Capítulo XIV

CONOCÍ AL PADRE de Laura.

Es un tipo elegante, tranquilo, pausado, joven, rigurosamente encanecido. Conoce el mundo. Sabe la estrategia de la vida. Vive habitualmente en Londres, en París, en Nueva York. Tiene el porte de un diplomático, pero su dominio de los hilos que hacen mover los trusts financieros de Zurich o de Amsterdam le delata. Hablaba con Laura como un profesor que examina a una discípula aproximadamente dócil. De vez en cuando se interesaba por mí. «Es muy interesante la pedagogía, cierto, es un mundo». Por supuesto, hablarle de la movilización del grupo es pura filfa. Quizá le interese el fenómeno. Pero no lo intenté siquiera. ¿Para qué? En el amplio hall del hotel tomamos el aperitivo. Le preocupan los embargos petrolíferos del próximo Oriente. (Los árabes doblan siempre la cabeza, es un proceso de cálculo.) Nigeria es una solución. Los royalties aumentan, pero la estabilización mundial no acaba de producirse. «El desequilibrio político, usted lo sabe bien, aumenta la tensión económica. Éste es el gran problema de nuestros días». Bebe oporto. Laura escuchaba sin comprender. De vez en cuando se hacía íntimo, confidencial. «Estás delgada, Laura, debes cuidarte». Un lapsus. «Si los políticos consiguieran crear un status estable y duradero, los valores no sufrirían, la mecánica de la economía depende casi siempre de las fluctuaciones socio-políticas».

Mañana se inicia el concurso de las misses. Toda la ciudad se ha vuelto admiración rabiosa, caliente embelesamiento. «El juego de los partidos crea en la mayor parte de las democracias occidentales una peligrosa inestabilidad. ¡Imagínese en nuestro país!; esto es un problema de raíz, de cultura. Con paz y con orden los problemas se reducen al mínimo indispensable…» El calor embota los cerebros de cien mil nativos que sueñan con una sonrisa de la miss de Dinamarca que es rubia como la cerveza, como el trigo, blanca y rosada, alta, esbelta, ordenadamente cadenciosa. «¿Comprende usted bien el problema? Se trata del montaje de un sistema que no rompa el equilibrio. Sin cultura no hay nada, sin orden no existe el progreso; usted es un sociólogo, un profesor, ustedes teorizan mucho, es su oficio, naturalmente, pero nuestro país necesita el orden; el pueblo debe olvidarse de otras aventuras…». Por una sonrisa hay diez gigolós que dejarían el oficio. Una sonrisa fresca de Estocolmo, una mirada azul de Helsinki. «Convénzase, cuando se rompen las estructuras viene el desastre; ¿qué pasó en mil novecientos treinta y seis?, siempre la derecha, siempre… no, no, el fundamento de la estabilidad reside, evidentemente, en un ejecutivo fuerte que domine la organización estamental…». El oporto deja sobre los labios un suave regusto dulce.

Los fotógrafos habían invadido el hall. Las rodillas milagrosamente torneadas de una chica de Milán eran el objetivo de la mirada de un botones regularmente crecido. Cualquier teórico de la política o de las finanzas le dará, al atardecer, una buena propina (que él se gastará en comprar, bajo cuerda, tres revistas pornográficas inglesas) para que lleve un ramo de gladiolos a la habitación 317. Suben los valores, la bolsa se inquieta. La estabilidad se ha producido. El mundo vive en paz, el país vive en orden. ¡Qué maravilla! Las rodillas de la miss que nació en Milán hacen sufrir la concupiscencia (¿se dice así?) del chico de los ascensores, del mozo de recepción.

La mujer del guardarropa (escondida tras una cortina granate) sonríe a medias. Es la triste, vaga, lejana, pudorosa nostalgia de los años perdidos, anclados en el camino de la vida. En su juventud pudo haber sido una miss, pero entonces el mundo no estaba para esas cosas. Hay un tumulto caliente. Entran y salen los organizadores, un torero que no lo es, un jefe de relaciones públicas que tratará de acostarse con la miss de Holanda que tiene una cintura delgada y unos senos posiblemente olorosos (aromas de tulipán), tres periodistas que buscan la exclusiva. La miss nacional sonríe, sonríe, sonríe… ha nacido en Jaén, quizás, y espera que ahora las puertas del cinematógrafo se abran radiantes, espectaculares. Y todo sin pasar por la suite número 220. ¡Una ilusión, un espejismo! La vieja del guardarropa piensa. «Qué guapa, qué ángel tiene, qué candor…». El portalón del cine está medio abierto. Falta echarle valor, nada más.

—¿Qué ocurre?, ¿qué sucede aquí?, ¡cuánto ruido!

—Es el concurso de las misses, papá —respondió Laura.

—¡Ah!

El oporto se bebe a sorbos cortos, con cierta placidez. «Es curioso, ¿verdad?, buscar la más guapa, no deja de tener gracia». El torero play-boy se deja querer. Firma un autógrafo. Cuando anochezca le contará a la miss de Atenas que tiene el cuerpo cosido a cornadas, que un miura (¿qué dice usted?) de poco le rompe el femoral… «Yo no sé si usted está de acuerdo conmigo, pero creo que sí, la labor de los intelectuales en nuestro mundo es de una gran responsabilidad, porque el orden, aunque tenga que ser impuesto desde arriba, necesita de su concurso, ¿lo comprende?».

El botones se acerca. Lleva la concupiscencia metida hasta el tuétano. Las rodillas de la italiana son como dos albaricoques rellenos de agua dulce y cálida. El padre de Laura le entregó una nota. Una conferencia con París.

—Lo había olvidado —consultó su reloj—, es una cosa urgente.

El muchacho se va con la nota y la propina (con la que caiga por la noche se puede comprar, a ver, a ver… cuatro o cinco revistas…) y cruza, con cierto aire fingido de monaguillo con disfraz, el tumulto apasionante del hall. Los chispazos de los flash relampaguean en el cielo de estuco, cuajado de oro, de lámparas de araña.

—No sé si podré comer contigo, Laura, y con usted, por supuesto.

—Por favor —insinué falsamente.

—La conferencia, la maldita conferencia —murmuró él.

—No tiene por qué preocuparse, yo les dejo.

—¡Por Dios!, no faltaba más.

Laura abrió sus hermosos ojos. Parecían suplicantes. Hubiera dado todo el oro del mundo por anular la conferencia con París, porque su padre se dejara de negocios y comiera —siquiera una vez al año— con ella.

Comprendí el momento. Me levanté.

—Estoy seguro que tienen muchas cosas que contarse, les dejo.

Seguramente hice mal. No lo sé. Pero me cansaba la conversación. A fin de cuentas Laura es-era su hija. Yo soy un intruso. Respiro. Respiro fuerte. Los pulmones se me llenan de aire nuevo. Los buscadores de autógrafos se arraciman sobre la puerta, los pensamientos, ¡siempre la maldita imaginación!, se posan con rabiosa desesperación sobre las piernas de una miss, sobre los senos de otra, sobre los labios de una chica de Oslo. ¡Qué maravilla de pueblo! Marquina tenía razón. «España y yo somos así, señora…»

—¡Sacha!

Estaba bebido. De todas formas le invité a una copa. Me contó que había recibido un recado de Marta, pero que Marta no le gusta. ¡Una pena! Marta sufrirá mucho con esta decepción.

—Una vez, bueno, ¿comprendes?, pero más no, es una square.

Le dije que sí, que bueno.

—El vino es mejor que las mujeres, mucho mejor, ¿no es verdad esto que digo?

Caminamos despacio por las callejas. Llevaba una guitarra al hombro. Me limité a preguntarle por el canario de Mariette. Y por Mariette, claro.

—La vida es una mierda —rezongó.

Y comprendí que era una buena hora para llegarme hasta el restaurante de Guillermo. Comí tranquilo, despacio. Luego repasé la Prensa, algunos periódicos nacionales, Le Monde… ¡No tenía ganas de leer! Hice tiempo hasta que abrieran Nicola’s.

Aparqué el coche, con dificultad, sobre la acera.

Sus ojos eran, efectivamente, muy negros, hermosos.

—Le pido perdón por lo del otro día.

—¿Ahora me llamas de usted?

—Bueno, de tú, es igual. ¿Me perdonas?

—No hay nada que perdonar.

—Pensé que ya no volverías por aquí, estaba borracha, ¿sabes?, a veces las cosas no salen del todo bien, es eso. Ahora cuéntame tú, ¿qué haces?

—Ahora estoy contigo, hace unos días estaba con tu padre, está visto que tu familia me tira…

—Tiene gracia.

—¿Qué quieres beber?

—Nada, no me apetece nada.

—Bebe algo, haz gasto, mujer.

La Maca sonrió. Miró a su alrededor.

—Es pronto, si quieres damos una vuelta.

Era otra mujer. Dócil, tranquila. A la luz del día advertí que había sido una chica muy guapa y que ahora, todavía joven, mantenía la mayor parte de sus encantos.

—Yo tengo todo el tiempo libre, pero ¿tú?

—No hay que preocuparse, de vez en cuando puedo permitirme el lujo de hacer lo que me dé la gana.

—¿Como ahora?

—Sí.

—Tu padre es un buen tipo —dije, mientras doblábamos hacia Can Pastilla.

—Es un pobre viejo.

—Cuando se enteró que venía a Mallorca quiso que te buscara, por eso estoy aquí.

—¿A mí?, ¿y qué le importo yo?

—No lo sé, pero algo sí que le debes importar.

—Es una tontería, niño. No le importo nada, ya nos ha explotado bastante.

—¿De verdad no quieres volver, Maca?

—¿Volver?, ¡vaya tontería que dices!, pensaba que eras más inteligente…

—Gracias.

—No es eso, quiero decir que volver ¿para qué?, para darle todo el dinero que tengo, ¡no, niño, de ninguna manera! Con ésas, no.

Metí el coche por un camino malo, de tierra y arena que se acercaba al mar. Nos bajamos.

—Tienes allí a tu hija, Maca —me sentía súbitamente tierno.

—Eso es otra cosa…

—¿Entonces?

—Ni por esas; ahora vivo, respiro, ¿te das cuenta?, el viejo es un guarro, lo ha sido siempre, mira —se detuvo y me sujetó por el brazo—, una vez, hace años, nos dejó a todos y se largó a Barcelona, allí estuvo enchufado con una tía de la calle de las Tapias, lo sé bien, luego cuando lo dejaron a él, se volvió al pueblo…

—Las cosas deben irle bien —fingí.

—¡Vaya gracia que tienes, niño!, ¿le van bien?, claro, sigue siendo el mismo chulo de siempre, pero con más años encima.

Era un agradable atardecer.

—Tu padre cree que estás en el extranjero, que vives a lo grande, que eres una gran señora.

—¿Y no lo soy? —se rió con fuerza.

—Sí, claro, lo eres, lo puedes ser.

—¿Entonces? Mi vida no ha sido fácil, ¿sabes?, estuve en Barcelona, en la Costa Brava, me metí en una compañía de revistas, luego me sacó un tipo, un viejo estupendo, me puso un piso y no pedía casi nada a cambio. Se murió. Se mueren siempre los buenos, ¿a que sí, niño? Pues eso…

—¿Y las postales?

—Eso es para que mi madre no sufra demasiado y para la niña, para cuando sea mayor…

—Pues el viejo es el más encandilado con el asunto.

—Se puede ir a la puñetera mierda —recogió del suelo un canto del color de los cielos grises, lo echó al mar—, si me llega a vivir el tipo aquel, todo habría sido distinto, pero la mujer me puso un pleito y tuve que dejar el piso y todo, volví a la compañía de revistas, estuve en un club de la carretera de Sarriá, ¿conoces aquello?, está bien, estuvieron a punto de liarme con una cosa de trata de blancas, a una amiga mía la llevaron engañada a Tánger, no he sabido nada más de ella…

El sol, en el horizonte, era una hermosa naranja a medio pelar. Intenté mirarlo fijamente.

—… en eso tuve suerte, claro que la tuve, si no, ¡al palme!, estaría yo buena ahora. Dejé Barcelona y vine a Palma; no creas que no lo sentí, aquello es muy bonito, ¡lindo, lindo!, y tenía buenos amigos y buenos clientes. En Palma al principio lo pasé mal, pero ya estoy acostumbrada, cogí un apartamento con Luisa, una amiga mía que ha sido doble de cine, es muy guapa, te la presentaré, niño, y me eché un novio, ¡no un chulo, cuidado!, un novio. Gano dinero, aquí se vive bien y hace buen tiempo, ¡ya sabes, a los del sur!

Su risa era un escándalo en aquella soledad de arenales y silencio.

—Pienso —empecé a hablar— que ya he cumplido con traerte noticias de la familia.

—¿Y la niña?

—Es una chiquilla guapa, te lo aseguro.

—Eso dicen, la perdí de vista cuando ella tenía un año, pero no podía estar allí…

—Cayetano dice que ahora las cosas han cambiado, yo también creo esto, tu padre…

—Para él no cambian nunca, él vive bien, ¡lo odio!, ¿entiendes?

—Puedes pensar lo que quieras, sois padre e hija, yo estoy al margen.

—Pero te agradezco que hayas venido; aquí no viene nadie con buenas intenciones, ya sabes, a meterte mano todo el mundo, pero, ¡cuidado!, que una es fina, ¿comprendes, niño?

Se agarró del brazo. Miré el reloj.

—Es tarde, ¿no?

—Hoy no tengo prisa, mi novio está en Ibiza.

—¿En Ibiza?

—Negocios —murmuró.

Regresamos al coche. En un chiringuito cerca de la playa tomamos unas cervezas y gambas.

—He pasado una tarde estupenda —dijo la Maca.

—¿De veras? —yo sonreía con escepticismo.

—De verdad, niño, ¿o que te crees que yo ando haciendo remilgos?, nos tenemos que ver más, te presentaré a Luisa, es una chiquilla estupenda, fue doble de cine, ¿sabes?

Bebió el sorbo final de la cerveza. Me miró.

—Y tú, ¿qué haces?

—Estoy de vacaciones.

—Entonces, pásate por el club, hombre, si no tienes nada que hacer; en el fondo quiero que me hables de mi tierra, ¡hace tanto tiempo que me marché de allí!

Es la movilización del grupo social. Técnicamente esto es así. Lo que ocurre es que los factores humanos y, por supuesto, emocionales, basculan fuertemente sobre los núcleos del grupo. Científicamente esto no sirve.

—Cuando quieras —dije.

La dejé en la puerta de Nicola’s. Me dio un beso.

—Vuelve, ¿eh?

—De acuerdo.

Pasé por el hotel del padre de Laura. Tenía una nota escrita con la letra de la propia Laura. Me citaban a cenar en un restaurante elegante. Pedí papel al conserje y dejé el recado de que no me encontraba demasiado bien, pedí disculpas y me marché. El botones de la concupiscencia encabritada ya había salido de servicio. No había misses en el hall. Estarían descansando, para prepararse mejor con el fin de estar frescas, lozanas, fáciles y posibles en las magnas jornadas que se avecinaban. El torero, que quizá no lo era, estaría ya preparándose sus cicatrices. Eso siempre impresiona en la cama.

Manolo me despertó. Eran cerca de las doce del mediodía.

—Te vas a volver durmiente profesional —dijo zarandeándome.

La luz entraba a gritos en la habitación. Pero el cielo amenazaba con tormenta. Se lo dije a Manolo.

—A la vieja de la limpieza le duelen las varices; tendrás razón, lloverá.

—¿Cómo va todo?

—¿Qué es todo?, ¿el trabajo?; bueno, a medias.

—¿Y Sara?

—Se comporta —nos reímos—. Ya me explicarás dónde te metes.

—Ayer estuve con el padre de Laura, luego comí en Palma…

—Progresamos, ¿eh?

—No digas cosas raras, chico.

La ducha me despabiló.

—Si quieres, comeremos juntos —propuse.

—Bueno.

—Si te deja Sara, por supuesto.

—Eres un coñón, Mario.

—Pero yo te encuentro de buen humor, eso está bien.

—¿Humor? Pero tú sigues sin contarme dónde has estado.

—Ya te lo he dicho, con el padre de Laura, luego di una vuelta.

Manolo estaba consultando unos libros. Apenas sin mirarme:

—¿Dónde comemos?

—Es lo mismo.

—Como siempre, habrá que ir a Palma.

Llamé por teléfono a Laura. Estaba en la ciudad con su padre.

—Creo que hay fiesta por ahí, andan eligiendo a la miss de Europa o yo que sé.

—Sí, ayer las vi.

—Dice Fernando que tiene conquistada a una.

—Mejor para él —respondí.

Es una grata sorpresa. El torero, que no lo es; el periodista que busca la exclusiva; el jefe de relaciones públicas; el millonario que habla cinco idiomas, todos ellos van a tener un contrincante en Fernando, el espigado y decidido Fernando. ¡Vaya lío! El botones puede seguir con sus masturbaciones mentales. Son las peores, claro. El país está lleno de esto. Una verdadera pena.

—¿Nos vamos?

—Cuando quieras.

No llegamos a Palma. Hacía calor. Comimos en Illetas, al borde del mar, sobre una terraza desde donde se contemplaba toda la bahía.

—Sara dice que no te ve.

—No me llama —respondí sonriendo.

—Esta noche dice que vayamos sin falta a cenar, tú verás.

—Tendré que examinar mi agenda —nos reímos.

—Como quieras.

—En cualquier caso creo que hemos invertido los papeles. Ahora estás dentro del círculo, Manolo.

—Cualquier día lo mando todo al cuerno.

—¿Tan pronto?

—Tú no das golpe, Mario, pero yo sí.

—Es cierto, tengo que trabajar —dije convencido—, esta tarde la voy a dedicar a fichar unos libros; tengo algunas notas que tomar además.

—¿Vas adelantando?

—Yo creo que el trabajo va a tener que esperar más tiempo del que quieren los americanos esos.

—Está claro que tienes muchas ocupaciones —dijo guasón Manolo.

Volvimos pronto a casa. Antes de que el calor se echara encima. Manolo se metió en la habitación que hacía de estudio. Yo salí a la pequeña terraza con una botella de agua tónica y mis libros. Trabajé hasta las ocho. La mujer de la limpieza, a la que las varices le habían jugado una mala pasada meteorológica, vino a decirnos que Sara nos esperaba. Volví a ducharme y seguí trabajando hasta las diez de la noche.

—Te lo has tomado con demasiado entusiasmo; si vamos a ir, ya puedes darte prisa.

—Estamos a un paso, Manolo.

—Pero habrá que vestirse, ¿no? Esta gente, como dice Silverio, tiene clase.

—Ya te he dicho antes que se han cambiado los papeles, ahora eres tú el que vives totalmente prisionero dentro del círculo.

—¡Ah!, muy gracioso, ¿tú no?

—Quizá sí —encendí un cigarrillo—, seguro que sí.

—¿Entonces?

—Tienes razón, y en paz. Vamos a vestirnos.

Cenamos en casa de Sara. Lo primero que percibí fue el aroma intenso de su perfume y el chal azul turquesa. Y en seguida comenzó a pedirme explicaciones de la tardanza de ir a su casa.

—¿Tan mal te tratamos aquí?

—No es eso, Sara, es que tengo trabajo, ¿comprendes?

—Eres un intelectual, ya lo dice Laura.

—Por cierto, ¿dónde está?

—En Palma con su padre.

Fingí no saber nada. Marta estaba tomándose un martini y discutía con Iñaki. Silvia se empeñaba en explicarme arqueología pre-colombina. Una pesadez. A la chilena la encontré más guapa. Silverio me llevó a un rincón.

—Mi amigo, cada día estás más desconocido, ese buen aspecto que tenéis vos es el que quisiera tener yo.

—Lo tienes excelente, Silver.

—¡Bah!, tonterías; me siento más viejo, y son éstas, éstas —señalaba a la chilena y a Silvia— las que me hacen viejo.

Empezamos a cenar a las once. A la una todavía Marta seguía discutiendo con Iñaki, con la diferencia de que en esas dos horas el alcohol era ya una parte integrante del cuerpo, de las vísceras, del cerebro de Marta.

—Creo que tenemos que ir a tomar una copa por ahí —dijo enérgico Silverio.

—Naturalmente —corroboró solemne Sara.

Maldita las ganas que yo tenía de nada. Sobre todo sin la presencia de Laura. Pero me empujaba el medio circundante,

—Fernando me ha dicho que mañana estamos invitados a la gala de las misses; será estupendo —la voz de la chilena era un puro cascabel.

Nos acostamos a las tres. No hay manera de hacer nada así. Se lo dije a Manolo. Pero no me respondió.