No —dice Manolo.
—Está bien, ¿no? —dije yo.
—¿Bien?, la tengo casi en el bote.
El espigado Fernando se escurre dentro de su traje oscuro. Se encienden las luces. Una voz desde el micrófono anuncia que pronto empezará la fiesta española en honor de las misses (y de todos ustedes, gentiles damas, señores). La estridencia de los focos hace daño a la vista. El torero se remilga con la moza del norte. (Cuatro, cinco, seis cornadas peligrosas, en los muslos, casi en la femoral, Dios, en la femoral.) Me pareció escuchar el retozo de los becerros al otro lado de la tapia de la plaza de tientas. Pura imaginación. Los fotógrafos de los semanarios ilustrados encuadran sus objetivos, preparan el flash, un relámpago fugaz, una foto, otra placa. De exclusivas, nada, niño —le dice un camarada a otro—, eso está trillado. La rubia esa está rica, ¿eh?, le echaba un… ¡Sí, sí, está buena la tía! Todo un pueblo contenido, ferozmente espantado de tanta belleza. En la puerta dos mocitos tiernos (quizá el botones del hotel y un compadre del barrio) luchan por entrar en el jardín. Todo en vano. Rigurosa invitación personal. Reservadísimo el derecho de admisión. (Cuando seas padre comerás huevos.) Los semanarios gráficos se baten rudamente, espléndidos sobre el cemento para recoger las mejores instantáneas, los más significativos mohines de las guapas. ¡La española! Una morena, aparentemente tímida, de Jaén quizá, mira y remira, se asea su pelo que es un puro carbón y sueña. Sueña con las puertas del cine que casi siempre se abren de par en par, o con la publicidad. Estudia, sí, sí, estudia —le dice muy modosita a un periodista enclenque y picarón— estudia para secretaria. Lo de siempre. Pero ahora —dice— a lo mejor dejo la academia y me dedico a modelo o al cine. ¡El cine! El camino no es que sea demasiado difícil, pero es cruel. Pasa por el dosel de una cama en una suite bastante lujosa a veces.
Cae la fresca como una bendición. Apuré mi limonada.
—¿Qué?, ¿no te animas?
—¿A tomarme un limón?, psch. Esto es un rollo, tú —dice Manolo.
—Bueno, pero se está fresco, chico.
Miré a mi alrededor. Iñaki seguía hablando animadamente con uno de los organizadores. Fernando pega hilo con una miss (la miss está más pendiente de un fotógrafo que de la madre que parió a Fernando). Sara sigue con la marquesa. Silvia toma fotografías por su cuenta, por pura afición. La chilenita y Silverio se arriman a nuestras sillas. Ríen. Reímos todos. ¿Y Marta? Ha desaparecido.
—Lleva unos días locos —dice la chilena.
—La edad —sentencia Silver.
—Bebe demasiado.
—Todos hacemos lo que podemos, viejo —me palmea Silverio la espalda.
La cáscara del limón en la boca es un agradable descubrimiento repentino. Las luces se apagan. El locutor —de riguroso smoking— anuncia la fiesta española. ¡Typical Spanish! Fuera luces. Que entren los focos. Azules, amarillos. Un rumor en todo el círculo. Sobre la pista de cemento ya está una de nuestras instituciones nacionales. ¿Sevillanas?, ¿fandangos?, ¿rumbas? ¡Y qué más da, hombre! Typical, simplemente typical. Nadie entiende un pito. Es lo mismo que en los toros. El que entiende —un limpia, un camarero, un peón— no puede ir porque los tendidos se han puesto por las nubes. Y el que no entiende —un americano de Texas, un francés de Lille, un inglés de Londres— puede pagar y llena la plaza. Fandangos, bulerías, sevillanas…
—Yo me salgo fuera —me dijo Manolo.
—Espera un poco, hombre.
—Es que esto me pone malo.
—Tranquilidad.
Manolo empieza a darle vueltas a su «habitat» canadiense. Lo sé. Pero hay que esperar. Tener temple. Aplausos. Aplausos. Las manos se calientan. La marquesa amiga de Sara está a mi lado. Sonríe. Le sonrío. ¡Qué encantador fingimiento todo! El círculo. Estamos dentro, sin remisión. «El sitio es delicioso, ¿verdad?». Sí, el sitio es hermoso. «Llámame de tú, somos amigos.» La marquesa ruboriza. Yo no sé el porqué, pero ruboriza.
—El que se larga soy yo.
—Ahora te esperas.
Manolo tiene a su izquierda a una muchacha que apenas si habla español.
—Ya comprendo, cualquiera te saca a ti ahora —le dije.
Sara me guiña el ojo. «La marquesa es una entusiasta de los intelectuales, de los sociólogos, de los pedagogos.» Estamos perdidos. Me mira. Le devuelvo la mirada. ¿Mañana? No sé si tendré tiempo, ¿sabes? Las misses aplauden rabiosamente. Bien mirado, la marquesa no es tan vieja. Los focos tienen la culpa, claro. ¿Y Laura? Embarcó en un yate con su padre y unos amigos. Descansan. Me siento culpable, responsable de todo. Y ahora esto. ¿Mañana? Bueno, tal vez. Los ojos de la marquesa refulgen en la noche. Por encima de las rodillas asoma el friso final de su vestido, todo él de plata. Toda marquesa tiene un marqués. Eso es cierto. Pero, ¿dónde está el marqués? Seguro, querrá imitar al torero falso (cada vez me convenzo más de que es falso) o a Fernando, o al jefe de relaciones públicas, o al periodista aquel de bigote estrecho y patillas abundosas. ¡Ay!
¡Qué oportunidad! La miss de Holanda acaba de estornudar. Ha sido un momento dramático para los organizadores, un instante feliz para el fotógrafo que estaba allí. ¿Pero no recogiste el estornudo?, le dirá luego su redactor-jefe que es pequeño, feo y algo acomplejado. ¡Para estornudos estaba él!, si lo que busca ansiosamente es la mirada caliente y enfebrecida (pura actividad mental), de la deslumbrante miss de Milán.
La marquesa se llama Yvonne (pero con y griega, se entiende). Soplaba un viento tibio, refrescante, luminoso (los focos ponen el resto). Le di un codazo suavemente a Manolo.
—Estamos perdidos, ¿eh?
No me hizo ni caso. El único que está perdido soy yo. Estaba claro. La inglesa que habla con Manolo está sola, vive sola, se siente provisionalmente desvalida. La marquesa se llama Yvonne y le gustan los intelectuales, los sociólogos… ¡qué risa! El bailarín que está en la pista me parece marica, pero estas cosas casi siempre suelen fallar. Es un problema de óptica, que dice el viejo Mirto, el marinero frustrado. ¡Qué manía con meterse en la vida privada del prójimo, qué vano empeño! Silverio, con la cercanía de la chilena, se siente más joven, casi púber, como el botones del hotel, al que no dejaron entrar (pues no faltaba más) a la fiesta social de las misses.
Cuando terminó la «juerga» traté de marcharme con el mayor sigilo. Manolo se acercó.
—¿Tú qué vas a hacer?
—Me marcho ahora mismo, me duele la cabeza.
—El caso es que yo me voy a dar una vuelta con esta niña —me señaló a la muchacha.
—Me parece bien.
—¿Y el coche?
—Tienes razón. Quédatelo tú —dije—, tendré que irme con cualquiera de éstos.
Nos despedimos. Las luces volvieron a encenderse. Aproveché el momento en que Sara, la marquesa y varias personas más hablaban animadamente para acercarme a Silverio.
—¿Qué vais a hacer?
Me respondió con otra pregunta y una sonrisa.
—¿Una copita, mi amigo?
—De acuerdo, pero lejos de aquí.
—No faltaba más.
La chilena, Silver y yo escapamos casi. Fuera, la fresca era más verdadera y profunda. Respiré tranquilo. Llegaba un fuerte olor a pinos y a eucaliptos.
La chilena es un cascabel menudo, cantarín. Su risa es blanca, contagiosa, espléndida. Llegamos a Palma, cruzamos el paseo de la bahía a buena marcha y subimos hasta Gomila. Nos sentamos a tomar una copa. Me pareció ver a Marta con Sacha. Pero no dije nada. Creo que Marta se dio cuenta. La chilena nos animó a meternos en un club al aire libre, con terraza en el primer piso. Bailamos-bailé. Su cuerpo menudo era una lapa agradable, congestionado por la vida y la risa que almacena dentro de su piel, dentro de sus carnes apretadas y suavemente violentas.
Unas nubes cruzaron el disco pálido de la luna, justo cuando regresamos a casa.
Había llovido durante toda la noche. La tormenta fue breve. Pero el agua cayó con insistencia, en forma de gruesas gotas que salpicaban los batientes de las ventanas. Fue difícil conciliar el sueño. Manolo no regresó hasta el alba. Sentí alternativamente la llegada de mis amigos por el reclamo de los automóviles. A la mañana siguiente bajé a la playa y me bañé durante un par de horas. Iñaki y Marta seguían discutiendo. Fernando recogió a Iñaki a las doce para tomar un avión que salía con destino a Londres a la una y media del mediodía.
Cuando regresé, por el camino de la pinada, al apartamento, Manolo dormía tranquilamente. Procuré no hacer ruido. La ducha quitó las adherencias de la arena sobre mi cuerpo, me vestí despacio (camisa y pantalón). El coche estaba sin gasolina. El chófer de Sara me prestó la suficiente para poder llegar hasta una gasolinera. Una pareja que hacía auto-stop me pidió que los llevara hasta Palma. Los dejé a la entrada. Y desde allí fui directamente al hotel del padre de Laura. Efectivamente estaban por la costa en el yate de unos amigos. La nota de Laura me pedía perdón. En la puerta encendí un cigarrillo y me marché hasta el piso de la Maca.
Es un sexto. Pulsé el timbre con cierta cautela, como temeroso de algo. Sentí los pasos de unas zapatillas (seguramente de baño, no sé) y la misma Maca me abrió la puerta.
—Esto sí que es una sorpresa —exclamó.
—¿Puedo pasar?
—¡Niño, estás en tu casa!
Era un apartamento pequeño, recogido, blanco, muy ordenado, empapeladas las paredes con tonos claros y alegres.
—¿Qué quieres tomar?
—Algo fresco, hace calor.
—¡Vaya invento!, ¿cerveza?
—Bueno.
La invité a comer. Ella rechazó sonriente.
—¿Tienes compromiso?
—¡No! —gritó—, siempre estás con lo mismo, mi novio sigue en Ibiza, lo que quiero decir es que te quedas a comer conmigo.
—¿Aquí?
—¿Es que no te gusta el piso?, ¿es mejor el de mi padre?
Soltó una carcajada. Acepté.
—Mi amiga vendrá luego, ya te hablé de ella, es una chica estupenda, nos llevamos muy bien, bueno, ¡y dime!, ¿cómo se te ha ocurrido…?
—¿Venir? He pensado en ti estos días; nuestro encuentro fue tan malo que hay que olvidarlo.
—Tienes razón.
La voz de la Maca es profunda, alegre, risueña. No dejaba un instante de hablar. Parecía nerviosa. Muchas veces sus palabras resultaban incoherentes. Recordaba a su padre, a la hija (igual que les debe suceder a los pajaritos de Córdoba o de Badajoz, seguirá tostándose al sol del desarrollo, allá en Málaga), a su amiga. «Tiene un novio negro, ¿sabes?, es algo de una embajada de África, viene poco pero tiene mucho dinero.» La Maca es tierna a veces, cruel, despectiva, arbitraria. Comimos en la mesita colonial de la salita. «Si no estuviera con el mes me acostaba contigo, me gustas.» Y después soltó una hermosa carcajada que fue como un soplido brutal.
—Hay tiempo de todo —murmuré, mientras preparábamos el café.
La Maca reía. «Y digo yo, ¡para qué coño tendremos las mujeres el período, fíjate las cosas que estropea!, es un engorro.» Luisa, su amiga, llegó un poco más tarde. Venía de la playa. Es una chica rubia, alta, con los pechos breves y las piernas finas y pálidas. El negro —pensé— debe volverse loco con tanta blancura. La reacción del negro contra el blanco es un producto de los factores biológicos. Está demostrado.
—¿Otro café, niño?
—Vale.
—Pues ésta es Luisa, ¿guapa, eh?, su novio es negro, ¡ah, ya te lo dije!, un tío importante, ¿verdad, Luisa?
La otra sonrió. Era una muchacha estudiada, inteligente, menos habladora que la Maca, más reconcentrada. Comió un sándwich y estuvimos hablando hasta las siete.
—Os llevaré al club, si queréis —dije.
Fue la Maca la que habló.
—Hasta la noche no hay problema.
—Tu trabajo es cómodo, Maca.
—¡Psch!, cómodo no hay nada, hay que trabajar como una cabrita, igual, pero como mi novio está en Ibiza, ¿te lo dije?, ¡ah!, sí, pues eso, que las obligaciones son menores. Por la noche sí, por la noche hay que ir a echar un vistazo.
Luisa callaba. Había sido doble de alguna actriz importante y modelo en Inglaterra del «Play-Boy». Ahora un negro (cualquier embajador, cualquier secretario o canciller de embajada de un país africano, recién salido de la edad de piedra) la tenía como novia o lo que fuera.
Me despedí de las dos y me marché caminando hasta el kiosko del paseo. Compré la prensa nacional, que dice siempre lo mismo, y varios periódicos franceses e ingleses. Estuve dando una vuelta, sin prisas. Consulté el reloj. Era ya tarde para ir a la librería. Vagando por las calles caí, no por pura coincidencia, naturalmente, en Nicola’s. No estaba ni la Maca ni su amiga. Pedí un gin-tonic y escuché, apoyados los codos sobre el mostrador, la música excesivamente (y extrañamente) dulce que salía del tocadiscos. En parte era un sedante, como aquel ventanal de «Chez-moi», en Marbella, con Sonia ya medio embrutecida y Loto, vaporosamente colgado en el aire. Pura metáfora. Dejé pasar una hora más. Para no infundir sospechas, ¡qué tontería!, me tomé otro gin-tonic. Casi ya cerca de las diez me marché. Las calles estaban animadas, los neones —rosa, azul, verde, naranja— empezaban a jalonar las cornisas de las casas.
Me detuve en Palma Nova a beber algo. Hacía bochorno.
Después de leer la prensa estuve trabajando hasta las doce aproximadamente. Manolo se había marchado. Bajé hasta la playa que estaba solitaria, hermosamente triste. Puntos blancos y luminosos rodeaban el cabo de la Cala Figuera. Se respiraba bien. Pensé (con cierta fantasía, claro) que quizá Laura estuviera en alguna de aquellas embarcaciones. La arena se metía en mis zapatillas de goma. La luna era un disco ligeramente azulado que pendía diagonal sobre mi cabeza. Estuve contemplándola, como un mal enamorado, durante unos minutos. Subí por la vereda deteniéndome de vez en vez para respirar el aire puro, cargado de yodo y de olor a pino salvaje.
En la carretera me descalcé para vaciar la arenilla que se había metido en las zapatillas. Se escuchaban unos pasos. Me quedé quieto. Las voces llegaron hasta mí. Eran Marta y Sacha. Torcieron a la izquierda y el eco se fue, por el camino de arriba, hasta la casa de Marta.
Me entraron ganas de reír.
No puedo dormir. El calor es agobiante.
Recogí las fichas, un par de libros y unos folios. En la terraza me puse a escribir. Consulté el reloj. Eran las cuatro de la madrugada. A estas horas, solo y rodeado de silencios, uno siempre presiente extrañas cosas. ¿Habrá naufragado el yate de Laura? ¡Dios mío! Qué tontería… Estuve trabajando hasta las cinco. Pronto se rompería el horizonte con las luces nuevas, mitad azules, mitad leche.
Llegó Manolo.
—Estás desconocido —le dije.
—Tengo ganas de vivir un poco, pero no me tengo de sueño.
Se despidió sin decir una sola palabra más. Volvió el silencio a rodearme obsesivamente. Seguía obstinado en trabajar. Puro engaño. Decidí meterme en la cama.
A la mañana siguiente me desperté no demasiado tarde. En la playa estaba Marta jugando con un perro, seguramente inclusero.
—Me tienes que contar muchas cosas —me dijo a modo de saludo.
—Yo creo que serás tú quien tenga que contármelas —respondí sonriente.
—Estoy cansada.
—Eso nos pasa a todos, ayer no pude dormir, a las cinco estaba en la terraza trabajando.
Nos miramos significativamente.
—¿De verdad? —dijo ella.
—En serio. Hacía bochorno.
—No me acuerdo.
—¿Qué tal van las cosas, Marta? —le eché un puñado de arena sobre sus rodillas.
—Mal. Ese Iñaki es insoportable.
—Prueba otro —dije sonriendo.
—Eres terrible, tú también.
El perro corría como un loco por toda la playa.
—Me amargó la noche de las misses.
—Yo creo que nos amargamos todos, ¡qué aburrimiento!
—No es eso, es que sabe fastidiarme cuando quiere. Y ayer, sin mediar palabra, coge el avión y se va con Fernando a Londres, ¿tú crees que esto es serio?, tengo ganas de morirme, Mario.
—Ya llegará, no te preocupes.
—¿Oye?, ¿tú has pensado en la muerte alguna vez? —la voz de Marta era extrañamente ingenua.
—Sí, como todos.
—Esto tiene que ser terrible, ¿no?
—Creo que sí, estoy casi convencido de que, efectivamente, debe ser malo.
—Claro que mejor es morirse que vivir así.
—Tú estás loca, ¿de qué te quejas?
—No lo sé, tampoco. Tengo un lío en la cabeza, ¿sabes? —se puso confidencial—, ahora me gusta Sacha.
—Cuestión de unas noches, Marta, no te preocupes.
—No me tomas en serio, Mario.
—Eres una gran chica, de verdad, pero te sometes a unos lavados de cerebro sin motivo alguno.
El perro salió del agua a toda velocidad.
—¿Es un regalo? —pregunté.
—Me lo dio Sacha.
—Lo suponía; olvídate, Marta, ¡eres una square!
—¿Qué es eso?
—Da igual, vamos a bañarnos.