XXXV

SÍ. ERA ELLA. Ella, Bele. Captó el sesgo de sus ojos. Esa mirada… Decidió seguir adelante. Si tardaba algo más, se daba cuenta, le vencería el deseo de saludarla. Siguió andando. Anduvo largo tiempo. Luchaba en su interior el deseo de recordar y el miedo. La sensación de debilidad que conocía empezó a subir. Notó el sabor salado de la base de la lengua. Era todo como antes. Como mucho antes, tan antes que no sabía cuánto. Se paró un momento: calculaba. Él tenía veintiséis años; había terminado el bachillerato a los dieciséis; y, lo de Isabel, como acostumbraba entonces a pensar, había sido a los dos años. Sí, había sido de dieciocho a diecinueve. Hacía siete años. Siete largos años. ¿Estaría casada? A lo mejor tenía ya hijos…

De pronto se dio cuenta de que estaba en Cibeles. Echó a andar por Recoletos. A paso largo, con el abrigo flotando tras él. (A veces se hacía la ilusión de que así se prolongaba un poco en el pasado.) La gente pasaba alrededor, charlando, animada, como fantasmas de marioneta. Casi sin darse cuenta enfiló la misma calle. Hacía mucho tiempo que no pasaba por ella. Antes, solía recorrerla por el menor pretexto, varias veces al día. Notó que aquella casa que entonces acababan de construir estaba ya amarillenta.

Ya veía la casa. Antes, mucho tiempo atrás, iba siempre mirando hacia su piso, no sabía por qué. Ahora siguió, con la cabeza gacha, melancolía de aquellos días tristes pero con esperanzas. Siempre había esperado que todo cambiara. Recordaba —y una sonrisa triste apareció en su boca, cansada y harta— cómo había soñado con casarse con ella, en tener hijos con ella, disfrutar y morir con ella… Había llegado ya a la casa. Miró al cuarto piso. Recordó su habitación tal como estuviera cuando la visitó. Tras el recodo del pasillo había una puerta que daba a una escalerilla de caracol. Ésta salía a un cuarto pequeño, de ventanas bajas. El cuarto era azul. Había un pequeño sofá y a un lado y a otro mesitas con novelas y libros de texto. Encima de una de ellas un dibujo al carbón, dedicado, de Samuel Burgos. Tenía cariño a aquel cuartito, porque mientras estuvo en él fue feliz esperándola. Quién sabe quién dormiría ahora en la puerta de al lado, en aquel dormitorio. Sentía no haber abierto aquella puerta entonces, por un extraño pudor. Le hubiera gustado poder tener un recuerdo suyo…

Siguió caminando. Bajó por la misma calle por que bajara entonces, y se sentó en unas sillas de un quiosco de la Castellana, donde tantas veces se sentara.

Se presentó un camarero joven, sin la chaquetilla blanca de uniforme: hacía frío y no solía aparecer nadie por allí. Darío pidió un cuba-libre —un «fidel-castro» decían entonces los niñatos—. Se despanzurró en el asiento y fue recordando retazos de otra vida. Y, sin embargo, ahí estaban, en la neblina del recuerdo. Él mismo y todos sus amigos. Veía la cara de Alejandro, de Sebastián, de Piti, de Blanca, de Miguel, de Antonio, de Fry, de Pititi, de Melletis, de María Rosa, de Luis, de Carlos, de Teresa. De Bele. De tantos y tantos otros que pasaron y se perdieron.

Sí. Debía de ser ella, Isabel.

De nuevo había perdido la ocasión de saludarla.