Capítulo VIII

MANOLO ACEPTÓ LA OFERTA de la armenia. En la cena aquella nadie habló de dinero, ni se mencionaron honorarios. Definitivamente había que estar a la altura de las circunstancias y de la prestancia social de nuestras anfitrionas. Silverio fue, a la luz de todos, el que con más habilidad y tacto consiguió doblegar la ya débil resistencia de Manolo, aunque, en realidad, debió de ser Silvia quien rompió la coraza.

—Tú te pasas de listo —me dijo—; ¡qué coño va a ser Silvia!, me importan todos un pimiento, entérate.

—Ya me he enterado. Pero la intelectual esa te ha comido la moral.

—Está bien, Mario, lo que quieras, pero si he aceptado es porque en el fondo el proyecto tiene su interés para mi modo de ver las cosas profesionalmente.

—Eso ya es una razón, hombre, tenía ganas de oírte hablar así.

Me comportaba como un verdadero egoísta, y quizá Manolo se dio cuenta. Laura se puso eufórica cuando le dije que estaríamos juntos en Palma, y Fernando prometió explicarme más cosas de sus secretos negocios. En definitiva, íbamos a levantar el campamento, igual que lo hace una troupe de circo, unos saltimbanquis, los vagabundos, los húngaros, esos navegantes de tierra adentro que cruzan el mundo y viven en su paraíso, fabricado a imagen y semejanza de ellos mismos. Tumbado en la arena, entregándole mi panza y mi cuerpo entero a las dentelladas del sol agosteño pensaba todas estas cosas. Vi llegar, ladera abajo, los muslos de Sonia, ligeramente blandos, sus caderas relativamente anchas y los hombros duros y cuadrados.

—Te vas a poner como un cangrejo —me dijo.

—¿Más todavía?

—¿Quieres bronceador?, te quemas.

—La única hoguera que tengo cerca eres tú —reíamos los dos.

—No te burles, yo ya estoy de vuelta de casi todo. ¿Está buena el agua?

—Pruébala; sí, está bien, caliente.

—Y yo digo que cuándo arreglarán de una vez la playa; los demás están en la piscina; es mejor.

Nos quedamos callados. Desde las rocas, junto a la tapia de unas obras, dos números de la guardia civil eran como dos avisados vigías sobre el panorama caliente de la costa. El agua llegaba hasta la ribera rematadamente sucia, arrastrando cascotes, algas negras y borrosas, guijos redondeados de un gris brillantísimo.

—¿Cuándo te marchas, Mario? —me preguntó.

—No lo sé. Eso depende de mi jefe —reí de buena gana.

—¿Tu jefe?, ¡ah, Manolo!, es un gran tipo, un poco raro, ¿no?

—Vive pendiente de su trabajo.

—Lo voy a sentir.

—Somos buena clientela, ¿no?

—No seas majadero, el negocio está siempre asegurado, y a mí, además, me importa dos pitos, es como una diversión, ¿entiendes?, no me hace falta.

—Comprendo. ¿Y Hans?

—Bien, gracias.

—Digo si os lleváis bien.

—¿Y por qué no?, pero bebe demasiado, fíjate si yo bebo, ¿eh?, pues él no para, ¡qué bestia!

Cerca de las rocas, al abrigo de una sombra, advertí la presencia de Lola y de su amiga. Se estaban embadurnando la piel cansada con cremas y afeites. Le hice una seña a Sonia.

—Son unas guarras —respondió.

De alguna terraza, de algún hotel, de cierto bar suspendido encima del terraplén que daba a la playa venía la voz, siempre clásica y siempre enamoradiza, de Sinatra. Two strangers are-in this night-two strangers are who are looking in this blue night. «El tío ese canta como quiere», murmuró Sonia, y yo dije que sí, que el tío aquel, el independiente Frank, cantaba mejor que quería. Sobre el muslo derecho de Sonia había la mancha suavemente azulada, redonda casi, de una equimosis. Pensé inmediatamente en Hans. «¿Te duele?», pregunté un tanto abstraído. Sonia se incorporó.

—¿El qué?

—¡Ah!, nada, quería decirte si te dolía la moradura esa.

—No —respondió secamente.

Marta vino del mismo lugar, más o menos, de donde procedía la voz de Frank Sinatra, Two strangers are-in this night… Balanceaba la bolsa de lona y se cubría la cabeza con un gracioso gorro de paja verde-azul, como el mar.

—¿Os habéis enterado?, en América han inventado una variante de la ruleta rusa, —se sentó en la arena, junto a nosotros— ¡qué locura!, la cosa consiste en pasar con el coche a toda velocidad lo más cerca posible de la locomotora de un tren en marcha en un paso a nivel, ¡la locura!

—¡Qué bestias! —exclamó Sonia.

—Debe ser emocionante, ¿eh, Marta? —le guiñé el ojo a Sonia.

—¡Cómo emocionante!, el vértigo, el vértigo, chicos.

Es decir, que el automóvil va a todo gas y cruza el paso a nivel justo en el instante en que el tren viene lanzado. Sentí un escalofrío. «¿Está buena el agua?», preguntó Marta. «Como la ruleta esa», respondí, y ella lanzó una carcajada estrepitosa que cortó, casi en seco, los últimos compases del buen Sinatra llegados desde algún hotel, desde algún bar, desde una terraza de los alrededores.

—Cada año que pasa, Marta está más loca —comentó Sonia.

—Es una buena chica —me limité a decir.

—Todos somos buenos, eso no tiene nada que ver, pero mira que darle siempre por el vértigo y por la velocidad. ¡Odio las prisas!

Yo seguía mirando la mancha de la equimosis, brevemente azulada, sobre la piel a medio tostar de Sonia. El sol se aplomaba sobre nuestras cabezas.

—Nos vamos a poner a caldo hoy.

—Es que yo he visto a mucha gente pegarse el tortazo aquí con la idiotez esa del vértigo —Sonia no había hecho caso cuando dije lo de que nos íbamos a poner a caldo—, pues no he visto gente yo partirse la cabeza en estas carreteras.

Me metí en el agua. Grité a Sonia: «Vente, está buena de veras». Pero ella denegó con una sonrisa que le salía blanquísima de su boca casi cuadrada. Marta intentaba nadar de espaldas sobre la azulada sinuosidad de las olas. Desaparecía de pronto para aparecer casi en seguida mostrando su cabeza, el rostro alegre y estallante de vitalidad y adivinar bajo el agua el movimiento de araña de las piernas. Salimos del agua (Marta y yo) casi al mismo tiempo. Ella inició una breve carrera. «Influencias de Iñaki» pensé, pero no dije nada. Cuando regresó, volvió a exclamar jubilosa:

—¡No dejo de pensar en la variante esa de la ruleta rusa! Se lo voy a decir a Iñaki, y a ti ¿qué te parece, Mario?

—Conmigo no cuentes —sonreí—, eso Fernando, a él le encantan los riesgos de ese tipo.

Se sentó a nuestro lado.

—Con Iñaki tampoco se puede contar, es un egoísta, habla, habla, negocios, la bolsa, Londres, Biarritz, es un asco.

—Entonces Fernando… —insistí yo.

—Yo creo que le ha prohibido Laura que pase de los ochenta por hora —la sonora carcajada de Marta me hizo daño, y pensé en Laura.

—Estáis rematadamente locos —dijo Sonia.

—Tú eres de otra época, chica —reía Marta—; a nosotros nos gusta la velocidad, es como la droga para los adictos, igualito.

—¿Que yo soy de otra época? Me haces gracia, niña; lo que ocurre es que me queda mucha vida por delante y no se puede una arriesgar así como así por una simple estupidez.

Entonces, según Marta, Laura había prohibido a Fernando correr a más de ochenta por hora… El sol se pegaba a la piel y la hacía áspera, el mar seguía porteando ladrillos rotos, cascotes de derribo, algas barrosas. Ahora, allá arriba, en un hotel o quizás en la terraza de un bar un microsurco —cinco voces— cantaba Verás que es verdad-tan sólo hay un camino recto-y es-el único que puede hacerte feliz-de verdad… Lola y su amiga se habían marchado ya de su rincón una vez que la hipócrita sombra que las cobijaba de los ardores solares hubo desaparecido según el sol se iba pronunciando cada vez más en lo alto. Seguía pensando en Laura, ahora de una forma insistente, casi alarmante. Fui a por unas botellas de cerveza. Bebimos. Las cinco voces seguían cantando, por segunda o tercera vez consecutiva, es-tan fácil ver el cielo-siempre azul-es tan fácil esperar otro amor. Miré hacia arriba. Me cegaba el sol. El cielo estaba pintado de un azul rabioso. Marta y Sonia seguían hablando-discutiendo-amistosamente sobre la velocidad y sus peligros, sobre el vértigo y sus consecuencias, sobre la variedad de la ruleta rusa inventada por cuatro locos, allá en los Estados Unidos.

—¿Has visto a Laura esta mañana? —pregunté a Marta.

Ella negó con la cabeza, y volvió a insistir con Sonia en el problema (trascendental para Marta) de las ventajas de la velocidad. Pasó un buen rato. Los dos números de la guardia civil ya no estaban donde antes. Miré a las dos mujeres. Dije:

—Entonces, ¿no la has visto?

—¿A quién?

—Digo a Laura.

—¡Ah!, espera, me parece que se ha ido con Fernando a Málaga.

Me levanté bruscamente. El sol hacía daño. Me vestí con lentitud. Insistí cerca de Marta sobre la hora en que volverían. Yo supuse que ellas dos se darían cuenta de mi interés, pero eso era lo encantador de aquello, que nadie se preguntaba nada, que ninguno de nosotros se metía en el otro ni rastreaba en la huella de los demás. En parte era liberador para la mentalidad, tan nuestra, tan típicamente ibérica, de asomar las orejas y el hocico en el puchero ajeno.

—¿Te vas?

—Me voy.

—Entonces espera, que nosotras también nos marchamos.

Subí con ellas por las quebradas, por las pequeñas terrazas cubiertas de césped tierno y recién humedecido por la manguera del hotel. Cuando llegamos a la explanada y un poco más allá a la carretera sudábamos. Era, otra vez, vuelta a empezar. En la planta de los pies sentía el picor de la arena adherida a la piel.

Manolo se había marchado con la armenia y Silvia. Salieron muy de mañana camino de Almería. Iban a visitar San José, Carboneras y el cabo de Gata. Creo que también recorrerían las calas de Monsul y de Genoveses. Les acompañaba Silverio. Recordé las rocas basálticas y escarpadas que casi arrancan de la misma arena, el mar calmo, verde y limpio, la tracoma y los alacranes. Todo junto. Subí por la cuesta y sentía el sol de las cuatro de la tarde pegándome duro en el cogote. La ducha seguía estropeada en nuestro apartamento-estudio. La hija de la Maca seguía escarbando en la tierra, junto a la puerta de la casa de Cayetano. El reverbero de la cal cegaba la vista.

—¡Cuánto bueno por aquí, amigo! —saludó el viejo.

Me invitó a entrar en la penumbra, eternamente fresca, de la vivienda. Las postales, los cromos, la señorita risueña y en bañador de la pared parecía saludar alegremente al visitante. «Anís o fino, don Mario», preguntó Cayetano. «De momento, nada», respondí. El viejo entendió, dijo:

—Si es que este calor sólo va bien al desarrollo; por cierto que me han dicho que se van ustedes.

Respondí afirmativamente. Encendimos unos cigarrillos. «¿Sabe?, ayer los civiles se llevaron a un grupo de tíos de esos con melena, estaban en Torremolinos, dicen que incordiaban, ¡vaya usté a saber!, que si eran vagos, que si molestaban, que si hubo un lío en la puerta de la iglesia, ¡yo qué sé!, ahora un poco de anís sí que le hace al cuerpo, ¿a que sí?, pues natural, hombre, si es lo que yo digo, contra el cuerpo no se puede ir, no señor… decía que los melenudos esos armaron un lío delante de la iglesia, ¿se lo he dicho?, ¡ah, bueno!, pues los han mandado para-su-tierra, yo le voy a decir una cosa en confianza, ¿eh?, yo soy de los que creen que esos tipos no traen parné, y claro, las cosas son como son, si no traen de esto —se frotaba el pulgar y el índice de la diestra— ni desarrollo ni mierda, yo es posible que esté equivocado, no sé, pero…».

Llega el calor. Llegaba el aire caliente del exterior, y sin embargo, ¡qué obsesión la mía y qué contumacia la suya!, la hija de la Maca, la nieta de Cayetano seguía impertérrita, junto al quicio de la puerta, como una flor desvalida, tierna y sin exprimir aún su savia verdadera, bajo las resabiadas dentelladas de aquel sol. Se lo dije al viejo: «Ésta, ¡uff, es más dura que el hierro, sale a la madre!». Le hablé a Cayetano del viaje a Palma. Él frunció el entrecejo, hizo con los labios como un tubito carnoso y violáceo y giró sobre sus nalgas para mirar una de las postales. «Allá debe estar, digo yo, ella venga escribir, venga ver mundo, pero nada, que no suelta prenda, es hierro puro, no sé a quién sale, y ahora que me acuerdo ¿le dije ya lo del alemán?, viene pues naturalmente que viene, qué coño va a hacer allá si creo que los están despidiendo a todos y a mí, don Mario, me hacen falta brazos —guiñó un ojo y bebió un trago corto—, hay mucho tajo y pocos brazos, ¿un purito?, que no, hombre, que no es canario, que este Angelito es de lo que no hay…». El Angelito seguía con la holandesa y le iba bien. La risa del viejo canijo le salió igual que su estatura, corta, breve, sinuosa. Le dije a Cayetano que si quería algo para la Maca, pero él se limitó a encoger los hombros, suspiró. Luego me mostró, en silencio, sus dientes afilados, chiquitos y amarillos. Hablamos del caso un rato largo mientras la nieta, flor de cualquier mal invierno, seguía arañando la tierra como si fuera a encontrar un tesoro o algo semejante, y el sol, curvado sobre el cielo, intentaba entrar de lleno por la puerta de la vivienda. Pensé en los pájaros de Córdoba o de Badajoz, que son obra del otoño y caen en el estío sin una gota de agua, siquiera una gota, que llevarse al buche: «¿Me oye?, ¡ah, bueno!, la Maca es lista, la Maca a lo peor es puta, pero es lista como el hambre, pero fíjese usté bien, si se me ha metido a puta es a lo grande porque sabe del caso, vaya quiero decir, que tiene maneras de gran señora, y si no, ¡ahí está la prueba!, las postales lo dicen claro…». Los pájaros nacen listos, vuelan alto, se mecen bajo los cielos ligeramente acijados de septiembre o de octubre, pero llega el verano y todo se ha secado, las máximas solares televisivas son como una maldición. Mueren. De sed y quizá de asco, esto último no se sabrá jamás, nunca, nunca.

—Sí, claro, la Maca tiene que ser lista si sale a usted.

—¡Hombre!, ¿va en serio? —el viejo reía satisfecho.

—Claro que va en serio.

—Yo es que he nacido para el desarrollo, ¿sabe usté?, usté me comprende, un día les dije a los de la calle del Conde-del-Asalto que me iba, y me fui y aquí estoy, ¿otro trago?…

El viejo seguía con lo de los melenudos expulsados, por cuyo caso se abstenía de tomar partido, del anís a granel, del desarrollo, de la Maca, de sus listezas, del Lucio que al parecer se había ya beneficiado de una de las doncellas de la armenia, cosa esta que molestaba mucho a Cayetano, ya que «… o se tira la piedra muy alto o se pierde el tiempo». Pasó media hora. O quizá más. ¡No sé!

Cuando salí a la calle había en el aire un polvillo transparente y el sol se torcía (pintado de color cárdeno) en el cielo. La niña tenía la piel tostada, como de momia vieja y recién desenterrada. Le dije «adiós, guapa», pero no me respondió.