Capítulo IX

DAME otro medio whisky —murmuré.

Y Sonia se levantó del círculo donde hablaba con unos amigos recién llegados de París y fue tras el mostrador a preparar el vaso, los cubitos de hielo, el whisky. Cuando avanzaba hacia mí, dijo:

—Vente, te los presento.

Denegué con una sonrisa y bebí con cierta desgana.

Dijeron que se iban a bañar desnudos en la playa y así sucedió. Iñaki, Marta, Fernando, Laura y otras dos muchachas, que se llamaban Olga y Mabel, amigas de Iñaki. No era demasiado tarde todavía, pero el cielo estaba negro, muy hermoso. Los de Almería no habían regresado. Me llegaban los murmullos de la mesa de Sonia, palabras en francés, risas breves y en ocasiones alguna carcajada violenta del hombre que era alto, robusto y le faltaba un trozo de oreja. La amputación se había llevado el lóbulo entero y creo que el tipo se dio cuenta de que lo estaba observando. No lo sé. Bebía despacio, saboreando en la boca el frío del hielo cada vez que, por descuido, se me venía un pedacito de cubo desgastado hasta el paladar. Entró Lola con su amiga y nos saludamos con una ceremoniosidad realmente solemne. Nada más. Yo sentía la íntima satisfacción de no pensar en nada. Y, todo lo contrario que pueda parecer, no me sentía solo. El vaso de pipermint parecía más alto que el mío de whisky. (El maldito efecto óptico de la menta). Lola bebía y charlaba en voz muy queda con su amiga. El microsurco iba ofreciendo música tranquila, música para deslizarse con la mayor suavidad posible por una pista encerada. Acaricié suavemente el cilindro de mi vaso. Estaba frío. No sé el por qué, pero recordé a mi hermana y a su marido que de seguro estarían escuchando las emisiones de Radio Andorra, y la voz aquella meliflua de la locutora que se pasa dos horas felicitando su onomástica a todo el mundo (al que realmente le corresponde) para luego poner el Danubio-Azul o los Cuentos-de-los-Bosques-de-Viena o un tango, enormemente arrabalero, de la Boca quizá, de Gardel. La voz que ni es francesa ni es española, sino todo lo contrario, que lee y lee sin descanso cuartillas enteras de felicidad de padres que felicitan a sus hijos, de nietos que hacen lo mismo con sus abuelos, etcétera, para luego sacar de la discoteca un disco de 33 revoluciones-por-minuto donde está impreso, para siempre, el sueño de amor de Liszt, o una jota aragonesa o aquel viejo éxito de Machín que se titula «deuda» o «somos diferentes». Otro sorbo de whisky. El cielo estaba lleno de estrellas. Mi hermana estaría en su pequeña ciudad junto a su marido, eternamente obsesionado por las ondas radiofónicas, manipulando sobre la mesa camilla viejos y nuevos receptores. Mi cuñado me llamaba «el profesor» y mi hermana se ponía muy seria y le respondía. «Pues sabrás que Mario es un gran profesor, sí, debes saberlo». El que no lo sabía era yo, por supuesto.

—Si te aburres lo dices, cierro esto y nos largamos por ahí.

La boca cuadrada de Sonia sonreía. Tomé su mano y ella se sentó junto a mí.

—¿Sabes lo que te digo?, pues que Hans no se merece lo que tiene.

—Te lo mereces tú —y reía, reía, reía…

—Ahora atiende a esos amigos, yo me iré dentro de un momento.

El profesor, ¿eh? Maldita sea, todavía ni siquiera había esbozado el trabajo que me habían encargado para una universidad sudamericana. El profesor… tenía-tiene gracia. Lola y su amiga vaciaron el pipermint y se marcharon. Consulté el reloj. Los de la playa tampoco regresaban. Me inquieté, pero solamente por unos momentos. Seguía bebiendo y eso me hizo bien. Ya no pensaba en Laura con la misma desasosegada intensidad que por la mañana en la playa cuando me dijo Marta que se había ido con Fernando, o luego, cuando supe que andaban desnudos por la playa. ¡Al diablo!

—A lo mejor vuelvo, no lo sé —dije.

Y Sonia se levantó, me dio un beso en la mejilla y retornó a la larga mesa rectangular con sus amigos, el matrimonio parisiense. «Vuelve, Mario».

Bajé por el camino cubierto de finos guijos. En la carretera noté, al pisar, la grava que se metía en mis zapatos. La noche era espléndida. «El profesor, soy un profesor», pensé. Y volví a recordar la voz sinuosa de la locutora de Radio Andorra con su Danubio-azul, bombones-de-Viena o la imperecedera música de Vicent Youmans… Olía bien. A tierra, a humedad salina, a silencio. Los altos neones de los hoteles se miraban en el mar y de vez en cuando pasaba a mi lado la velocidad suicida de algún automóvil a más de cien. Me puse a silbar, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón veraniego. Me pesaba la cabeza. Los efectos del whisky, digo yo. Al llegar a las obras del supermercado que construía Manolo me detuve unos instantes. Recordé las casas colgantes, Otawa, la muchacha imaginada del Middle West, el enfado casi permanente de mi amigo, un enfado nacido de la incomprensión que le rodeaba. Al llegar al pueblo me metí por unas callejas estrechas llenas de tabernas y algún club nocturno. ¿Otra copa? Bueno. El local era largo, estrecho, la música se mecía en el ambiente, lo envuelve todo. No conocía a nadie, ¡qué felicidad! Estuve media hora o así, con el vaso en la mano, apoyando el codo del brazo derecho sobre el liso mostrador de vieja madera. Cuando salí a la noche calmosa y buena me tropecé con Lola y su amiga, con Pepote y Marcos. Nos saludamos. ¡Asco!

Subí pausadamente las escaleras de nuestro-su apartamento (el de Manolo, se entiende). Me tendí en la cama ojeando algunos de sus libros de arquitectura en inglés. Entraba por la ventana el resplandor argentado de la luna.

El viejo Silverio, el gran Silverio sonreía y me miraba fijamente.

—¿Que quiénes son mis amigas?, bueno ya lo dije, mi amigo, unas amigas, buena gente —se puso confidencial—, hay mucho dinero, mucho, ¿le dije lo del dinero?, pero gente con clase, ¡imagínese, viejo! —hizo una pausa para llevarse a los labios el vaso con zumo de tomate—, uno ha andado siempre por las embajadas y ésas son cosas que sirven, a la larga sirven siempre, ya lo ve, su amigo Manolo está encantado.

—¿Lo pasaron bien? —pregunté.

—¡Magnífico, viejo!, ¿no se lo dijo Manolo?

—No lo he visto, debió llegar tarde y hoy habrá tenido que ir pronto al trabajo.

—Claro —Silverio bajó la vista y sonrió—, Silvia es una excelente arqueóloga, la conocí en La Paz, y ella y su amigo congenian muy bien, ¡me alegro!

Desde la terraza del hotel el panorama del mar era espléndido. Pero el agua seguía llegando sucia a la playa, arrastrando material de derribo. Se dibujaban nítidos los velámenes de las embarcaciones sesgando la piel aparentemente dura y tranquila del Mediterráneo. Iñaki subió de la playa ya vestido. Nos saludó.

—Un martini —chistó al camarero.

—¿Qué hay de bueno, amigo? —le preguntó Silverio.

—Poco. Esta tarde me voy a Palma, tengo trabajo.

—Siempre hablan de lo mismo, trabajar, trabajar, ¡un día aburrirás a Marta!

—No. Marta no se aburre.

Pensé en el baño nocturno del día anterior. Quise preguntarle algo, pero me contuve.

—Las mujeres son muy difíciles, Iñaki, no lo olvides —sonreía Silverio.

—Menos las húngaras —apunté yo irónicamente.

—Tú lo has dicho, mi amigo, las húngaras son otra cuestión, ¡producto nacional! —y se le frunció, una vez más, su bigote recortado y finísimo.

—Uno ha nacido para trabajar —a Iñaki se le abrió la boca en un bostezo, revelando el escepticismo con que había pronunciado las últimas palabras— ¡qué se le va a hacer!

—¿Sabéis lo que decía Oscar Wilde? Pues decía que el hombre tiene que decidirse entre ganar dinero o gastarlo, ¡no hay tiempo para las dos cosas! —Silverio bebió un sorbo de zumo de tomate— ¡Y tenía razón el inglés! Por eso yo procuro gastarlo y así me divierto más.

Iñaki escuchaba las palabras de Silverio con cierta incredulidad. Me miró. Sonreíamos. Dije:

—En parte tienen razón Wilde y Silverio.

—Pues natural, mi amigo, natural.

En el fondo, yo seguía pensando en la otra noche, cuando Fernando-Marta-Olga-Iñaki-Mabel-Laura habían estado en la playa, según la confesión de Sonia, bañándose en cuero vivo. Estiré las piernas.

—¿Un cigarrillo?

—No.

—Rhodesiano, ¿eh?

—No importa, tengo la boca como un corcho.

—Eso se llama resaca, ¿no es cierto?

—Quizá sí.

—A Marta tienes que cuidarla, Iñaki, es una mujer que necesita cuidados.

—Todos necesitamos cuidados.

—En cierto modo, mi amigo, eso es verdad, ¡imaginaos el cuidado que yo preciso! Todo.

Y a Silverio le salió espontánea una carcajada. La chilena se sentó a nuestro lado, entre Silverio y mi silla. Se puso confidencial.

—Te perdiste un día espléndido.

—Lo creo —respondí.

—Tú piensas, viejo, que en la vida se puede ganar y gastar. No, ya lo decía Wilde.

—Lo pasamos lindamente, Mario.

—A mí me importa muy poco.

—Pues no faltaba más que te importara, pero como eres un inglés por educación…

—Entonces, ¿un buen día, eh?

—Quiero decir que esa teoría me parece muy buena, pero cuando se es hombre de negocios a gran escala, a lo único que puede aspirar uno es a la sauna.

—Las calas de Genoveses son lindas porque sí.

—A la sauna y a la gimnasia —Silverio reía.

—Es un agua muy clara, los almerienses lo tienen a gala pero las comunicaciones son un desastre, un desastre —repetí.

—Lo que ocurre es que tú, Silverio, ya lo tienes todo hecho.

—¡Ah, mi amigo!, yo sembré, claro que sembré, no es que ahora recoja una cosecha de primera, pero vaya… vivo, ¡y vivir es lo único importante!

Iñaki pidió otro martini.

—Es verdad, las carreteras te destrozan los coches, pero el agua, ¡ah, el agua!

—Hay que decidirse en la vida, viejo, vivir o no vivir. Es lo de Hamlet, pero dentro de la teoría positivista.

—Me alegro que Manolo esté contento, llevaba unos días con un humor de perros.

—Vivir, vivir, ¡pues qué crees tú que trato de hacer yo!

—No vives, viejo, presides consejos de administración.

—Pues ayer Manolo estuvo fenómeno, yo creo que es cosa del mar, es una agua tan clara —la chilena reía a carcajadas.

El espigado Fernando había llegado. Tuvimos noticias de él por el frenazo seco y brutal del automóvil. Estábamos sudando. Iñaki se revolvió en la silla.

—La máquina de ése es una maravilla.

Cuando llegó hasta nosotros con su aire de muchacho graduado en Oxford, el pelo largo que le caía mansamente sobre el arranque del cuello, Iñaki le preguntó: «¿Y Marta?». Fernando se acomodó en un sillón de mimbres amarillos y patas metálicas.

—Está loca con la variante esa de la ruleta rusa, se lo he tenido que explicar detalladamente —encendió un cigarrillo—. ¿Sabes algo de Willy?

Iñaki negó con la cabeza, lentamente. Luego dijo:

—El cable ya le habrá llegado.

Observé a Fernando. Quería encontrar en él las huellas de la noche anterior. Me atormentaba la idea del baño a la luz, bien poco romántica, de la luna agosteña. Quise preguntar por Laura, pero me contuve. Era, otra vez, el «profesor» provinciano recién llegado a la capital y que tanto gustaba de repetir mi cuñado. Seguía mirando a Fernando y a Iñaki, alternativamente. No pasaba nada. Nadie hablaba del día anterior y yo sufría con violencia pensando que, quizá sí, Laura también se bañó desnuda entre las aguas negras de la noche, las aguas que sostenían inequívocamente el reflejo rosado, azul o blanco de los altos neones.

Después de comer me marché hasta el apartamento de Laura. Seguía obsesionándome lo de la otra noche. No podía decírselo a nadie. Porque nadie me hubiera entendido. El sol era muy fuerte. Ablandaba el alquitrán de la carretera y el olor de la tierra y de las flores era espeso, profundo, agitador. Tomé café en un bar donde venden entradas para los toros de Fuengirola. Cuatro tipos jóvenes, desaliñados y lánguidos, estaban acodados sobre la máquina-tocadiscos. La voz de Halliday, el mozo, hizo más granuloso e irrespirable el aire del local. Yo seguía pensando en Laura, la frágil Laura de los ojos de miel. Era cuestión de suerte. Podía estar en casa o no. Pulsé el timbre, negro y redondo, sobre la pintura cremosa.