PRECISAMENTE en una rasante fue donde el automóvil de Fernando se enfrentó con la muerte. No pasó nada. Una abolladura para el Jaguar-gris-perla y una brecha, muy poco incisiva, en la frente del conductor. Laura salió ilesa.
—Las carreteras, las malditas carreteras —mascullaba Fernando.
—¡Y qué susto! —exclamó Laura.
—¿En una rasante? —inquiría Loto, flexionando acarameladamente el tono de su voz.
—Y sólo a ciento veinte —se disculpaba Fernando.
—Eso no son velocidades, chico —el Atlas había superado en estas hazañas los ciento sesenta.
—¿Y sentiste el vértigo?, dímelo, Laura, ¿lo sentiste?
La pregunta de Marta era como la trémula pregunta de una primeriza que solicita de su vecina conclusiones de su primer parto, porque la tal vecina va ya por el quinto.
—¡Qué cosa el vértigo!, tiene que ser emocionante pegársela a buena velocidad; dime, Laura, ¿lo sentiste?
Es como la comadre maravillada que trata de saber si el feto empieza a darle pataditas en la tripa a la primeriza.
—No me desilusiones, chica, dímelo… ¡el vértigo!
Marta luce un bikini comprado en Londres, porque es en Londres o quizás en Liverpool donde su padre tiene el negocio de los rodamientos. El bikini hace aguas verdes y amarillas cuando se lo contempla a contraluz y los senos le brincan tan ágilmente a la desbordada Marta que parece que en las dos piezas hay más que aguas, olas, océanos enteros en plena marejada, culminando la marea del siglo. Fernando se palpa la breve incisión en la frente tapada discretamente por una gasa.
—Te sienta bien, niño —Marta ríe.
El sol había madurado el color de nuestra piel. Solamente Manolo mantenía medianamente blanca su dermis de arquitecto comprometido entre los fuegos del amor. El fuego detectivesco y caprichoso de Marta y la llama, sagrada por lo que de intelectual tenía, de Silvia, la pálida, ojerosa y susurrante Silvia.
—Niño, qué suerte, pegártela en una rasante —hinchaba brevemente los senos que casi parecía que iban a soltarse de su dulcísima presión verde-amarilla.
Yo miraba a Laura. Porque Laura no decía una sola palabra y si acaso y por insistencia musitaba: «Y qué susto», pero nada más.
—Ninguna velocidad es realmente peligrosa —era la voz ex-cátedra de Iñaki—, ninguna, ninguna, lo que juega es el dominio del volante. Con dominio de volante ya puedes pegarle duro al acelerador, no hay problemas.
—¡Mira que no hay problemas!, —Loto en la playa y por aquello de la semi-desnudez, flexionaba más azucaradamente si cabe el tonillo de las palabras.
Es la hora en que Fernando e Iñaki empiezan a discutir sobre motores, cilindradas y amortiguadores, sobre las posibilidades del Jaguar MK-10 en versión deportiva que alcanza los doscientos veinte y quizá más a la hora, el Ford-Mustang que llena las carreteras generosamente anchas y de buen firme de los Estados Unidos de Norteamérica. Hoy, en lugar del acostumbrado martini, Iñaki parlamenta con Fernando sobre las cualidades del Aston-Martin, o el Issotta-Fraschini, que son automóviles hechos casi de encargo. Fernando es un ágil y joven experto en cuestión de cilindradas y de rallyes. Quizá no sepa de nada más, pero de automóviles lo sabe todo. «Los doscientos veinte del Jaguar-eme-ka-diez ni los sueñas con el Mercedes-320, ni los sueñas, tú», le dice a Iñaki. Y éste, que sigue la línea alemana de Silverio, defiende las posibilidades del Mercedes-trescientos-veinte. Es un pugilato bajo el sol, sobre la rubia arena, donde el mar cambia de nombre y se llama espuma blanca, espuma azul, espuma verde.
—Claro que te estoy hablando de carreteras, ¿eh?, de carreteras, no de caminos como éstos…
A esta hora, en las carreteras, los peones y los capataces sudan bajo el mismo sol, empeñados en ir poniendo pedacito de grava a pedacito, y luego el alquitrán que quema y suelta alientos fervorosos que enmudecen el habla.
—Con carreteras de ley te hago una demostración con mi máquina.
—¡Hombre, con autopistas preparadas, me río yo!
A estas horas, y siempre bajo el mismo sol que es lo curioso, muchos honrados empleados de banca o del comercio incitan a sus utilitarios para que arranquen con un ruido de motor superior al normal. Han preparado también, y a su escala, los motores.
Ford-Mustang, Aston-Martin, Issotta-Fraschini… autopistas, carreteras de firme y brillantísimo piso, el sol, la evasión…
—¡Qué cosa el vértigo, a que sí, Laura!
Laura, en cuclillas sobre la arena, no respondía a Marta. Si acaso, de vez en vez, le hacía un gesto confidente y pensaba, «qué susto». Y yo me alegraba del susto, y quizás, en el fondo, envidiaba no entender de cilindradas, de Issottas-Fraschinis, de máquinas preparadas, y de amortiguadores que producen, según ciertos expertos, efectos afrodisíacos. «Qué susto», insistía la frágil Laura, y su mirada no era para nadie, ni siquiera para el espigado y atlético Fernando, el hombre que la llevó camino de la rasante, hasta las posibilidades casi últimas del vértigo por el que suspira, dentro de sus dos piezas verde-amarillas, la maravillada Marta.
Aquel día Iñaki se marchó a Inglaterra. Un viaje de ida y vuelta para resolver «unas diligencias», según comunicó al círculo de la amistad. La avioneta ya estaba lista en el hangar. Silverio anunció un viaje en yate con sus tres amigas que tenían muchos deseos de conocer el litoral de Almería. «Todo el mundo se marcha, esto es un asco, voy a morirme», fue el comentario de Marta y la frase la fue repitiendo con enfebrecida continuidad. «Todo el mundo se marcha, esto es un asco, voy a morirme». Y el espigado Fernando, quizá para evitar que todo fuera un asco o que Marta se entregara en manos de la cicuta, le ofreció casi lo único que el prepotente-en-trance-de-serlo podía ofrecer. Velocidad.
—¿Quieres probar mi Jaguar-eme-ka-diez?
—¿Y el vértigo?
—Eso por descontado, chica.
—¡Qué maravilla!, ¿has oído, Laura?, el vértigo.
El litoral de Almería está sin explotar. Hans ya ha pensado en esto y también lo ha pensado mi amigo Manolo y las tres amigas de Silverio. Pero Hans especula, Manolo sueña, siempre sobre terreno baldío, claro, pero sueña, y las emociones del paraíso perdido que espera encontrar la armenia están ignorantes de la tracoma, la miseria y la sordidez. Hans sabía que era llegada la hora de comprar por poco y retener stock, la oportunidad de parcelar en bruto, anunciar con énfasis y esperar. Manolo me había repetido muchas veces que su idea de crear un sistema de urbanización enmaridado con el paisaje sin que éste sufriera merma, como sucede ahora con los rascacielos de la costa, podía ser perfectamente válido en una tierra todavía virgen. Le faltaba apoyo, eso es todo. La armenia del chal azul-turquesa estaba ansiosa de cruzar el desierto lunar almeriense, donde, de vez en cuando, hasta los alacranes quedan muertos instantáneamente en los cráteres que la tierra va formando.
—Entonces, ¿vértigo, sí?
Fernando escuchaba envanecido las palabras de Marta, igual que el representante vagabundo de colonias o el agente comercial de cremas para cutis seco, graso y semi-graso, atiende las seguridades que, inevitablemente, espera la dueña solterona de un comercio de pueblo o de ciudad de provincia que no alcanza los cien mil habitantes, sobre la calidad olorosa del agua de colonia o las tonificantes propiedades que tienen las cremas para los cutis de las clientes apasionadas por los afeites. Marta hablaba del vértigo con una familiaridad que espanta. Y seguramente Laura recordó, con cierto pavor no demostrado públicamente del todo, el instante en que aquella noche fueron a pasar la rasante entre la rocosidad de la montaña y el auténtico y verdadero vértigo del precipicio hacia el mar caliente.
Por la noche Laura había olvidado la frase del susto y el susto mismo y aunque no quiso probar fortuna era ya otra mujer. Igual de frágil pero sin el miedo comiéndosele el alma y las vísceras del cuerpo tal y como por la mañana había estado en la playa. Mientras escuchábamos música en el fúnebre club donde Lola, en vista de las negativas de Sonia, se ama apasionadamente, dulcemente, falsamente con los de Amador o con quien caiga, le dije a Laura:
—Hiciste una tontería.
—¿Cuándo? —preguntó interesada.
—Lo del coche, mujer.
—¡Ah!, ya no tengo el susto dentro, ¿sabes?, se pasó de pronto.
—Eso es lo de menos, lo malo es que a esa velocidad te das el golpe y adiós…
—Bueno, ya ves a Marta, casi lo está deseando.
—¿Y tú? —me volví bruscamente hacia sus ojos.
—¿Yo? —hizo una pausa—. Nadie me iba a llorar —murmuró muy quedamente.
Y habló de su padre que negocia en las bancas de Zurich y de Londres, que multiplica sus millones con el refinado del petróleo y con las inversiones en los trusts de las compañías coloniales. Me habló del colegio de Londres, hirsuto y sombrío, y del de París, florecido en cuanto la primavera asomaba sus finísimas orejas azuladas y transparentes sobre el Sena de los enamorados y de los vagabundos en desgracia. Laura era, otra vez, a mi lado, la frágil Laura de algunos días. Igual que un juego. Me cogió la mano muy tímidamente y con voz que revela la necesidad imperiosa y alucinante de poseer al lado a un camarada auténtico, murmuró:
—¿Es que crees que alguien iba a llorarme?
Mientras los de Amador o el Angelito se dejaban besar por Lola o la amiga de Lola, ellos, zagales de guerra abierta, mozos-furia, lobeznos respirando el aire nuevo del desarrollo como explicaría el viejo Cayetano, echaban una ojeada al ambiente por si hubiere algún pedazo de carne nórdica o meridional, ¡qué más da!, para futuras empresas lucrativas. Miré a Laura.
—No debe preocuparte quién te llore, piensa en ti misma, nada más.
Y sentí, de pronto, la tremenda responsabilidad, casi paternal, que parecía adquirir en aquel instante. Fue solamente una nube.
—Gracias, Mario, no me abandones, ¿quieres?
Yo no sabía lo que significaba aquello, pero seguramente era algo así como una declaración de principios, una petición en instantes de serenidad ambiental. O algo así. Pero no dejaba de ser extraño y curioso y esperanzador, si cabe, que yo, extraño a aquel paraíso, fuera de pronto a significarme como parte decididamente importante de él. ¿Y la teoría tangencial de Manolo y mía? Laura acababa de abrir, sin saberlo, una brecha por la cual se deja de ser línea tangente y pasa uno a convertirse en perpendicular, pero muy tímidamente por supuesto. Es una nube, me dije, y estuvimos toda la noche riendo y cantando, contento de repetirme de vez en cuando, y muy secretamente, las palabras de Laura: «no me abandones, ¿quieres?». Manolo era mucho más fuerte que yo. Ni la estallante vitalidad de Marta, ni las ojeras intelectuales, y por tanto sumamente sugestivas, de Silvia, hacían mella en sus proyectos arquitectónicos basados en el binomio materia-paisaje. Por el contrario, mis ideas sobre la movilización del grupo estaban en franca decadencia y eso era el peligro inmediato de abandonar la línea tangente que, como bien se sabe, es la recta que toca una superficie sin cortarla, o sea sin incidir en ella. Las luces directas e indirectas del fúnebre club mascaraban el rostro ajado de Lola y lo pintaban de colores violeta, colores mustios, los últimos colores de una carne que debió ser hermosa y tersa allá por los tiempos en que el Tercer-Reich hacía sus milagros-demoníacos por el llamado occidente cristiano, por las épocas del hambre y la esperanza, del estraperlo y la paz aquella. El rostro de Lola, los ademanes de Lola, las pasiones y los deseos de Lola se me figuraban parejos, como dos paralelas, a la sociedad ibérica con prurito integrador europeo que desconoce las reglas del juego y trata, con afeites y sabidurías demasiado ingenuas, de pasar por lo que realmente no es.
—Yo no sé del todo si alguien me lloraría…
—¿Otra vez con lo mismo?
Y Laura bebió un traguito corto de gin-tonic, se estremeció ligeramente y pidió disculpas de aquella manera tan suya, tan sumamente personal: «Soy una tonta, una tonta…». Para entonces, el espigado Fernando y la inquietante Marta ya estarían buscando alguna rasante, entre la rocosa montaña y el mar oscuro, donde enfrentarse con ese fantasma llamado vértigo. Reíamos y cantábamos en la noche quieta y floreada, en la noche con geranios estampados en la cal purísima de las casas, ajenos al mundo, a los Ford-Mustang hechos de encargo y al brutal envilecimiento de tantos seres como nos rodeaban. Los geranios al ser aplastados echaban un reguerillo ingenuo y lívido de sangre vegetal, y Laura, entre su risa buena y blanca, murmuraba de tiempo en tiempo: «Soy una tonta, una tonta». Los almejones seguían igual de caros, igual de falsos. Era una farsa gastronómica que se confundía en la farsa general. Y todos contentos, bebiendo, cantando, ajenos al dolor de los geranios muertos que salpicaban muy humildemente su savia colorada de flor pobre y sin desarrollar.
El negocio es éste. «… mira, chico, Francia está llena de automóviles viejos, de coches de la época de Maricastaña, cualquier país tiene coches de la época de nuestros abuelos, son chatarra, claro, no sirven para nada, están abandonados, ni siquiera tienen un cementerio donde descansar su espléndida vejez de pioneros del motor, como pasa en América con los automóviles modernos. La gente se ríe de esos Rolls con capota de hule, o de esos Fords ridículos, hay muchos, sí, hombre, todos los países tienen coches de estos que ya ni son automóviles ni nada… son chatarra pura. Y como chatarra vas y los compras. ¿Cuánto? Poco dinero, no sé, poco dinero, casi te dan las gracias porque agarres el trasto y lo arrastres fuera del cobertizo donde está durmiendo. Ahora hace falta un motor, pintura, vista… Vamos por partes, lo primero traerse la reliquia, ¿que cómo se pasa?, bueno, eso es sencillo, chico, las fronteras a veces son difíciles y a veces no, depende de las amistades. Pero vayamos despacio. Ya está la reliquia en nuestro poder. Un motor. Falta un buen motor. ¿Cómo, cuánto? Hay que traerlo de Inglaterra, allí son más baratos, entonces se pasan coches modernos con motor regular y se devuelven con motor nuevo. Ya tenemos de vuelta el alma que hará que la vieja reliquia tire, y tire bien. No preguntes, chico, no preguntes; las fronteras existen, ya lo sé, pero las amistades también, ¿no comprendes? Hay que pintar el coche. Se pinta. Y luego se le cuelga un cartel que dice: Se vende. ¿Que si se vende?, hombre, pero, ¿no estamos hablando de negocios? Los americanos pican siempre, y no deja de tener gracia que un nieto de un granjero de la época del primer Ford vaya y se lleve el Ford que su abuelo vio partir para el viejo continente, ¿a que tiene gracia?, los americanos se interesan por estas cosas, ¡ya sabes, americanos! ¿Negocios en gran escala? Hombre, la clave del éxito es tener detectados todos los trastos viejos que hay en el mundo, una vez conseguido esto, y con amistades, es posible, la cosa es sencilla y el negocio se convierte en una cuestión seria; lo importante es saber en qué lugar están los coches, en Francia tengo un amigo que es mi socio que posee un plano con los lugares donde todavía hay monstruos de ésos…». Fernando añadía, una vez concluido el relato: «claro que esto, además de un negocio, es un hobby, ¿tú no tienes ningún hobby?, pues entonces…». Lo más importante de todo era eso del nieto del granjero que fue contemporáneo de Ford, eso sí que es curioso y tiene gracia. Y el espigado Fernando tenía esplendidez dialéctica al contarlo. «… al año, qué sé yo, se puede uno sacar algunos millones, no muchos, ¿eh?, porque el mercado es relativamente corto, la clave consiste en desplazar agentes a los rallyes, en fomentarlos… hay mucho loco por el mundo, ¿es que no lo comprendes?». El espigado mozo de buena familia, el hijo de diplomáticos, el ágil donjuán de los aceleradores y las cilindradas, el negociante Fernando es todo un experto en antigüedades del motor de explosión.
—Oye, otros dos medios whiskys.
El negocio de Fernando era incitante, si lo llega a saber Loto se nos aficiona por aquello de las antigüedades que eran y son la pasión del joven volátil, aparte de la biológica inclinación al sexo propio.
—Oye, ¿Iñaki también está metido en eso?
—¡No, hombre!, Iñaki no pierde el tiempo, pero me ayuda; nos ayuda al socio francés y a mí; ahora quizá cuando vuelva tenga noticia de unos motores que me están preparando. ¿Has dicho que lo quieres solo?
—Sí, sí, claro.
Fernando bascula entre los deportivos modernos, de brutal reprise y carrera loca, y los viejos y ancestrales automóviles que conocieron el Nueva York bullicioso de la marcha hacia el futuro. Es, talmente, una existencia joven dedicada por completo en holocausto a la máquina.
—Pues lo que te decía, uno se puede sacar de un millón para arriba por año, pero los agentes te chupan mucho, claro. Pero renta, lo sé yo, deja margen que es lo que importa. Oye, y el amigo tuyo, ese Manolo…
—Es arquitecto, más que eso, es un investigador…
—¡Ah!
Ya nos habíamos contado nuestras vidas y nuestros secretos. Mis planes sobre la movilización del grupo, el atractivo canje de motores viejos por motores nuevos, las casas como cuadraditos blancos sobre la geografía desolada pero hermosa del litoral almeriense. Silverio volvió de su experiencia de navegante sólidamente acompañado, más tostado y con aspecto juvenil. La armenia había puesto sus ojos de mujer frívola, mundana, en el objetivo, un tanto triste, de Carboneras. La tracoma, al parecer, no debió de hacer mella en sus ansias de conquistar paraísos escondidos. A fin de cuentas, quien llevaba encima el estigma no era ella sino unas gentes de un nivel distinto que ya han desafiado bastante al destino y que lo siguen mirando con la misma mansa y remota esperanza que lo hicieron veinte generaciones anteriores. La armenia había llegado de la marisma donde crece la clavellina milagrosa, el almoraduj, el taraje, el arrayán. La ignota marisma, mar perdido entre los siglos que se van y que se vienen, donde se da el lirio prodigioso que se abre al atardecer, como una virgen furtiva, y muere al primer resplandor del sol. La marisma delirante de sombras y artificios, de magia y fervor.
—Le hablaré a tu amigo para que me proyecte una casa.
Pero Manolo, de seguro, no estaba para jugar a proyectos con una armenia, hija de judíos y nacionalizada en un juzgado frío y aséptico de Palm Beach.
—Ese muchacho debe de tener imaginación —insistía Sara.
Toda la imaginación del mundo, claro, pero eso no suele bastar para satisfacer los caprichos de una millonaria con casas en todos los puertos de todos los continentes. El lirio de las marismas que vive poco y siempre de cara al presentido océano sería una pieza fabulosa para un experto en botánica, igual que la tracoma podría serlo para un investigador médico capaz de erradicarla de su lugar, allí donde alienta desde muchas generaciones atrás, pero eso no basta.
—El vértigo, si supierais de verdad lo que es el vértigo —repetía Marta, recién llegada a la terraza del hotel.
Fernando sigue pensando que Iñaki le traerá alguna noticia de Londres. Tenía entre manos un asunto de motores que esperaban una orden secreta para iniciar el baile de las idas y venidas hasta terminar en las manos de algún americano poderoso, nieto del tiempo en que Henry Ford, el creador de la dinastía, ni siquiera podía sospechar que llegara el momento en que sus flamantes Ford iban un día a regresar a su punto de partida tras una especulación realmente maravillosa. Nuestro Atlas no había aterrizado todavía, es decir que, aunque, técnicamente era la hora de tomarse un martini, yo decidí salirme del círculo y beber el sol de mediodía a mi aire, o si acaso en compañía de Manolo, que de seguro caería por donde Amador.
—Dice la armenia que te encargará un proyecto.
—Calla, hombre, que cada día me pongo de peor ley.
—¿El contratista otra vez?
—Quiere lo que yo no puedo ni debo hacer.
—¿Ni siquiera cerrando los ojos para ganar dinero?
—Pero, Mario, ¿por quién me tomas?
Los ojos abúlicos del Pepote delataban sus travesías nocturnas, las bolsas negras que rodeaban los ojos de Luís resumían el balance de muchas noches seguidas sosteniendo el tipo. Bebimos vino y tomamos aceitunas. El rostro estólido de Marcos era la viva imagen del esforzado perseguidor de aventuras gananciosas, servidas con alcohol. El vino era áspero y sabía bien.
—Pues la armenia insiste, chico.
—¡Que se vaya a la mierda!
—Acaba de llegar de Almería, debe tener dinero.
—No es dinero lo que quiero, ¿entiendes?, es otra cosa.
Y los ojos vivos y fulgurantes de Manolo tropezaban, aun sin quererlo y debido a la lentitud de Marcos en apartar su mirada de nosotros, con los ojos de él, que eran dos bolitas húmedas y hundidas en lo último de las cuevas oftalmológicas.
—Yo lo digo porque puede ser una cómoda oportunidad para ti.
—Ya no hay oportunidades, Mario. Y tú, ¿cómo vas?
—¿Que cómo voy?
—Digo con el trabajo.
—Regular.
Sobre las humildes pero tiesas mesas de mármol blanco veteado, los parroquianos de siempre, los que no fallan, los fieles y estoicos hombres lugareños bebían fino amarillo y masticaban pescaditos recién tostados por la mujer del Amador.
—¿Sabes una cosa?
—No.
—Mira, yo creo que estamos dejando de ser elementos tangentes…
—¿Qué dices?, no te entiendo.
Le expliqué la idea, aquella idea quizás estúpida, recordando al mismo tiempo los geranios sangrantes sobre la cal blanca de la otra noche.
—Quizá sí —me replicó Manolo.
—De todas formas, la vida se ha hecho para vivirla, ¿no es eso?; entonces, entre sueño y sueño, no te vendría mal convencerte de que la vida…
—Se ha hecho para vivirla, de acuerdo. ¡Más vino, Pepote!
La voz del viejo Cayetano, a nuestras espaldas, sonaba a cuerpo encanijado, a sabio cardo borriquero: «A estos señores les invita un servidor», dijo y hubo que aceptar la oferta, porque si no iba a ser peor. El sol derretía el asfalto de la carretera-calle-mayor. Una hilera de taxis esperaba vanamente la llamada de un parroquiano dispuesto a pagar lo que se le pidiera. El guardia urbano imaginaba avenidas chorreantes de circulación y quizá por eso tensaba bien sus brazos, ahora a la diestra, ahora a la siniestra, y sonreía. Manolo me tomó del brazo.
—¿Qué me decías, que estamos dejando de ser elementos…?
—Nada, no te decía nada.
Y creo que, igual que el iniciado guardia urbano, también nosotros sonreíamos.