—ERES UNA CHICA muy bonita —empecé diciéndole.
Y ella me miró de soslayo, sin dar demasiada importancia a mis palabras. La observaba fijamente sentada en el taburete aéreo forrado de tapicería color violeta. Estaba a mi lado. Había una penumbra casi deliciosa, porque fuera en la calle el calor era asfixiante. Efectivamente es una chica guapa. Al insistir en mi mirada, ella giró sus ojos negros hacia mí. Me observó con cierto detenimiento, los labios prietos y el reflejo de una luz dorándole el rostro.
—¿Es un cumplido?
—Bueno, quizá.
—¿Me invitas a una copa?
Nos sirvieron dos combinaciones. Ella encendió un cigarrillo.
—Imaginé que podías ser guapa, pero de verdad lo eres.
—¡Ah, sí! —y su sonrisa era un eco casi permanente—. Eres muy galante.
—No lo creas.
—No lo parece, niño.
Era un local estrecho, alargado. Al final se abría en forma de ELE. Bebí un trago y me pasé el envés de la mano por el rostro para secarme el sudor.
—¿Sabes que tu padre te está buscando?
—¿Mi padre?, que le den dos duros.
—No le irían mal —trataba de seguir la corriente a su voz recia, decidida, escéptica y valiente.
—Dime cómo te llamas y puedes invitarme a otra copa.
—Bebes mucho, ¿lo sabes? —miré a mi alrededor—. Es una pena, tu padre se cree que estás en Beyrut por lo menos.
—Eres gracioso, pero deja a mi familia en paz.
Bebía tragos largos, ansiosamente. La voz endurecida de Joan Baez trasegaba el aire del local. Pedí que le sirvieran otra copa. La Maca tenía unos ojos grandes y negros, el rímel abundoso hacía más abrumadora su mirada. Sus piernas eran duras, el talle ligeramente ancho y el arranque de sus senos anunciaba una curva pródiga y firme.
—Oye, Maca —le dije—, te estoy buscando desde hace días y este encuentro ha sido costoso.
Por primera vez noté en ella un gesto de sorpresa.
—¿Maca? ¿Y cómo sabes que me llamo así?
—Sé un poco de tu vida, pero no toda, soy un curioso, ¿entiendes?
—Bueno —su voz no tenía ya la dureza del comienzo—, si es así puedes preguntar, tengo tiempo.
—¿Tiempo?, ¿cuánto?
—¡Psch!, media hora, una hora, no sé, depende de lo que quieras contarme.
—No es éste un lugar muy apropiado para hablar despacio —eché una ojeada a mi alrededor—, pero algo es algo, por fin di contigo.
—Los clientes vienen más tarde, tenemos americanos ahora —hablaba distraídamente—, es un buen negocio, ¿sabes?
—Puedes tomarte otra combinación más. El agua no te hará daño —le sonreí.
—Eres muy listo, empiezas a darme miedo.
—No, lo que ocurre es que quizá no quieres que te hable de tus cosas.
—¿Mis cosas? Ya las ves, la barra, el whisky, todo esto…
—¿Todo?
—Mi novio.
—¡Ah!
Me arrimé sobre el mostrador. Era liso, brillante, en cierto modo parecía un espejo donde miles de vidas se acurrucan a diario. Todo un receptor de penas y silencios, de alegrías y lágrimas, de vino y de rosas. La Maca cruzó sus piernas.
—Entonces, ¿me estabas buscando?
—Digamos que quería conocerte, tu padre me ha hablado mucho de ti, está preocupado.
—Nunca se interesó demasiado por mí, y no me gusta que me mientan.
—Tú dices más mentiras al día que el pobre Cayetano en un año.
—No importa. Mi padre se puede ir a la mierda.
—Quiere saber cosas de ti, quisiera tenerte a su lado, las cosas le van bien.
—¿Bien? ¿Ahora a qué se dedica? Sigue chuleando, ¡no!, es ya muy viejo. Los únicos chulos que triunfan son los jóvenes, tienen reaños para eso. Mi padre ya no está para trotes.
Su risa era bronca; inmensa, cuajada de dureza, de rencor, de una ingenua y soterrada nostalgia.
—Una mierda, eso es mi padre.
La Maca se desahogaba. Un camarero le hizo una seña.
—No importa, déjame en paz, éste es un amigo, estoy harta, harta… —volvió su mirada hacia mí—. ¿Lo has oído bien?, mi padre es una mierda, estoy segura de que cree que soy una puta, pues sí, soy una puta, ¡y qué!, ¿quién tiene la culpa?, él, solamente él…
—No te excites…
—Dame otra copa, Luis; ¡no!, si no me excito, si el mundo me importa una vaina, eso, una maldita vaina.
Luis, el camarero, movió la cabeza ligeramente. Yo lo observaba.
—Si quieres, hablaremos otro día.
—¿Otro día?, ¿es que tú, niño, crees que hay muchos días en la vida? Mentira.
—Realmente ya he conseguido encontrarte, tendremos tiempo de hablar —miré a mi alrededor—, creo que tienes trabajo.
—Al diablo todo, mi novio vendrá en seguida, te lo presentaré, pero no me hables de mi padre —bebió con avaricia el final de la copa—, y tú, ¿quién eres?
—Digamos que un amigo de tu padre, por ejemplo.
—¡Malo! Mi padre no tiene amigos, tiene compadres tan cabritos como él, y tú —fijó su vista en la mía— pareces un tío sano, ya no quedan, ¿lo oyes?, no los hay, vale la pena ser un tío así.
Pagué la cuenta. El camarero y el jefe me miraron con un aire de agradecimiento.
—No te vayas.
—Charlaremos despacio otro día, ahora no…
Los ojos de la Maca estaban enrojecidos. Las combinaciones aquellas habían rebasado su inagotable pozo diario.
—No te marches, puedo acostarme contigo esta noche, gratis.
—Es una oferta muy interesante —murmuré sonriendo—, pero estás cansada, no es bueno ir a la cama con ese agotamiento.
—Mi novio es comprensivo.
Echó sus brazos a mi cuello. Su aliento era alcohólico, pesado. Me deshice suavemente de ella.
—Vendré a verte cualquier tarde, ¿de acuerdo?
Apoyó el codo sobre el mostrador brillante. No respondió.
En la calle noté la proximidad de la tormenta. Pensé en Sacha, que me había conseguido la dirección de la Maca. No sabía si darle las gracias o no. En cualquier caso ya sabía dónde estaba. ¡Pobre Maca! Borracha, obligada a servir sin entusiasmo los siempre impetuosos entusiasmos de los marines, de los enamorados sin suerte, de los viajantes de comercio, de los ricos que deambulan silenciosamente y prueban la suerte del amor seguro. Bueno. Iba a llover en seguida. Me lo dijo mi codo derecho.
Cuando llegué a casa el aguacero había encharcado el suelo. Manolo se disponía a salir.
—Vuelves pronto —me dijo.
—¿Te marchas?
—Silverio quiere que le acompañe a un restaurante típico, dice que me gustará. ¿Vienes?
—Estoy cansado.
La lluvia es un sedante. Tamborileaba el agua sobre los cristales, y luego formaba un reguerillo en la vertical del muro exterior. Las ideas se aclaran un poco. Sopla una brisa distinta, la cabeza se despeja, los demonios huyen, los músculos cobran una suave lucidez rítmica. Me tumbé en el sillón con un libro entre las manos.
—Creo que ayer estuviste con una puta.
Lo miré despacio. Me sequé las manos de tierra y sonreí.
—Te han dado las señas bastante mal —dije.
—Aún no sabes si te vi yo o me lo han dicho —respondió Fernando.
Me levanté de un salto. Encendí un cigarrillo.
—No creo —dije— que tú vayas a sitios donde una mujer cuesta mil pesetas o quizá más.
—¿Por qué?, ¿crees acaso que no las tengo?
—¡Oh, no!, no se trata de eso. Tú obtienes las mujeres con entera facilidad.
La lluvia de la noche anterior había deteriorado un poco el sumidero del jardín. Mientras llegaba el fontanero, decidí meterme a arreglar aquello, haciendo caso de lo que mandaba Gandhi y Lanza del Vasto, cuyos libros sabía de memoria. Recogí la manguera que dormía sobre el césped y la arrastré unos cinco metros. «¡Ya está!» repetí mentalmente.
—Bueno, dime, Fernando, ¿cómo te enteraste?
—¡La vida!, en el club había un amigo mío.
—¿De los que pagan?
—Pareces ofendido, Mario, no te pongas así.
—No trato de ponerme de ninguna manera, lo que sucede es que hoy tienes aire de investigador, ¿te das cuenta?, me sorprendes en el jardín tranquilamente y empiezas a interrogar. Normalmente los policías empiezan así, por tranquilos jardineros.
Reí. Y Fernando, sorprendido al principio, me acompañó en su risa.
—Te voy a sacar de dudas. Se trata de una buena chica…
—A la que quieres sacar del negocio.
—No. Realmente a quienes me gustaría que se quitaran de ciertos negocios es a otros.
No dijo nada. Marta gritó.
—Pero, ¿qué pasa?, ¿es que nadie se acuerda de mí?
Volvimos la vista al mismo tiempo (Fernando y yo) hasta la terraza. El pañuelo azul que Marta llevaba sujetándole el cabello flotaba en el aire.
—Hace el mismo calor que si no hubiese llovido.
—Es cierto. El agua se la chupa la tierra en un instante. Pero bueno, peor lo pasan otros.
—¿Te refieres a la puta de ayer?
—Mira, Fernando, no me entusiasma demasiado que hables así de la gente, aunque sepas de verdad que son lo que son. ¡En el cuerpo y la conciencia, allá cada cual!
—Estás muy filósofo esta mañana.
—No lo creas, estoy intentando arreglar el sumidero.
Marta volvió a gritar.
—¡Pareja de tontos!, ¿qué os pasa?
La tranquilicé.
—Ahora vamos, ¡es Fernando que se ha vuelto detective!
—Mario alterna con gente baja, ¿lo sabías, Marta?
Pero Marta no oía realmente lo que decíamos. O sea que siguió allí, en lo alto, apoyada en el pretil de la terraza, sobre la rugosidad del cemento blanqueado.
—Te repito que me perdones si te he ofendido…
—No sean tonto, muchacho. Si quieres saber más detalles de por qué estaba en el Nicola’s ayer por la tarde, hablamos luego tranquilamente; o cuando quieras. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
El cielo, tras la tormenta de ayer, se mantenía brumoso, azul-leche, bajo. Los olores eran más intensos. La tierra despedía una humedad penetrante y agradable. Fernando fue al encuentro de Marta. Yo estaba lleno de barro y en cuclillas sobre el sumidero. Decidí continuar con aquel insólito trabajo. A través de los cristales de la habitación veía en el sofá a Manolo discutiendo con cierto calor con Sara. Hablarían del proyecto, de las ideas arquitectónicas de mi amigo, ¡qué sé yo! Hice una operación de limpieza de hojarasca. El agua sucia salía a borbotones, en forma de espasmos, del sumidero. Sara hizo una seña. La vi avanzar hasta el ventanal que daba al lugar del jardín.
—¿Qué haces ahí?
—Nada. Me distraigo.
—Ya vendrán los fontaneros.
—Mientras tanto arreglo lo que puedo.
—Te vas a cansar estúpidamente.
—¿Has leído a Gandhi? Habla del trabajo corporal del hombre.
—Gandhi, Gandhi, siempre tienes alguna broma para los que no sabemos tanto como tú.
—Eso es ridículo, Sara, tú eres una mujer cultivada.
—Entonces, ¿vienes a convencer a Manolo?
—¿De qué?
—Se empeña en suprimir un piso, tú puedes hacerle cambiar de opinión.
—Ya te dije al comienzo de todo esto que Manolo es un tozudo, sabe mucho, pero tiene la cabeza de hierro. Me quedo con esto —y señalé el jardín hollado y revuelto por las plantas de mis pies.
—Luego nos vemos, chao.
Los gritos de Marta me hicieron retroceder levemente. Venía hacia mí corriendo con los shorts color azul celeste y una blusa recogida de tal forma que dejaba al aire su ombligo y la piel del estómago suavemente tostada.
—¿Tú sabes?, aquí estamos todos locos.
—Cuéntame.
—Iñaki, Fernando y Silvia que quieren embarcarse.
—¿Ahora? —consulté mi reloj. Eran las siete de la tarde.
—Bueno, tampoco es nada raro.
—¿Qué no? ¿Y yo qué hago?
—Si quieres, ayúdame, me he empeñado en limpiar todo esto.
—Salir al mar ahora es una tontería, digan lo que digan.
—Déjalos, ¿qué más te da?
—El panorama es encantador. Esa pareja metidos con el proyecto ese, Fernando, Iñaki y Silverio en el mar, tú con esta profesión que te has inventado…
—¿Y Laura?
—Leyendo.
—Está bien.
—¿Bien? La tormenta de ayer os ha vuelto locos a todos, ¿es que no tenéis ganas de divertiros?
—No me he parado a pensarlo, quizá sí.
—Entonces, ¿lo preparo?
—¿Qué es lo que tienes que preparar?
—Una salida, ¿nos marchamos?
Dejé el pesado azadón en el suelo. El sumidero había dejado de rezumar. Estaba satisfecho. El sol calentaba muy débilmente.
—Escucha, Marta, ¿por qué no te apetece salir al mar?
—Porque es una locura y yo no estoy loca.
—Quizá tengas razón. Pero mira cómo estoy, tengo que vestirme.
—Eso lo arreglas en un momento, el maldito jardín ya lo tienes limpio.
Contemplé el atardecer. Encendimos un cigarrillo.
—Tú lo que quieres es meterme en juerga —nos reíamos—, y lo malo es que siempre consigues lo que quieres.
—Dile a Manolo que se venga, estando Sara delante no me atrevo, me carga la vieja esa.
—La cosa es revolucionar a todo el mundo, Marta.
—Si se lo digo a Laura vendrá y si ella se anima, tú…
—¿Qué quieres decir?
—Ya me entiendes —se acercó y me dio un beso en la mejilla— el roce de sus senos en mi tórax desnudo producía una agradable sensación.
Mientras me duchaba pensé en la Maca. En el viejo Cayetano, en la niña que se pudre al sol agosteño, horroroso, salino. Cuando salí al camino buscando el asfalto de la carretera, Laura y Marta ya estaban esperándome.
—Manolo no viene. Tiene trabajo —dije.
—Peor para él.
—¿Dónde vamos? —preguntó Laura mientras me sujetaba fuertemente la mano.
—No sé, ésta —y señalé a Marta— que lo revoluciona todo.
—¡Qué maravillosa es la vida!
—Venga, Marta, decide.
—¡Ah, yo no! Eso los hombres.
Estuvimos bebiendo unas copas en un bar de Palma. Luego propuse cenar en un restaurante cerca del puerto, a cuyo dueño, un catalán de Granollers, conocía bien. Había hecho la mili con mi cuñado en artillería. Cuando me vio llegar sonrió alegremente y me confió al oído:
—¡Vaya compañía!
—Dos buenas amigas, nada más.
—Pues ¿sabes una cosa?, aquí abajo, en la bodega, muchas veces, si hay plan, tengo un local magnífico; ayer estuvimos hasta el amanecer.
—Danos algo para refrescar, no sé, algo, lo que quieras.
—Paga la casa.
Al fondo, bajo el cielo, una fuente luminosa era un hermoso reclamo para comer al aire libre.
—¿Dónde quieres la mesa, Mario?
—Allí —y le señalé el patio.
—Diez minutos y todo está arreglado, y ahora dime, ¿dónde te has metido?
—En ningún sitio, chico, no hago nada. Se me pasan los días volando. Yo no sé.
—Me escribió Andrés diciéndome que estabas en Málaga o por ahí haciendo un trabajo y yo me dije, sí, sí, en Málaga y trabajando, si este tío ha venido a Palma y ha comido en casa, ¿eh, te acuerdas? Pero eso fue hace ya bastante, ¿cómo no has vuelto?
—Ya te digo, se me pasan las horas sin sentirlo.
—¡Vaya pillo que estás tú hecho!, y el pobre Andrés allá metido.
—Eso es cosa suya, le gustan las ciudades pequeñas y lo peor es que ha contagiado a mi hermana, que no era así.
—Oye, ¿y la chica que buscabas?
—Bien. La encontré.
—Lo que digo, eres un pillo —miró al mostrador—, ¡eh, tú!, sirve, ¿entonces todo arreglado?
—No pienses mal, Guillermo. Al padre de la chica lo conocí en Málaga, es un pobre viejo, tenía un recado para ella, nada más.
—Bueno, bueno —y su risa llenó de sonoros ecos todo el local.
—Por cierto, estuve con Mirto…
—¿Te sirvió de algo?
—Puso voluntad y me atendió bien, pero se limitó a decirme dónde encontraría tabaco, drogas, todo eso…
—¡Hombre!, estas cosas ya sé yo dónde están, no hace falta que te lo diga Mirto.
Llegaron Marta y Laura.
—¿Pero dónde estabais?
—Comprando revistas —contestaron al mismo tiempo.
Hice las presentaciones. Guillermo me anunció al poco tiempo que la mesa estaba servida.
—Me vas a perdonar, pero ahora tengo trabajo, luego os atiendo, ya sabes, el café corre de mi cuenta.
—De acuerdo, de acuerdo —repetí.
El agua de la fuente sube en vertical, tiesa y compacta. Luego cae en forma de cascada y toma un color rosado por culpa de unas bombillas situadas estratégicamente en la parte baja, junto al friso de piedra. Guillermo da de comer bien y no demasiado caro.
—Y luego, ¿dónde iremos?
—Tranquila, Marta, todavía no hemos terminado
Se levantó. Iba a los lavabos. Laura se acercó a mi oído.
—No quiero que vayamos donde estuvimos tú y yo la otra noche, ese lugar es para nosotros solos.
Su voz se quebró al final. Hizo un mohín. Otra vez la frágil Laura delante de mí. Yo afirmé con la cabeza las palabras de ella. La noche se presentía fresca y ligera.
—¿En qué piensas? —preguntó Laura.
La miré despacio. No pensaba en nada. Se lo dije. Laura me cogió la mano. Se la apreté. Sus ojos eran dos bolas hermosas, vigilantes, atentas.
—¡Vaya con la pareja, no se os puede dejar solos!
Cenamos despacio. Marta hablaba, hablaba. Contaba chistes, miraba a todos los rincones.
A veces me pregunto qué extraño destino ha hecho que yo esté ahora aquí, entre Laura y Marta, mis dos amigas. Hace dos meses no nos conocíamos. Ahora entre Laura y yo hay algo más que una amistad. Yo no creo en el destino. Pero será verdad que todo está escrito. Vamos a dejarlo. Marta quiere sangría. Pedí una jarra al camarero.
—Acabaremos por los suelos.
—Es lo mismo. Nos moriremos igual.
Es verdad. Nos vamos a morir. Esto es una tontería así de grande, Marta tiene razón en su tontería. La ciudad hierve. No sirvió de nada la tormenta del otro día, el suelo escupe calor, la brisa que viene del mar resulta pegajosa, bajo las axilas tengo un río menudo de sudor que corre en vertical por el antebrazo.
—Anda, Mario, tú que sabes tantas cosas, cuéntame algo de los hippies.
—¿Yo?
—Sí, no te hagas el tonto.
Bebíamos sangría. Tiene un color rosado. En los aguaduchos del Madrid al que llaman castizo, la gente bebe también sangría. Allá, por el puente de los franceses, cerca del club-de-campo. (… Miserables, sucios, melenudos, lujuriosos, gritadores, gamberros, vestidos con prendas de cuero pegajoso, adornados de todas las cruces de hierro que han podido encontrar, subidos sobre las motocicletas Harley-Davidson, estos «ángeles» siembran el pánico por la Highway 101 que separa Los Ángeles de San Francisco…). Es falso. La noche parecía que llegaba fresca y suave y sin embargo, hace bochorno. Le prometí a Guillermo que volvería: «Cuando quieras una juerga me lo dices, aquí abajo, en la cueva tengo yo…». De acuerdo. Me guiñó un ojo. Marta se colgó de mi brazo. Laura apretaba mi mano derecha.
—¿Y ahora?
—Ahora, ¿qué? —dije sin saber por qué lo decía.
—¿Nos vamos a Sóller? —gritó Marta.
—Tú no sabes lo que dices —protestó Laura.
—¡Como si fuéramos unos hippies!
(… las «hazañas» de los hippies constituyen el tema de conversación de las aterrorizadas estrellas que viven casi enclaustradas en un Hollywood todavía más peligroso que el Chicago de Al Capone…). Deambulamos por el paseo de la bahía. Olía bien. El mar es un sedante. Si Madrid tuviera una salida al mar, las páginas de sucesos no estarían tan llenas de pillerías baratas. Yo sabía que Laura quiere estar sola conmigo, pero Marta… Estábamos bien los tres. Es la verdad. Quiero besar a Laura. A Marta no le importa, claro. Un avión planea encendido en el cielo. Las luces rojas constituyen un punto de contacto. Son dos estrellas rojas. Entramos en un bar donde yo sabía que iba a estar Sacha. Me equivoqué. Está Mariette. Sus ojos mantienen una dulce ingravidez, una tibia desgana, una aparatosa serenidad de hielo.
Nos sentamos y bebimos juntos. Marta bailó un par de veces con un tipo alto y desgarbado. Reía, jugaba con los pies.
—Me estoy acordando de las cosas que te conté en Málaga —dijo Laura.
—¿Qué cosas?
—Mi vida, te conté mi vida, ¿no te acuerdas?
—¡Ah, sí!, pero eso es una tontería, quiero decir que siempre te preocupas de lo mismo.
—Tú te ríes, pero es verdad.
—No me río, tonta, ¿por qué iba a hacerlo?
—Me gustaría bañarme ahora, y contigo, ¿a ti no?
—Claro que sí, pero no se lo digas a Marta, que se tira en el mismo puerto.
La miramos. Seguía riendo, saltando. Feliz, ausente, brutalmente llena de vida.
—Mariette, ¿no bebes?
Elevó con cierta solemnidad su vaso de ginebra. Se le escapó por la comisura de los labios una sonrisa que era como el deshielo de los ríos cortos y transparentes. Fina, suave, verdadera, pero triste. Efectivamente, hay sonrisas tristes. El canario de Mariette abrió su pico de pájaro beatnik y sorbió ginebra.
—Lo vas a matar.
Mariette negó suave, lentamente con la cabeza. Le pregunté por Sacha.
—No sé, duerme, le gusta dormir.
Su falda se le escurría más arriba de la mitad del muslo. Marta seguía con el tipo desgarbado. Las luces eran verde-amarillas-rosa-violeta-azules.
—¿Sabéis lo que me ha dicho el tipo ese? —Marta llegó sudorosa hasta la mesa—, dice que quiere acostarse conmigo, ¡tiene gracia!, —respiró dificultosamente—, ¡ah!, un gin-tonic.
Pasé mi brazo por encima de las espaldas de Laura. Mariette sonreía al canario. Marta no dejaba de hablar. Hablábamos. El canario se va a emborrachar. Mariette ha vivido en Oslo, en Cambridge, en París. Pinta. «Si tuviera dinero me compraría una casa en Ibiza, es maravillosa». El tipo desgarbado volvió a por Marta. Marta bebe gin-tonic y ríe. La piel de Laura es suave, parece que se le va a uno de las manos. Es mentira. La tengo yo. Vivimos dentro de un círculo. La línea tangente ha penetrado en el círculo. Ahora rueda, rueda vertiginosamente. La cabeza de Laura cae con suavidad, sencillamente, sobre mi pecho. Marta fuma, habla, ríe. Los grandes ojos de Mariette poseen una grandeza difícil de explicar.
Bailamos toda la noche. Marta nos contagió su alegría. La calle está llena de gente, de hombres y mujeres, de ruido, de broncas, de palabras en inglés y dichas con acento de Copenhague. Un automóvil cruza el aire como una flecha. Nadie grita. Una motocicleta rompe nuestro silencio (el de Laura y el mío) con el trallazo de su tubo de escape. «(… el amor es algo que se siente cuando uno ama cualquier cosa con la misma intensidad con que uno ama a su motocicleta…)». Un hippy, a estas horas está pensando esto, en el Hight-Ashbury de San Francisco.
No sé si es verdad.
No sé, siquiera, si tiene razón.