Capítulo XI

HABÍA SOÑADO toda la noche con el viejo Cayetano.

—Se te ocurre cada cosa, ¡mira que pensar ahora en aquel tipo!

—Freud descifraba los sueños.

—¿Y qué me quieres decir? —preguntó Manolo.

—Nada, que tengo pendiente una cuenta.

—No será la del hotel, estas vacaciones son pagadas, tienes suerte.

El agua de la ducha resbalaba sobre mi cuerpo tostado. Dejé a Manolo trabajando sobre el tablero. A las once había quedado citado con Sara para discutir unos detalles de la obra. Yo sabía que Sara lo que realmente deseaba era marcharse con Manolo todo el día por la costa. Guiñé el ojo a mi amigo.

—¿Tú has soñado con Sara?

—¿Yo? Estás loco.

Marta me mandó un recado. Comeríamos en el campo. Pero yo seguía pensando en el viejo Cayetano y en Maca, su hija.

—¿Irás con ellos?

—Creo que no.

—Me parece mal. Nos han invitado.

—También ayer te invitaron a una fiesta y fuiste tú el que te negaste.

—Me dolía la cabeza.

—Hoy me duele a mí.

Fumamos un cigarrillo, el primero del día. Manolo revisaba su correspondencia. Folletos, revistas técnicas. Se detuvo a la mitad y preguntó:

—¿Y tu trabajo?

—Va bien —respondí secamente.

—Así me gusta, muchacho.

—Te encuentro optimista.

—Bueno, eso va por barrios. Necesito darme un chapuzón en el agua, ¿me corresponde, no?

—Claro —dije mecánicamente.

Las señas que tenía de la Maca no eran muy precisas, y tampoco me interesaba demasiado preguntar sin tener seguridades. O sea que cogí el coche y me fui a la ciudad sin acelerar demasiado mis ideas ni siquiera los planes que iba a seguir. Las pequeñas calas estaban llenas de bañistas, el cielo era todo él azul, y un sol suavemente amarillento iba mandando pródigos mensajes de calor sobre la tierra. Había conocido a un inglés que se titulaba beatnik y que se llamaba Sacha. Traté de localizarlo en su casa. Pero no estaba. Bajé hasta el puerto de pescadores, donde Mirto, un sesentón que había emigrado sucesivamente desde León a Marsella y luego había caído en Palma, se dedicaba a toda clase de trabajos. Oficialmente era pescador. Pero sabía del contrabando y de otras artes casi todas ellas más o menos prohibitivas.

Tomamos una copa en un bar.

—¿Maca, dice usted? El nombre es original pero no me suena.

El viejo fumaba sin respiro. Y bebía a un ritmo parecido también.

—Las cosas se están poniendo difíciles, la comandancia funciona demasiado bien, y claro, el negocio…

—Ya sé que las pistas son pocas, pero tengo que intentarlo.

—Las cosas están mal, primero llenan todo de vicio y luego lo persiguen, eso es de locos, ¿a que sí?

—Sí, claro.

—Primero habría que saber si la chica es puta, y luego si es cara o barata y, bueno, habría que saberlo todo…

El viejo tenía confianza en mí. Me habló de los sitios donde podría encontrar tabaco, drogas, contrabando. Le dije que no me interesaba todo aquello. Insistía en la Maca. El recuerdo de Cayetano y de la chiquilla consumiéndose al sol del desarrollo me preocupaba. Comí en un restaurante céntrico sin acordarme siquiera de la cita de Marta. ¡Al diablo! Estaba a gusto en mi soledad, sin la atosigante presencia de los demás, sin sus conversaciones monocordes, estúpidas. Me faltaba Laura. Debo confesarlo. Pero Laura es una dulce, hermosa, pequeña y frágil veleta. No hay que culparle de nada. Con Laura a mi lado me hubiese sentido verdaderamente feliz. Pero estaba solo y sin embargo acariciaba el placer de aquella soledad. Por un instante, siquiera por uno solo, había salido del círculo. Y podía pasar por un profesor —soy un profesor, dicho con todo el énfasis con que pronuncia mi hermana la palabra—, un investigador, un sociólogo, un tranquilo burgués, un «adjunto», como dicen los bedeles. Estoy de vacaciones. El aire es tibio y oloroso. El sol parece fijo, clavado en el aire blanco de la tarde. Ayer era un cómico, un trotamundos. Ahora me he detenido. El tiempo —Proust sabía mucho de esto— está en mis manos. Quieto, silencioso. Tengo que encontrar a la Maca. Es el eslabón perdido de una sociedad en movimiento. Me siento parcialmente responsable de que ese eslabón ande ajeno a su verdadero núcleo vital. De buenas a primeras un bolsista afamado, un fabricante de camisetas, un consejero de banca, un vago nazi propietario de una cadena de hoteles van y exclaman al ver un borracho pobre, empedernido, degradado y maloliente: «¡Me siento responsable de este tipo! La sociedad lo ha hecho así, y yo soy la sociedad». Es la hora del martini, en el club-de-campo, al atardecer. Se trata de una leve asociación de ideas. Yo ahora me siento responsable de que la Maca haya perdido el nexo de unión que la sujetaba a una sociedad terriblemente pobre, a la que el espejismo del desarrollo —todo según el viejo Cayetano— ha echado en manos de… ¿de quién? ¡Ah, si lo supiera, iría corriendo a darle recuerdos de su padre!

—Otro café, por favor.

La Maca está a mi lado. Pero yo no la encuentro. Yo estoy solo. ¡Qué agradable, qué suave, qué tranquila sensación de alivio! Esto puede ser una tontería, pero me creo en la obligación de hallar a la muchacha. Para quitar la sed es preciso tomarse el café sin azúcar. Los azucarillos tienen un envoltorio blanco, fileteado de azul y unas letras rojas. Pasaban las parejas, los falsos hombres de negocios, los oficinistas que caen por Palma a ver qué pasa. No pasa nada casi nunca. Es un espejismo hispano. Cuando termine, los españoles caminaremos con mayor desenvoltura, con una especial y rítmica espontaneidad. La tarde era espléndida, azul, rosada, blanca. En la boca tenía el sabor amargo del café, pastoso, ligeramente espumoso. Caminan despacio los turistas, las muchachas de falda corta y los pechos brincándoles con una cadenciosa suavidad.

¡Ahí está Sacha!

Nos dimos la mano. Le invité a sentarse en la terraza.

—¿Qué quiere beber?

—Vino —me respondió con una ingenua sonrisa.

—Bueno, pero, ¿a estas horas?

—Vino —insistió con agradable placidez.

A Sacha lo conoció Marta en Santa Ponsa, una mañana en que ella se sentía llena de desdichas, de incomprensiones y de surmenage. Estuvieron juntos en la playa. Iñaki se molestó. Era un buen muchacho, tranquilo, vividor, de mirada clarísima y cabello largo, ligeramente tostado.

—Te estuve buscando esta mañana.

—Qué feliz hace el vino, ¿eh?

A Marta le gustaba esta gente. Sacha llevaba al hombro una mochila raída, calzaba alpargatas y su barba era del color de la zanahoria. Vivía sin rumbo, escéptico, huérfano de codicia (… y el beatnik seguirá su vida errante, afirmando su fe en la naturaleza y en el hombre, no contaminados por la sociedad de los squares, esos seres a los que desprecia, esos seres de mente cuadriculada…). El cielo se teñía de rojo. Sacha contempló el infinito y murmuró:

—La vida es una mierda.

Luego giró sus ojos claros hacia mí, y preguntó:

—¿Se dice así?

—Bueno, más o menos.

Y afirmó con la cabeza, mientras sostenía la copa granate entre sus manos enormes y huesudas. Acababa de llegar de Ibiza. No sabe cuánto tiempo estará aquí. Cualquier día desaparece. Si no fuera por la vigilancia que Iñaki ejerce (el dinero, la avioneta y la posición también son frenos), Marta se marcharía con Sacha. Pero esta vida es, en cierto modo, un tanto dura.

—Ayer conocer chica española hermosa —respiró suavemente—, yo matarla…

—¿Tú? —me lo quedé mirando.

—Yo decirle que no hago el amor con squares.

Solté una carcajada.

—¡Ah!, bueno.

—Le maté su amor, ¿no se dice así?

—De acuerdo, Sacha.

—Su amor es falso, no me sirve, a mí me sirve el vino, ¿es bueno el vino?

Sobre la altura verde de los árboles las luces del atardecer plateaban la dermis de las lejanas hojas. Marta es una square. Pero Sacha y Marta no se despreciaron la mañana aquella que se encontraron en la playa. Sacha es un tipo listo. Marta vive de flor en flor, de magnolio a rosal, de whisky a wodka, de la risa al llanto, de un lecho a otro. Es una buena muchacha. Iñaki es el freno, la posibilidad.

—Otro café, camarero.

Le hablé a Sacha de la Maca y prometió buscarla. No era momento para entrar en detalles. Sacha miraba con entera placidez, con beatífica sonrisa el horizonte de la ciudad. Poder vivir de esta manera, ser un beatnik, en cierto modo puro, y despreciar a los squares, hollar el mundo con rabia y con asco, despertar la curiosidad y corresponder escupiendo, tranquilizar el alma con un vaso de vino gratuito, gritarle al universo y a las estrellas, dormir sobre los senos de una camarada que dejó universidad y fortuna, afirmar la fe en los árboles y soñar con el sol cegando la vista, y seguir el camino de la búsqueda debe ser, al fin, un hermoso remedio contra la opresiva soledad. ¡Una maravilla! Dean Moriarty, Japhy Ryder, Leo Percepied… Sacha, son personajes mitad verdad y mitad mentira. Han crecido sobre el mundo y marcharon al camino de las manos de Kerouac. Sacha me aseguró que encontraría a la Maca. Le pagué otro vaso de vino. No era una compensación, claro. Era, en cierto modo, un placer contemplar la beatífica satisfacción de Sacha palpando la piel transparente de la copa, en forma de barriga embarazada. Me preguntó por Marta. Y antes de que yo pudiera responderle que estaría en el campo, con sus amigos, con mis amigos, Sacha escupió al suelo y murmuró: «Hacer mal el amor».

Se levantó tranquilamente. Sonrió. Me dijo que yo era su amigo (una excepción, por supuesto, nadie se hace ilusiones) y que me daría noticias de la Maca.

Llegué a casa a las diez de la noche. Sobre la mesita había una nota de Laura: «Estamos en casa de Sara». La fiesta consistía en bañarse en la piscina y cenar al borde del rectángulo de agua. Me duché despacio, comí un bocadillo y puse el tocadiscos. Por la ventana abierta llegaba el olor marino, la brisa pegajosa.

Estuve leyendo un buen rato y luego me puse a tomar notas y a trabajar. El desarraigo del hombre y la desmembración del grupo me tuvo absorbido hasta las dos de la madrugada. Me sentía interesado. El silencio era un buen amigo mío en aquellas horas. A las tres me tumbé casi desnudo sobre la cama. No había regresado Manolo. Y me alegré por él.