Capítulo I

AL FINAL DEL PUEBLO, siguiendo la dirección norte-sureste, está «Chez-moi». Desde el cafetín de Amador hasta el club de Sonia hay unos tres kilómetros. La tierra es un baldío. Y las inmobiliarias se han aprovechado para construir casas estrechas, aéreas, blancas y de apariencia confortable. Los apartamentos son íntimos, seguramente caros, y mínimos. Desde la azotea se ve el mar, y a veces (a partir del séptimo piso) no es difícil contemplar la piscina del hotel y a los bañistas hundiéndose en el agua salada (y sin embargo azul). Es una delicia.

«Chez-moi» es propiedad de Sonia. Sonia ha pasado la raya de los treinta y cinco años. Es alta, fornida y ha perdido ya casi toda la feminidad que pudiera haber tenido cuando frecuentaba a las monjitas del Espíritu Santo. Estas cosas empiezan a perderse con dificultad (la feminidad), pero luego, cuando has dado el primer paso, todo es más sencillo. Sonia tiene siempre unos ojos cargados, abultados. Es una hinchazón alcohólica. También esto (los ojos verdes de Sonia) suele costar en perderse. Al principio es difícil. Pero a la vuelta de muchas madrugadas, lo complicado adquiere una sugestiva facilidad. Ahora Sonia está ya en el terraplén de bajada. Cruzó la rasante. Sus ojos son, definitivamente, dos bolas oscuras y estallantes. No piden nada. Al contrario, son exigentes. Pero los ojos han perdido el brillo tieso y juvenil.

Entre el cafetín de Amador y «Chez-moi» hay tres kilómetros. Pasearlos bajo la tibia calma de la noche es una experiencia importante. El club de Sonia está en lo alto de la colina. Es blanco, cuadrado. Sonia está permanentemente sentada en el mostrador. Su mano derecha sostiene, permanentemente, un cigarrillo (¡Por favor, Mario: negro, siempre negro!), y su mano izquierda acaricia, permanentemente, el cuerpo transparente y helado de un vaso de whisky (¡Por favor, Mario: escocés, siempre escocés!). Los ventanales, levantados a ras de tierra, son un descanso para la fatiga y el alcohol. ¡Qué delicia de ventanales! A Sonia le ayuda en el trabajo su socio Loto. Loto se llama Carlos. Los amigos le empezaron a llamar Carloto. Y después vino lo de abreviar. Loto es un experto en arqueología, en decoración, en ese arte exquisito, difícil y sensible de saber en qué lugar debe estar cada cosa y qué cosa debe estar colocada en cada rincón.

—¿Sabes, Mario? Los maricas de esto entienden mucho…

Reíamos. Y las risas se iban flotando hasta el techo. Luego para descongestionar están los ventanales. Grandes, hermosos. Una pura delicia para el cuerpo fatigado.

Loto también fatiga. Su estatura cansa a la vista. Pasará del metro ochenta. Y como posee el sentido exquisito, difícil y sensible de saber en qué lugar debe estar cada cosa y qué cosa debe estar colocada en cada lugar, su cuerpo es volátil, casi gaseoso. Está en todas partes. Su pelo color naranja le cae sobre la frente pálida a modo de visera, perfectamente desordenado. Y esa masa rojiza de cabello es lo primero que se ve cuando uno levanta los ojos para pedirle por señas a Sonia un whisky, o quizá medio whisky, porque la noche empieza a pesar.

—¿Sabes, Mario? Estos maricas tienen un sexto sentido.

A veces uno se obsesiona con una cosa y no consigue alejarse de ella. La masa de pelo naranja, difícil de Loto me exasperaba. Era al único. Pero para relajar el ánimo están los dos ventanales. Entra por ellos la luz blanca de dos faroles que Loto compró a un anticuario de Barcelona. Y entra, también, la calma tibia de la noche. De día, el horizonte está lleno de una masa compacta de hoteles y urbanizaciones. Pero de sol a sol, como se dice, «Chez-moi» está cerrado, sin vida, solitario, tranquilo. Loto tiene allí una habitación hermosa y confortable, llena de antigüedades, de tallas románicas, de viejas maderas barrocas con una pátina de oro sobre la piel. Y una cama con dosel rojo. Y una biblioteca llena de libros de arte, tomos comprados en Francia, en Italia. Las paredes de la habitación están empapeladas de tonos claros, pastel y siena. Colores que pueden tranquilizar la agitada biología de Loto.

—Oye, Mario. ¡Lo que yo te diga! Estos tíos saben un rato de decoración. Son unos ases con los detalles. Se fue a Barcelona y volvió con una maleta llena de cachivaches… ¡Lo que yo te diga!, tienen un sentido especial.

Loto seguía con su aire volátil, gaseoso. Estaba en todas partes. Ahora en el mostrador preparando un wodka con naranja, y luego apoyado nerviosamente en el brazo de una butaca, de palique con los amiguitos que han llegado. Ahora sirviendo un vaso de ginebra con limón. Después parlamentando, casi en secreto, con Silverio (a veces lo llamábamos Silver), el argentino. Sonia se enfada a veces.

—¡Loto!, que pareces un tiovivo…

Silverio escucha piadosamente las secretas noticias que Loto le va dando. Yo no podría soportarlo. No lo he soportado nunca. Pero Silverio, el argentino de Belgrano, tiene cuerda. Ha cruzado la raya de los cincuenta. Bebe wodka con naranja. Aguanta. No se pasa jamás. A Silverio me lo presentó Sonia y nos hicimos amigos. Era una buena manera de sacudirse el letargo del whisky y del wodka.

—¿Sabe mi amigo?, para coches los alemanes, para vinos los del Rin, para quesos, Francia… ¡no, no me discuta! —y se le fruncía el bigote al abrir la boca—. Para licores el de rosas de Bulgaria, ¡ah!, y para mujeres las húngaras…

—Pero, Silverio…

—¡Las húngaras, mi amigo! No me discuta. Yo lo sé bien. Mire, las suecas son necias… ¿Las francesas?; bueno, las francesas son pícaras… ¿Las alemanas?, pesadas… ¡Ah!, las húngaras, mi amigo don Mario. ¡Es el producto típico de Hungría! Se lo digo yo.

Hans era un alemán de Baviera. Es decir, un alemán menos alemán que un alemán de Hamburgo, de Aachen o de Münster. Silverio era un argentino universal. Es probable que coincidieran en muchas cosas, pero en asunto de mujeres cada uno mantenía sus posiciones, lejanas, equidistantes. Hans es ingeniero, dirige una empresa constructora y ha entendido muy pronto que España es un paraíso para cualquier extranjero. También sabe que España no es, sin embargo, ningún paraíso para cualquier español. Es un hombre objetivo. Conoce la manera de invertir y se ha hecho millonario. Los terrenos que compró a cinco los explota a cien. Es un ejemplo.

Hans solamente bebe cerveza. Y a Loto le molesta el detalle.

¿Por qué Hans —se pregunta Loto—, no beberá ginebra con limón, o wodka con naranja? Loto se pone nervioso. Y Sonia tiene que reprenderle como una madre medianamente enérgica riñe a su vástago más chico.

—Este tío me pisa el negocio, ¿no entiendes, Mario? Con estos tíos hay que andar con más cuidado que…

Y Sonia tomaba con energía el cuerpo helado del vaso y lo acercaba a sus labios. La música, al fondo, muy al fondo, ponía un agradable contrapunto al nerviosismo de Loto, a la tranquila impaciencia de Sonia, al discurso aflautado de Silverio, a la cerveza (sin espuma casi) de Hans. Cantaba Roy Orbison. Y cantaba Too soon to know. El perro del alemán se dejaba acariciar por las manos delgadas, huesudas y profundamente pálidas de Loto. Eran caricias de segunda intención, como me decía Silverio, con una mueca llena, profundamente llena de escepticismo.

—Es mejor que toque al perro, ¿no es así, mi amigo?

Es agradable saber todo lo que sabe Silverio. Es importante llegar a distinguir un queso de Francia de otro de Bélgica. Y un vino blanco del Mosella de otro del Rin.

—Los vinos, siempre del Rin, mi amigo.

Y tiene que ser sumamente delicioso distinguir, así, con una gama de matices, el amor de una muchacha de Estocolmo de otra de Estambul, de Panamá o de Limoges. ¡Qué curioso! La obsesión de Loto, una más, es mostrar a los amigos y a los clientes, los jarrones oro, violeta y escarlata, que se ha traído de Limoges. Silverio le escucha. Le atiende con una piedad sincera.

Hans bebe su cerveza, recalentada ya por el calor de sus manos hinchadas y poderosas, y piensa, calmosamente, en su inmobiliaria, en la central de Munich y en Sonia. Sonia ha cambiado el disco de Roy Orbison por uno de Sandie Shaw y sus ojos son ya como dos bolas pétreas, oscurecidas.

Sí. Seguramente Hans y Sonia se han acostado juntos. Hay, naturalmente, una gran diferencia de la Sonia que asistía a las clases del colegio del Espíritu Santo a ésta que ahora sigue absorta el compás de las canciones de Roy Orbison o las de Sandie Shaw. Aquella Sonia que no conocí pero que presiento —en un deseo por mi parte de saber comprender con generosidad— de ojos verdes como almendras de primavera recién nacida, a esta Sonia abúlica pero firme al mismo tiempo, consumiendo todas sus últimas energías en el vaso helado del whisky y el cigarrillo (negro, siempre negro, Mario).

De seguro que Hans seguía pensando en Sonia. Pero Sonia está absorta, inmóvil dentro de su jersey tostado, erguida, mostrando el contorno de sus senos que, si se miran con cierta atención, uno sabe que están ajados, ciertamente en el comienzo del declive. A Hans le gusta. El alemán no discrimina fácilmente. Es hombre de conquista. No es un individuo de matices. Dirige una empresa constructora. Compra terrenos, especula lindamente con lo que ayer se creía terreno baldío y hoy vale millones. El límite de sus matices termina con la calidad de la cerveza.

No se cansaba fácilmente Silverio de las secretas conversaciones que quería entablar Loto. Claro que la oportunidad de deshacerse del encantador mocito, de sus constantes alusiones a la cerámica y a las antigüedades la tenía Silverio cuando, de noche en noche, aparecía en «Chez-moi» Lola. La vieja, la encantadora, la lejanamente atractiva Lola. La asquerosa Lola.

—Mi amigo —me repetía Silverio—, no se asuste de lo que voy a decirle. ¡Cómo a decirle!, a repetirle una vez más. Esta mujer tiene clase, la ha tenido, mi amigo. Y quien tiene, retiene, ¿estamos, mi amigo?

Lola llega siempre acompañada. Algunas veces con una amiga tan vieja como ella, tan deliciosamente encantadora como ella, tan ruinosa como Lola. Los mozos del bar de Amador me han contado que sale con ellos y le sacan los cuartos. Y hay ocasiones en que Lola entra en «Chez-moi» como una novia ajada, con una mezcla de éxtasis erótico y de doncella quinceañera, del brazo de uno de los mozos del bar de Amador (Luis, Pepote, Marcos). Parece que quiere mostrar a la gente la resurrección de su carne, de su lejana virginidad, de su apostura de mocita con novio al brazo. Es una farsa ridícula que crispa los nervios a Sonia.

—¿Comprendes, Mario? ¡Esta tía es la locura! Cada cual a su vida, pero de eso a que me venga haciendo el tonto y con la gente de Amador… Entonces, ¿para qué sirve que yo seleccione a los clientes? ¿Para qué sirve, Mario? Porque aquí vienen aristócratas, artistas, aquí viene gente con clase…

A Sonia le fluía, natural, espontánea su raíz. Su apellido, sus padres, los negocios de sus padres, su vida cómoda y muelle. ¿«Chez-moi»? Un hobby, simplemente esto.

—¿Lo entiendes bien, Mario? Esta tía me trae a los chulos esos de cuatro reales…

Bien sabía yo que Luis, Pepote y Marcos eran unos pobres diablos. ¡Y tan de cuatro reales! Pero Lola era feliz haciendo aquella entrada triunfal, aquel paseíllo grotesco, aquella farsa. Lola vivía habitualmente en Madrid. Allí se dedicaba a encandilar a jóvenes púberes por las calles de la Ballesta. Eternos mozalbetes lampiños, muchachos de ojos nerviosos y cabezas calientes. Se dejaba invitar. Bailaba con ellos. El muchacho, con su tierna inexperiencia inundándole todo su cuerpo, acababa de hacer una conquista. Lola tenía la edad precisa, el cuerpo preciso, las carnes suficientemente gruesas y precisas para la conquista y el deseo nuevo, recién estrenado soterradamente, de un mozalbete. Lola le daba su teléfono. Se despedían. Al día siguiente, por la mañana, a media tarde, por la noche la llamada ansiosa. El adolescente acudía puntual, abiertos sus cinco sentidos como una flor de cinco pétalos madrugadores. Lola decía con voz débil, simulando la voz entrecortada de una doncella virgen: «Es imposible. Lo he intentado… pero es imposible. No podemos hacerlo». El mozalbete tenía en sus mejillas el arrebol primerizo. Insistía, perplejo. Lola se dejaba besar, allá en el umbral. Y repetía: «Es imposible. No podemos hacerlo… no…». El adolescente tenía la cabeza llena de una nube densísima. «¿Por qué?», inquiría con un hilo de voz púber. Entonces Lola le susurraba al oído: «Es que, ¿sabes?, aquí vive conmigo una vieja criada, una tía canalla que quiere dinero por dejarnos hacerlo. Y si no se lo damos va con el cuento a mi familia. ¿Lo comprendes bien…?» El muchacho, borracho por el vino que todavía ni siquiera había olfateado, sacaba unos billetes. Lola repetía: «No, no… que eres un niño, que no… Es una canalla, ¿sabes?». Y el adolescente adquiría de pronto la dimensión de un héroe que defiende a su amada, que lucha por conseguir el rincón del amor. Le daba veinte duros, doscientas pesetas… Le daban todo lo que tenían encima. Lola movía la cabeza, simulando una tristeza infinita: «Es una canalla, pero así se callará… Para otra vez yo pondré la mitad». Se metía en una habitación donde decía que estaba la tal criada. Y luego, ella y el adolescente se tomaban una copa y acababan en la habitación de Lola.

La farsa le daba, junto a la pensión de su viudedad, para pasar unas vacaciones todos los veranos en Marbella.

—Mire lo que le digo, don Mario. Esta mujer tiene mucha clase…

—Pero no es húngara.

—¡Ah!, las húngaras… No importa. Yo la veo como un viejo camarada, yo la veo con el deseo de aparentarlo todo y sin nada que ofrecer, ¿se da cuenta el amigo Mario? Yo soy un sentimental impenitente, un gaucho…

Seguramente Silverio era un cínico.

Desde el pueblo hasta el club de Sonia hay unos tres kilómetros. A lo mejor hay algo más o quizás algo menos. Loto sigue hablando de las cerámicas de Limoges —oro, violeta y perla—. Hans bebe cerveza y piensa, secretamente, en Sonia. Sonia tiene ya sus ojos como dos bolas de acero, enormes, estallantes. Silverio piensa en una mujer lejana que tiene sus pies clavados en Pest y mira a la otra orilla, donde está Buda. Roy Orbison sigue cantando Too soon to know. Lola ha pedido un pipermint con hielo.

Aquí conocí a Laura.