Capítulo V

EL CALOR DE JULIO-AGOSTO está lleno de peligros. Rosario, la mujer de Lucio el de Cayetano, iba de casa en casa gritando que su marido era muy hombre y que el director del hotel (del ex-hotel de Lucio) tenía que ser poco menos que un sodomita rematado. Es la constante, llena de fidelidad al sexo del varón, de una raza algo primaria. Los desplantes de Rosario pertenecen a un estudio que, sociológicamente hablando, puede ser muy interesante. «… cuatro hemos tenido, cuatro churumbeles y dos abortos. Es o no es un hombre». La raza se considera más pura, en las hondonadas, incluso si el cónyuge varón desplaza sus pasiones del hogar y las hace llegar a una habitación esquinada, lateral y suavemente perfumada. El marido es, entonces, por una regla de tres elemental, paupérrima y bien falta de proteínas, más marido si cabe. El primo Alvarito le dijo al viejo Cayetano que la cosa podía llevarse a la Magistratura, cuando realmente donde había que llevar la cosa era a una reforma social y mental. Pero no hizo falta, porque Silverio, siempre generoso, estaba de parte de Lucio, y no por las reivindicaciones de la Rosario o por la falsamente prepotencia del hijo mayor de Cayetano, sino porque ama las reglas del juego de la libertad y de la discreción. Y en el hotel, según su teoría, no hubo demasiada discreción, ya que la gobernanta racial armó un escándalo, mientras, apostada en la puerta de la habitación de la noruega-guía-de-viajes, descubrió los manejos del empleado infiel.

Y como la amiga madura, rubia y frívola, la del chal incitante y la otra, la joven intelectual llamada Silvia, y la chilena querían un mayordomo, allí fue Lucio. En el cafetín de Amador el viejo Cayetano me decía: «… ¿ve usté?, ése es un señor, sabe lo que es el desarrollo». Y va y se mete de un solo trago una copa de orujo de los que raspan con violencia la barriga del más pintado.

Los días de julio-agosto están henchidos de un sopor alucinante. Los pobres se quejan porque tienen que picar en las carreteras (a golpe de pico por cada cinco o diez minutos) y los ricos porque al no tener donde picar también se quejan. Los humildes porque sueñan con decalitros de cerveza fresca, amarilla, y con un reguerillo de espuma cayéndoles por la sotabarba, a modo de ducha facial, y los otros porque la avioneta aún no está preparada y la gente vaca que es un contento y no llegan noticias de lo que realmente sucede en los pasillos, preciosamente alfombrados, de las financieras londinenses, suizas o belgas. Es el sol maldito de julio-agosto que lo barre todo. La esperanza a unos; la natural prepotencia a otros.

—Mañana voy al hangar y les digo a los mecánicos que arreglan la avioneta o esto se terminó.

Con el bochorno nadie piensa en la evasión de capitales. Esto viene con los fríos primerizos, pero ¿quién piensa en el frío a estas alturas, cuando la piel comienza a pasar del rojo acangrejado, por el tostado que pronto será carne negroide, limpia, salada, y en la que hundir las yemas de los dedos será una pura delicia?

—Los tíos del aeropuerto me están tomando el pelo.

—Olvídate de la avioneta, niño —decía Marta.

—Pero, ¿no me has dicho cien veces que quieres volar?

—Quiero volar cuando esté arreglada, ¡no antes! Y la carcajada de Marta debía de llegar hasta los últimos confines del paraíso nuestro.

—Me estoy poniendo de mal humor —repetía Iñaki.

—Pues peor para ti.

Aunque sean días de julio-agosto los grandes pasillos de las bancas de Frankfurt, Londres o Berna están abiertos. Iñaki lo sabe. No es hora de evadir capitales, no. Pero sí puede ser hora de cerrar una operación. O sea que nuestro Atlas se levanta de la mesa de este viejo cortijo amaestrado con urgencia para restaurante más o menos típico y llama por teléfono. Cuando regresa, el tórax hinchado, los músculos tensos y el caminar decidido, revelan que hay buenas noticias.

—Mañana está listo, y es que, claro, o gritas o no te hacen caso.

—¿Y tendrá todos los tornillitos en su sitio? —pregunta con ingenuidad-malicia Marta.

El antiguo cortijo está decorado con gracia, pero resulta algo funcional. La sopa de mariscos era buena. Y los pescaditos fritos, no tan a punto como en otros lugares donde, si se comen, es porque es de ley, ley-natural, y aquí es de ley-forzada, ley-atracción turística. Iñaki está nerviosamente contenido. Ni siquiera acabó con la colita sumamente atractiva y tostada de la pescadilla. «Yo me voy al aeropuerto, tengo que hacer unas diligencias». No era frecuente ver a nuestro profesor Atlas, sabio voluptuoso de las artes del músculo tenso, del cuádriceps flexionado, metido en los avatares de diligencias laborales.

—Pues yo me quedo —replicó Marta.

Y, efectivamente, los quehaceres de Iñaki debían de ser más importantes que todo porque, tras un forcejeo conmigo para pagar la cuenta, echó un billete de mil sobre el tapete de la mesa, siempre con un aire displicente y casi provocativo, y dijo a modo de despedida:

—Cuídala, chico.

Y ya en la puerta, como recordando algo trascendental, gritó:

—Iré por allí más tarde.

Terminamos la cena tranquilamente. «¿Vamos a Torre, Mario?». Bueno. Manolo me había dejado el utilitario y, aunque los utilitarios no soplan igual que el deportivo Sumbeam o el Jaguar gris-perla, no hay que hacerle ascos. «Estoy agotada», me confesó Marta estirándose en el asiento, a mi lado, todo lo que pudo.

—Si quieres, volvemos y en paz.

—No, no, vamos a Torre.

Cortar las palabras y decir Torre en lugar de Torremolinos no es una novedad, eso se aprende de chicos en el colegio (al cual por cierto se dice cole a secas, ¿no es eso?), pero tampoco en esto del tajo a los sustantivos es cosa de pararse a pensar, o meditar. ¿No hemos quedado que somos piedrecitas rodantes que van y vienen, suben y bajan, sin preguntarse ni el cómo ni mucho menos el por qué? El Patatito seguía haciendo su agosto, porque además ya no eran días de julio-agosto, sino agosto a secas. Pero el Patatito compartía su trabajo con el chico ese, del casco de albañil en trance de desarrollo laboral, y el muchacho nos confesó que «se va tirandillo, nada más». Nos sentamos al otro lado de ese foso a modo de trinchera apto siempre para que un equilibrista borracho se desequilibre momentáneamente y bese, sin demasiada dulzura, el pavimento gris, desde el cual pavimento gris se entra en varios bares que uno llama bares porque sí, ya que no son bares, ni clubs, ni cafetines, como el de Amador. Sino otra cosa. «Wodka con naranja». «Whisky, ¿medio eh?». Es lo mismo, porque quizá lo cobren normal. Pero… «medio, ¿eh?».

—¿Escocés?

Una pregunta insólita. Uno dice escocés y a lo mejor es del otro metido en una frasca que lleva una banderita inglesa y unas palabras en inglés-de-Escocia. «Escocés, sí…». El foso este es una obsesión, cualquier día un entumecido borrachín se rompe los huesos y aquí no ha pasado nada. Sí; ha sucedido que ha muerto un hombre. ¿Morir? ¿Y por qué ha de morir nadie? «¡Ah, oiga, y una aspirina!».

—¿Te duele la cabeza?

—Jaqueca, un poco de jaqueca… me voy a morir pronto, Mario.

—Eso es una estupidez, chica.

—Tengo el pulmón hecho un guiñapo.

Detrás de esos senos brincadores, tiernamente adivinados, tras el sueter violeta se esconden, según las aprensiones de Marta, unos pulmones en trance de ser agujereados.

—Alegra esa cara, mujer.

Y Marta extiende, siempre igual, sus largas y apretadas piernas de carne durísima y pregunta de pronto.

—¿Y Manolo?

—Trabajando.

—Tú no me la pegas —sonreía—; ése está con la de negro.

La de negro era Silvia, la intelectual que asegura la existencia de un arte (una arquitectura, mejor) precolombino de alta escuela.

—Te equivocas, Manolo trabaja.

—Se agotará.

—Bueno, quizá sí, todos nos agotamos un poco cada día.

—Pero ir perdiendo fuerza solamente encima de un tablero, no sé yo.

El wodka con la naranja, el whisky escocés-español, la aspirina, ese primer producto de importación que se remonta más allá de los días de hambre y esperanza.

—A veces creo que es un hombre extraño.

—¿Manolo? ¡Ca!, es un tipo estupendo.

—Yo no digo lo contrario, pero no sé.

—¿Te preocupa que trabaje?

—Lo que me preocupa es que esté acostado con la de negro.

—Tómate el wodka y no digas tonterías; Manolo es aquí una isla, mujer, Manolo es un trabajador incansable.

Pasan y cruzan la calle y van hasta los bancos donde parecen dormitar los ancianos que conocieron pasados tiempos, el ejército levantisco de chicas-adolescentes que juegan a chicas-putas con las blusas ligeritas y el jersey atado en la cintura, y los mocitos que se sienten mozos-chulos y no son más que niños-señorito. Merodean en un paseo inconscientemente ingenuo la calle, se detienen en el kiosko gigante donde se vende el Match, el Frankfurter Allgemeine, el Figaro, el Paris-Soir, el Corriere, pero donde se ha terminado ya La Vanguardia o el ABC. Sueñan las adolescentes-niñas con ser mujercitas-de-hombre-maduro y alardean los mocitos de ser lo que no son, y por eso avasallan quizá. Pasan, profundamente desalentados, los prepotentes del sexo, las apretadas compañías de visitantes lejanos, las secciones compactas de ibéricos transidos de cansino dolor, las escuadras deslavazadas, alegres, disgregadoras de los vagabundos de Kerouac, los hombres sin patria, sin hogar, los hombres que, si se palpan a sí mismos, quizá ni siquiera pueden notar el sentido del pellizco.

—Es un hombre extraño —la voz de Marta se quedaba corta al salir de las cuerdas vocales.

Es extraño (Manolo para Marta) porque vive tangencialmente al paraíso donde habita ella, porque sueña con casas colgantes, con elementos arquitectónicos horizontales, con proyectos que anulen la verticalidad de los rascacielos y no destruyan el paisaje de las costas, todo ello en lugar de llamarla para decirle con decisión: «Vámonos a la cama». Es extraño para Marta porque Marta no es, en resumidas cuentas, la muchacha americana que se llama Ethel, Bety o Carolina, la dulce mujercita que viste de rosa, de amarillo limón o de blanco leche, la estudiante made-in-USA que, sin Manolo saberlo ni conocerla todavía, se casará de seguro con él y vendrán a pasar juntos a España el año sabático. Yo sabía entonces que Manolo tiene un puesto en el Politécnico de Massachusetts, cuya capital es Boston, cosa esta última que también desconoce Marta.

—Tú eres su amigo, tú lo conocerás bien —repetía.

Los automóviles rodaban lentamente y las matrículas de Dinamarca, de Gran Bretaña, de Francia se ven perfectamente en las nalgas de los Volvo-Ford-Citroën-Morris. Son, naturalmente, elementos rodantes como Marta, como Silverio, como Iñaki, como yo. Sí, yo también estaba dentro del paraíso. Pero Manolo no. Es esto precisamente lo que no entendía ella, lo que no quería comprender Marta. En estas circunstancias la persecución del hombre-misterio, del hombre-enigma es realmente un acicate.

—¿Y ahora qué está haciendo Manolo?

—No lo sé.

—Eres su amigo, ¿no? Claro, estará con la de negro.

La persecución se vuelve obsesiva. El ruido de un tubo de escape —cumplidamente niquelado para que se note— distrae las conversaciones. Pero Marta quiere desvelar el supuesto secreto de Manolo.

—¿Vamos a verle?

—¿A quién? —me hago el distraído.

—A quién va a ser, a Manolo.

—Está trabajando, ya te lo dije.

—No me lo creo —un trago de wodka con naranja—, naturalmente no lo creo.

Repentinamente, obstinadamente Marta se ha transformado en una mujer veinte años mayor de lo que es. Quiere satisfacer, no el capricho de una mujer-núbil, o la ternísima pasión de una muchacha-adolescente, sino el capricho obsesionado de una mujer-mujer en la curva de sus últimas esperanzas como mujer-mujer. No persigue al hombre, está investigando afanosamente el misterio.

—Verás, Manolo es un arquitecto joven que no le dejan hacer aquí las ideas que él tiene en la cabeza. No es un bohemio, no es un loco, es un hombre normal…

—Pues no es tan normal —se interrumpe Marta, fija siempre su idea erótica a la hora de descubrir al hombre-enigma.

—Piensa por un momento que quizá no eres tú la normal, piénsalo.

—¡No quiero! —y el mohín de Marta la transforma, otra vez, en la muchacha veintiochoañera y tozuda.

—Tú vives en un mundo y él en otro —bebí de un solo trago todo el contenido del vaso—. De acuerdo —digo—. Te llevo a casa y os dejo solos, ¿tranquila?

Iñaki estaba en el hangar del aeropuerto. Nuestro venerable profesor Atlas volvería pronto al adverbio de lugar «allí», que es el confortable cubil de Sonia. Manolo, después de la borrachera del otro día —que por fin lo consiguió aun a costa de soportar a la intelectual llamada Silvia—, estaba, a buen seguro, sobre su tablero de dibujo. Silverio tenía una cena en Jerez con sus tres amigas y otros viejos amigos. A Marta le redobla en el pecho el lejano tambor del misterio de Manolo. Puse el coche a tope y la llevé hasta nuestro apartamento. «Sé que no actúo bien», me repetía. «Esto no se hace con un hombre como Manolo», seguía insistiéndome a mí mismo.

—¡Ahí lo tienes! —le dije mientras señalaba el rectángulo de una ventana.

Y me marché de allí sin querer pensar en nada.

Hay nuevos amigos y viejos clientes en el club de Sonia, tan blanco sobre la colina que parece que ha sido depositado por un paracaídas sobre la prominencia del paisaje. Marta sube las escaleras, mientras escucha el repicar de las campanas que le anuncian, como un aleluya, la proximidad del misterio que ella, con su sabiduría de mujer mundana, pretende sofaldar. Hace bochorno. Sonia discute alegremente las últimas opiniones de la buena sociedad sobre el problema de la píldora anticonceptiva. Loto asegura a un inglés amigo de la casa que la decoración, más que un arte, es un rito. «¿Y Laura?». Se ha marchado con Fernando.

Quiero encontrar a Laura. ¡Qué estupidez! Laura estaba, a buen seguro, bailando, bebiendo y abriendo sus blancos dientes en una risa contagiosa de ex-colegial londinense. Anduve por las calles, entré en el cafetín de Amador, hay allí en las viejas y chicas plazuelas por descubrir un olor profundo a flores frescas, en un bar cosmopolita y fúnebre Lola y Marcos el de Amador simulan un amor apasionado. Estoy solo. Estaba solo porque Silverio tenía una cena en Jerez, Iñaki otra en Málaga, y Laura, siempre Laura, se había marchado con Fernando. Los geranios manchan de rojo el fondo encalado de las fachadas. Escuadras de beatniks de todos los colores y de todos los idiomas —incluido seguramente el esperanto— deambulan agotadoramente, y hay otros vagabundos, los que ejercen con el dinero de las bancas sólidas, que cruzan a toda velocidad las calles con sus buenos automóviles. El efecto de sus faros es relampagueante. La muerte acecha detrás de cada curva, al otro lado del precipicio de una rasante. Pero nadie piensa en eso. Fernando era aficionado a esta clase de emocionantes carreras. Yo estaba solo. Pero a mi alrededor flotaba incandescente la música impresa en cientos de microsurcos de cuarenta-y-cinco-revoluciones-por-minuto, la música que se baila silenciosamente en cien cuevas distintas, por un centenar o dos centenares o qué sé yo cuántas parejas estoicamente enderezadas, relajadamente distorsionadas.

—Me voy a morir pronto —había dicho Marta.

(La voz de Joan Baez recuerda vagamente a Nueva Orleans.)

—… En Alemania venden píldoras anticonceptivas sin riesgo alguno.

(Los gritos de Halliday dibujan las formas, eternamente jóvenes de las muchachas, de las adolescentes, de las mujeres.)

—Te digo, niño, que la decoración no es arte, sino un rito…

(La electrónica al servicio de la música es el penúltimo grito, el próximo…)

—Laura se ha marchado con Fernando…

Estoy solo. Estaba absolutamente solo. Y encima el hielo rosado de los neones.