Capítulo III

¿POR QUÉ DECÍA MANOLO que con este tipo de chicas ni te acuestas ni te casas? ¿Por qué, por qué…? Sus labios (los labios brevísimos de Laura) saben a sal.

Desde el día aquel en que Manolo me dijo lo que me dijo, Laura empezó a ser para mí algo así como un campo de experimentación, un incitante y agradable terreno para pasearlo de arriba a abajo.

—¿Y mi arquitecto, dónde está mi arquitecto?, —gritaba Marta, estallando de vida cuando entraba en «Chez-moi».

Manolo tenía, en parte, más suerte. Por eso le dije: «Con Marta no tienes problemas, te puedes acostar con ella pero casarte no». Y sé que al decirle esto estaba haciéndole un favor, porque, en el fondo, el destino de Manolo no era Marta, sino una muchacha llamada Ethel, una linda muchachita ingenua (igual que Doris Day, pero con treinta años menos), pasajera del Middle West o estudiante de literatura española en Yale, pongamos por caso. Iñaki hacía como que no le importaba nada los desplazados chillidos de Marta, desplazados digo en aquel ambiente de conversaciones pausadas pero de pensamientos locos, donde únicamente la voz solemne de Roy Orbison al microsurco o la susurrante de Adamo se subían de tono. Iñaki y Marta jugaban, en el fondo, a una manera muy especial de perseguirse, de darse celos.

—¡Ay, arquitecto mío!

La exclamación de Marta iba acompañada de un grito gutural. Pero nadie hace caso. Se tumbaba sobre los mullidos butacones, donde parece que jamás vas a tocar fondo. Marta estiraba las piernas, duras y firmes, bajo los pantalones que se ajustan a la piel como una sanguijuela y avisan a los ojos de diez, de quince mozos, de veinte o quince hombres maduros (siempre hay alguna lesbiana para estos casos) las dos rayas finísimas (dos rugosidades) apenas perceptibles, en triángulo equilátero de las bragas compradas en best shop de Carnaby Street, en Londres. Pero el arquitecto no aparecía cuando Marta quería que apareciese. En cierto modo también Manolo estaba en el juego, sin quererlo. Entonces su ausencia provocaba en Marta una ira solemne, bebía un whisky doble o quizá triple, sin agua ni seltz, y se echaba en los brazos, falsamente displicentes, de nuestro profesor Atlas. Iñaki volvía a ser un prepotente.

—La avioneta, la maldita avioneta —y el lamento del prepotente tenía, a la vez, un gesto de exigencia.

—¡Qué ilusión!

—¿Ilusión?, tú estás loca, niña —venía Sonia hasta la mesa redonda con el vaso en una mano y el cigarrillo en la otra.

—La avioneta, la maldita avioneta, aquí todos están de vacaciones, nadie trabaja. ¡Ah!, si la avioneta estuviera lista…

—Estará, estará —insistía Marta.

Entre la avioneta y el recuerdo de Manolo, entre la presencia del Atlas y la evasión de volar, Marta terminaba con el whisky, con los cubitos de hielo y estiraba más sus piernas hasta que le guiñaba un ojo a Loto para decirle:

—Oye, ¿me dejas poner las piernas ahí?

Y señalaba la mesita que compró en un anticuario de Madrid. Loto se revolvía nervioso, como atosigado y perseguido, igual que un animalito al que se acosa con una fusta. Luego se calmaba, se colocaba en su sitio la madeja de pelo anaranjado y repetía con un cierto tono melancólico:

—Martita, Martita…

Marta, Martita, Mar… estaba ya en las últimas. Sin whisky, sin cubitos de hielo, sin arquitecto, sin avioneta. Sola. «… Estoy avergonzada; qué paliza te metí el otro día, que vergüenza contarte las cosas que te dije de mi vida, pero ¿es que no lo comprendes?, yo nunca he contado mi vida a nadie, ¿no lo comprendes?», Laura estaba nerviosa, quizá porque veía que Marta, su amiga, había caído víctima del nocaut tras contar diez, cuando lo honesto, lo honrado, lo verdaderamente generoso hubiese sido que Marta cayera de un nocaut técnico, es decir, retirada a tiempo de la batalla que sostenía con el whisky doble, triple, ¡qué sé yo! Pero Iñaki estaba ocupado hablando de motores, de bujías, de bielas, de la Fiat y de la Sumbeam con unos tipos clientes de la casa. Y Loto se dejaba halagar sus oídos de marica de buena familia con la conversación de dos amiguitos suyos que contaban y no paraban de decir esto y lo otro y lo de aquí y lo de allá del Rocío, que era una romería o una fiesta que, si le quitas lo hermosamente religioso, se queda en algo sumamente sustancioso para Loto, los amigos de Loto y mil amigos más de Loto y sus amigos… Marta vivía dificultosamente su nocaut mondo y lirondo… Y Lola se entretenía con uno de los de Amador, el más presentable (Marcos), que bien lo quisiera el viejo Cayetano como hijo suyo o empleado suyo o pupilo de sus manejos. Y Hans estaba hinchado de cerveza, de espaldas a todos, intentando ser un alemán que no es del todo alemán, pero sin conseguirlo. Sonia lloraba, voluptuosamente recogida al otro lado del mostrador, en el lavabo decorado por Loto. Laura sufría ante el fuera de combate de Marta.

—Y Manolo ¿no vendrá? —me preguntaba Laura.

Pero Manolo estaría a aquellas horas sobre su tablero, en nuestro blanco apartamento (el suyo quiero referirme, porque yo tan sólo era un invitado) soñando planes, casas colgantes, deliciosas edificaciones que harían, a buen seguro, la felicidad de cualquier muchachita azucarada del Middle West americano.

—No vendrá, puedes estar segura —y yo insistía—; Manolo trabaja.

Pero Laura no podía entender que nadie, y menos a aquellas horas, tiempo y minutos, segundos y décimas de minutos de chulos, gigolós, evasión, borrachera y neones sobre el mar, pudiera trabajar. O sea que no era conveniente insistir.

—Hay que hacer algo —repetía Laura.

—Nos la llevaremos —respondí con la mayor naturalidad del mundo.

La noche era tan suave que daba hasta miedo tocarla. El deportivo de Laura sopló como deben de soplar los coches auténticamente caros. Con energía, con espanto, para que los noctámbulos aburridos o los ansiosos desvalijadores de danesas que cambian dólares o los rufianes que saben ya decir «I love you» con acento de Despeñaperros para abajo se sientan súbitamente debilitados en sus ansias de destruir el mundo. El deportivo se deslizaba con una blandura que alguien hubiese calificado de afrodisíaca. Marta era el vivo retrato (televisado o por foto de agencia) de un luchador que acaba de abandonar el ring tras un injustificado castigo, ya que, si el árbitro llega a saber su papel, el nocaut de Marta se hubiera transformado en un amortiguado nocaut técnico. Pero, vistas las cosas con realismo, es posible que ni siquiera Marta hubiera dejado que detuvieran su match contra el alcohol, su arquitecto, Iñaki, la avioneta y sobre todo con las otras resacas, las que día tras día se van encadenando, formando un núcleo duro de romper y difícil de ser evadido. Laura callaba, los nervios tensos, una angustia adivinada tras su rostro aparentemente dócil y rosado, las diminutas manos sujetando con fuerza, hasta que los nudillos puedan estallar en cien pedazos, el volante negro y brillante, el cabello volando bajo la noche-madrugada igual que un millón de hilos rubios que se estiran y se mecen acompasadamente al roce violento del aire con yodo y sal. Un viaje apasionante a través de lo desconocido con una mujer joven, de breves pechos que ya no saltan de gozo porque no hay música de cumbia, una mujer que ha perdido la batalla de hoy, pero que se recuperará mañana-hoy con las dentelladas del sol buscando ansiosamente, furtivamente, la ventana del confortable apartamento. Un viaje apasionante con la joven-adolescente-Laura que pisa con una seguridad impropia de su edad el acelerador del deportivo que deslumbra a los últimos-primeros noctámbulos, ansiosos de pelea o derrotados también (como Marta) por el golpe y el upercut del alcohol o de lo que sea.

Llegamos muy pronto (quizá demasiado pronto para lo apasionante que resultaba aquello) al apartamento. La noche-madrugada (la noche se iba de color negro y llegaba la madrugada de un color dudosamente azul) desentumecía los músculos, los huesos, liberaba el peso opresor de las sienes, salvaba el último reducto funcional del hombre; la cabeza.

—Está muy mal —comentó al aire de la noche-madrugada Laura.

No dije nada. Ya se han marchado las estrellas de la penúltima hora. La tierra huele a humedad salina. Las manchas blancas de las casas empiezan a distinguirse, aun a costa de estar situadas en la lejanía. Aúlla un perro que podría muy bien ser un perro amaestrado por el viejo Cayetano para anunciar que en este paraíso falta por llegar, ¡atención!, el hijo de Hamburgo, el alemán ese. Dejamos a Marta sobre la cama y Laura comenzó la operación de quitarle las suaves, las ligeras ropas de verano. Me acerqué al rectángulo que formaba el ventanal y desde donde podía contemplarse la amanecida sobre el mar, quieto, prodigiosamente blando. Marta vomitó. «Quiero más whisky…», murmuraba ofreciendo su rostro estólido, sus ojos abrumados, el rictus dolorido que sesgaba toda su cara.

—¿Quieres darle al grifo? —pidió Laura, indicándome la puerta del lavabo.

Es agua de verano. Frescor de estío. Un ruido helado de madrugada que quizá despierte los sentidos de la mujer-joven que se debate entre el ayer-hoy igual que el boxeador noqueado lo hace en los vestuarios tras la paliza recibida bajo la luz pulverizada de los focos sobre el ring.

—Tal vez una infusión de manzanilla —insinué con la timidez del que sabe que, realmente, conoce bien poco del arte de resucitar a los abatidos por el alcohol, por la música, por la locura de la noche.

Laura me sonrió con una exquisita y nada estudiada dulzura. Y comprendí bien rápidamente que yo, en efecto, sabía poco de cómo tratar a una joven-Marta-borracha. Laura aplicaba compresas de agua fría sobre la frente de su amiga, de nuestra-amiga.

—¿Aguanta poco? —pregunté, por decir algo.

—¿Aguantar?, lo que pasa es que aguanta demasiado. Luego, creyendo quizá que había sido un poco dura para con su amiga, Laura comentó:

—Es una mujer estupenda, sufre mucho.

No era cuestión de hacer más preguntas. Sin embargo, me ofrecí a buscar una farmacia, a correr por el mundo en busca de algo que devolviera a Marta la alegría perdida, el color perdido, la triunfante elasticidad de antaño. «No te preocupes» murmuró Laura. Y los dos, solos, con la única presencia muda y rígida de Marta, nos miramos fijamente, intensamente. Los labios de Laura me supieron, efectivamente, a sal.

—Gracias —me dijo—, me voy a quedar con ella.

La madrugada es torva, mal encarada, a pesar del azul nuevo del cielo, aun a costa de que todo parece haber perdido las impurezas de ayer, a pesar de los buenos propósitos que simula poseer este aire tibio que acaricia. Caminando por el borde de la carretera, allí donde quedan residuos del alquitrán que los peones camineros han soltado bruscamente como un despojo del firme recién construido, uno parece un chulito vagabundo o un vagabundo melancólico, tal vez un distraído ciudadano que ha invertido el horario normal del sueño-trabajo-descanso. Hollando la tierra marginal de la autopista, yo bien podía parecer un golfo de vuelta de todo o un avisado salteador de inglesas que pagan en libras o un furtivo enamorado de veraneantas púber peninsulares. Paso a paso, recibiendo el frío-templado del alba, uno podía simular el paso-a-paso diligente del empleado de banca que va en busca de su suerte laboral, nada envidiable por cierto, o el regreso agotador de uno de los mozos de Amador o del Angelito, el peluquero que vendimió en Francia. Decididamente dispuesto a alcanzar mi cama de invitado en el apartamento de Manolo, yo sé, sin embargo, que puedo parecer un beatnik de los que sufren la incomprensión y aman la holganza hasta que los ponen en la frontera.

Sin embargo, a aquellas horas, y aun poseyendo el sabor a sal, que es como el título de una canción de estío, de los labios de Laura en mis propios labios, yo no era en el match de la nocturnidad recién cancelada nada más y nada menos que el «segundos fuera» de los combates de boxeo, el que, calladamente, sumisamente, se dedica a ensanchar la coquilla del púgil para que respire mejor, el que amasa, sin mayores consejos que dar, el rostro profundamente sonado del que por propia voluntad o por imperiosa necesidad de evasión se ha dado de puñetazos con el alcohol y el estallido de una existencia dudosamente con sentido.

Encontré a Manolo dormido sobre el tablero de sus proyectos, junto al papel vegetal y a la regla de cálculo. Para la sociedad entera, Manolo también acababa de perder por nocaut o quizá por descalificación.

Pero yo al verlo así le concedí, sin dudarlo y con rabia, el triunfo y la victoria.