LOS DÍAS VUELAN como pájaros. Pero los pájaros de verano mueren en cualquier ciudad española, agotados por el sol, dócilmente resignados a su suerte, extenuadas sus alas de pluma finísima por el agente calórico. Mueren en paz de Dios y en guerra con los hombres, que bien podrían echarles sobre el pico entreabierto y esperanzado un reguerillo de agua algo tibia. Uno de los de Amador, Pepote, el más simple pero el más honrado quizá, vino a decirme a mi mesa de mármol, tomando el café de las cuatro de la tarde, que a Lucio le habían echado del hotel.
La casa del viejo Cayetano, más achaparrada que nunca, está en lo alto de la calle y es la diana más eficaz del sol de las cuatro de la tarde. Fui hasta allí pensando, sin demasiada coherencia, en mi proyectado estudio sobre la movilización del grupo y la posterior estabilización del mismo. Es la hora en que Córdoba y Badajoz se disputan, avasalladoramente, rabiosamente, la máxima solar. No deben quedar allí más que los pobres o la clase media del quiero y no puedo, de la piscina y el Guadiana, y los pájaros. Los pájaros que se arrastran mansamente por los parques desiertos, por las calles desnudas, esperando la irremediable agonía de la muerte, o como mucho la mejoría de la muerte, que en su caso no es más que una agradable inflexión de la cabeza y el pico, permanentemente entreabierto, terminado en una especie de estornudo muy breve.
La hija de la Macarena seguía en su puesto, junto al sol, y el viejo apuraba la colilla de un puro holandés, amarillo y ternísimo (en los últimos días el Angelito se paseaba con una alegre estudiante de Amsterdam) y tenía la cabeza baja igual que cuando se ponía a darle vueltas al destino lejano, impreciso de los pasos de la Maca por el ancho mundo. «… y luego dicen, pero si el desarrollo nos lo están cortando, ¿comprende usté? Yo pongo mi esfuerzo para que las cosas marchen, para que el desarrollo funcione y crezca como su nombre bien indica, pero ¡ca!… ahora hay que reajustar la familia, ¿comprende usté?, hay que… ¡Lucía!». Pero Lucía no está, se ha marchado a casa de una comadre, o una vecina parturienta. El viejo blasfema, se levanta, toma la botella de fino y se sirve. «… yo no entiendo nada, nada, ¿y usté?, o sea que venga turismo y venga desarrollo, y ahora me echan al Lucio a la puñetera calle, total porque se acostó con una tía de ésas, que encima son como el demonio o la polilla…».
—No, gracias, no quiero vino.
—Entonces, ¿anís?
—No, no, ya he tomado café.
Al Lucio le echaron del hotel, de la barra del hotel, porque la otra noche dijo sí, definitivamente, a los requiebros sinuosos, nórdicos, apasionados, de la noruega Erika, que prácticamente lo arrastró, con la cuerda de sus ojos que son dos lagos de transparente azul, hasta su habitación esquinada de la primera planta. Y allí se amaron furiosamente. Lucio quemó sus naves en aras del desarrollo. ¡Tantas veces va el cántaro a la fuente que al fin se cuartea en cien pedazos! El Lucio está en la calle, sin trabajo y por culpa de su requiebro amoroso los planes de Cayetano se han ido al traste.
—Tome una copa, hombre, que no nos vamos a morir por lo del chico…
Cuando salí de la casa, la hija de la Maca seguía en su puesto, dócil a las dentelladas del sol, con su piel arrugada (como una momia antigua recién descubierta en un barrio viejo de Roma), mansamente expuesta a las acometidas del calor del estío. A estas horas, Badajoz y Córdoba, a falta de mayores horizontes o recompensas, luchan fieramente por ser protagonistas de excepción en la crónica del «hombre del tiempo», en la televisión, ese cáncer que explota, corroe y, a veces, hasta espolea la conciencia nacional. Rondan los cuarenta grados. Los pájaros incluseros se abaten por los jardines yermos, por las florestas (que solamente tienen de tales el nombre), por las flacas y calcinadas plazuelas. No hay piedad para ellos. Ni un reguerillo de agua, más o menos túrbida, ni un mal charco de agua detenida donde refrescar el buche y aliviar la proximidad de una muerte por asfixia.
Las calles estaban desiertas.
El sol pegaba con fuerza. Durante el estío el tráfico de divisas suele menguar, las cuentas corrientes de los bancos suizos detienen su incremento más o menos legal. Pero la gran maquinaria internacional no se detiene. Iñaki lo sabe, el padre de Laura también lo sabe. En cualquier hondo y umbrío despacho de una banca neoyorquina se sigue planeando la muerte de cualquier presidente. El viejo Cayetano desconoce lo que es un grupo de presión. ¡Mejor para él!
Comenzaba a puntear la atardecida cuando llegué a casa. Manolo estaba leyendo en la terraza del apartamento y se había servido un gin-tonic. Cuando terminé de ducharme le propuse marcharnos a cenar a Málaga. Aceptó en seguida. «Estoy cansado de este pueblo y de estas gentes», dijo. O sea que cogimos el coche y sin pensarlo dos veces nos fuimos a la ciudad. En el camino le conté «lo del hijo de Cayetano».
—Déjame de tonterías, que yo tengo muchos problemas en la cabeza —comentó.
—No son tonterías, es un mundo nuevo que casi desconocemos.
—Es lo mismo; tú andas metido en un trabajo que yo no sé cómo acabará, pero a mí me interesa muy poco lo que les pase a esos idiotas.
—El trabajo terminará bien, ya lo verás; pero, ¿por qué dices eso?
—Por nada; estos sitios queman mucho, es una mierda, y la gente es lo mismo, otra mierda.
—Cuando hablas de la gente siempre concretas demasiado, estás pensando en el contratista que te obliga a hacer cosas que a ti no te gustan —le dije.
—No es eso, lo que quiero decirte es que a mí me importa dos pitos lo que le pueda ocurrir al tonto ese del Lucio; se acostó con la guía, ¿no es eso?, pues mejor para él… ¡eso que tiene!
Dimos un paseo por Málaga, bordeamos el puerto; en el frescor umbrío del Limonar la temperatura era excelente. Sonaban las sirenas de algún barco que se despedía, los motores de un avión anunciaban un próximo aterrizaje, el desarrollo estaba por hoy asegurado, el cielo alto y limpio era una buena promesa para algunos. Subimos hasta la Cuesta-de-la-Reina. El panorama era espléndido. El día se agotaba mansamente, los duros gorriones salpicaban el silencio que nos rodeaba, pero los pájaros de cualquier ciudad seca y poco caritativa vivirían al borde del colapso inmediato. Encendimos un cigarrillo.
Cuando bajábamos de nuevo a la ciudad, el chunta-ra-tá del diario hablado nos anunció que eran, exactamente, las diez de la noche. El locutor hablaba de los índices turísticos, de la paz, del turista doce millones (qué barbaridad), una señorita despistada y algo panocha, natural de Hamburgo, en la Alemania helada, sombría y federal. Me dieron ganas de reír, pero la fresca que se metía por la ventanilla era más importante que cualquier otra cosa. El locutor insistía en los festejos con motivo del «día del turista» celebrado en una localidad costera de Gerona, y en los desórdenes raciales que se habían producido en los Estados Unidos de Norteamérica, en las pérdidas del Vietcong y en la urgencia de hacer frente al siempre temido y oscurísimo peligro comunista. Las brasas del cigarrillo, al contacto con el viento, se desperdigaron como si fueran una cascada de fuego mínimo y rojizo. Efectivamente, Córdoba (confirmando el pronóstico) le había ganado la batalla del sol a Badajoz y la previsión para las próximas veinticuatro horas era de tiempo bueno, mar en calma y temperaturas en alza, todo sin riesgo alguno de chubascos o lloviznas… ¡una felicidad!
Cenamos en un restaurante junto al mar, robando la brisa salada y el aliento a yodo de la ribera. Las almejas no son almejas, no, sino una subespecie que da el pego y te las cobran casi por igual. Se llaman almejones y sus valvas tienen un color rojizo, sanguinolento. El limón produce en el molusco acéfalo una especie de tiritona un poco alarmante, pero no pasa nada, la problemática del desarrollo ha hecho, sin embargo, que los almejones pasen por almejas, y esto no es ningún juego de palabras. Manolo estaba contento, yo estaba también alegre, pero a cualquiera de los dos nos importaba un rábano que hubiese llegado la turista doce millones, o sea que, aunque éramos en aquel momento dos excelentes patriotas, nuestra felicidad estaba basada en diferentes procesos a los seguidos por el locutor entusiasta del diario hablado.
—Te invito a una copa —dije.
—Como quieras, pagaré yo —y reía el buen Manolo.
No fue nada sencillo atravesar el tumulto de gentes y luces de Torremolinos; los veraneantes tímidos y los lugareños despabilados, los turistas ricos (que los hay) y los centroeuropeos algo remisos en el canje de divisas (que también los hay y son legión) paseaban por la estrechez de las callejas, por entre el clamor de la fritanga y el fulgor de las boutiques, el requiebro del Patatito (que es todo un tipo en eso del negocio de la fotografía) y la desaliñada y ansiosa caminata de los buscadores de fortuna, de los beatniks nacionales (use productos españoles) y de la noche calma, olorosa, técnicamente perfecta.
En el club de Sonia había animación. Conocí a Fernando, que trataba de herir la finísima sensibilidad de Loto. Laura se reía sin acordarse (a-Dios-gracias) del percance de Marta que según me dijeron estaba cenando con Iñaki. Los amigos rocieros de Loto le daban explicaciones sobre sus experiencias sobre el florecimiento, adaptación y mejora de la especie marica en el país. Las exaltaciones del socio de Sonia provocaban las carcajadas de sus camaradas de sexo y armas. Todo un espectáculo.
—¿Qué tal está Marta? —pregunté.
—Me ha dejado sola —dijo Laura—. Y tú, ¿dónde has estado?
—En Málaga.
Brindamos con wodka y naranja, y Manolo me dijo en seguida que él estaba muy aburrido y que se marchaba a dormir. «Como quieras, yo me quedo», le contesté. Seguimos bebiendo y cerca de la una de la madrugada Laura y yo decidimos dar una vuelta por el pueblo y meternos en cualquier club para bailar.
Cuando regresamos hasta el apartamento, todavía Iñaki y Marta no habían vuelto.
—Es buena señal, ¿no?
—Creo que sí —contestó Laura.
Y su boca, nuestra boca única, sabía a sal.
Hemos engordado la cuadrilla. Han llegado tres amigas de Silverio. Sara es una armenia, hija de judíos. Silvia trata de ser una intelectual que conoce casi perfectamente toda la vasta civilización precolombina. La tercera es una chilena que tiene un cuerpo menudo y prieto, y su risa es como una cuerda llena de cascabeles. Son tres mujeres de posibles, ricas, que están dando la vuelta al mundo como quien recorre un par de kilómetros con ánimo de alejarse del maldito ruido del vecino.
—Manolo y tú estáis invitados a la fiesta —me dijo Silverio.
—¿A qué fiesta?
—Sara y sus amigas van a dar un party en su casa, ¡ya verás, viejo, cómo lo vamos a pasar!
La noticia no entusiasmó nada a Manolo. Está preocupado, no consigue convencer al rico y analfabeto contratista de que el «habitat» canadiense es la fórmula de la arquitectura del futuro. Estoy seguro de que cualquier día Manolo cogerá un avión (con billete de favor quizás) y se largará a otro país.
La casa de Sara está junto al mar. Es blanca, con un resabio berberisco. Desde lejos parece un pedazo de cal recortado sobre el cielo acijado. Tiene un patio árabe-andaluz con una fuente cuyas aguas cantan alegremente desde el punto de la mañana y dos palmeras incipientes, cortas, que parecen hijas de un oasis inclusero y urbano. Silverio caminaba por los encalados corredores con una notable familiaridad, lo que me hizo pensar que su amistad era verdaderamente íntima. Salimos a la terraza, los muros de piel granulosa reverberaban al sol que sacaba tajadas violentas de luz al roce con el encalado. Cuando le pregunté de qué conocía a sus amigas, respondió, frunciendo levemente los labios finos, que eran «recuerdos de embajada».
La fiesta se celebró dos días después.
Evidentemente, Sara era una mujer de mundo y de una elegancia sobria y precisa; su matrimonio con un americano de Cincinnati no había estropeado en ella su ascendencia, el gusto refinado por la estética de las cosas. Estábamos casi todos, Iñaki, Silverio, Marta, Laura, Fernando, Manolo, Sonia, Loto, los amigos de Fernando y camaradas de Loto… Silvia, un matrimonio americano propietario de pozos de petróleo en Tejas, una pareja española muy sofisticada (él con cargo oficial) que se remilgaba con excesiva facilidad, hecho que contrastaba con la sobria espectacularidad de Sara (y de su chal azul-turquesa). Lo pasamos bien. Manolo seguramente se aburrió, pero bebimos, bailamos, la noche era deliciosa y desde el torreón árabe de la casa la mancha detenida del mar producía una sensación de relajo, de serenidad realmente nueva.