Seis de la madrugada

SIGUEN IGUAL DE BRUÑIDOS los baldosines de la habitación. Los sedantes han hecho efecto. La enfermera de las cuatro de la mañana se ha incorporado al piso superior, a «su piso». Le pertenece. Igual que le pertenecen el ruidito del somier, el quejido del enfermo de asma, el del vómito en escopeta, la parapléjica, todo. Nunca se poseen tantas cosas como a la madrugada en un hospital de una gran ciudad, en un piso con treinta camas que son treinta maneras de sufrir, de llorar, de morir.

—¿Se encuentra mejor? —pregunta la voz de la enfermera.

—Sí.

El hombre permanece sentado, junto al armarito de puertas de cristal, donde todas las cosas están esterilizadas y a punto de ser usadas. La enfermera manipula en un mostrador de mosaicos blancos que parece terminar en un lavadero.

—Debería descansar —dice.

—¿Tardarán mucho? —pregunta Mario.

—Quizá, pero usted debe descansar.

Abajo, en la portería llena de sombras, llena de frescor umbrío, el conserje dormita. A ratos lee una novela del Oeste (Jim fue más rápido con el revólver y le metió todo el plomo a su rival… entonces Jim se alejó y…), y a ratos despierta del todo porque en el pequeño transistor suena la voz flamenca de una flamenca del Albaicín. El transistor se lo regaló al portero un tipo que tenía su querida hospitalizada y acudía a visitarla fuera de las horas normales de visita. El conserje llena sus horas turbias con la novela del Oeste, donde Jim acaba de hinchar la barriga del rival con una buena dosis de plomo, el transistor que da noticias incoherentes y música del Albaicín o sevillanas rocieras y su idea fija de que los pluses no le alcanzan, junto al sueldo, naturalmente, para vivir.

En la planta primera, en el interior de la habitación de curas de urgencia o «menos graves», Mario ha pedido un vaso de agua. Entra un camillero para pedir un frasquito de valium. «¿Es que no saben pedírmelo a mí directamente?», pregunta con cierta indignación la enfermera. Pero el camillero sube y baja los hombros, frunce el hocico y abre las palmas de las manos ofreciendo a la vista de todos la piel encallecida quizá de tanto subir y bajar enfermos. «¿Es que no sé para qué está el telefonillo, es que no lo sé, todavía?». La enfermera le da al camillero lo que venía buscando. El camillero sigue frunciendo los labios, insiste en subir y bajar los hombros, dice adiós y gracias. Mario quiere agua fresca, agua fría para mojarse la cara, para desentumecer los músculos faciales duros y correosos. Enormemente tensos.

La enfermera del quinto, que es joven y está de prácticas, entra y le pide una inyección. La otra le riñe dulcemente por no tener una inyección en su piso y luego le cuenta que el camillero ha venido a pedir un frasquito de valium y que ella es alguien todavía y que eso de que el camillero, que es un bruto, dice, venga a por las cosas que le correspondería a ella traer y llevar, pues eso… La joven asiente a todo. Llega hasta ellas el ruido del agua, se intuye el frescor húmedo sobre el rostro de Mario. La joven interroga a su compañera con la mirada celeste de sus ojos.

—Un accidente.

—No sabía…

—Ya lo irás sabiendo ya, no bajan de la docena todas las noches, ya ves, éstos iban seis, derrape, choque con otro que venía de frente y un muerto…

—¿Uno? —el interrogante está lleno de ingenuidad primeriza.

—Bueno y en el quirófano hay tres, otro quizá no dure mucho y éste —señala la puerta que comunica con el lavabo—, éste ha tenido suerte, nada, oye, nada, lo que se dice nada, bueno shock emocional, ya sabes, y un corte en el brazo, yo no sé, san Cristóbal debe de hacer horas extraordinarias, y ahora que hablo de horas, ¿tú cuándo entras otra vez?

—¿Yo?

—Quiero decir que cuándo te toca noche…

La joven de los ojos celestes y deliciosamente ingenuos explica a la enfermera de los varios bienios que ella no tiene noche hasta dentro de dos semanas. La otra le replica que eso no puede ser porque… Las tripas de la burocracia sanitaria saltan al aire mientras la noche permanece quieta, lujosamente silenciosa, y los tilos se mecen con exquisita suavidad, y el conserje lee historias del poderoso Jim, y en el quirófano la vida es un puro juego malabar, y las transfusiones de sangre son arroyos, afluentes de ese río fragilísimo que es la existencia humana.

—Tengo hambre —dice la enfermera mayor.

Y su compañera, tierna todavía, de «prácticas» aún, suspira y mira al hombre. Hace una hora que se comió un melocotón furtivamente, como si fuera un gran pecado que se comete bajo la bóveda negra de la noche.

—¿Cuántos dices que han muerto? —pregunta como un murmullo.

—De momento, uno —hace una pausa—. Coge la inyección y procura que en la próxima guardia no te falten, ¿oyes, bien?

—Sí.

—Tengo apetito.

—Yo tengo sueño.

—Eso pasa al principio, luego te acostumbras, pero al hambre no hay quien se acostumbre…

En recepción dos azafatas escriben sobre la mesa del mostrador. Un cabo y un número de la guardia civil en servicio de carreteras entran en la habitación. Un viento fino, fresco y ladrón les persigue, colándose tras ellos cuando cerraron la puerta.

—Vamos a ver, señoritas —el cabo saca unos papeles y los lee detenidamente.

—El accidente de esta madrugada, ¿no?

—Efectivamente —el número mueve lentamente su cabeza, afirmando, a unos dos metros de distancia de su inmediato superior.

— Pasen por aquí, por favor.

El cabo y el número dan la vuelta por el mostrador. Las azafatas ofrecen un par de sillas, y el jefe de la pareja se quita el pesado casco y lo deja con cierta suavidad en el suelo. Luego sigue repasando sus notas. Suena el telefonillo interior.

—¿Se sabe algo de los accidentados? —pregunta el número.

—Uno ha muerto y otro está completamente ileso.

—¿Y los otros cuatro?

—En el quirófano.

—Bien.

Con un bolígrafo de punta azul, el cabo va anotando los nombres. Ignacio Javier Aguirre. Silverio Polawski. Fernando O’Connor. Mario Aguilar. Marta Grandell. Laura Gómez-Kelly. Los ojos del cabo están enrojecidos. Saca un paquete de celtas y enciende un cigarrillo.

—Perdonen —dice, es negro.

Una de las azafatas sonríe (con la sonrisa del amanecer) y prende un pitillo bisonte.

—El coche ha quedado totalmente destrozado, ¡un desastre!

—¿Tenían documentación? —interroga una de las azafatas.

—La del coche ha desaparecido, la de identidad personal la tienen ustedes, ¿no?

La azafata del cigarrillo bisonte marca un número. Una voz delgada surge al otro lado del teléfono interior. Hablan.

—Ahora traerán todas las cosas. De todas formas, dos de ellos tenían pasaporte extranjero.

—Será difícil encontrar a la familia, ciertamente —el número insiste en mover la cabeza, afirmando.

Huele a desinfectante, a ozonopino.

—Esto de la circulación se está poniendo cada día peor —exclama una de las dos azafatas.

—Lo que no se puede es conducir a estas velocidades —el número frunce los labios, se palpa el pecho—, éstos corrían como diablos, lo dijo un testigo ocular.

—Esto de la velocidad es terrible —murmura la otra azafata que, al tiempo de decir la palabra velocidad, siente un regusto inconfesable correrle por la espina dorsal.

El cabo ha terminado de escribir en su libreta de notas. Levanta la cabeza, chupa el cigarro un par de veces y mira a la azafata.

—¿Y el superviviente?

—Está arriba, en la sala de espera.

—Bien, bien —la mirada del cabo se ha quedado suspendida en el aire—, ¿está en condiciones?

—Lo preguntaré, creo que sí, pero de todas formas es mejor hablar con el médico de guardia.

La azafata da una vuelta al mostrador y cruza el hall de recepción, sube las escaleras con agilidad y se pierde tras la curva del primer rellano. El tic-tac del gran reloj corre por la pared y se multiplica en mil ecos repetidos por toda la habitación. Son las cinco cincuenta y cuatro de la madrugada. Está amaneciendo.

—Señorita —dice el cabo—, voy a llamar al jefe de puesto, con su permiso.

El cabo repite mentalmente los nombres de los accidentados. Se pasa el envés de la mano por el rostro curtido y sin afeitar. Le pican los ojos.

—Dice el médico —la azafata que subió al primer piso regresa y habla con el cabo— que ahora está descansando, esperen un momentito.

—Muy bien, estoy llamando al puesto.

La madrugada se empieza a desangrar lentamente. El horizonte azul-leche se dibuja muy pálidamente al otro lado de los grandes ventanales.