CAÍA SOBRE EL MAR una luz viva, nacarada. Nuestra habitación daba a un pequeño bosque de pinos que conducía directamente a la playa. Desde que llegamos a Mallorca Manolo no había dejado de trabajar. «Yo soy un profesional —repetía— y me gusta lo mío». El habitat de Montreal era su obsesión. La arquitectura vertical tiene que desaparecer si queremos que el mundo se haga más humano, aunque pierda en racionalidad. El habitat canadiense lo había conseguido.
—Deberías bañarte.
—No me apetece, tengo en qué pensar.
—Estás completamente blanco.
—Y negro por dentro.
—Tiene gracia.
El habitat busca la formulación de unos principios intermedios. Es probable que se hayan inspirado en los jardines colgantes de Babilonia. El calor adormecía los músculos. Escuecen las axilas. Una gota de sudor se desliza blandamente por el cogote.
—Todavía no me has contado lo que te va a pagar la armenia.
—Yo soy el que trabajo y todavía no me interesa saberlo.
Por el lucernario entraba en la habitación un sol encendido. Al país le pierden estos tipos así, como Manolo. No quieren dinero, están buscando los caminos del mañana. Investigan, luchan, estudian. ¿Y para qué? Cualquier día se sienten nerviosos, se miran al espejo del alma. La vida se consume a su alrededor en un carnaval de mediocridad. Hay que huir. Los otros mandan sus cuadros —un Goya, un Morales, un Greco— al extranjero. Los capitales se volatilizan en medio de una consentida y fácil mediocridad. Pero éstos pierden la vista sobre el laboratorio, encima del papel vegetal de un tablero.
—¿De verdad no sabes cuánto te va a pagar Sara?
—No.
—Tendrás que poner precio, muchacho —le dije y levanté la vista hasta la calma suavemente azul del mar.
Manolo había pedido unas vacaciones, y sus jefes no le debieron entender muy bien, creyeron que se trataba de una aventura amorosa y sonrieron. Seguro que soltaron una risa idiota. El humor de Manolo seguía tan variable como el tiempo que nos había tocado vivir los primeros días. Luego todo cambió y era una delicia bajar descalzo por el camino umbrío de la pinada hasta la cala y el mar. Aquello era una maravilla y uno no sentía demasiado fuerte la tentación de coger el coche y largarse hasta la ciudad.
—¿Quieres tomar algo?
—No.
—Deberías beber, hace bien; bueno, eso dicen al menos los otros.
Ya estábamos todos juntos otra vez. Iñaki-Laura-Marta-Silverio-Sara-Silvia y la chilena. Éramos como una troupe, como el carro de la farsa, como los titiriteros que van de aldea en aldea. Mi cuñado y mi hermana dicen que soy un excelente profesor. Ahora soy un cómico. Esto tiene mucha gracia. Vamos a celebrarlo.
—Yo voy a beber un poco de ginebra con hielo.
—Me revienta.
—¿La ginebra o el hielo?
—Las ganas de beber.
—Es un error, Manolo. Si no bebes viene la deshidratación. Ellos lo saben bien.
—Siempre ellos, ellos… ¡maldita palabra!
—Fuiste tú quien me trajo aquí.
—Por lo menos tengo con quién hablar, alguien que me puede comprender, porque eres del mismo mundo que yo. Pero si sigues así…
—No divagues, tengo sed, eso es todo.
Ellos, ellos, ¿pero quiénes son ellos? Tú-yo-él-nosotros-vosotros… Así está mejor. La tercera persona del plural es la síntesis de las otras cinco. Los cubitos de hielo al llegar a los labios queman la piel. Ayer mataron a una bella muchacha francesa en Ibiza, total a un tiro de piedra de aquí. No es nada divertido que esto suceda, pero Marta asegura que en el fondo resulta emocionante. Se trata de un aliciente. En la Junquera han interceptado quince kilos de heroína. Aseguran que entre el francés de la droga y la bella muchacha francesa muerta en Ibiza hay relación. Para Marta esto es lo más emocionante.
Sonó el teléfono. Era Laura que nos citaba para una fiesta que iba a dar en Palma no sé quién.
—Vete tú si quieres —exclamó Manolo.
Yo dudaba. Se estaba demasiado bien allí, junto al mar, oliendo el aroma fuerte y penetrante de los pinos. «Me estoy haciendo un vago —murmuré—, ya no tengo ganas ni de divertirme.»
—No te preocupes. Yo ceno y me voy a la cama, puedes irte —me animaba Manolo.
En el fondo, mi presencia entre ellos era un poco incómoda. A pesar de Laura y de sus ojos bellísimos de miel blanda. Lo que me ocurría, pienso, es que todavía no me había hecho a aquella vida, y entre ellos y yo el puente era demasiado frágil. Yo soy un observador y es interesante mirar al mundo que te rodea. Aprendes muchas cosas. Lo malo es que Manolo no tenía ganas de meterse en juerga, pensaba quizás en el mundo que le esperaba en América, en la Politécnica. No quería contaminarse, como él decía, con nuestros amigos.
—Nos esperan en Palma —dije distraídamente.
—Yo no voy.
—¿Cenas con Sara? —hice la pregunta sin demasiada convicción de que Manolo me respondiera.
—Tú bromeas siempre.
Bueno. No es cosa para bromear que una muchacha francesa, llamada Annette, haya sido degollada en Santa Eulalia. Nadie sabe si han querido robar en su apartamento, si escondía drogas o si un avisado beatnik ha querido amarla demasiado deprisa. Son cosas que a lo mejor descubre la policía. Todo depende de la gente que haya mezclada en el asunto. Es un detalle.
Abrí la ventana del apartamento. El sol no se rendía ante la evidencia de su muerte próxima. Es un buen momento. La naranja carcomida, débilmente roja, se vence suave, lenta, hermosamente en el horizonte cuajado de azules difusos. Un agotamiento generoso y solemne se advierte en el disco que durante todo el día ha calentado la piel nórdica, meridional de mil hombres, de mil muchachas en flor, de cientos de gentes alegres que no piensan en la muerte ni por casualidad. Y el sol se está muriendo.
La brisa del mar ponía en la boca una agradable pastosidad. Apenas si había circulación por la carretera. Bajo los acantilados el agua tenía una transparencia verde. En la isla hay 98 playas. Noventa y ocho posibilidades para una acuarela. Laura me esperaba en un bar de la bahía. Su rostro y las piernas tenían ya el color tostado del sol y del yodo del mar. Le acompañaba Fernando. Tomamos una cerveza y luego nos fuimos a Illetas. Iñaki, Marta y Silverio estaban allí, en el amplio apartamento de unos amigos suyos extranjeros que yo no conocía. Eso era lo más divertido de aquellos días. La floración, por generación espontánea, de las amistades.
—¿Y Manolo?
—Trabajando.
—A nadie se le ocurre trabajar en verano —exclamó Marta.
—El trabajo dignifica —en el rictus de Silverio había, por supuesto, una ironía bondadosa.
—Te presentaré a esta gente —Laura me tomó de la mano—, son amigos de papá.
—Trabajar, trabajar —la voz de Marta era como un eco fluido que se derrumba poco a poco.
Era buena gente. Pretenciosa, hueca, sencillamente estúpida. Pero una buena gente. Sospeché de pronto que allí se podía aburrir uno con entera facilidad. Desde la terraza el mar quedaba algo alejado. Las luces y el ruido de la carretera se levantaban de frontera, y luego, un poco más allá, la blancura de un club de cuyas tripas salían los primeros o los segundos compases de una música de moda. El coro de voces se levantaba a nuestras espaldas.
—A quien trabaja Dios le ayuda —decía Marta.
—Eso es a quien madruga, boba —corrigió Fernando.
—Da lo mismo.
El whisky, el wodka, la naranjada, la ginebra… Han matado a una muchacha en Santa Eulalia, creo que en la playa de Es Caná. Degollada. A Marta le obsesionaba el suceso. Los demás no han hecho comentarios. Y no deja de ser trascendente que la intrascendente Marta se ocupe de Annette —estudiante, empleada, secretaria o simplemente joven desvirgada francesita de veinte años— natural de Arlés e hija de un pied noir de Orán. «Cuestiones de la política», afirmó con exceso de escepticismo Iñaki. «Lo de siempre, se quisieron acostar con ella», dijo Fernando. «Drogas», dijo…
—Brindaremos por la noche.
—O por la madrugada.
—Es lo mismo. Esto de los brindis siempre me pareció una tontería.
—De acuerdo, it’s a silly thing.
La velada no fue demasiado divertida. Estas cosas suelen advertirse con relativa facilidad y por adelantado. Se habló de barcas a motor, de yates, de Joan Baez, del último Mustang salido a la carretera, de los aviones de seis u ocho plazas. Marta habló de la muchacha degollada. Y el señor de la casa dogmatizó sobre el uso de las drogas. La griffa se extrae de la Cannabis sativa. Iñaki hablaba de los valores. La ONU tiene la culpa. No saben solventar los conflictos internacionales y crean un desequilibrio en las bolsas. El kiffi se logra con el aprovechamiento del cáliz y los ovarios de la planta hembra. París, Londres, Laussane viven a expensas de lo que dicen en la ONU. La «marihuana» se obtiene por procesos alambicados.
Me acerqué hasta Laura.
—Me gustaría dar una vuelta contigo —dije.
—Somos sus invitados.
—Me parece una tontería que eso sea un impedimento.
—No te enfades —murmuró—, son amigos de papá.
—Esto es muy aburrido, Laura.
—Tienes razón…
—¿Entonces?
—Intentaré arreglarlo.
El aire de la calle era calmo. El yodo del mar pegado a las carnes brillantes y hermosas suelta un vapor inconfundible. El olor se mete en las narices y uno se cree, momentáneamente, transportado a un mundo de magia. Las dos, la tres de la madrugada. Los relojes a veces no cuentan. Fugit irreparabile tempus.