Capítulo VII

LOS BURROS HACEN DE TAXI. Esto es divertido. Pero tendría más aliciente práctico que los asnos hollaran los barbechos. La chilena se desternillaba de risa fresca al contemplar el espectáculo, pero para Sara debía de ser más emocionante la tracoma almeriense o el lirio de las marismas, cada cosa en su lugar y en su distancia, que ver a estos animalitos cansados de tanto llevar sobre los lomos brazadas de leña, y ahora convertidos, por el arte sabio del desarrollo, que tanto apoyaba el viejo Cayetano, en porteadores de ninfas escandinavas, de funcionarios con un mes y algún pico de vacaciones. Asnos extenuados de soportar nalgas de los cinco continentes. Paul Anka decía cosas muy bonitas sobre el amor desde la cumbre de Mijas, a través del transistor del coche de Silverio. El hermoso y elevado mirador del pueblo hacía recordar a Silvia el altiplano boliviano que ella conocía bien por sus persecuciones en busca de una arquitectura y en general de una cultura sólidamente constituida antes, mucho antes que nuestros adelantados llegaran al nuevo mundo.

Comimos chorizo con pan tierno y ensalada de lechuga y tomate.

—¿Y esto qué? —interrogaba Silverio a su amiga armenia.

Pero nuestra amiga armenia se sentía fría ante el espectáculo cuajado de blancuras y de silencios, aromatizado por el chorizo frito y sangrante que un señor algo cojo y sumisamente simpático iba sirviendo sobre el sucio mostrador lleno de moscas. No le ocurría lo mismo a la chilena pizpireta, hecha toda ella y exclusivamente para amar y gozar. La chilena se volvía, contemplando el paso antiguo y pausado de los burritos dispuestos a ser taxi, folklore, desarrollo, asnos-asnos o lo que se les eche. Silvia insistía en el altiplano, pero nadie le hizo caso.

—¿Le has hablado a tu amigo? —preguntó Sara.

—Bueno, sí que le he hablado.

—¿Y qué dice?

—Manolo es un hombre con mucho trabajo y muy independiente.

—¿Independiente?

—Quiero decir que es un hombre con ideas propias.

Era cosa hecha, al parecer. Silverio me susurró al oído: «Éstas tienen dinero, ganan siempre, mi amigo». También los burros convertidos en asnos-taxi cobran bien y sin embargo el sueño secreto de su vejez o de su juventud es largarse monte arriba sin nalgas extrañas que soportar.

—Yo hablo poco —me decía Sara—; porque cuando tengo la idea dentro ya no hace falta hablar mucho más.

Silverio frunció el bigotito y me hizo una seña.

—Creo —admití— que Manolo estará dispuesto a poner las manos en la obra, como quien dice.

—Que ponga las condiciones y yo las aceptaré.

Era una ventaja. Porque los asnos no ponen ninguna condición, ni firman contrato alguno para cambiar su profesión verdadera de cargadores de astillas y ramas secas por esta otra de espectáculo-tracción-humana. Los conchudos lugareños ofrecían el recorrido de sus animalitos por un precio que siempre viene a resultar módico y más si se paga en dólares, en libras o en francos, y Silverio no tuvo más remedio, aunque le disgustaba ciertamente la idea, que colgar a la chilena de los lomos de un rizado asno. Mientras esperábamos el final feliz de la breve aventura, Paul Anka había dejado ya de decir cosas bonitas sobre el amor perdido y encontrado, y el transistor daba la noticia de unos grecos hallados en no sé qué ciudad de la Europa oriental.

—Es muy inteligente tu amigo.

—Sí que lo es —dije mecánicamente.

—Silvia no hace más que alabar su sentido de la estética; me interesan los hombres con emoción estética, ¿y a ti?

—Por eso el arte clásico es permanente, porque mantiene una estética desarrollada y fija, inmutable por los siglos…

¡De los siglos, amén! Yo iba diciendo sí y sí, y muchas veces sí, y también dije amén, para mis adentros, como rúbrica a la elocuencia de Sara, mientras con mis propios ojos analizaba el multicolor desfile de las gentes que acaban de llegar, siempre dispuestas a ver el burro-taxi, a gustar los chorizos redondos y jugosos, a respirar un aire que lleva dentro flores de sierra, apretadas hojas olorosas del mundo interior.

—El que no admira la belleza permanente de los clásicos es un necio y el que la olvida es un pobre loco…

Se venden sombreros de paja y artesanía algo ramplona y el Le Monde, directamente llegado a estas alturas remotísimas desde la rue des Italiens, del distrito IX de París. Casi un milagro, pensaba yo. Se comen chorizos pequeños, gordezuelos, como pantorrillas de moza-en-efectivo-estado-de-subdesarrollo, rojos de pimentón selecto y quizá de ira, y el viento es bravío, serrano y cortante. Algún pintor está robando instantes de cal y luces vivas y los asnos completan el espectáculo nuevo-novísimo. ¿Por qué no dedicar unos juegos florales a estos asnos que son espectáculo, tracción, fuerza, maravilla, vergüenza, asnos-asnos y lo que les echen sobre los pacientes lomos?

—¿En mi casa de Mallorca podría trabajar tu amigo?

No conocía «su casa de Mallorca», pero le respondí a la armenia que sí, que Manolo de seguro que «podría trabajar». Era quizás un error, un gran error el mío. Pero dije «sí» con el mismo tono de voz melifluo que el novio responde afirmativamente en el altar, con idéntico y trémulo tono que la novia emocionada contesta sí a la pregunta, más bien de trámite, del cura de parroquia pobre. ¿Era acaso yo el cebo que Sara tendía para que el buen Manolo hiciera realidad los sueños de la armenia? Piedras rodantes, eso somos, tú, yo, él, nosotros, vosotros, ellas. ¡Qué más da! Los asnos son también cebo, malditos cebos para que nalgas de los cinco continentes hagan callo sobre los lomos de pelo rizado, más sucio que limpio, y nadie protesta, ni se enfada, al contrario. Es decir, que yo dije sí y sí, y varias veces seguidas sí. Y Sara, la armenia, suspiró con afectación, se atusó brevemente su cabellera rubia (falsamente rubia, digámoslo de una vez y para siempre) y sonrió. Su rostro de viuda tempranísima quedó iluminado bajo el aire bravo de la tarde, bajo el temblor azulado de las alturas que no eran, precisamente, alturas del altiplano andino. ¿O es que aquellos lugareños, propietarios verdaderos y orgullosos de sus burro-taxis, se parecían en algo o en nada a los indios de cara de mandarina, los indígenas que se han hecho ya un lío tremendo en la hondonada de su ignorancia, entre lo precolombino, lo postcolombino y lo de hoy? No. Yo creo que no se parecen en nada. O quizá sí.

—Entonces, tú crees que en mi casa de Mallorca tu amigo podrá…

Claro que podrá. ¿Y por qué no? Perdóname, Manolo. Estaba cometiendo seguramente un error. Pero la altura, la idea de que somos piedras rodantes, la sensación de haber abandonado la línea tangente, etcétera, etcétera… Me estaba convenciendo la idea de Silvia, la sospecha aquella del altiplano que tiene su gracia, claro, y que todos al comienzo despreciarnos sin meditar siquiera un segundo, una décima de segundo en ella. ¿Era yo tal vez, también, un nativo del altiplano? ¿Y por qué no? Vivimos todos en la hondonada de la ignorancia y de pronto una luz, un vivísimo punto de luz, nos devuelve cuatro siglos de vida. Y hay que aprovechar el tiempo. Eso es todo. Sara tenía razón. Todos tienen razón. Todos. Manolo podrá trabajar allí, en Mallorca. ¡Pues no faltaba más!

Iñaki volvió de su viaje a Inglaterra y su primera sorpresa fue encontrar a Marta en estado de surmenage. Eso decía ella, al menos. Hay palabras que no se entienden bien, que no se traducen correctamente, pero nos gustan y firmamos el derecho inexcusable a usarlas. Y ahí están. Marta estaba poseída por ese estado bajo, por ese éxtasis que es como un plano inclinado. «Tengo que usar la avioneta», le repetía al musculoso Atlas. Y el inefable Iñaki se convencía de que, efectivamente, sin su presencia real y tangible, Marta tenía que caer en el surmenage y en lo que sea. «La avioneta, Iñaki, la avioneta…». Está en el hangar otra vez. Iñaki había traído buenas noticias para Fernando. Los motores estaban dispuestos y preparados en Essex para traerlos a España, por inconfesables medios que solamente los poderosos conocen y logran aprovecharse de ellos.

—Es cuestión de unos días.

Le decía Iñaki al espigado Fernando en un tono de voz que delataba la prepotencia del hombre que puede abrazar el mundo con un solo gesto. «También lo de las antigüedades está resuelto, ¿no te quejarás, muchacho?». No. Fernando no se quejaba. Marta sí, porque según ella gozaba de las caricias apenas perceptibles de un surmenage impenitente que los pobres llaman casi siempre flojera o algo parecido, porque a ellos el galicismo no les llega y si arriba a sus hangares resulta mucho peor pronunciado. Y el éxito del estado de Marta dependía fundamentalmente del acento y de la pronunciación, no se olvide el detalle.

—Lo que a ti te hace falta es sentir el vértigo —decía Fernando.

—Eso es verdad, chico. Yo necesito vértigo, el vértigo que tú no sabes darme.

Y miraba a Iñaki. Y el buen Atlas se encogía de hombros mientras se ajustaba su chaqueta azul con botones de almirante, paño inglés por supuesto, el paño ideal y único según Silverio. «A mí me falta vértigo para sentirme, para poderme pellizcar el brazo». El sol de agosto que debe dorar las mieses recién recogidas en la llanada sin horizontes, cae vertical sobre los hombres, pero muy mal repartido. «Entonces dices que el asunto de los motores está solucionado». Todo o casi todo está regularmente distribuido, pero la clave está en aguantar. «Lo mejor que me dices es lo de las antigüedades… ése es un asunto redondo, ya verás». Y el que no sepa aguantar o el que no pueda, peor para él, mucho peor. «¿Y quién me quita a mí el surmenage, quién, quién…?». Media vida preguntando, esperando la edad de las respuestas que llegará algún día, un atardecer cualquiera quién sabe. «Voy a poner un cable para que manden el material al almacén de Mallorca, ¿no te parece?». Cuando llegue la edad de las respuestas, el universo entero conmemorará, de pasada y al mismo tiempo, la jornada mundial de las sorpresas. «El vértigo es como una sorpresa, ¿verdad Iñaki?, ¿verdad Fernando que el vértigo es como una…?» Los periódicos hablaban de máximas solares, de sequía, pero no decían una palabra de los pájaros que se mueren a media tarde, en cualquier parque, por efecto del sol agotador.

—Loto, tenemos sed.

Todos tenemos, naturalmente, sed.

—Pues ya me dirás lo que quieres —repite Loto.

—No sé, algo, ¿verdad?, queremos algo.

—Whisky con vértigo.

—Esta chica padece una enfermedad muy rara.

Surmenage, os lo he dicho.

—¡Ah!, entonces ponle algo que combata el surmenage ese. ¡Qué risa!

—Cualquier día me muero.

—Está chistosa Marta, ¡qué mujer!

—Os lo juro, me voy a morir.

—¿Y Silverio, dónde está Silverio?

—Con sus amigas.

—¡Ah!, ¿es que nosotros no somos amigos suyos?

—Silverio odia la monotonía, no lo dice nunca, pero la odia; igual que yo, ¡Loto!, lo que sea, algo, que me muero de sed.

Loto, al otro lado del mostrador, preparaba con cierta indolencia, impropia de él, unos vasos en los que introducía pedacitos de hielo, cubos de perfectísimo frío geométrico.

Laura llegó eufórica, tanto que parecía la Marta anterior al surmenage dichoso. Venía con su risa blanca y el cabello suelto. Y no tenía sed.

—Papá es un tipo encantador —gritó—; acaba de escribirme.

—¿Qué quieres beber?, nos estamos muriendo de sed —dijo Iñaki.

—Me manda un cheque, tengo dinero, tenemos dinero.

—¡Ah!, ¡qué decepción! —exclamó Marta.

—Hablar de dinero… ¿pero que quieres beber?

Aunque el ombligo de Iñaki, que es en parte el eje del mundo entero, hablara como un oráculo y tuviera sed, Laura no la tenía, Laura estaba contenta. Iñaki, con aire aburrido y después de haber hinchado la tripa de whisky, dijo: «Tendremos que celebrar la alegría de Laurita». Y nos fuimos a comer lejos, no sé adónde, y luego bailamos y seguimos bebiendo. Nadie se fijó que en el cielo había estrellas. La noche era nuestra, la poseíamos, pero más arriba del techo no éramos capaces de saber qué sucedía. «Papá llegará a España dentro de unos días, estoy contenta, ¿sabes?, nos encontraremos en Mallorca, a él le gusta aquello, ¿y a ti?». Yo me callé lo de la armenia, pero me sentí profundamente dichoso y contento y prometí, para mí mismo, como un secreto, emborracharme aquella noche. No. Casi nunca hay un porqué de las cosas, sobre todo si hemos llegado a la conclusión final de que somos, ¿cómo somos?, ¡ah, sí!, piedrecitas rodantes… «Viene a descansar unos días, trabaja mucho… me ha mandado un cheque… irá solo, sin su mujer… ¿Vendrás con nosotros…? Es estupendo… yo odio a su mujer, bueno, ¿por qué voy a odiarla si él viene solo?… no tengo ganas de dormir… quiero beber». Los vasos se vacían, se vuelven a llenar, Marta me miraba, yo sé que dentro de su alma están empezando a redoblar los tambores de muchas noches, observa a Iñaki que se está doblando, ella resiste, ya se escuchan-escuchaban los toques del tambor como una llamada, Fernando baila con Laura, Laura piensa en su padre que es un «tipo encantador», el camarero, que está haciendo su temporada, llena de vasos, nadie había mirado el cielo ni a las estrellas que hay en el cielo, Marta llena sus pulmones de humo de cigarrillo, me mira-nos-miramos. El redoble del tambor es un señuelo, o un horizonte o una llamada, es una verdad como cien verdades juntas. Podía ser un tambor o un atabal o quizá un tamborino o una nácara, de los usados en la antigua caballería. Redoblaba, esto es cierto, en lo hondo de Marta. Como un reclamo para el que sepa oírlo.

Al levantarme, ella se levantó también, nos miramos, dijo «¡qué calor!; vamos a tomar un poco el aire», la cogí del brazo…

¿Acaso acababa de empezar la noche?

El agua me despabiló un poco, no mucho. Manolo se estaba levantando justo cuando entré en la habitación.

—Buena noche, ¿eh? —me dijo.

—¡Psch!

Por la ventana, a través de ella, el mar todavía no era azul-azul, sino algo más pálido de color en su dermis inquieta. «Está de marejadilla, ¿no?», pregunté a Manolo. «¿El qué?», me respondió, todavía desde la cama. «El mar, hombre», dije. «No». Si Manolo decía no, es que era no. Y procuré mirar al mar de muy diferente manera, pero azul-azul sí que no lo estaba, ni verde-verde tampoco.

¡Qué maravilla de agua! Estaba fresca, algo turbia quizás, el viejo Cayetano me dijo un día que este agua trae el tifus. Bueno. «Oye, ¿es verdad que hay tifus por aquí?», le dije a Manolo sin mirarle. «Y yo qué sé, hombre», me contestó. «Es que dicen que sí que lo hay», insistí yo. «Pues que digan lo que quieran, ¿y a mí que me cuentas?, ¿acaso soy el delegado de sanidad?, pues entonces». Tenía gracia Manolo diciendo eso de que si él era el delegado de no sé qué. Teníamos gracia los dos, él con su pijama y con los ojos embotados, y yo vestido y con la mirada no menos ojerosa que él, pero por distintas causas, naturalmente. ¡Qué sencillo era todo entonces! Él había dormido, yo no. O quizá ninguno de los dos habíamos dormido. «¡Oye!, ¿tú has dormido?», pregunté y él dijo: «El que no ha dormido eres tú, eso pienso, ¿o me equivoco?». No. Manolo jamás se equivocaba. Mis ojos reflejados en el estaño del espejo estaban hinchados, ligeramente enrojecidos, oscuros, prácticamente inmóviles. «¿De verdad no crees que hay marejadilla?». Él me observó (yo lo vi a través de la luna del lavabo), movía la cabeza. «No, ya te lo dije», respondió. A pesar de lo que Manolo dijera, el cielo estaba algo cubierto, el mar no era azul-azul ni se hallaba encalmado, sino todo lo contrario.

—A ti lo que te hace falta es una ducha bien fría —dijo él.

—Quizá sí.

—¡Hombre, que si te hace falta!

—¿Me vas a echar un sermón? —pregunté.

—¿Yo? Estás arreglado, tengo mucho trabajo.

Me senté en la butaca, de espaldas al mar. ¡Al diablo si el mar era azul-azul o verde-verde, o había marejadilla o no la había! Encendí un cigarrillo.

—Pues más trabajo vas a tener en adelante.

—¿Más todavía? —Manolo se vestía lentamente.

—He hablado con la armenia, ¿sabes?

—Otra vez la tía esa…

—Oye, oye, no hagas ascos, que Silvia bien que te gusta.

—¿A mí?, tú debieras ducharte, Mario.

—No me engañes muchacho, que te conozco. Silvia entiende de cosas que a ti te gustan, perfecto, ¿no?

—¿Y eso qué tiene que ver? Nada, no tiene nada que ver.

—La armenia insiste en su idea, del proyecto, le caes bien, eso es todo.

—Bueno, muchas gracias —dijo él secamente.

Yo sentía la humedad en el pelo recién mojado, crucé las piernas y quise entornar los ojos, pero me picaban.

—No te lo tomes a broma, Manolo. La armenia quiere que le proyectes una casa, a tu gusto, no se puede pedir más, digo yo.

—Todavía no he pedido nada.

—Eso corre de tu cuenta.

Me levanté. Desde la ventana se veía la curva casi perfecta, suavemente amarilla, de la playa y la llegada de las olas sobre la arena. El agua arribaba sucia, volteada, arrastrando piedras y residuos. «No me extraña que haya tifus», murmuré. «¿Qué dices?», preguntó Manolo desde el cuarto de baño. No le respondí. El sol era todavía una tímida naranja allá en el extremo del cielo. El aire tenía un aroma primerizo, de flores recién abiertas a la luz inicial de la mañana. En la playa, sin embargo, había ya unos cuantos bañistas corriendo gimnásticamente, sentados en las tumbonas de lona, furtivos especialistas en robarle al mar sus primeros secretos del día.

—Tengo la sospecha de que estás de mal humor —dije.

—¿Yo? Tú vives en otro mundo.

La voz de Manolo me llegaba a través de una cortina ruidosa de agua. La ducha no funcionaba demasiado bien.

—Si te pegaras un baño caliente no dirías tantas cosas raras, Mario.

—Sigo con la sospecha de que hoy tienes mal café —encendí un cigarrillo—, ¿me oyes, Manolo?

—Te oigo, ¿y qué? ¿Quién asegura que yo estoy de mala leche? Tú, solamente tú. Vives en otro mundo, chico.

—¡Ah!, ya te dije el otro día que hemos dejado de ser líneas tangentes —lancé una carcajada que resultó sonora y fue, aire arriba, hasta el techo—. ¡Tangentes!

—Mira, déjame de historias.

—Hay que arreglar la ducha —dije.

El sol comenzaba a tener alrededor un nimbo suavemente enrojecido. Manolo apareció envuelto de medio cuerpo hacia abajo con una toalla de baño, grande, listada. Olía a humedad. «Voy a hacer café», dijo. Y yo le respondí: «Deja, eso corre de mi cuenta». Pero ganó él y tomamos el café caliente.

—¿No respondes nada de lo de la armenia?

—¿Y qué quieres que diga?

—¡Yo qué sé!, que es un proyecto interesante, quizá.

—No sé si lo es —encendió un cigarrillo.

—Eso tiene gracia. ¡Cien años intentando hacer una cosa que te gusta y ahora me sales con ésas!

—Esa tía está llena de caprichos…

Me quedé mirándolo, fija mi mirada en sus ojos recién espabilados por la lluvia generosa de la ducha.

—Oye, Manolo, tú no me engañas, tú ya has hablado con ella.

—Te equivocas.

Le miré sonriendo. Manolo hizo una mueca, se friccionó bien la espalda y se metió de nuevo en el baño. Se estaba peinando.

—Ayer estuve con Silvia.

—¿Lo ves?

—He dicho con Silvia, no con la armenia, ¿entendido?

—Entendido. Estamos empatados.

—¿Empatados a qué?

—Los dos hemos tenido una mala noche.

—Te equivocas. Silvia vino aquí y estuvo una hora, poco más.

—Una hora da mucho de sí —yo sonreía abiertamente.

—Me habló del asunto pero muy por encima, pero la armenia se tendrá que buscar a otro.

—Claro, claro, a ti solamente te interesa Silvia.

—A mí no me interesa ninguna, a ver si nos enteramos de una vez.

—No te entiendo —murmuré.

Abrí la puerta de cristales que daba a la terraza. El mar estaba revuelto. Había levante. Pero corría una brisa acariciante, espléndida de olores, ligeramente pegajosa. La playa, a mis pies, se iba poblando lentamente. Distinguía incorrectamente, desde lo alto, los bañadores, las tumbonas, mil colores distintos. Me picaban los ojos. Traté de respirar profundamente y el aire salino me dejaba la boca pastosa. Una larga fila blanca de edificaciones, hoteles y apartamentos se iba marchando, por la costa, más allá de las rocosidades, casi hasta el horizonte. Había una brumilla grisácea que tamizaba el ambiente, el aire, los olores y la misma luz. «¿Quieres más café?», preguntó a mis espaldas Manolo. Giré sobre mis talones.

—No. Quiero que me expliques qué le dijiste a Silvia.

—Nada, no le dije nada.

—Algo sí, hombre, que le dirías.

—Bueno —encogió brevemente los hombros musculosos—, le dije que lo iba a pensar.

—Está bien, ya entras en razones —le miré detenidamente—, debes pensarlo. ¡Oye!, hace levante.

Se asomó y asintió con la cabeza.

Cuando me desperté era ya mediodía y el sol pegaba con cierta timidez en las listas metálicas de la persiana. En el suelo quedaban las huellas, siempre huidizas, ligeramente calientes de las rayas de sol cribado. Recordé a Marta, a sus tambores que llaman desde lo más hondo de su intimidad, pensaba en el padre de Laura (al que, naturalmente, no conocía) y en Laura también. Asocié las imágenes de Marta y de Laura, profundamente dispares sin embargo, alejadas en casi todo, pero unidas en mi pensamiento. La ducha seguía goteando. Encendí un cigarrillo. El mar estaba revuelto. Hasta mí llegaba el ruido de las olas en un continuado ir y venir espumoso y quizás azul. Manolo se había equivocado. Se lo dije a la hora de comer.

—Yo no tengo tiempo de fijarme qué cara pone el mar —me respondió.

Lo encontré distante, como atormentado por alguna idea.

—¿Problemas? —me aventuré a preguntarle.

—¡Ah, problemas!, ¿y quién no los tiene? —había tardado bastante en responderme.

—¿El contratista otra vez?

Pero mi sonrisa delató en seguida su secreto y me hizo una mueca ciertamente despectiva. Propuse ir a tomar café a algún lugar nuevo, pero no aceptó.

—Entonces ya sé lo que te ocurre, se trata de la armenia.

—Pero, ¿qué dices, chico?

—Silvia…

—Escucha —me miraba fijamente a la cara—, tú tienes un lío metido en la cabeza, eso es todo.

—La verdad, Manolo, —hablaba con toda calma— es que hay que decidirse, lo de menos es si le gustas a la chica, lo importante para ti es el proyecto, fíjate bien que puedes hacer lo que quieras, es una oportunidad. ¿Es o no es una oportunidad?

—Tú lo complicas todo, le dijiste a la armenia esa que sí, que yo estoy ilusionado con eso y tú no sabes lo que yo pienso del caso.

—Si le dije eso es porque pienso, querido amigo, que te interesa vivamente el asunto, ¿estoy o no estoy en lo cierto? Pues entonces…

Fuimos a tomar café al bar de Amador, a pesar de que le insistí en dar una larga vuelta e incluso largarnos hasta Málaga.

—Yo me voy al estudio, tengo trabajo —parecía disculparse—; ese maldito supermercado me trae loco. Te veré luego.

En el cafetín estaban los eternos contertulios. Viejos gastados por la vida y el sol, por el trabajo y la escasez de proteínas. Pepote me hizo una seña desde el sucio mostrador. «Por ahí le buscan, don Mario». Me volví. Era Lucio.

—¿Qué tal, hombre? —le pregunté a guisa de saludo.

—Pues ya ve, viviendo.

—¿Nada más que viviendo?

—Bueno, le estoy buscando a usted y a don Manuel. La señorita Sara que quiere saber si esta noche pueden ir a cenar a su casa.

Respondí afirmativamente. ¿Qué otra cosa podía hacer? Las cosas venían rodadas.

—Pepote, ponle una copa a Lucio.

—¡A mandar!